Read El pequeño vampiro y el enigma del ataúd Online
Authors: Angela Sommer-Bodenburg
Tags: #Infantil
—¿Y eso cómo lo sabes? —preguntó Anton.
—¿El qué?
—¿El qué va a ser? ¡Lo del biberón!
—Lo sé por Richard el Rencoroso —contestó el vampiro—. Vino de nuevo ayer por la noche y nos transmitió las últimas novedades del mundo de los vampiros.
—¿Las últimas novedades del mundo de los vampiros? —preguntó agitado Anton.
—¡Sí! —gruñó el vampiro.
—¿Y qué? —le urgió Anton—. ¿Dijo algo de Olga?
—¿Crees acaso que hubiera venido aquí si no? —repuso el vampiro.
Anton se quedó desconcertado.
—¿Sólo has venido aquí por Olga?
—preguntó.
—No, no sólo —dijo el pequeño vampiro—. ¡He venido sobre todo por tu caja de acuarelas!… ¡Y por tus pinturas de cera y por tus lápices de colores! —añadió.
Anton resolló.
—Caja de acuarelas, lápices de colores, pinturas de cera… ¡Yo no soy un autoservicio!
—¡Ah, ¿no?! —dijo el vampiro con una suavidad nada natural, y volvió a mirar fijamente el cuello de Anton.
—¡No! —declaró Anton con voz firme—. Y además, ¿para qué necesitas esas cosas?
—¿Que para qué? —dijo el pequeño vampiro riéndose con un graznido—.
¡Estoy haciendo un curso intensivo!
—¿Un curso intensivo? —repitió incrédulo Anton—. ¿En la escuela nocturna o qué?
—Sí, se podría decir que sí.
—¿Y de qué estás haciendo el curso? —preguntó Anton con un tonillo sarcástico—. ¿De inscripción de ataúdes quizá?
Entonces el pequeño vampiro se rió irónicamente.
—¡Es un curso intensivo de pintar soles, organizado por la escuela nocturna «Limpia el tocino»!
[2]
—Ah…, —dijo Anton.
¡O sea, que el pequeño vampiro necesitaba esas cosas para el programa de entrenamiento del señor Schwartenfeger!
—Pero si quieres limpiar el tocino, una escoba sería mucho más útil —observó.
—Ahórrate tus chistes —gruñó el vampiro—. Más vale que saques las pinturas.
—¿No te parece que el tono que empleas es algo…, hum…, improcedente? —repuso Anton.
—¿Improcedente?
—¡Por supuesto! Entras aquí y no paras de increparme groseramente…
¡Me parece a mí que éste no es el método apropiado para convencerme de que te dé mis pinturas y mi caja de acuarelas!
El pequeño vampiro miró anonadado a Anton. Al parecer no había contado con que Anton pusiera dificultades.
—¿Quiere eso decir que me vas a dejar en la estacada? —siseó.
—No, no significa eso —respondió Anton—. Pero si, como tú mismo dices, sólo has venido aquí por Olga, no se puede hablar precisamente de amistad… ¡Creo yo, por lo menos!
El vampiro se rascó la cabeza para pensar, sin duda, una respuesta.
—Te lo debo de tener que suplicar de rodillas, ¿no? —gruñó luego.
—¡No! Debes comportarte como un amigo… ¡Y la amistad —completó Anton— es siempre algo recíproco!
Se fue a su escritorio y rebuscó en su cajón hasta que encontró la caja de acuarelas, los lápices de colores y las pinturas de cera.
—¡Toma! —dijo—. Te las doy… ¡si
tú
me cuentas a mí a cambio las últimas novedades del mundo de los vampiros!
El pequeño vampiro agarró como una centella las cosas y las hizo desaparecer debajo de su capa.
—Encantado —dijo con falsa amabilidad—. Te las contaré la próxima vez.
—¡Eso es injusto! —protestó Anton.
—¿Injusto? ¿No acabas de explicar largo y tendido que la amistad es algo recíproco? Pues ahora las cosas han cambiado de dueño, ¡Ji, ji, ji…!
Exactamente como tú querías.
—Yo en lugar de Anton cambiaría otra cosa completamente diferente —dijo entonces una voz clara y ligeramente ronca—. ¡Cambiaría de amigo!
El pequeño vampiro, que ya estaba en el alféizar de la ventana con los brazos extendidos para salir volando, se quedó pasmado.
Cuando se recuperó de su sorpresa exclamó furioso hacia el oscuro exterior:
—¡Eh, tú has debido de olvidar lo desagradable que puedo llegar a ser cuando me siguen para espiarme!
—No, no lo he olvidado —dijo la voz, y luego aterrizó Anna en el alféizar de la ventana.
—¡Espero! —dijo el pequeño vampiro.
Anna no respondió, pero puso una cara sombría.
Anton se sintió intrigado por lo que el pequeño vampiro había querido decir, pero dejó la pregunta para después, cuando estuviera a solas con Anna.
—¿Y entonces por qué estás aquí… si no querías espiarme? —le preguntó el pequeño vampiro a Anna con brusquedad.
—¿Que por qué? —dijo Anna mirando con una tierna sonrisa a Anton—. Porque tengo que hablar una cosa con Anton.
—¿Hablar? —dijo arrogante el pequeño vampiro—. ¿Desde cuándo se habla en los desfiles de modelos?
Anna cerró los puños.
—¡Asqueroso! —siseó.
—¿Yo? —se hizo el desconcertado el pequeño vampiro—. ¿Acaso no quieres enseñarle a Anton tu nuevo vestido lila?
Con esas palabras le levantó ligeramente la capa a Anna, de modo que también Anton pudiera ver el dobladillo lila.
Anna se puso colorada.
—Eres un cerdo —dijo—. ¡Pero espera y verás!
Y antes de que el pequeño vampiro supiera qué era lo que le iba a ocurrir, Anna le levantó la capa a él.
Anton comprobó sorprendido que Rüdiger tenía un traje de color amarillo intenso debajo de la capa, un chándal cuyas perneras estaban cortadas a la altura de las rodillas. Examinó asombrado los deshilachados bordes… cuando, de repente, se le cayó la venda de los ojos:
—¡Pero si es mi chándal! —exclamó—. ¡Lo has cortado sin preguntarme!
El pequeño vampiro se rió apocado.
—Tuve que hacerlo —se defendió.
Luego pasó al contraataque—. ¿O querías acaso que mis parientes me echaran de la cripta?
—¡No, claro que no! —respondió enojado Anton—. Pero ¿qué tiene eso que ver con mi chándal?
—Oh, mucho —dijo el pequeño vampiro—. Además, tú seguro que no quieres que mi querida tía Dorothee haga trapos con tu traje. ¿A que no?
—¿Trapos?
—¡Vaya que sí! Como tía Dorothee se entere de que llevo un traje de un color totalmente antivampiresco, te garantizo yo que te lo despedazaría —ris, ras— en un montón de trapitos para limpiar.
Anton notó cómo le invadía una rabia sorda.
—!Tú no debes de haber oído nunca que hay que ser respetuoso con la propiedad ajena, ¿no?! —exclamó con voz bronca.
—¿Cómo dices? —dijo el pequeño vampiro con fingida indignación—. Si no lo hubiera sido, ¿tú te crees que hubiera escondido tan concienzudamente tu traje a los ojos de mis queridos parientes?
—¡Ja, lo que tenías que haber hecho era no llevarlo puesto siquiera en la cripta! —repuso alterado Anton—. ¡Deberías haberlo dejado en casa del señor Schwartenfeger!
—Ah, ¿de veras? —dijo el vampiro rechinando divertido sus afilados dientes—. ¡Antes de fanfarronear de esa manera deberías acordarte de lo que te he dicho hace ya un cuarto de hora!
—¿Y qué es de lo que me tengo que acordar, si se puede saber? —gruñó Anton.
El pequeño vampiro se rió irónicamente.
—De que estoy haciendo un curso intensivo. ¡Y una parte de ese curso intensivo consiste en que tengo que llevar día y noche algo amarillo directamente sobre la piel!… Y además, ya apenas como —completó mirando el cuello de Anton.
—Pobre Rüdiger —dijo Anna—. ¡Y todo eso solamente por Olga!
El pequeño vampiro sonrió halagado…, a pesar del tonillo burlón de la voz de Anna.
—Sí, todo solamente por Olga —confirmó. Y luego dijo en voz baja y amenazante—: Por cierto, yo en tu lugar tendría más cuidado con lo que dices. ¡Acuérdate del depósito de ropa!
—¡Asqueroso! —bufó Anna.
Anton se preguntó a qué «depósito de ropa» se referiría el pequeño vampiro. Parecía que era algo con lo que él podía presionar a Anna…
—Bueno, y ahora me tengo que ir volando —declaró el vampiro—. A pintar soles, ver diapositivas, relajarme… Ya casi no sé dónde tengo la cabeza.
—¡Sí, yo tengo también esa misma impresión! —dijo Anna…, pero en voz tan baja que el pequeño vampiro, que había salido volando por la ventana con un par de fuertes brazadas, seguro que no la oyó.
—¡Pues ahora hasta me alegraría de que viniera pronto Olga! —le dijo ella furiosa a Anton.
Él la miró algo perplejo.
—¿Te alegrarías?
—¡Sí! Así, por lo menos, Rüdiger ya no podría entonar sus cantos de alabanza a Olga. Él la vería como realmente es, con todos sus defectos y sus fallos. En estos momentos podría uno pensar que Olga es la Condesa Hulda en persona.
—¿La Condesa Hulda?
—Sí, la tía del Conde Drácula.
Dicen que ella era la belleza y la dulzura en persona.
—¿Era? —preguntó Anton.
—Ella, lamentablemente, ya no está entre nosotros.
Anna se pasó la mano por los ojos y soltó un ligero y afligido sollozo.
—Pero Olga —añadió ella inmediatamente elevando la voz— no tiene el más mínimo parecido con la Condesa Hulda, ¡por mucho que se haya criado en el castillo vecino!
—¿Aún no sabéis seguro cuando viene? —preguntó cautelosamente Anton.
—Rüdiger dice que dentro de trece días. Afirma que tiene esa corazonada.
—¿Va esta noche también a visitar al señor Schwartenfeger? —preguntó Anton.
—¡Seguro que sí, porque está haciendo el curso intensivo! —dijo Anna riéndose sarcásticamente—. Yo he intentado hablar con él con toda tranquilidad… Le he dicho que vuelva a reflexionar sobre el programa del señor Schwartenfeger y que no se precipite. ¿Y sabes lo que me ha contestado?
—No. ¿El qué?
—¡Que meta las narices en mis propios asuntos! Que yo soy la última que puede darle consejos a él. Que yo escondo vestidos en el armario de un ser humano. Y que si sigo hablando mal de Olga, tendrá que denunciar mi depósito de vestidos ante el Consejo de Familia.
—¡Qué asqueroso! —dijo Anton, que ahora comprendió también a qué «depósito de vestidos» se refería el pequeño vampiro: ¡a su propio armario, el de Anton! Pensó con gran malestar que una denuncia ante el Consejo de Familia podría tener consecuencias extraordinariamente desagradables para él: por ejemplo una visita de tía Dorothee…
—¡Sí, es como para machacar ataúdes! —exclamó Anna agitando sus pequeños puños—. Pero ahora tenemos que hablar de otra cosa —dijo, y poniendo una voz tierna añadió—: ¡Estarás empezando a creer que ya me eres completamente indiferente!
—¿Cómo se te ocurre eso?
—Bueno, pues… —dijo sonriendo avergonzada Anna—. Las manchas rojas que tienes en la cara…, te hubiera debido preguntar hace ya mucho.
Pero no he querido por Rüdiger, pues no hubiera hecho más que chistes estúpidos.
Se acercó a Anton.
—¿Te duelen?
—No —dijo Anton retrocediendo un paso—. Pero son muy contagiosas.
—¿Contagiosas? ¿Tú crees que yo también las podría coger?
—No lo sé. Rüdiger ha dicho que ojalá las cogiera él…, por Olga, para parecer mayor y más maduro.
Una sombra se apoderó rápidamente del rostro de Anna.
—¿Rüdiger? ¡Si le pegas las manchas a alguien, ese alguien quiero ser yo y nadie más que yo!
—Hum…, no creo que eso sea posible. O cogéis los dos la varicela o no la cogéis ninguno.
—¿Varicela? ¿Se llama así?
Anton asintió.
—¡Qué bonito! —dijo Anna aplaudiendo—. El viento nocturno, apacible y ligero _, envía los granos por el mundo entero —rimó.
—¡Chissss! —susurró Anton—. Que, si no, mis padres todavía van a pensar que estoy delirando de fiebre.
—¿Tienes fiebre? —preguntó consternada Anna.
—Sí.
—¿Y por qué no estás en la cama?
Ella le miró con los ojos muy abiertos.
—Cuando tiene uno visita…
—Por mí no debes andar por la habitación —dijo ella—. ¡Todo lo contrario!
Anton notó que se le ponían las orejas coloradas.
—¿Qué era lo que querías hablar conmigo? —preguntó él rápidamente con la voz ronca.
—Lo primero que vieras mi nuevo vestido —contestó ella—. Sí, y luego te quería contar lo que he averiguado sobre la ceguera nocturna de tío Igno.
—¿Sobre su ceguera nocturna? —dijo Anton, y se le aceleraron los latidos del corazón—. ¿No quieres contarme primero eso?
Anna puso hocico y dijo:
—Mi nuevo vestido te tiene absolutamente sin cuidado, ¿no?
—No, claro que no —aseguró Anton—. Es sólo que… —tosió—. Es que siento mucha curiosidad. Y si primero me cuentas lo de Igno Rante, podré concentrarme después mucho mejor en tu vestido.
Aquello pareció convencer a Anna.
—Está bien —asintió yéndose a la cama de Anton y poniéndose cómoda a los pies de la misma—. ¡Ven, Anton! —exclamó haciéndole señas para que se acercara.
Anton cogió la silla de su escritorio, la puso delante de la cama y se sentó a horcajadas en ella.
—Bueno, ¿y qué es lo que has averiguado? —preguntó, ya que Anna lo único que hacía era mirarle con una cariñosa sonrisa y sin decir nada.
—¿Que qué he averiguado? —preguntó con una risita—. ¡Que tú eres mi ser humano favorito en todo lo largo y ancho de este mundo!
Apocado, Anton desvió la mirada.
Miró fijamente sus pies desnudos, que estaban repletos de innumerables granos.
«¡Seguro que ahora tengo la cara exactamente igual de colorada que estos puntitos!», pensó.