Authors: Justin Cronin
Le había pegado por dinero. Cuando llegó el invierno, y ella no tuvo suficiente dinero en la cuenta corriente para pagar al hombre del combustible para la calefacción, le volvió a pegar.
—Maldita seas, mujer. ¿Es que no ves la situación en que me encuentro?
Ella estaba en el suelo de la cocina y se aferraba un lado de la cabeza. La había golpeado con fuerza suficiente para arrojarla al suelo. Lo curioso es que vio lo sucio que estaba el suelo, manchado y mugriento, con bolas de polvo y a saber qué más cosas amontonadas contra los pies de los armarios, donde no podían verse. La mitad de su mente tomaba nota de aquello, mientras la otra mitad le decía: «No piensas bien, Jeanette. Bill te ha pegado y se te ha desprendido una neurona, de modo que ahora te preocupas por el polvo». Algo curioso pasaba también con los sonidos del mundo. Amy estaba viendo la televisión arriba, en el pequeño aparato de su habitación, pero Jeanette oía a Barney, el dinosaurio púrpura, y una canción para lavarse los dientes, como si estuvieran dentro de su cabeza. Y después, desde muy lejos, el sonido del camión del combustible que se alejaba, el rechinar del motor al salir del camino de entrada y tomar la carretera comarcal.
—Ésta no es tu casa —dijo ella.
—En eso tienes razón. —Bill sacó una botella de Old Crow de debajo del fregadero y vertió un poco en un tarro de jalea, aunque sólo eran las diez de la mañana. Se sentó a la mesa, pero no cruzó las piernas como cuando lo hacía para estar más cómodo—. Ni tampoco es mi combustible.
Jeanette intentó levantarse, pero no pudo. Lo vio beber durante un buen rato.
—Lárgate.
El hombre rió, meneó la cabeza y tomó un sorbo de
whisky
.
—No deja de ser curioso que me lo digas tirada en el suelo.
—Te lo digo en serio. Lárgate.
Amy entró en la habitación. Sujetaba el conejo de peluche que todavía llevaba a todas partes y vestía los pantalones de peto buenos, los que Jeanette le había comprado en el centro comercial, los HoshKosh B’Gosh, con fresas estampadas en el peto. Uno de los tirantes se había desabrochado y le colgaba de la cintura. Jeanette comprendió que debía de haberlo hecho la propia Amy, porque seguramente necesitaba ir al baño.
—Mamá, estás en el suelo.
—Estoy bien, cariño. —Se puso en pie para demostrarlo. El oído izquierdo le zumbaba un poco, como en los dibujos animados, con pájaros volando alrededor de la cabeza. Vio que tenía un poco de sangre en la mano. No sabía de dónde había salido. Levantó a Amy y forzó una sonrisa—. ¿Lo ves? Mamá se ha caído, eso es todo. ¿Tienes que ir, cariño? ¿Tienes que utilizar el lavabo?
—Mírate —decía Bill—. Mírate bien. —Meneó la cabeza de nuevo y siguió bebiendo—. Puta estúpida. Es probable que ni siquiera sea mía.
—Mamá —dijo la niña, y señaló—, te has cortado. Tienes un corte en la nariz.
Fuera por lo que había oído o por la sangre, la niña se puso a llorar.
—¿Ves lo que has hecho? —dijo Bill. Miró a Amy—. Vale ya. No ha sido nada. A veces la gente discute, eso es todo.
—Te he dicho que te vayas.
—Qué cosas dices. Pero si ni siquiera eres capaz de llenar el depósito de combustible.
—¿Te crees que no lo sé? Te juro por Dios que no necesito que me lo digas.
Amy se había puesto a aullar. Jeanette la abrazó y sintió un calor húmedo sobre su cintura cuando la niña liberó la vejiga.
—Por el amor de Dios, haz callar a esa cría.
Ella apretó a Amy con fuerza contra su pecho.
—Tienes razón. No es tuya. No es tuya y nunca lo será. Si no te vas, llamo al
sheriff
. Lo digo en serio.
—Bien, voy a hacerlo. Es justo lo que voy a hacer.
Se puso en pie y fue de un lado a otro de la casa recogiendo sus cosas, que tiró en las cajas de cartón que había utilizado para transportarlas hacía unos meses. ¿Por qué no lo había pensado Jeanette entonces? ¿No era extraño que ni siquiera tuviera una maleta como Dios manda? Estaba sentada a la mesa de la cocina, sosteniendo a Amy sobre su regazo, mirando el reloj que había encima de los fogones y contando los minutos, hasta que él volviera a la cocina para pegarle de nuevo.
Pero entonces oyó cómo se abría la puerta principal, y los pasos pesados de Bill en el porche. Estuvo entrando y saliendo durante un rato, cargado con las cajas, dejando la puerta abierta para que el aire frío se colara por la casa. Por fin entró en la cocina, dejando rastros de nieve en el piso con las suelas de sus botas.
—Bien. Bien. ¿Quieres que me marche? Pues mírame bien. —Cogió la botella de Old Crow de la mesa—. Es la última oportunidad —dijo.
Jeanette no dijo nada, ni siquiera lo miró.
—De modo que eso es lo que quieres. Bien. ¿Te importa que me tome una antes de irme?
Fue entonces cuando Jeanette extendió la mano y arrojó su vaso al otro lado de la cocina, lo golpeó con la mano abierta como si fuera una raqueta golpeando una pelota de ping-pong. Sabía que iba a hacerlo medio segundo antes de mover la mano, a sabiendas de que no era la mejor idea del mundo, pero ya era demasiado tarde. El vaso impactó contra la pared con un ruido sordo y cayó al suelo sin romperse. Cerró los ojos y abrazó con fuerza a Amy, sabiendo lo que se avecinaba. Por un momento dio la impresión de que lo único que existía en la cocina era el sonido del vaso que rodaba en el suelo. Notó que Bill proyectaba ira como oleadas de calor.
—Ya verás lo que te depara el mundo, Jeanette. Acuérdate de lo que te digo.
Entonces, sus pasos lo condujeron fuera de la cocina y se marchó.
Pagó lo que pudo al hombre del combustible y bajó el termostato a diez grados, para que durara.
—¿Lo ves, Amy, cariño? Es como si fuéramos de acampada —dijo, mientras embutía unos mitones en las manitas de la niña y le encasquetaba un gorro en la cabeza—. Ya no hace frío. Es como una aventura.
Durmieron juntas bajo un montón de viejos edredones. La habitación estaba tan helada que su aliento se condensaba en el aire sobre sus rostros. Tomó un trabajo nocturno, de mujer de la limpieza en el instituto, y dejó a Amy con una señora del vecindario, pero cuando la mujer enfermó y tuvo que ingresar en el hospital, Jeanette se vio obligada a dejar sola a Amy. Le explicó lo que debía hacer:
—Quédate en la cama, no abras la puerta, cierra los ojos y estaré en casa antes de que te des cuenta.
Se aseguraba de que Amy estuviera dormida antes de salir de puntillas por la puerta, y después bajaba a toda prisa por el camino de entrada incrustado de nieve donde tenía aparcado el coche, lejos de la casa, para que Amy no oyera el sonido del motor.
Pero una noche cometió el error de contárselo a alguien, otra mujer de la brigada de trabajo, en una pausa para fumar. A Jeanette nunca le había gustado fumar y no quería gastar dinero, pero el tabaco la ayudaba a mantenerse despierta, y si le quitaban el descanso que suponía echarse un cigarrillo no le quedaba nada a lo que aferrarse, sólo más retretes que restregar y más pasillos que fregar. Pidió a la mujer, que se llamaba Alice, que no se lo contara a nadie, porque sabía que podía meterse en líos si dejaba sola a Amy, pero lo que Alice hizo fue, por supuesto, chivarse al encargado, quien despidió a Jeanette en el acto. «Dejar sola a una niña no está bien», le dijo en su despacho situado al lado de las calderas, una habitación de no más de tres metros cuadrados, con un escritorio de metal mellado y una antigua silla con el relleno salido, y un calendario en la pared que ni siquiera era de aquel año. El aire siempre era tan caliente y enrarecido que Jeanette apenas podía respirar.
—Y tienes suerte de que no te eche encima al condado —le dijo.
Se preguntó cuándo se había convertido en alguien a quien se le podía decir eso sin equivocarse. Hasta entonces, había sido bastante amable con ella, y tal vez podría hacerle comprender la situación, que sin el dinero del empleo no sabría qué hacer, pero estaba demasiado cansada como para encontrar las palabras. Cogió su último cheque y volvió a casa en el destartalado coche, el Kia de segunda mano que había comprado en el instituto, un armatoste que ya entonces tenía seis años y se estaba descuajaringando a tal velocidad que casi podía ver las piezas rebotar en el pavimento por el espejo retrovisor, y cuando paró en Quick Mart para comprar un paquete de Capris y el motor no se quiso poner en marcha, empezó a llorar. No pudo parar de llorar durante media hora.
El problema era la batería. Comprar una nueva le costó 83 dólares en Sears, pero para entonces ya llevaba una semana sin trabajar y también había perdido su empleo en la Caja. Le quedaba el dinero justo para marcharse, guardar sus cosas en un par de bolsas de colmado y las cajas de cartón que Bill se había dejado.
Nadie volvió a saber nada más de ellas. La casa se quedó vacía. Las tuberías se helaron y estallaron como fruta madura. Cuando llegó la primavera, el agua se escapó de ellas durante días, hasta que en la compañía comprendieron que nadie iba a pagar la factura y enviaron a un par de hombres para cortar el agua. Los ratones invadieron la casa, y cuando la ventana de arriba se rompió a consecuencia de una tormenta de verano, también lo hicieron las golondrinas. Construyeron sus nidos en el dormitorio donde Jeanette y Amy habían dormido ateridas de frío, y la casa no tardó en impregnarse del sonido y el olor de los pájaros.
En Dubuque, Jeanette trabajaba en el turno de noche de una gasolinera. Amy dormía en el sofá de la trastienda, hasta que el propietario lo descubrió y la despidió. Era verano, estaban viviendo en el Kia, y utilizaban el baño que había detrás de la gasolinera para lavarse, por lo que para marcharse bastaba con subir al coche y alejarse. Durante un tiempo se alojaron en casa de una amiga de Jeanette en Rochester, una chica que había conocido en el instituto y se había mudado a esa ciudad para diplomarse en enfermería. Jeanette encontró empleo fregando suelos en el mismo hospital donde trabajaba su amiga, pero le pagaban el salario mínimo, y el apartamento de la amiga era demasiado pequeño para que se quedaran. Se mudó a un motel, pero nadie podía cuidar de Amy, la amiga tampoco podía encargarse, y no conocía a nadie que pudiera hacerlo, de modo que terminaron viviendo de nuevo en el Kia. Era septiembre, y el frío se notaba ya en el aire. En la radio no paraban de hablar de guerra. Se dirigió hacia el sur, y consiguió llegar a Memphis antes de que el Kia muriera de una vez por todas.
El hombre que las recogió en el Mercedes dijo llamarse John; una mentira, supuso ella, por la forma en que lo dijo, como un niño que contara una trola acerca de quién había roto la lámpara, y la miró de arriba abajo durante un momento antes de hablar. «Me llamo... John.» Ella le echó unos cincuenta años, pero no era muy buena para esas cosas. Lucía una barba bien cuidada y vestía un traje oscuro ceñido, como el director de una funeraria. Mientras conducía, miraba de vez en cuando a Amy por el retrovisor, se acomodaba en el asiento, preguntaba a Jeanette cosas sobre ella, adónde iba, qué le gustaba hacer, qué la había llevado hasta el Gran Estado de Tennessee. El coche recordó a Jeanette el Grand Prix de Bill Reynolds, sólo que más bonito. Con las ventanas cerradas apenas se podía oír nada del exterior, y los asientos eran tan blandos que tenía la impresión de estar sentada en una gran copa de helado. Le entraron ganas de dormir. Cuando frenaron ante un motel, casi le daba igual lo que sucediera. Se le antojaba inevitable. Estaban cerca del aeropuerto. La tierra era llana, como en Iowa, y en el crepúsculo vio las luces de los aviones que daban vueltas alrededor de la pista, que describían lentos y soñolientos arcos, como blancos en una galería de tiro.
—Amy, cariño, mamá se va dentro con este hombre tan simpático. Será sólo un momento, ¿vale? Mira tu libro de ilustraciones, cariño.
El hombre se mostró educado, fue a lo suyo, la llamó nena y toda la pesca, y antes de irse dejó cincuenta dólares sobre la mesita de noche, lo suficiente para que Jeanette alquilara una habitación donde pasar la noche con su hija.
Pero otros no fueron tan amables.
Durante la noche, encerraba a Amy en la habitación con la tele encendida para hacer un poco de ruido y salir a la autopista, donde se apostaba delante del motel, y no tardaba mucho. Alguien paraba, siempre un hombre, y después de negociar el asunto lo llevaba al motel. Antes de dejar pasar al hombre, entraba y depositaba a Amy en el cuarto de baño, donde le improvisaba una cama en la bañera con algunas mantas y almohadas.
Amy tenía seis años. Era silenciosa, casi nunca hablaba, pero había aprendido a leer sola, a base de mirar los mismos libros una y otra vez, y sabía contar. En cierta ocasión estaban viendo
La Ruleta de la Fortuna
, y cuando a la mujer le tocó gastar el dinero que había ganado, la niña sabía lo que podía comprar, y que no podía permitirse unas vacaciones en Cancún, pero sí amueblar la sala de estar, y aún le sobraba dinero para los palos de golf de ella y de él. Jeanette pensó que Amy debía de ser lista para calcular aquello, quizá más que lista, y supuso que debería ir a la escuela, pero no sabía dónde había escuelas en las cercanías. Todo eran talleres de reparación de coches, casas de empeños y moteles como aquel en el que vivían, el SuperSix. El propietario era un hombre que se parecía un montón a Elvis Presley, pero no al guapo, sino al viejo y gordo del pelo grasiento y las gruesas gafas doradas, que dotaban a sus ojos del aspecto de peces nadando en un acuario, y vestía una chaqueta de raso con un rayo en la espalda, igual que Elvis. Casi siempre estaba sentado detrás del mostrador, haciendo solitarios y fumando un puro pequeño con una boquilla de plástico. Jeanette le pagaba en metálico la habitación todas las semanas, y si le colaba uno de cincuenta, el hombre no la molestaba para nada. Un día le preguntó si tenía algo con que protegerse, si quería que le vendiera una pistola. Ella dijo que claro, que cuánto le iba a costar, y él respondió que cien más. Le enseñó un revólver de aspecto oxidado, un.22, y cuando lo depositó en su mano, en el despacho, no le pareció gran cosa, y mucho menos que aquello pudiera matar a alguien. Pero era lo bastante pequeño como para que cupiera en el bolso que ella se llevaba a la autopista, y no creyó que fuera mala cosa llevarlo encima.
—Cuidado con dónde apuntas —le dijo el director.
Y Jeanette pensó: «Vale, si tienes miedo, es que funciona. Te has comprado un arma».
Y se alegraba de haberlo hecho. El mero hecho de saber que estaba en su bolso la indujo a comprender que antes había tenido miedo y ahora no, o al menos no tanto. El arma era como un secreto, el secreto de quién era ella, como si transportara en el bolso el último ápice de su ser. La otra Jeanette, la que aguardaba en la autopista con el
body
y la falda, que ladeaba la cadera, sonreía y decía: «¿Qué quieres, nene? ¿Puedo ayudarte en algo esta noche?», esa Jeanette era una persona ficticia, como la mujer de una historia cuyo final no estaba segura de querer saber.