Authors: Justin Cronin
Mientras avanzaba, los recuerdos asolaban a Peter, un conjunto de imágenes desordenadas que derivaban a través de su conciencia como humo: su madre, un día no lejos del fin, él parado en la puerta de su habitación para vigilar su sueño; vio las gafas sobre la mesa y supo que iba a morir; Theo en la central eléctrica, cuando se había sentado en el camastro para coger el pie de Peter con las manos, y de nuevo, parado en el porche de la alquería, con Mausami a su lado, viéndoles partir; Tía en la cocina con la calefacción puesta al máximo, y el sabor de su horrible té; la última noche en el búnker, todo el mundo bebiendo
whisky
y riendo de algo divertido que Caleb había hecho o dicho, lo desconocido cerniéndose ante ellos; Sara en la mañana posterior a la primera nevada, apoyada contra el tronco, el libro en el regazo, la cara bañada por la luz del sol y diciendo: «Qué bonito es esto», y Alicia.
Alicia.
Se desviaron hacia el este. Se encontraban en un lugar nuevo, el paisaje se alzaba escarpado a su alrededor, los envolvía en el abrazo boscoso de las montañas, con su manto blanco. La nieve amainó, cesó y volvió a caer. Habían empezado a subir. La atención de Peter se concentraba en pequeñas cosas. El lento y rítmico avance del caballo, el tacto del cuero gastado en su puño, que sujetaba las riendas del animal, el hermoso cepillado del cabello de Amy sobre su cuello. Todo era inevitable, como los detalles de un sueño que había tenido una vez, años antes.
Cuando cayó la oscuridad, Peter utilizó la pala para despejar un trozo de tierra y montar la tienda al borde del río. Casi toda la leña que había sobre el suelo estaba demasiado mojada para arder, pero bajo el grueso dosel de árboles encontraron suficientes ramitas secas para encender un fuego. Peter no tenía cuchillo, pero llevaba en la mochila una pequeña navaja que utilizó para abrir latas. Cenaron y durmieron, acurrucados el uno contra el otro para darse calor.
Despertaron con un frío entumecedor. La tormenta había pasado, dejando un cielo de un azul frío intenso. Mientras Amy encendía una hoguera, Peter fue a buscar el caballo, que se había soltado y alejado durante la noche, una situación que, en cualquier otra circunstancia, le habría provocado un ataque de pánico; pero esa mañana no lo alarmó. Siguió el rastro del animal cien metros río abajo, donde lo encontró mordisqueando hierba al borde del río, con su gran hocico negro sembrado de nieve. Peter pensó que no debía interrumpirlo, de modo que se quedó mirando un rato el desayuno del caballo, antes de conducirlo de vuelta al campamento, donde los esfuerzos de Amy habían dado como resultado un pequeño fuego humeante que consumía agujas mojadas y ramitas quebradizas. Comieron más latas y bebieron agua fría del río, y después se calentaron juntos ante el fuego, sin prisas. Hacia el oeste, detrás de ellos, la guarnición debía de estar desierta y silenciosa, con todos los soldados marchando hacia el sur.
—Creo que casi hemos llegado —dijo a Amy, mientras ataba las mochilas al caballo—. Me parece que no quedan más de diez kilómetros.
La chica no dijo nada, se limitó a asentir. Peter condujo el caballo hasta un tronco caído, de un metro de largo, y lo utilizó para subirse. Una vez situado, con las bolsas apretadas contra él, ayudó a Amy a izarse.
—¿Echas de menos a tus amigos? —preguntó la chica.
Peter alzó la vista hacia los árboles nevados. El aire de la mañana era sereno y estaba bañado por el sol.
—Sí. Pero da igual.
Más tarde llegaron a una bifurcación. Durante unas cuantas horas habían estado siguiendo una carretera, o lo que había sido una carretera. Bajo la nieve, el suelo era firme y llano, con la ruta señalizada de vez en cuando por un letrero oxidado o un pretil deteriorado. Se estaban adentrando en un angosto valle, cuyas paredes se elevaban a ambos lados y mostraban sus rostros rocosos. Fue entonces cuando llegaron al punto en que la carretera se separaba en dos direcciones: recta, paralela al río, o salvando un puente, un arco de vigas expuestas y cubiertas de nieve. Al otro lado, la carretera se elevaba de nuevo y desaparecía entre los árboles.
—¿Qué dirección? —preguntó Peter.
Transcurrió un momento de silencio.
—Crucemos —dijo ella.
Desmontaron. La nieve era profunda, un polvillo suelto que se elevaba casi hasta el extremo superior de las botas de Peter. Cuando se acercaron a la orilla del río, Peter vio que la calzada había desaparecido. El piso del puente, que seguramente fuera de madera, se había podrido. Cincuenta metros. Quizá pudieran lograrlo, si avanzaban sobre las vigas desprotegidas, pero el caballo no.
—¿Estás segura? —Estaba parada a su lado, con la luz clavada en la luz. Al igual que él, tenía las manos dentro de las mangas para protegerlas del frío.
La chica asintió.
Peter regresó al caballo para desatar las mochilas. Era absurdo dejar atado al caballo de Greer para que los esperara. Los había conducido hasta allí. Peter no podía dejarlo indefenso. Terminó de descargar sus pertrechos, desenganchó las bridas y se puso detrás de los cuartos traseros del animal.
—¡Ja! —gritó, al tiempo que daba una fuerte palmada en las ancas del caballo. Nada. Probó de nuevo, y gritó con más fuerza—. ¡Ja! —El animal no se movió. Le dio otra palmada, gritó y agitó los brazos—. ¡Vete! ¡Lárgate!
El animal continuó mirándolos con sus enormes y relucientes ojos.
—Es un hijo de puta tozudo. Supongo que no quiere marcharse.
—Dile lo que quieres que haga.
—Es un caballo, Amy.
Pero lo que sucedió a continuación, aunque extraño, no fue del todo inesperado. Amy tomó la cara del animal entre las manos, con las palmas apoyadas contra los lados de su larga cabeza. El caballo, que había empezado a removerse, se tranquilizó al sentir sus caricias. Un profundo suspiro dilató sus anchos ollares. Durante un largo y silencioso momento, chica y caballo permanecieron inmóviles, trabados en una profunda mirada. Después, el animal describió un amplio círculo y empezó a trotar en la dirección de la que habían venido. Su paso se aceleró cuando desapareció entre los árboles.
Amy levantó su mochila de la nieve y se la colgó al hombro.
—Ya podemos irnos.
Peter no supo qué decir. No había motivo para decir nada.
Bajaron por el terraplén hasta el borde del río. La luz del sol que se reflejaba en la superficie era de un brillo casi explosivo, como si, a punto de congelarse, sus poderes de reflejar la luz se hubieran magnificado. Peter envió a Amy primero, y le puso una rodilla a modo de escalón para que ella pudiera trepar a la abertura, similar a una escotilla, que se abría entre las vigas desprotegidas. Cuando estuvo situada allí le pasó las mochilas, y después avanzó.
La ruta más segura sería siguiendo el borde del puente, donde podrían agarrarse a la barandilla si pasaban de viga en viga. El tacto del metal frío en sus manos fue como fuego, de una intensidad exquisita. No podrían ir deprisa. Amy pasó en primer lugar, saltando de hueco en hueco con seguridad. Cuando él la siguió, comprendió al instante que el problema no eran las vigas, que parecían sólidas, sino lo que éstas ocultaban bajo la nieve: una película de hielo. En dos ocasiones Peter notó que perdía tracción, sus pies resbalaron, sus manos entraron en contacto con la barandilla helada y apenas pudo sujetarse. Pero llegar tan lejos para ahogarse en un río helado... No le cabía en la cabeza. Poco a poco, viga a viga, fue avanzando. Cuando llegó al otro lado, Peter no se sentía las manos, y había empezado a temblar. Ojalá pudieran parar para encender un fuego, pero no podían retrasar más su viaje. Las sombras ya empezaban a alargarse. El breve día de invierno estaba a punto de acabar.
Ascendieron la orilla del río y empezaron a trepar. Fueran adonde fueran, confiaba en encontrar refugio. No creía que pudieran aguantar la noche sin él, pero no sólo por los virales, pues aquel frío era capaz de matar a cualquiera con la misma facilidad. Lo importante era continuar avanzando. Amy iba en cabeza, y sus zancadas la conducían montaña arriba. Peter se esforzaba por mantener su ritmo. Notaba el aire ligero en sus pulmones. A su alrededor, los árboles gemían a causa del viento. Transcurrido cierto tiempo, miró hacia atrás y vio el valle bajo ellos, y el río que lo atravesaba. Estaban en sombras, en una zona crepuscular, pero al otro lado del valle, la cara de las montañas, que se alejaban hacia el norte y el este, brillaban con una luz dorada.
«La cima del mundo —pensó Peter—, allí es donde Amy me lleva: a la cima del mundo.»
El día agonizaba. En la penumbra, el paisaje parecía un revoltijo confuso. Lo que Peter había pensado que sería la cúspide de su ascensión era apenas una cresta más de una serie de ascensiones, cada una de ellas más expuesta al viento que las demás. Hacia el oeste, la montaña descendía con brusquedad, en una caída casi vertical. Tenía la impresión de que el frío había calado en sus huesos y aturdido sus sentidos. Comprendió que había cometido un error al desprenderse del caballo. Si llegaban a una situación crítica, al menos habrían podido retroceder y utilizar su cuerpo para conseguir calor y refugio. Sería horrible matar a aquel animal, algo que jamás habría creído que pudiera hacer. Pero en ese momento, con la oscuridad cerniéndose sobre la montaña, supo que lo habría hecho.
Se dio cuenta de que Amy se había detenido. Avanzó y se detuvo a su lado, aspirando grandes bocanadas de aire. La nieve era más fina, pues la fuerza del viento la dispersaba. Ella estaba escudriñando el cielo con los ojos entornados, como si estuviera escuchando un sonido lejano. Unas cuentas de hielo se aferraban a su mochila y su pelo.
—¿Qué pasa?
La mirada de Amy se posó sobre una hilera de árboles a su izquierda, lejos del valle.
—Allí —dijo.
Pero no había nada, sólo una empalizada de árboles. Los árboles, la nieve y el viento indiferente.
Entonces la vio: una abertura en la maleza. Amy ya estaba caminando hacia ella. Cuando se acercaron, Peter comprendió lo que estaba viendo: la puerta de una valla medio derruida. Abarcaba toda la longitud del bosque y corría a ambos lados de ellos, entrelazada con una espesa masa de enredaderas de camuflaje, ahora desprovistas de hojas y cubiertas de nieve, de modo que la valla era casi invisible, un elemento del paisaje. Era imposible saber cuánto rato hacía que caminaban en paralelo a ella sin darse cuenta. Más allá de la entrada se alzaba una pequeña cabaña, más una sugerencia que un edificio de verdad. El edificio, que no debía de superar los cinco metros cuadrados, parecía inclinado, pues una parte de los cimientos se había derrumbado. La puerta estaba entreabierta, en ángulo sobre sus goznes. Se asomó al interior. Nada, sólo nieve y hojas, ríos de podredumbre que corrían sobre las paredes.
Peter se volvió hacia ella.
—Amy, ¿dónde...?
Pero la chica se había ido. La vio correr lanzada entre los árboles, y avanzó por el bosque tras ella. Amy avanzaba a más velocidad, y prácticamente corría. Pese a la niebla, su agotamiento y los pies helados, Peter era consciente de que habían alcanzado el punto final del viaje, o casi. Algo lo estaba abandonando: sus fuerzas, laminadas por el frío, lo estaban abandonando por fin.
—Amy —llamó—. Para.
Ella no pareció oírlo.
—Amy, por favor.
Ella se volvió hacia él.
—¿Qué es esto? —suplicó—. Aquí no hay nada.
—Sí, Peter. —El rostro de Amy estaba iluminado por la alegría—. Sí.
—¿Dónde está? —preguntó Peter, y percibió la ira en su voz. Tenía las manos sobre las rodillas. Estaba jadeando en busca de aliento—. Dime dónde está.
Ella levantó la vista hacia el cielo oscurecido y dejó que sus ojos se cerraran.
—Está... por todas partes —dijo—. Escucha.
Peter se esforzó. Con todas las fuerzas que le quedaban, proyectó su mente hacia el exterior. Pero sólo oyó el viento.
—No hay nada —repitió, y notó que sus esperanzas se derrumbaban—. Aquí no hay nada, Amy.
Pero entonces, lo oyó.
Una voz. Una voz humana.
Alguien, en algún lugar, estaba cantando.
Primero vieron la antena, que se alzaba entre los árboles.
Habían llegado a un claro. A su alrededor Peter detectó señales de presencia humana, las formas sugeridas de edificios en ruinas y vehículos abandonados bajo la nieve. La antena se alzaba al borde de una amplia depresión practicada en la tierra, llena de cascotes, una especie de cimientos de un edificio desaparecido hacía mucho tiempo. La antena se erguía al lado, de cien metros de altura como mínimo, una torre metálica que descansaba sobre cuatro patas y se alzaba sobre ellos, sujeta al suelo mediante cables de acero hundidos en hormigón. Fija a su cúspide había una esfera gris erizada de púas. Bajo la esfera, rodeando la torre y proyectándose desde los lados como los pétalos de una flor, había una serie de objetos similares a raquetas. Tal vez eran paneles solares; Peter lo ignoraba. Se acercó a la amplia base de la antena y apoyó una mano sobre el frío metal. Daba la impresión de que había algo escrito en uno de los puntales. Apartó la nieve a un lado y reveló las palabras: CUERPO DE INGENIEROS DEL EJÉRCITO DE ESTADOS UNIDOS.
—Amy...
Pero no había nadie a su lado. Detectó un movimiento en el borde del claro y la siguió a toda prisa hasta la maleza. El sonido de la canción era más fuerte ahora. No eran palabras, sino un torrente de notas en pautas fraseadas, que subían y bajaban. Daba la impresión de que llegaba hasta ellos desde todas direcciones, transportada por el viento. Ya estaban cerca, muy cerca. Sintió la presencia de algo allí arriba, una abertura. Los árboles se espaciaban, y el cielo apareció ante su vista. Llegó al lugar donde Amy se había parado y se detuvo.
Era una mujer. Estaba de pie, mirándolos a la cara, en la puerta de una pequeña casa de troncos. Las ventanas de la casa estaban iluminadas, y bucles de humo se elevaban de la chimenea. Estaba sacudiendo una manta. Más mantas colgaban de una cuerda extendida entre un par de árboles. Se le ocurrió la idea increíble de que aquella mujer, fuera quien fuera, estaba recogiendo la colada. Recogiendo la colada y cantando. Llevaba una pesada capa de lana. El pelo, espeso y oscuro, veteado de gris nieve, le caía sobre los hombros en una masa similar a una nube. Las líneas de sus piernas desnudas descendían desde el borde de la capa hasta los pies, calzados con algo similar a un par de sandalias de esparto, con los dedos hundidos en la nieve.