—La rechacé, naturalmente —continuó ella, más seria—, y no volví a pensar en eso, aunque en aquel momento me sentí halagada. Después, me lastimé el pie y tú eres el mejor médico de Egipto. —Se encogió de hombros, como si admitiera una tontería bochornosa—. Sólo recordé el incidente cuando vi entrar a tu hombre. Disculpa mi grosería.
Khaemuast protestó de inmediato.
—¡Tu grosería! Soy yo quien debe disculparse. Nunca había hecho algo tan impulsiyo, pero te lo explicaré. Te había visto en el mercado y en el templo de Ptah, y te había hecho buscar, pero nadie había podido hallarte. Mis intenciones…
Ella alzó una mano, interrumpiéndole.
—Las intenciones de un hijo del faraón, del príncipe más poderoso de esta tierra, están más allá de todo reproche —concluyó por él—. Me han dicho que no sólo estudias la historia, Alteza, sino que admiras los antiguos códigos morales. Si el guardia te hubiera identificado, me habría vuelto a saludarte. Yo también soy una caprichosa aficionada al pasado de Egipto y me habría gustado conversar contigo sobre ciertos temas. En estas circunstancias, sólo puedo agradecerte que hayas sido tan tolerante hoy.
Se mostraba graciosa y algo avergonzada, y matizaba su innegable magnetismo con la atractiva necesidad de ser perdonada y comprendida. Khaemuast hubiera querido reconfortaría acariciándole las manos, que ella mantenía cruzadas sobre la falda.
—Me gustaría compensarte por mi falta de sensibilidad —dijo—. Te invito a cenar con mi familia, dentro de dos semanas. Adepta, por favor. Trae a Harmin y a tu esposo, por supuesto.
Ella entornó los ojos con una sonrisa, aunque sus labios seguían inmóviles.
—Soy viuda —explicó. Khaemuast se contuvo para no tragar saliva—. Mi esposo murió hace algunos años. Harmin y yo vivimos con mi hermano Sisenet. Ha ido a la ciudad, pero ya debe de haber regresado. ¿Te gustaría conocerle, Alteza?
Él hizo un gesto afirmativo y Tbubui miró hacia la puerta.
—Busca a tu tío, Harmin —pidió.
Khaemuast cayó entonces en la cuenta de que el hermoso joven había vuelto a entrar en algún momento, sin hacer ruido. Permanecía junto a la puerta, con los brazos cruzados y los pies separados, en la posición de los guardias. Le incomodó un poco no saber desde cuándo estaba allí y qué había escuchado.
Harmin salió de inmediato. El príncipe bebió un sorbo de vino, comentó su excelente calidad y Tbubui sonrió.
—Tienes un paladar muy fino, Alteza —observó—. Es Buen Vino del Rio del Oeste, del quinto año.
—¿Del reinado de mi padre?
Ella vaciló antes de responder.
—Sí.
Eso significaba que el vino era de una cosecha de hacia veintiocho años. Tbubui o su hermano debían de haber pagado una pequeña fortuna en oro por él, a menos que lo tuvieran almacenado en algún sitio desde el quinto año de Ramsés. Ésa era la explicación más factible. El Buen Vino seguía siendo el mejor y más popular entre los nobles, probablemente hasta en la lejana Coptos. Lo saboreó con atención.
Harmin no tardó mucho en regresar, acompañado por un hombre bajo y enjuto, de cara delgada, que poseía la misma gracia de movimientos que su hermana. A diferencia de su sobrino, Sisenet tenía la cabeza rasurada y usaba una peluca sencilla, de la que colgaba una cinta blanca.
Khaemuast esperó su reverencia con la nítida impresión de haberlo visto antes. No se trataba del parecido con Tbubui, que tenía los mismos ojos oscuros e idéntico rictus simpático en la boca. Observó a Sisenet, que se aproximaba con el cuerpo doblado y los brazos extendidos en el tradicional gesto de sumisión y respeto, y pensó que aquella sensación de reconocimiento procedía de una ocasión muy diferente. Luego la descartó. Pidió al hombre que se irguiera y se enfrentó a su cauta mirada. Su actitud, aunque cordial, expresaba una reserva levemente suspicaz que parecía acompañarle constantemente. Khaemuast fue el primero en hablar, como correspondía a su rango.
—Me complace conocerte, Sisenet. Admiro mucho tu casa y envidio su singular sosiego. Siéntate, por favor.
El hombre se sentó frente a él y Tbubui, con las piernas cruzadas, y sonrió con lentitud.
—Gracias, Alteza. Nosotros preferimos la intimidad a la excitación de la ciudad, aunque a veces tomamos el esquife para cruzar el río. ¿Puedo preguntarte cómo marcha la herida de mi hermana?
Conversaron un rato, hasta que Khaemuast terminó su vino y se levantó para retirarse. Sisenet hizo inmediatamente lo mismo.
—Os espero a todos para cenar, dentro de dos semanas —repitió el príncipe—, pero antes vendré a examinar tu herida, Tbubui. Gracias por vuestra hospitalidad.
Harmin le acompañó hasta los escalones del embarcadero, caminando junto a él entre las palmeras, ya en penumbras, y le dio afablemente las buenas noches.
Khaemuast se asombró de ver cuánto tiempo había pasado desde que había subido aquellos peldaños. El sol se había puesto ya detrás de Menfis y delineaba en un claro relieve las pirámides que se apretaban en la alta planicie de Saqqara. La superficie del Nilo había perdido profundidad y reflejaba ahora un cielo azul oscuro, casi negro. En casa estarían preparando ya la cena.
—Que los marineros enciendan las antorchas —ordenó a Amek. Y se reclinó contra la barandilla de la cubierta, mientras la barcaza se alejaba del embarcadero en dirección a la ribera occidental. Se sentía muy cansado de pronto, tanto mental como físicamente, como si hubiera corrido veinte kilómetros bajo un sol ardiente, en la sofocante arena del desierto, o como si hubiera pasado la tarde leyendo un pergamino largo y especialmente difícil.
«La he encontrado", se dijo. Pero estaba demasiado exhausto para experimentar el triunfo que hubiera debido acompañar a aquel pensamiento. »No me desilusiona. No es vulgar y chillona, ni arrogante y fría; es una mujer noble, inteligente y cortés.
En cierto sentido, me recuerda a Sheritra."
Volvió a su memoria la voz de su hija, quejosa y atractiva; pero ahora parecía dar cuerpo a un curioso salvajismo, como si la muchacha, al cantar, hubiera estado contorsionándose y retorciéndose en una danza de cortesana. Khaemuast apoyó todo su peso contra la barandilla dorada, deseando poder acostarse.
Entró en el comedor dispuesto a disculparse, pero Nubnofret le señaló su mesa con un ademán imperioso. Ella y sus hijos habían comido ya los dos primeros platos y estaban empezando el tercero, mientras el arpista de Khaemuast tocaba su instrumento. Su esposa dejó el pescado que tenía en las manos y se mojó los dedos en el cuenco de agua.
—No seas tonto, querido —espetó—. Ib me ha dicho que habías salido para ver a un paciente. Se te ve terriblemente cansado. Siéntate y come.
Atacado súbitamente de un apetito devorador, tiró de la mesa hasta apoyarla contra sus rodillas, apartó la guirnalda de flores que le habían preparado y pidió por señas que le sirvieran.
—¿Y bien? —instó Nubnofret, mientras él atacaba la ensalada—. ¿Era interesante el caso?
—Ya rara vez lo son, ¿verdad, padre? —intervino Hori—. Creo que has examinado todas las enfermedades y todas las variedades de accidente posibles en Egipto.
—Es cierto —admitió Khaemuast—. No, Nubnofret, el caso no era interesante, sólo un pie herido. Pero sí me ha interesado la familia. —Se concentró en la comida, masticando y manejando su escudilla para no mirarla—. El hombre, su hermana y su hijo se han instalado aquí hace poco, procedentes de Coptos, nada menos. Es obvio que son de noble cuna. En realidad, pueden establecer su linaje hasta los tiempos de Osiris Hatshepsut. La hermana se interesa por la historia. Los he invitado a cenar con nosotros dentro de un par de semanas.
De pronto, cayó en la cuenta de que Tbubui había estado conversando con él y con su hermano sin dar la más leve señal del dolor que debía de sentir tras la sutura. Había sonreído, y hasta reído, con el pie inmóvil sobre el banquillo, envuelto en lienzo limpio. Debía de tener muy poca sensibilidad, como había dicho, o sabía disimular muy bien, conociendo que los buenos modales exigían agasajar plenamente a un huésped de su linaje. «¡Qué tonto he sido!", pensó, contrito. "Debí retirarme de inmediato en vez de quedarme a beber vino, por fino que fuera, y entablar conversaciones corteses. Me correspondía despedirme a mi, no a ellos pedirme que me fuera.»
—¿A cenar? —repitió Nubnofret—. Eso es extraño en ti, Khaemuast. Tienen que haberte impresionado mucho para que les dispenses ese honor.
Por fin, él se sintió capaz de levantar la vista.
—En efecto.
—En ese caso, avisame con tres días de anticipación. ¡Siéntate derecha, Sheritra! Tienes la espalda encorvada como los monos.
La muchacha obedeció automáticamente con los ojos fijos en su padre y Khaemuast sintió su penetrante mirada antes de que ella volviera a bajarla a su plato.
Hori empezó a hablar de los planos para la construcción de su tumba. Había comenzado a diseñaría a edad temprana, como correspondía a todo egipcio. Al cabo de un rato, Nubnofret cambió de tema y habló de la restauración de las cocinas. Su esposo participó en la conversación con desenvoltura y la comida terminó en un agradable ambiente. Luego Nubnofret se disculpó y Hori fue en busca de Antef. Sheritra, que casi no había hablado, se removió en sus almohadones, sin dar señales de retirarse. Los sirvientes recogieron su mesa y la de Khaemuast. Al observar su actitud abstraída, él hizo señas al arpista para que continuara tocando.
—¿Has tenido un día agradable? —preguntó él.
—Desde luego, padre —respondió la muchacha—. Pero hoy me he sentido especialmente perezosa. Bakmut fue a la ciudad a hacer algunos recados y yo me quedé dormida en el jardín. Luego fui a nadar. ¿A quién has atendido hoy?
Khaemuast maldijo interiormente aquella pregunta. Durante un fugaz momento empezó a inventar una mentira, pero luego la desechó.
—Creo que puedes adivinarlo —respondió, sereno.
Ella descruzó las piernas y se acomodó los lienzos. Luego, se dedicó a jugar con su pendiente de oro, haciéndolo girar y girar, inclinando la cabeza a un lado.
—¿De veras? —exclamó—. ¡Qué extraordinario! La mujer que buscas, puesta a tus pies como un inesperado presente.
La forma en que hablaba hizo a Khaemuast sentirse incómodo y culpable.
—Ha sido extraño, verdaderamente —respondió, molesto.
—¿Y te ha desilusionado? —Ella no podía disimular su esperanza.
—En absoluto —contestó el padre, ceñudo—. Es encantadora, graciosa, y de buena cuna.
—Y viene a cenar. —Sheritra soltó su pendiente—. ¿Te parece prudente? —Ante la falta de respuesta, estalló—: ¡Oh, padre, preferiría que no lo hicieras! ¡De veras!
De nada iba a servir fingir que no entendía lo que la muchacha quería decir. Khaemuast comprendió que hacerlo seria insultante. Aquella carita tan poco agraciada estaba enrojecida y sus ojos brillaban afligidos.
—No creo que tengas motivos para temer nada —dijo despacio, con amabilidad—. No te niego, Sheritra, que esa mujer me atrae casi irresistiblemente, pero entre un deseo y su satisfacción hay muchas decisiones, muchas elecciones. Siempre he hecho lo correcto a los ojos de los dioses y dentro de los limites de Maát. Es de suponer que esta vez también lo haré.
No comprendió, ni por un momento, que estaba mintiendo al decir ambas cosas.
—¿Está casada? —preguntó la niña, algo más serena, aunque todavía muy sonrojada.
—Es viuda. —A Khaemuast le resultaba muy difícil sostener su mirada—. Bien sabes que yo podría ofrecerle un contrato de matrimonio si así lo deseara, queridísima, e instalarla en esta finca con su hijo, en habitaciones aparte; pero no creo que ese tipo de mujer se resigne al puesto de segunda esposa. Pase lo que pase, el bienestar de tu madre es lo que más me interesa.
—¿Tan fuertes son tus sentimientos hacia ella?
Él se irritó inmediatamente.
—¡La he visto cuatro veces y he hablado con ella en una sola ocasión! ¿Cómo voy a saberlo?
Ella apartó la vista. Sus manos se movían inquietas.
—Te he alterado, padre —dijo—. Perdona.
Khaemuast guardó silencio. Al fin ella se levantó, sacudió la cabellera hacia atrás y se retiró con tanta dignidad como pudo. La música del arpa continuaba aleteando a la luz de las lámparas.
El príncipe avisó a Nubnofret con tres días de anticipación. Cuando los invitados llegaron, él esperaba ya desde hacia rato en el embarcadero, con Ib y Amek. Se preguntó si desembarcarían con vacilación o si subirían los peldaños con la renuncia de las personas momentáneamente intimidadas, pero cuando la pequeña embarcación quedó amarrada, tras recibir la voz de alto de su guardia, ellos se acercaron a él sin rastro alguno de timidez. Sisenet llevaba un sencillo atuendo de faldilla y sandalias de cuero, pero lucía sobre el pecho varios hilos de oro, de los que pendían unas ankhs y unos diminutos mandriles en cuclillas. En los brazos lucía varios brazaletes de oro y en cada dedo índice, un anillo con un escarabajo de oro y malaquita. Estaba cuidadosamente maquillado. Harmin vestía de manera similar, con una diadema de oro ciñendo su frente alta y sujetándole el cabello, negro y brillante, por encima de las orejas, de la cual colgaba una sola ankh de oro que descansaba sobre su frente. Sus ojos grises, delineados con kohol, destacaban de un modo llamativo.
Pero fue Tbubui quien atrajo la mirada de Khaemuast. Ella también vestía de blanco. Él se había preguntado si la mujer adoptaría un atuendo más a la moda para aquella ocasión, con frunces y cientos de plisados, bordes intrincados y alhajas recargadas, y sintió un alivio irracional al ver el ceñido vestido de hilo que envolvía su esbelto cuerpo desde los tobillos hasta los pechos. También lucía una diadema, como Harmin, pero la suya era ancha y de plata, aunque la ankh de la frente era igualmente sencilla. De su cuello colgaba un collar de plata con un colgante de jaspe rojo que descendía hasta su seno. Un corselete flojo, hecho con redecilla de plata, y una borla roja que se bamboleaba entre sus rodillas ocultas eran las únicas concesiones a la formalidad. Khaemuast se alegró de ver que calzaba unas sandalias blancas. Ella siguió la dirección de su mirada y se echó a reír. Sus dientes perfectos, algo felinos, brillaron contra sus labios teñidos de alheña y su piel oscura.
—Si, príncipe, he aprendido la lección —sonrió—. Pero estoy segura de que la olvidaré en cuanto la herida haya cicatrizado por completo. No soporto las prendas demasiado ajustadas.