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Authors: Justin Cronin

El pasaje (119 page)

BOOK: El pasaje
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Se dio cuenta de que la estaba mirando con el ceño fruncido.

—¿Ha estado sola... cincuenta años?

Ella se encogió de hombros.

—No es tanto tiempo.

—Y
usted
envió la señal.

La señal. Casi se había olvidado. Era lógico que se lo preguntara.

—Oh, fue el doctor quien lo hizo. —Hablar así sólo sirvió para que lo echara muchísimo de menos. Apartó la mirada y se secó las manos en un paño. Después llevó los cuencos a la mesa—. Qué cosas. Siempre estaba trasteando. Pero ya habrá tiempo para hablar más. Ahora, a comer.

Sirvió el guiso. Se alegró de ver que Peter comía con avidez, aunque Amy sólo lo fingía. Lacey no tenía nada de apetito. Cuando llegaba el momento de comer, Lacey no sentía hambre, sino una leve curiosidad, y comentaba para sus adentros, de una manera displicente, como si no fuera nada más importante que el tiempo o la hora del día, que sería estupendo si comiera algo.

Se sentó y lo observó, con un sentimiento de gratitud. Fuera, la noche oscura caía sobre la montaña. No sabía si vería otra. Pronto sería libre.

Cuando terminaron, se levantó de la mesa y fue al dormitorio. El pequeño espacio apenas contenía muebles, sólo la cama que había construido el médico y un tocador donde guardaba las pocas cosas que necesitaba. Las cajas estaban debajo de la cama. Peter estaba parado en la puerta, observando en silencio, cuando ella se arrodilló y las sacó. Un par de baúles del ejército. En otro tiempo habían contenido armas. Amy estaba detrás de él y la miraba llena de curiosidad.

—Ayúdame a llevarlos a la cocina —dijo.

¡Tantos años imaginando ese momento! Los dejaron en el suelo, al lado de la mesa. Lacey se arrodilló una vez más y desató las cuerdas del primer baúl, el que había guardado para Amy. Dentro estaba la mochila de Amy, que ella había llevado al convento. Las Supernenas.

—Esto es tuyo —dijo, y la depositó sobre la mesa.

Por un momento, la muchacha se limitó a contemplarla. Después, con cuidado deliberado, abrió la cremallera y retiró el contenido. Un cepillo de dientes. Una camisa diminuta, ajada por la edad, con la palabra DESCARADA escrita con lentejuelas. Unos pantalones vaqueros raídos. Y, en el fondo, un conejo de peluche de felpa de color canela, con una chaqueta azul claro. La tela se estaba cayendo a pedazos. Una de sus orejas se había caído, y dejaba al descubierto un lazo de alambre.

—Fue la hermana Claire quien te compró la camisa —explicó Lacey—. No creo que la hermana Arnette lo hubiera aprobado.

Amy había dejado los objetos a un lado de la mesa y estaba sosteniendo el conejo de peluche con la mano, con los ojos clavados en su cara.

—Tus hermanas —dijo Amy—. Pero no eran... hermanas de verdad.

Lacey se sentó frente a ella.

—Tienes razón, Amy. Yo misma te lo dije.

—Somos hermanas ante los ojos de Dios.

Amy volvió a bajar la vista. Acarició la tela del conejo con el pulgar.

—Él me lo trajo. A la sala de los enfermos. Recuerdo su voz, cuando me decía que despertara. Pero yo no podía contestarle.

Lacey era consciente de que los ojos de Peter las observaban fijamente.

—¿Quién era, Amy? —preguntó la hermana.

—El hombre. Wolgast. —Su voz era lejana, perdida en el pasado—. Me habló de Eva.

—¿Eva?

—Murió. Él le habría dado su corazón. —La chica miró atentamente a Lacey con los ojos entornados—. Tú también estabas allí. Ahora me acuerdo.

—Sí, yo estaba allí.

—Y otro hombre.

Lacey asintió.

—El agente Doyle.

Amy frunció el ceño.

—No me gustaba. Él pensaba que sí, pero no me gustaba. —Cerró los ojos y recordó—. Estábamos en el coche. Estábamos en el coche, pero luego nos paramos. —Abrió los ojos—. Tú estabas sangrando. ¿Por qué estabas sangrando?

Lacey casi lo había olvidado. Después de todo lo demás, se le antojaba una parte ínfima de la historia.

—Si quieres que te diga la verdad, ni me di cuenta. Supongo que uno de los soldados debió de dispararme.

—Bajaste del coche. ¿Por qué lo hiciste?

—Para estar aquí y esperarte, Amy —contestó Lacey—. Para que alguien estuviera aquí cuando volvieras.

Se hizo de nuevo el silencio, mientras la chica acariciaba con los dedos el conejo como si fuera un talismán.

—Están tan tristes. Tienen unos sueños terribles. Siempre los oigo.

—¿Qué oyes, Amy?

—«¿Quién soy, quién soy, quién soy?» Siempre lo preguntan, pero yo no puedo contestarles.

Lacey tomó la barbilla de la chica y levantó su cara. Brillaban lágrimas en sus ojos.

—Lo harás. Cuando llegue el momento.

—Están muriendo, Lacey. Están muriendo y no se puede parar. ¿Por qué no se puede parar, Lacey?

—Creo que te están esperando, para que les muestres el camino.

Permanecieron así durante un buen rato. En el lugar donde los pensamientos de Lacey se encontraban con los de Amy sintió su dolor y su soledad, y algo más: sintió su valentía.

Se volvió hacia Peter. Él no quería a Amy, como Wolgast la había querido. Vio que había otra, alguien a quien había abandonado. Pero era él quien había contestado a la señal. Quien la recibiera y trajera de vuelta a Amy se quedaría con ella.

Se agachó hacia el segundo baúl que había en el suelo. Dentro había carpetas de papel manila amarillento. Todavía, después de tantos años, proyectaban un tenue olor a humo. Era el médico quien las había recuperado, junto con la mochila de Amy, cuando los incendios avanzaban a través de los niveles subterráneos del Chalé.

«Alguien debería saber», había dicho.

Retiró la primera y la dejó sobre la mesa ante él. La etiqueta rezaba:

EX. ORD. 13.292 TS1 CONFIDENCIAL
VÍA WOLGAST, BRADFORD J.
PERFIL ADMISIÓN CT3
SUJ 1 BABCOCK, GILES J.

—Ya es hora de que descubras cómo nació este mundo —dijo la hermana Lacey.

Y abrió la carpeta.

66

Cabalgaron mientras el día agonizaba, un grupo de cinco, con Alicia al mando. El rastro de los Muchos era un amplio sendero de destrucción: la nieve pateada, ramas rotas, y el suelo sembrado de restos. Daba la impresión de que se hacía más espeso y ancho a cada kilómetro que avanzaban, como si más seres se estuvieran sumando al grupo, como si los hubieran llamado para ocupar su lugar entre los de su especie. De vez en cuando veían manchas de sangre en la nieve, donde algún animal indefenso, un ciervo, un conejo o una ardilla, había encontrado su veloz final. Las huellas tenían menos de doce horas. Más adelante, en algún lugar, agazapados a la sombra de los árboles y bajo los salientes rocosos, y tal vez incluso debajo de la nieve, esperaban, dormitando de día, un gran grupo de virales, miles de ellos.

Avanzada la tarde, se vieron forzados a tomar una decisión: seguir el rastro de los seres, la ruta más corta que ascendía la montaña, pero que también los conduciría al corazón del grupo, o desviarse al norte, encontrar de nuevo el río y acercarse desde el oeste. Michael vio desde su caballo que Alicia y Greer conferenciaban. Hollis y Sara estaban a su lado, con los rifles sobre el regazo, la cremallera de las parkas subida hasta la barbilla. El aire era atrozmente frío. En el inmenso silencio, cualquier sonido parecía magnificado, el viento era como una corriente de estática sobre la tierra helada.

—Vamos al norte —anunció Alicia—. Ojo avizor.

No hubo discusión sobre quiénes irían. La única sorpresa fue Greer. Cuando los cuatro hubieron montado para partir, se adelantó en su caballo para reunirse con ellos sin una palabra de explicación, dejando el mando a Eustace. Michael se preguntó si eso significaría que Greer se ponía al mando, pero en cuanto salieron de las colinas, el comandante se volvió hacia Alicia.

—Usted manda, teniente. ¿Lo ha comprendido todo el mundo? —dijo.

Todos dijeron que sí, y eso fue todo.

Continuaron adelante. Mientras caía la noche, Michael oyó hacia arriba las vibrantes notas del río. Salieron del bosque a su orilla sur y se desviaron hacia el este en paralelo a las aguas, utilizándolas para guiarse en la oscuridad cada vez más espesa. Ahora formaban una sola hilera, con Alicia delante y Greer en la retaguardia. De vez en cuando, uno de los caballos tropezaba, o Alicia se detenía y hacía señas de que aguzaran el oído, al tiempo que escudriñaba la oscura forma de los árboles. Después, reemprendían el camino. Nadie había hablado desde hacía horas. No había luna.

Después, cuando un gajo de luz se elevó sobre las colinas, el valle se abrió a su alrededor. Hacia el este se distinguía la forma de la montaña, recortada contra el cielo estrellado, y delante, una especie de edificio, una forma negra siniestra, que cuando se acercaron resultó ser un puente, que salvaba el río helado sobre pilares de hormigón. Alicia desmontó y se arrodilló en el suelo.

—Hay dos grupos de huellas —dijo, y señaló con su rifle—. Cruzan el puente desde el otro lado.

Empezaron a subir.

No mucho después encontraron el caballo. Greer confirmó con un brusco cabeceo que era el que se habían llevado Peter y Amy. Todos desmontaron y rodearon al animal muerto. Le habían abierto la garganta, una mancha brillante, y su cuerpo se veía rígido y encogido, caído de costado sobre la nieve. Había conseguido cruzar el río, tal vez aprovechando un punto poco profundo. Vieron las huellas de su último y aterrorizado galope, procedente del oeste.

Sara se arrodilló y tocó el costado del animal.

—Aún está caliente —dijo.

Nadie hizo comentarios. No tardaría en amanecer. Hacia el este, el cielo había empezado a clarear.

67

Eran criminales.

Cuando Peter dejó sobre la mesa el último expediente, mientras se masajeaba sus ojos llorosos, la noche casi había terminado. Hacía mucho rato que Amy se había dormido, acurrucada en la cama bajo una manta. Lacey había cogido una silla de la cocina para sentarse a su lado. De vez en cuando, mientras él iba pasando las páginas, se levantaba para devolver un expediente a la caja y sacar el siguiente, con la intención de hilvanar la historia lo mejor posible. Peter oía a Amy murmurar en su sueño al otro lado de las cortinas.

Durante un rato, después de que Amy se acostara, Lacey se había sentado con él a la mesa para explicarle lo que no conseguía descifrar por sí mismo. Los expedientes eran abultados, y estaban repletos de información referente a un mundo que desconocía, que jamás había visto ni vivido. Pero de todos modos, con el paso de las horas y la ayuda de Lacey, la historia había cobrado forma en su mente. También había fotografías: hombres adultos con caras abotargadas y adustas, los ojos vidriosos y desenfocados. Algunos sostenían un cartón escrito sobre el pecho, o colgaba alrededor de su cuello como un collar. DEPARTAMENTO DE JUSTICIA PENAL DE TEXAS, rezaba un cartón. DEPARTAMENTO DE REFORMATORIOS DEL ESTADO DE LUISIANA, decía otro. Kentucky, Florida, Wyoming y Delaware. Algunos de los cartones no llevaban palabras, sólo números. Algunos hombres no tenían cartón. Eran negros, blancos y morenos, gruesos o delgados. En el fondo, debido a la expresión de entrega adormilada de sus rostros, todos eran iguales. Leyó:

SUJETO12. Carter, Anthony L.
Nacido el 12 de septiembre de 1985 en Baytown, en Texas. Condenado a muerte por asesinato en primer grado con el agravante de indiferencia depravada en el condado de Harris, en Texas, 2013.

SUJETO11. Reinhardt, William J.
Nacido el 9 de abril de 1987 en Jefferson City, en Misuri. Condenado a muerte por tres cargos de asesinato y agresión sexual con agravantes en Miami, condado de Dade, en Florida, 2012.

SUJETO10. Martínez, Julio A.
Nacido el 3 de mayo de 1991 en El Paso, en Texas. Condenado a muerte por el asesinato de un agente de la ley en el condado de Laramie, en Wyoming, 2011.

SUJETO9. Lambright, Horace D.
Nacido el 19 de octubre de 1992 en Oglala, en Dakota del Sur. Condenado a muerte por dos cargos de asesinato y agresión sexual con agravantes en el condado de Maricopa, en Arizona, 2014.

SUJETO8. Echols, Martin S.
Nacido el 15 de junio de 1984 en Everett, en Washington. Condenado a muerte por asesinato y atraco a mano armada en Cameron Parish, en Luisiana, 2012.

SUJETO7. Sosa, Rupert I.
Nacido el 22 de agosto de 1989 en Tulsa, en Oklahoma. Condenado a muerte por un cargo de homicidio mientras conducía con el agravante de indiferencia depravada en el condado de Lake, en Indiana, 2009.

SUJETO6. Winston, David D.
Nacido el 1 de abril de 1994 en Bloomington, en Minnesota. Condenado a muerte por un cargo de asesinato y tres cargos de agresión sexual con agravantes en el condado de New Castle, en Delaware, 2014.

SUJETO5. Turrell, Thaddeus R.
Nacido el 26 de diciembre de 1990 en Nueva Orleans, en Luisiana. Condenado a muerte por el asesinato de un agente del Departamento de Seguridad Nacional en el distrito industrial federal de Nueva Orleans, 2014.

SUJETO4. Baffes, John T.
Nacido el 12 de febrero de 1992 en Orlando, en Florida. Condenado a muerte por un cargo de asesinato en primer grado y un cargo de asesinato en segundo grado con el agravante de indiferencia depravada en el condado de Pasco County, en Florida, 2010.

SUJETO3. Chávez, Víctor Y.
Nacido el 5 de julio de 1995 en Niagara Falls, en Nueva York. Condenado a muerte por un cargo de asesinato y dos cargos de agresión sexual con agravantes a una menor en el condado de Elko County, en Nevada, 2012.

SUJETO2. Morrison, Joseph P.
Nacido el 9 de enero de 1992 en Black Creek, en Kentucky. Condenado a muerte por un cargo de asesinato en el condado de Lewis, en Kentucky, 2013.

Y por fin:

SUJETO1. Babcock, Giles J.
Nacido el 29 de octubre de 1994 en Desert Wells, en Nevada. Condenado a muerte por un cargo de asesinato en el condado de Nye, en Nevada, 2013.

Babcock, pensó. Desert Wells.

«Siempre vuelven a casa.»

El expediente de Amy era más delgado que los demás. SUJETO 13, AMY SAC, rezaba la etiqueta, Convento de las Hermanas de la Misericordia, Memphis, en Tennessee. Estatura, peso y pelo, y una serie de números que Peter supuso serían los datos médicos del tipo que Michael había descubierto en el chip implantado en su cuello. Sujeta a la página había una fotografía de una niña pequeña, no mayor de seis años, tal como Michael había predicho. Toda codos y rodillas, sentada en una silla de madera, el cabello moreno caído alrededor de la cara. Peter nunca había visto una fotografía de alguien a quien conociera, y por un momento su mente pugnó por asimilar la idea de que esa imagen era la misma persona que estaba durmiendo en la habitación de al lado. Pero no cabía duda: tenía los ojos de Amy. «¿Lo ves? —parecían decir—. ¿Quién te creías que era?»

BOOK: El pasaje
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