El Periquillo Sarniento (51 page)

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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Después de estas penalidades y miserias que tenía que
tolerar por el día, seguía, como acabé de
apuntar, el terrible tormento que me esperaba por la noche con mi
asperísima cama, pues ésta se reducía a un petate
viejo harto surtido de chinches y nada más; porque nada
más había que supliera por almohada, sábanas y
colcha que mis antecedentes arambeles, los que sensible y prontamente
se iban disminuyendo a mi vista, como que trabajaban sin
intermisión de tiempo.

Considerad, hijos míos, a vuestro padre qué noches y
qué días tan amargos viviría en tan infeliz
situación; pero considerad también que a éstos y
a peores abatimientos se ven los hombres expuestos por pícaros
y descabezados. Ya en otra parte os he dicho que el joven cuanto
es más desarreglado, tanto más propenso está a
ser víctima de la indigencia y de todas las desgracias de la
vida; al paso que el hombre de bien, esto es, el de una conducta moral
y religiosa
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tiene un escudo
poderoso para guarecerse de muchas de ellas. Tal es la que os acabo de
repetir. Pero dejemos a los demás que hagan lo que quieran de
su conducta, y volvamos a atar el hilo de mis trabajos.

De día me era insoportable la hambre y la desnudez, y de
noche la cama y falta de abrigo, sin el que me hubiera quedado todo el
tiempo que duré en la cárcel si no hubiera sido por una
graciosa contingencia, y fue ésta.

Un pobre payo que estaba también preso se llegó a
mí una mañana que estaba yo en el patio esperando a que
llegara el sol a vengarme de las injurias de la fría noche, y
me dijo: mire, señor, yo
quero
decirle un asunto, para
que me saque de un empeño pagando lo que
juere
. Pues,
pero mire que no
quero
que lo sepa ninguno de los
compañeros porque son muy burlistas. Está muy
bien, le respondí, diga usted lo que quiera, que yo lo
serviré de buena gana y con todo secreto. Pues ha de saber
usted que me llamo
Cemeterio Coscojales
… Eleuterio
dirá usted, le interrumpí, o Emeterio,
porque
Cemeterio
no es nombre de santo.
Axcan
, dijo
el payo, una cosa ansí me llamo, sino que con mis cuidados ni
atino a veces con mi nombre; pero en fin, ya señor lo sabe,
vamos al cuento. Yo soy de San Pedro Ezcapozaltongo, que estará
de esta
ciudá
como diez y ocho leguas. Pues
señor, allí vive una muchacha que se llama Lorenza, la
hija del tío Diego Terrones,
jerrador
y curador de
caballos de lo que hay poco. Yo, andando días y viniendo
días, como su casa estaba barda con barda de la mía, y
el diablo que no duerme hizo que yo me enamorara de recio de la
Lorenza sin poderlo remediar; porque, ¡ah, señor!,
qué
diache
de muchacha tan bonita, pues mírela
que es alta, gorda y derecha como una
Parota
o a lo menos
como un Encino, cari-redonda, muy colorada, con sus ojos pardos y sus
narices grandes y buenas; no tiene más
defeuto
sino
que es media bizca y le faltan dos dientes delanteros, y eso porque se
los tiró un macho de una coz, porque ella se descuidó y
no le tuvo bien la pata un día que estaba ayudando a su
señor padre a
jerrarlo
; pero por lo demás la
muchacha hace raya de bonita por todo aquello. Pues sí
señor, yo la enamoré, la regalé y le
rogué, y tanto anduve en estas cosas que, por fin,
ella
quijo
que no
quijo
se ablandó, y me dijo
que sí se casaría conmigo; pero que ¿cuándo?,
porque no
juera
el diablo que yo la engañara y se
le
juera
a hacer
malobra
. Yo le dije que qué
capaz que yo la engañara, pues me moría por ella; pero
que el casamiento no se podía
efetuar
muy presto
porque yo estaba
probe
más que Amán, y el
señor cura era muy tieso, que no fiara un casamiento si el
diablo se llevara a los novios, ni un entierro aunque el muerto
se
gediera
ocho días en su casa, y ansina que, si me
quería, me esperara tres o cuatro meses mientras que levantaba
mi cosecha de maíz, que pintaba muy bien y tenía
cuatro fanegas tiradas en el campo.

Ella se avino a cuanto yo
quije
, y ya
dende
ese
día nos
viamos
como marido y mujer según lo que
nos queríamos. Pues una noche, señor, que venía
yo de mi milpa y le iba a hablar por la barda como siempre,
divisé un bulto platicando con ella, y luego luego me puse
hecho un
bacinito
de coraje… Un basilisco querrá
usted decir, le repliqué, porque los bacinitos no se
enojan. Eso será, señor, sino que yo concibo, pero no
puedo parir, prosiguió el payo; mas ello es que yo me
jui
para donde estaba el bulto, hecho un Santiago, y, luego
que llegué, conocí que era Culás el
guitarristo
, porque tocaba un jarabe y una justicia en la
guitarra a lo rasgado que la hacía hablar.

En cuanto llegué, le dije que ¿qué buscaba en
aquella casa y con Lorenza? El muy
engringolado
me dijo que
lo que
quijiera
, que yo no era su padre para que le tomara
cuentas. Entonces yo, como que era dueño de la
aición
, no aguanté mucho, sino que, alzando una
coa que me
truje
de un
pión
, le asenté
tan buen trancazo en el
gogote
que cayó redondo
pidiendo confesión.

A esta misma hora iba pasando el
tiñente
por
allí que iba de ronda con los
topiles
; oyó los
gritos de Culás, y, por más que yo corrí, me
alcanzaron y me
trajieron
liado como un
cuete
a su
presiencia
.

Luego luego di mi declaración, y el
cerjuano
dijo
que no fiaba al enfermo, porque estaba muy mal
gerido
y
echaba mucha sangre. Con esto en aquella
gora
se llevaron a
la
probe
Lorenza depositada
an
casa el señor
cura, y a mí a la cárcel, donde me pusieron en el
cepo.

A otro día me
invió
la Lorenza
un
recaudo
con la vieja cocinera del cura, diciéndome
que ella no tenía la culpa, y que Culás la había
llamado a la barda y le estaba dando un
recaudo
fingido de mi
parte, diciéndole que yo decía que saliera un ratito a
la tienda con él, y otras cosas que ya se me han olvidado;
pero la vieja me contó que la
probe
lloraba por
mí sin consuelo.

Al otro día el
tiñente
me
invió
aquí a esta cárcel en una mula
con un par de grillos y un envoltorio de papeles que le dio a los
indios que me
tragieron
para que los entregaran al
señor juez de acá.

Ya llevo tres meses de prisión y no sé qué
harán conmigo, aunque Lorenza me ha
escribido
que ya
Culás está bueno y sano, y anda tocando la
guitarra. Pues yo, señor,
quero
que me haga el favor,
pagando lo que
juere
, por el santo de su nombre y por los
güesitos
de su madre, de
escrebirme
dos cartas,
una para mi padrino que es el señor barbero de mi tierra a ver
si viene a componer por mí estas cosas, y otra para la alma
mía de Lorenza diciéndole, como ya sé que
salió del depósito, y que todavía Culás la
persigue, que cuidado como va a hacer una tontera, que no sea
ansina
, y todas las cosas que sepa señor que se deben
poner; pero como de su mano, que yo lo pago.

Acabó mi cliente su cansado informe y petición, y le
pregunté ¿para cuándo quería las cartas?
Para
orita
, señor, me dijo, para agora, porque
mañana sale el correo. Pues amigo, le dije, deme usted dos
reales a cuenta para papel. Al instante me los dio, y yo mandé
traer el papel, y me puse a escribir los dos mamarrachos que salieron
como Dios quiso; pero ello es que al payo le gustaron tanto que no
sólo me dio por ellos doce reales que le pedí, sino lo
que más agradecí, un pedazo de trapo que algún
día fue capote, ello hecho mil pedazos, con medio cuello menos
y tan corto que apenas me llegaba a las rodillas. ¿Qué tal
estaría pues su dueño lo perdió a un albur en
cuatro reales?

Malo malísimo estaba el dicho trapo, pero yo vi con
él el cielo abierto. Con los doce realillos comí,
chupé, tomé chocolate, cené y me sobró
algo; y con el capisayo dormí como un tudesco.

Pensaba yo que iba variando mi fortuna; pero el pícaro del
Aguilucho me sacó de este error con una bien pesada burla
que me hizo, y fue la que sigue.

Al otro día de mi buena aventura del capotillo entró
bien temprano a mi calabozo y sentándose junto a mí muy
serio y triste me dijo: mucho descuido es ése, señor
Perico, y la verdad que los instantes del tiempo son preciosos y no se
dejan pasar tan fríamente, y más cuando el peligro que
amenaza a usted es muy horrible y está muy próximo. Yo
he sido amigo de usted y quiero que lo conozca aun cuando no me puede
servir de nada; pero en fin, siquiera por caridad es menester agitarlo
porque no sea tan perezoso.

Yo lleno de susto y turbación le pregunté ¿qué
había habido? ¿Cómo qué?, me dijo él,
¿pues qué no sabe usted cómo ha salido la sentencia de
la sala desde ayer para que, pasados estos días de fiesta que
vienen, le den los doscientos azotes en forma de justicia por las
calles acostumbradas con la ganzúa colgando del pescuezo?

¡Santa Bárbara!, exclamé yo penetrado del más
vivo sentimiento, ¿qué es lo que me ha sucedido? ¿Doscientos
azotes le han de dar a don Pedro Sarmiento? ¿A un hidalgo por todos
cuatro costados? ¿A un descendiente de los Tagles, Ponces, Pintos,
Velascos, Zumalacárreguis y Bundiburis? Y lo que es más,
¿a un señor bachiller en artes graduado, en esta real y
Pontificia Universidad, cuyos graduados gozan tantos privilegios como
los de Salamanca? Vamos, dijo el negrito, no es tiempo ahora de esas
exclamaciones. ¿Tiene usted algún pariente de proporciones?
Sí tengo, le respondí. Pues andar, decía el
Aguilucho, escríbale usted que agite por fuera con los
señores de la sala sobre el asunto, y que le envíe a
usted dos o tres onzas para contener al escribano. También
puede comprar un pliego de papel de parte, y presentar un escrito a la
sala del crimen alegando sus excepciones y suplicando de la sentencia
mientras califica su nobleza. Pero eso pronto, amigo, porque en la
tardanza está el peligro. Diciendo esto se levantó
para irse, y yo le di las gracias más expresivas.

Tratando de poner en obra su consejo, registré mi bolsa para
ver con cuánto contaba para papel, la presentación del
escrito y la carta a mi tío el licenciado Maceta; pero, ¡ay de
mí!, ¡cuál fue mi conflicto cuando vi que apenas
tenía tres y medio reales, faltándome cinco
apretadamente!

En circunstancias tan apuradas fui a ver a mi buen payo, le
conté mis trabajos y le pedí un socorro por toda la
corte celestial. El pobrecillo se condolió de mí, y con
la mayor generosidad me dio cuatro reales y me dijo: siento,
señor, su cuidado; no tengo más que esto, téngalo
que ya un real cualquier compañero se lo emprestará o se
lo dará de caridá.

Tomé mis cuatro reales y casi llorando le di las gracias;
pero no pude encontrar otro corazón tan sensible como el suyo
entre cerca de trescientos presos que habitaban aquellos recintos.

Compré, pues, el papel sellado, y medio real del
común para la carta, reservando tres reales y faltándome
aún real y medio para completar la presentación y pagar
al mandadero.

En el día hice mi memorial como pude y escribí la
carta a mi tío, en la que le daba cuenta de mi desgracia, de la
inocencia que me favorecía, a lo menos en lo sustancial, del
estado en que me hallaba y de la afrenta que amenazaba a toda la
familia, concluyendo con decirle que aunque yo había ocultado
mi nombre poniéndome el de Sancho Pérez, de nada
serviría esto si me sacaban a la calle, pues todos me
conocerían y se haría manifiesta nuestra infamia; y
así que en obsequio del honor de su pariente el señor mi
padre y de sus mismos hijos y descendencia, cuando no por mí,
hiciera por redimirme de tal afrenta, mandándome en el pronto
alguna cosa para granjear al escribano.

Cerré la carta, y de fiado se la encomendé a
tío Chepito el mandadero para que se la llevara a mi
pariente. Esto fue a las oraciones de la noche; mas siempre me faltaba
un real para completar los cuatro que debía dar al
portero por la presentación del escrito.

En toda la noche no pude dormir así con el sobresalto de los
temidos azotes, como con echar cálculos para ver de
dónde sacaba aquel real tan necesario.

En estos tristes pensamientos me halló el
día. Púseme a hacer un escrutinio riguroso de mi haber,
y a examinar mi ropa pieza por pieza, a ver si tenía alguna que
valiera real y medio; pero ¡qué había de valer!, si mi
camisa era menester llamarla por números para
acomodármela en el cuerpo, mis calzones apenas se podían
tener de las pretinas, las medias no estaban útiles ni para
tapar un caño, los zapatos parecían dos conchas de
tortuga, sólo se detenían en mis pies por el respeto de
un par de lacitos de cohetero, rosario no lo conocía, y el
triste retazo de capote me hacía más falta que todo mi
ajuar entero y verdadero.

Ya desesperaba de presentar el escrito esa mañana porque no
tenía cosa que valiera un real, cuando por fortuna alcé
la cara y vi colgado en un clavito mi sombrero; y
considerándolo pieza inútil en aquella mazmorra y la
mejor que me acompañaba, exclamé lleno de gusto:
¡gracias a Dios que a lo menos tengo sombrero que me valga en esta
vez! Diciendo esto, lo descolgué, y al primero que se me
presentó se lo vendí en una peseta, con la que
salí de mi cuidado y me desayuné de pilón.

Serían las diez de la mañana cuando fue entrando tata
Chepito con la respuesta de mi tío, que os quiero poner a la
letra para que aprendáis, hijos míos, a no fiarnos
jamás en los amigos y parientes; y sí únicamente
en vuestra buena conducta y en lo poco o mucho que adquiriereis con
vuestros honestos arbitrios y trabajo. Decía así la
respuesta: «Señor Sancho Pérez: cuando usted en la
realidad sea quien dice y lo saquen afrentado públicamente por
ladrón, crea que no se me dará cuidado, pues el
pícaro es bien que sufra la pena de su delito. La
conminación que usted me hace de que se deshonrará
mi familia es muy frívola, pues debe saber que la afrenta
sólo recae en el delincuente, quedando ilesos de ella sus
demás deudos. Conque si usted lo ha sido, súfralo por su
causa; y si está inocente, como me asegura, súfralo por
Dios, que más padeció Cristo por nosotros.

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