El pasaje (27 page)

Read El pasaje Online

Authors: Justin Cronin

BOOK: El pasaje
3.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave, y tocó el timbre y llamó con los nudillos a las ventanas, pero nadie contestó. No sabía qué hacer con la niña, estando solo como estaba, pero había muchas cosas que ignoraba de gente como los Wood, y no todo le parecía lógico. Sólo tenía el jersey viejo y sucio que llevaba, pero la niña lo aceptó y se envolvió con él como si fuera una manta. Se puso a trabajar con el césped, pensando que quizá el ruido de la cortadora despertaría a la señora Wood y se acordaría de que la niña estaba sola fuera, junto a la piscina, de que había cerrado la puerta con llave sin querer, o algo por el estilo. «Señor Carter, no sé qué ha pasado. Me quedé dormida, gracias a Dios que estaba usted aquí.»

Terminó con el césped. La niña lo miraba en silencio con su muñeca, y sacó el recogedor del garaje para limpiar la piscina. Fue entonces cuando descubrió una cría de sapo en el borde del sendero. No era mayor que una moneda. Tuvo suerte de no habérsela llevado por delante con la cortadora. Se agachó para recogerla. No pesaba nada en su mano. De no haberla visto con sus propios ojos, habría dicho que su mano estaba vacía, de puro ligera. Tal vez la niña lo estaba mirando desde el patio, o la señora Wood dormía dentro, pero en aquel momento se le antojó que el sapo podía arreglar las cosas, aquella cosa diminuta en la hierba.

—Ven aquí —dijo a la niña—. Ven aquí, quiero enseñarte algo. Una cría muy pequeña, señorita Haley. Una cría como usted.

Volvió la cabeza, y la señora Wood estaba en el patio, detrás de él, a menos de tres metros. Debía de haber salido por la puerta principal, porque no había oído nada. Vestía una camiseta grande, como un camisón. El pelo revuelto alrededor de su cara.

—Señora Wood —dijo—, vaya, me alegro de que se haya levantado. Estaba a punto de enseñarle a Haley este...

—¡Aléjese de ella!

Pero no era la señora Wood que él conocía. Tenía los ojos desorbitados y enloquecidos. Daba la impresión de que no sabía quién era él.

—Señora Wood, sólo quiero enseñarle algo bonito...

—¡Aléjese! ¡Aléjese! ¡Corre, Haley, corre!

Y antes de que él pudiera añadir una palabra más, lo empujó con fuerza, con todas sus fuerzas. Se tambaleó hacia atrás, y su pie se enredó con el recogedor, que había dejado en el borde de la piscina. Extendió las manos instintivamente, sus dedos aferraron la pechera de la camiseta de la señora Wood. Notó que su peso lo arrastraba, no pudo hacer nada por impedirlo, y fue entonces cuando cayeron al agua.

El agua. Lo golpeó como un puño, y la nariz, los ojos y la boca se le llenaron de líquido, con su repugnante sabor químico, como el aliento del diablo. Ella estaba debajo, encima y a su alrededor mientras se hundían, con los brazos y piernas de ambos entrelazados como una red. Intentó liberarse, pero ella se agarró, y lo arrastró hacia abajo. No sabía nadar, podía flotar, pero hasta eso le daba miedo, y carecía de fuerzas para inmovilizarla. Miró de reojo hasta que vio la superficie reluciente del agua, donde se encontraba con el aire, pero para él era como si estuviera a un kilómetro de distancia. Ella lo estaba empujando hacia abajo, hacia un mundo de silencio, como si la piscina fuera un fragmento de cielo invertido, y fue entonces cuando lo comprendió: allí era donde ella quería ir. Desde el primer momento se habían dirigido hacia allí, desde aquel día, debajo de la autovía, cuando había detenido el coche y pronunciado su nombre. Lo que la había mantenido en el otro mundo, el mundo que había por encima del agua, se había roto por fin, como el cordel de una cometa, pero el mundo estaba cabeza abajo, y ahora la cometa estaba cayendo. Lo abrazó, su barbilla contra el hombro de Carter, y por un instante distinguió sus ojos a través del agua que remolineaba, y los vio henchidos de una oscuridad terrible y definitiva. «Oh, por favor, suéltame. Moriré si tú quieres —pensó—, moriría por ti si me lo pidieras, deja que muera en tu lugar.» Lo único que debía hacer era respirar. Lo supo con la misma certeza con que sabía su nombre, pero no pudo obligarse a hacerlo. Había vivido demasiado como para dejarse morir por voluntad propia. Llegaron al fondo con un golpe seco. La señora Wood continuaba sujetándolo, y notó que sus hombros se estremecían cuando respiró hondo por primera vez. Lo hizo por segunda vez, y después una tercera, y las burbujas de los últimos restos de aire que quedaban en sus pulmones ascendieron junto a su oído como un secreto susurrado («Que Dios la bendiga, señora Carter»), y después lo soltó.

No recordaba haber salido de la piscina, ni qué había dicho a la niña. Estaba llorando a lágrima viva, sin parar. La señora Wood había muerto, su alma había ascendido a los cielos, pero su cuerpo vacío estaba emergiendo poco a poco a la superficie, ocupando su lugar entre las hojas flotantes que había querido limpiar. Una especie de tranquilidad lo invadía todo, una terrible tranquilidad desolada, como si algo que hubiera durado demasiado hubiera conseguido terminar de una vez por todas. Como si él hubiera empezado a desaparecer de nuevo. Era probable que la vecina tardara minutos u horas en aparecer, y después la policía, pero para entonces ya sabía que no contaría a nadie la verdad de lo sucedido, las cosas que había visto y oído. Era un secreto que ella le había confiado, el secreto definitivo acerca de quién era, y él tenía la intención de guardarlo.

Carter decidió que lo que iba a sucederle estaba bien. Pensó que era inevitable. Tal vez Wolgast hubiera mentido, o quizá no, pero el trabajo de la vida de Carter había terminado. Ahora lo sabía. Nadie iba a hacerle más preguntas sobre la señora Wood. No era más que un recuerdo en su memoria, como si se lo hubieran susurrado al oído y no debiera contárselo a nadie.

Una especie de silbido hendió el aire que lo rodeaba, como si un neumático se hubiera reventado, y una única luz verde apareció en la pared del fondo, donde antes había una roja. Se abrió una puerta que bañó la habitación de una pálida luz azulada. Carter vio que estaba tendido en una camilla, vestido con una bata. El tubo seguía clavado en su mano, y cuando miró el lugar donde tiraba de su piel, debajo del esparadrapo, volvió a notar un dolor intenso. La habitación era más grande de lo que había supuesto, superficies blancas por todas partes, salvo el lugar en el que se había abierto la puerta, y unas máquinas en la pared del fondo, que no se parecían a nada que él conociera.

Una figura se recortaba en el umbral.

Cerró los ojos, bajó la cabeza y pensó: «De acuerdo. De acuerdo. Estoy preparado. Que vengan a por mí».

—Tenemos un marronazo encima.

Eran más de las diez. Sykes había aparecido en la puerta del despacho de Richards.

—Lo sé —dijo Richards—. Estoy en ello.

El marronazo era la niña, Juana Nadie. Ya no era Juana Nadie. A Richards le habían dado la noticia las fuerzas del orden poco después de las nueve. La madre de la niña era sospechosa en un tiroteo, algo que había sucedido en la sede de una fraternidad. El chico a quien había disparado era el hijo de un juez federal. La pistola, que había abandonado en el lugar de los hechos, había conducido a la policía hasta un motel situado cerca de Graceland, donde el encargado (y a continuación figuraba una lista de antecedentes que ocupaba dos páginas) había identificado a la niña gracias a la fotografía que la policía le había tomado el viernes en el convento donde la madre la había abandonado. Las monjas habían confesado la historia, y algo más cuyo significado Richards ignoraba (una especie de alboroto en el zoo de Memphis), antes de que una de ellas hubiera identificado a Doyle y Wolgast en un vídeo de vigilancia de la noche anterior, en el punto de control de la I-55 situado al norte de Baton Rouge. La televisión local se había enterado de la historia a tiempo para el telediario nocturno, cuando se declaró la alerta ámbar.

Así pues, todo el mundo estaba buscando a dos agentes federales y a una niña llamada Amy Bellafonte.

—¿Dónde están ahora? —preguntó Sykes.

Desde su terminal, Richards conectó con el satélite y apuntó su visor a los estados situados entre Tennessee y Colorado. El transmisor estaba en la PDA de Wolgast. Richards contó dieciocho puntos calientes en la región, y después localizó el que coincidía con el número de la tarjeta de rastreo de Wolgast.

—Oeste de Oklahoma.

Sykes estaba de pie detrás de él, mirando.

—¿Crees que ya lo sabe?

Richards graduó de nuevo el visor y efectuó un zoom.

—Yo diría que sí —contestó, y enseñó a Sykes el torrente de datos.

Velocidad del objetivo: 102 kph.

Un momento después:

Velocidad del objetivo: 122 kph.

Se habían dado a la fuga. Richards tendría que ir en su busca. La policía estaba participando en la búsqueda, y tal vez también la estatal. Aquello iba a ponerse feo, suponiendo que pudiera alcanzarlos a tiempo. El helicóptero ya estaba en camino desde Fort Carson. Sykes se había encargado de atender la llamada.

Subieron por la escalera de incendios a la primera planta y esperaron fuera. La temperatura había ascendido desde el ocaso. Una espesa niebla se estaba elevando en volutas sueltas bajo las luces del círculo del aparcamiento, como hielo seco en un concierto de
rock
. Se quedaron juntos sin hablar. No había nada que decir. El marronazo en cuestión era más o menos un fracaso descomunal. Richards pensó en la fotografía, la que circulaba por todos los canales de televisión. Amy Bellafonte; es decir, «fuente hermosa». Pelo negro lacio caído sobre los hombros (parecía mojado, como si hubiera paseado bajo la lluvia), y un rostro joven y sereno, todavía con tejido de bebé en las mejillas. Pero bajo la frente, ojos oscuros de profundo conocimiento. Vestía pantalones vaqueros y una sudadera con la cremallera subida hasta la garganta. En una mano aferraba una especie de juguete, un animal de peluche. Podría ser un perro. Pero esos ojos... Richards no dejaba de pensar en aquellos ojos. Estaba mirando directamente a la cámara como si dijera: «¿Lo ves? ¿Qué te creías que era, Richards? ¿Crees que nadie en el mundo me quiere?».

Por un momento, sólo uno, pensó en ello. Le rozó como un ala: el deseo de ser una persona diferente, de que la mirada de aquella niña significara algo para él.

Cinco minutos después, oyeron el helicóptero, cuya presencia vibrante sobrevolaba la muralla de árboles que se alzaban hacia el sudeste. Efectuó un único giro, al tiempo que proyectaba un cono de luz cegadora, y después descendió hacia el aparcamiento con precisión de ballet, y levantó una ola de aire agitado bajo sus palas. Un UH-60 Blackhawk, con toda su capacidad armamentística, preparado para reconocimiento nocturno. Parecía desproporcionado para atrapar a una niña pequeña. Pero la situación en que se encontraban lo exigía. Se taparon la cara con las manos para protegerse del viento, el ruido y la nieve que remolineaba.

Cuando el helicóptero tocó tierra, Sykes agarró a Richards por el codo.

—¡Es una niña! —dijo sobre el estruendo—. ¡Haced las cosas bien!

«No sé a qué te refieres», pensó Richards, y se alejó a buen paso hacia la puerta abierta.

10

Se desplazaban a toda velocidad, con Wolgast al volante, Doyle a su lado, tecleando furiosamente en su PDA. Llamaba a Sykes para informarle de quién estaba al mando.

—Ni una puta señal.

Doyle tiró la PDA sobre el salpicadero. Se encontraban a unos 23 kilómetros de Homer, en dirección oeste. Los campos se deslizaban sin cesar, bajo el cielo tachonado de estrellas.

—Yo te lo podría haber dicho —dijo Wolgast—. Estamos en el culo del mundo. Y haz el favor de vigilar tu lenguaje.

Doyle no le hizo caso. Wolgast alzó los ojos hacia el retrovisor y vio que Amy le estaba mirando. Sabía que ella también lo sentía: ahora estaban unidos. Desde el momento en que habían bajado del tiovivo, se había puesto de su parte.

—¿Qué más cosas sabes? —preguntó Wolgast—. Supongo que a estas alturas ya da igual si me lo cuentas.

—Tanto como tú. —Doyle se encogió de hombros—. Quizá más. Richards pensaba que tal vez tendrías problemas con esto.

Wolgast se sobresaltó. ¿Cuándo habían hablado? ¿Mientras Amy y él estaban en las atracciones? ¿Aquella noche en Huntsville, cuando Wolgast había vuelto al motel para llamar a Lila? ¿O antes de eso?

—Deberías ir con cuidado. Te lo digo en serio, Phil. Un tipo como ése. Un contratista de seguridad privada. Poco más que un mercenario.

Doyle exhaló un suspiro irritado.

—¿Sabes cuál es tu problema, Brad? No sabes quién está de tu lado. Te concedí el beneficio de la duda allí atrás. Lo único que debías hacer era volver con ella al coche cuando dijiste que lo harías. No te enteras de qué va el rollo.

—Ya me he enterado de bastante.

Una gasolinera apareció ante ellos, un oasis de luz en el desierto. Cuando se acercaron, Wolgast empezó a frenar.

—No te pares, hostia —masculló Doyle—. Sigue conduciendo.

—No llegaremos muy lejos sin gasolina. Nos queda un cuarto de depósito. Podría ser la última gasolinera en mucho rato.

Si Doyle quería ser el jefe, pensó Wolgast, al menos tendría que actuar en consecuencia.

—Estupendo. Pero sólo gasolina. Y los dos os quedaréis en el coche.

Frenaron ante el surtidor. Doyle se apoderó de las llaves en cuanto Wolgast apagó el motor. Luego abrió la guantera y sacó la pistola de Wolgast. Extrajo el cargador, lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y devolvió la pistola vacía a la guantera.

—No te muevas.

—Tal vez habría que comprobar también el aceite.

Doyle exhaló un sonoro suspiro.

—Dios bendito. ¿Algo más, Brad?

—Sólo lo digo para que no nos quedemos tirados.

—Estupendo. Lo miraré. Quédate en el coche.

Doyle dio la vuelta al Tahoe y empezó a llenar el depósito. Con Doyle fuera del coche, Wolgast tuvo un momento para pensar, pero estando desarmado y sin las llaves no podía hacer gran cosa. En parte había decidido no tomar demasiado en serio a Doyle, pero en aquel momento la situación estaba como estaba. Tiró de la palanca que había debajo del salpicadero. Doyle se trasladó a la parte delantera del Tahoe y levantó el capó, de modo que desapareció de su vista un momento.

Wolgast se volvió hacia Amy.

—¿Te encuentras bien?

La niña asintió. Sostenía la mochila sobre su regazo. La sobada oreja de su conejo de peluche asomaba por la abertura. A la luz de la gasolinera, Wolgast vio un poco de azúcar en polvo sobre sus mejillas, como copos de nieve.

Other books

The Sword of Morning Star by Richard Meade
Scarlett and the Feds by Baker, S.L.
Girl Trouble by Miranda Baker
Born in Exile by George Gissing
Blood of the Demon by Diana Rowland
Blaze by Joan Swan
Highland Surrender by Tracy Brogan
The Playboy's Princess by Joy Fulcher