Fue Hori quien resolvió su dilema. Pasada una semana del mes de Tibi, esperó a que su padre hubiera terminado de despachar la correspondencia del día y entró en su despacho para encaramarse en el borde de la mesa, como era su costumbre.
—Hoy he recibido una carta de tu abuela —le dijo Khaemuast—. Sus palabras son alegres, pero su escriba se encargó de añadir una nota al pie del pergamino. Dice que su salud se deteriora rápidamente.
Hori frunció el ceño.
—Lo lamento. ¿Piensas viajar al norte?
—No, todavía no. Está bien atendida y no creo que la situación sea crftica todavía.
Khaemuast contemplaba la perspectiva de pasar otras semanas en el Delta con el horror de una liebre atrapada. Por el momento, nada deseaba tanto como cultivar la amistad de Sisenet y su hermana sin interrupciones. El pensamiento se presentó unido a los remordimientos, pero se consoló a si mismo diciéndose que, si el estado de su madre hubiera sido peligroso, el escriba habría requerido su presencia de una manera más explícita.
—Son muchos los que se refieren a ella con mucho respeto —suspiró Hori, hablando en voz baja—. En sus tiempos debió de representar todo lo bueno y bello. Envejecer es muy triste, ¿verdad, padre?
Khaemuast paseó la vista por los músculos perfectos del muslo que se apoyaba en la madera brillante del escritorio, por el vientre plano y tenso, por los hombros rectos y la espalda erguida que tenía ante sí. Hori sonreía vagamente, con sus traslúcidos ojos bordeados por las largas pestañas negras y con unos atractivos pliegues junto a la sensual curva de la boca.
—Sólo es triste cuando has malgastado los años anteriores —comentó él, con sequedad—, y dudo mucho que Astnofert crea haber malgastado su vida. Hablando de eso, Hori, tienes diecinueve años cumplidos y no te falta mucho para los veinte. Eres un príncipe de sangre real. ¿No te parece que es hora de que comiences a buscar esposa?
Hori perdió la sonrisa y sus cejas oscuras y plumosas se elevaron en un gesto de sorpresa.
—¡Pero si estoy buscando, padre! —protestó—. Las jóvenes me aburren y las maduras son poco atractivas. ¿Qué puedo hacer?
—Deja que tu madre y yo busquemos a una muchacha noble para ti; luego, formarás tu propio harén. Hablo en serio, Hori. Para un príncipe, casarse es un deber.
Hori resopló.
—Si, lo sé. Pero cuando veo lo felices que sois tú y mamá, cuando pienso en cómo languidecen tus pocas concubinas, casi sin que te ocupes de ellas, me aferro a la esperanza de encontrar yo también a alguien que sepa compartir mi vida, en vez de limitarse a administrar mi casa. En ese aspecto me has dado un mal ejemplo, padre.
Khaemuast se obligó a sonreír, dominando los remordimientos que le amenazaban.
—Quizá Nubnofret y yo no estemos tan unidos como tú pareces pensar —sugirió, serenamente.
—En otros tiempos, lo estuvisteis —interrumpió Hori, levantando la voz—. ¡Y fíjate en tío Si-Montu con Ben-Anath! Eso es lo que quiero, padre, y estoy dispuesto a esperar otros diez años para conseguirlo, si es necesario.
—Muy bien. —Khaemuast no tenía ganas de discutir—. Por lo que veo, parece que tendré que mantenerte durante el resto de tu vida. —Hori sonrió con aire encantador y bajó del escritorio—. ¿A qué has venido?
—¡Ah, si! —El muchacho se dejó caer, con ingenua gracia, en la silla desocupada que había frente al escritorio—. He recibido un mensaje de Sisenet en el que me asegura que su ofrecimiento de ayudarnos en la tumba no fue simple cortesía y quiere saber cuándo estaríamos dispuestos a recibirle allí. Me pareció mejor consultarte otra vez, sólo para estar seguro.
—Invítale para mañana, a media mañana —dijo Khaemuast, apresuradamente.
—Yo también iré. Aunque él no pueda revelarnos gran cosa, podemos invitarle a comer.
—Muy bien. Tengo muchos deseos de verle. Se me ocurre que podríamos invitarlos a los tres. Tbubui también parece muy instruida. —Hori apartó la vista de la de su padre—. ¿Has preparado nuestros horóscopos para Tibi?
Khaemuast le miró con curiosidad.
—No —respondió, lentamente—. No sé por qué, pero este mes detesto la idea de hacerlo. Los dos meses anteriores fueron catastróficos para mi y también para vosotros, aunque en menor medida. Sin embargo, ha transcurrido el tiempo sin grandes incidentes. Comienzo a preguntarme si no estaré cometiendo algún error fundamental en mi método.
—Yo no diría exactamente que el tiempo pasó sin grandes incidentes —caviló Hori encaminándose ya hacia la puerta. De pronto se volvió, inmóvil y con las manos a la espalda—. Padre…
—¿Sí?
Al cabo de un momento el joven sacudió la cabeza.
—Oh, nada. Preguntaré a mamá si no hay inconveniente en que los traigamos mañana a almorzar. Hasta es posible que ellos nos inviten a nosotros.
—Es posible.
Pero Khaemuast hablaba con el vano de la puerta, Hori se había ido ya.
Khaemuast llevaba varias semanas sin visitar la tumba, pero ésta no había cambiado mucho. Se detuvo a la sombra de su dosel, al pie de la escalera, entre dos montones de escombros secos, con Penbuy a sus espaldas. Sus invitados venían hacia ellos por la movediza planicie de Saqqara. Mientras observaba las sandalias de Tbubui, hundiéndose y elevándose, y escupiendo arena al caminar, se preguntó fugazmente si el calor y las piedras no estarían causándole dolor y, en cualquier caso, por qué Sisenet no había pedido literas para el trayecto. Un momento después, sus pensamientos se desvanecieron, arrebatados por el rítmico balanceo de las caderas de la mujer bajo el vestido blanco y por la mirada de sus ojos perfilados cuando ella contemplaba el lugar.
Los tres se inclinaron ante él en una reverencia, mientras los portadores del dosel corrían a cubrirlos, siguiendo las instrucciones de Khaemuast. Las pupilas de Tbubui se dilataron en la sombra y el príncipe lo observó con extrañeza. El blanco de sus ojos era casi azul en su pureza.
Hori acudió hacia ellos corriendo desde la sombría entrada, con una bienvenida en los labios, puesto que la invitación había partido de él. Su padre le notó algo agitado, pero bastante contento.
Tras algunos momentos de una conversación superficial, Khaemuast los hizo al intenso frescor del breve pasillo. Hizo una señal a Hori, autorizándole a que acompañara a Sisenet al interior, pero Tbubui fue también tras él. Khaemuast la siguió con la vista, olvidando de inmediato dónde se hallaba. Todo su ser estaba atento a las dulces y tentadoras curvas de la mujer, el subir y bajar de sus talones, la limpia curva que trazaba su cuello cuando alzaba la vista para estudiar las pinturas.
Se detuvo ante las dos estatuas y las contempló durante largo rato. Luego, se inclinó hacia adelante y las acarició, moviendo con suavidad sus ligeros dedos por cada surco.
—¡Con cuánta pasión amamos la vida los egipcios! —comentó—. Queremos aferrarnos a cada viento cálido del desierto, a cada aroma de nuestros jardines, a cada contacto con los que adoramos. Al construir nuestras tumbas y preservar el cuerpo, a fin de que los dioses puedan resucitarnos, gastamos nuestro oro como si fuera agua arrojada a la garganta reseca por el calor del verano. Escribimos hechizos, ejecutamos ritos. Sin embargo, ¿quién puede decir qué significa la muerte? ¿Quién ha retornado de ese lugar oscuro? ¿Crees que alguien volverá algún día, príncipe? ¿O quizá alguien lo ha hecho ya, sin que lo sepamos? —Se acercó a él—. Dicen que el fabuloso Pergamino de Thot tiene el poder de levantar a los muertos —prosiguió, mirándole con atención—. ¿Crees que se hallará algún día?
—No lo sé —respondió Khaemuast, incómodo—. Si existe, estará protegido por los potentes hechizos de Thot.
Ella se acercó un poco más.
—Todos los magos sueñan con encontrarlo —dijo, con suavidad—, si en verdad está oculto en alguna parte. Pero son pocos los que podrían dominarlo, silo hallaran. ¿Lo deseas tú, gran príncipe, como los otros? ¿Tienes la esperanza de tropezar con él cada vez que abres una tumba?
¿Había acaso algo de mofa en su voz? Muchos nobles pensaban que aquella búsqueda del Pergamino era una broma ingenua. Seria una amarga desilusión para él descubrir que ella también pensaba así. A juzgar por su expresión, algo la divertía en secreto.
—Si, lo deseo —respondió, con franqueza—. Ahora, ¿quieres pasar a la cámara mortuoria?
Ella asintió, todavía sonriente. Hori y Sisenet estaban ya allí. Sus voces llegaban desde más allá de las antorchas, como descarnadas. Khaemuast puso con autoridad una mano sobre el brazo de la mujer y la acompañó al cuarto en donde se encontraban los dos ataúdes. Una vez más, la vio liberarse de su mano para avanzar e inclinarse sobre el sarcófago del desconocido.
—En la mano de este hombre hay unas hebras cortadas —comentó por fin, apartándose—. Le han robado algo.
Miraba directamente a Khaemuast, que asintió.
—Tienes razón —replicó—. El cadáver tenía un pergamino cosido a él y yo lo cogí. Lo he tratado con mucho cuidado, como a todos mis hallazgos. Una vez que la copia esté hecha, lo devolveremos a este ataúd. Confio en que sirva para aumentar los conocimientos que tenemos de los antiguos.
Ella pareció a punto de decir algo, pero obviamente cambió de idea. Hori y Sisenet se dedicaban a dar unos golpes en los muros.
—¡Aquí! Aquí está —anunció el muchacho.
Su compañero aplicó el oído al yeso.
—Golpea una vez más —pidió. Hori lo hizo y Sisenet irguió la espalda.
—Se diría que hay otra cámara aquí atrás —observó—. ¿No se te ha ocurrido que este muro puede ser falso?
Khaemuast se puso tenso al ver asentir a Hori.
—Si, en efecto —reconoció el muchacho, vacilando—, pero para explorarlo habría que derribar estas escenas ornamentales, y eso sería verdadero vandalismo. —Lanzó una mirada al príncipe—. En todo caso, no soy yo quien debe tomar esa decisión, sino mi padre quien debe asumir el riesgo.
«Bajo ninguna circunstancia derribaremos esa pared", pensó Khaemuast. "No sé por qué, pero esta tumba me inspira miedo. Algo en mi ka la rehuye.»
—Lo discutiremos después —contestó, enérgicamente—. Sisenet, mi hijo me dice que tú también eres un instruido historiador. Me gustaría saber cómo explicas toda el agua que hay representada en esta tumba. Las inscripciones son escasas y estamos desconcertados.
Sisenet sonrió vagamente, mirando primero a su hermana y luego a Khaemuast. Luego se encogió de hombros, con ingenua y aristocrática gracia, y enarcó sus negras cejas.
—Sólo puedo arriesgar una suposición —dijo—. O bien esta familia era muy aficionada a pasar el tiempo libre pescando, cazando patos y remando, por lo cual quiso preservar esos placeres y sus proezas con la línea y el punzón, o bien… —carraspeó— o bien el agua representaba para ellos algún cataclismo terrible, quizá una maldición cumplida, y se sintieron obligados a registrar eso en las representaciones de su vida cotidiana. —Meneó la cabeza—. Temo que no puedo ser de mucha ayuda. Tampoco sé por qué las tapas de los sarcófagos fueron puestas contra la pared.
—No hay modo de saberlo —reconoció Hori, pesadamente.
Khaemuast se dominó. Había estado observando a Sisenet mientras éste hablaba y una vez más le había asaltado la vieja sensación de familiaridad. En aquel ambiente era más fuerte, como si Sisenet se fundiera de modo natural con aquel antiguo sitio. Su reserva se identificaba de alguna manera con aquel pesado silencio que ningún sonido, ninguna actividad, podía disipar y su aire de autoridad algo arrogante parecía formar parte de la fría dignidad de los muertos. El acertijo fastidiaba a Khaemuast hasta que, al recibir una inexpresiva mirada de Sisenet, recordó súbitamente la estatua de Thot que dominaba la sombría cámara. «Claro», pensó, con alivio. La mirada fija y serena del dios, su expresión de secreta sabiduría y de dictamen implacable, se reflejaban en la imperturbable calma de Sisenet. Sonrió.
—Se hace tarde y Nubnofret nos espera para servirnos el almuerzo —dijo—. Acompañadnos, os lo ruego. Salgamos de este mohoso lugar.
Ellos aceptaron la invitación. Fuera, les aguardaban las literas cubiertas, bajo un ardoroso sol. Los portadores dormitaban apoyando la espalda a la relativa frescura de la enorme roca que antes bloqueaba la entrada a la tumba. Hori propuso inmediatamente a Sisenet que compartiese su litera y obligó al renuente Khaemuast a ofrecer la suya a Tbubui y Harmin, que habían permanecido en la cámara sin pronunciar una palabra durante todo aquel tiempo. Khaemuast hubiera preferido hacer el trayecto hasta Menfis con la larga pierna de Tbubui descansando contra la suya. Recabó para él la litera de Ib.
—¿Por qué no vinisteis en literas? —preguntó a Tbubui, mientras ésta se acomodaba en los almohadones junto a su hijo.
Ella se incorporó sobre un codo, y le sonrió.
—Preferimos caminar, en lo posible —replicó, entrecerrando sus ojos perfilados para protegerlos de la luz—. Caminar es un constante deleite, príncipe. Aquí no hace tanto calor como en Coptos, que además es una tierra yerma. Vinimos paseando y disfrutamos de los olores del río y el movimiento de las sombras. Dejamos nuestro esquife amarrado en los muelles de Peru-nefer. —¿Habéis caminado desde allí? —interrogó Khaemuast, incrédulo. Ella asintió—. Mandaré a un sirviente que haga traer el esquife hasta nuestro embarcadero —ofreció, dando un paso atrás para hacer una seña a los portadores.
Dedicó el trayecto a revivir sus momentos junto a Tbubui, en la tumba, y a cavilar sobre las palabras de Sisenet con respecto al agua. Cualquiera de ambas explicaciones era satisfactoria, reflexionó, con los ojos perdidos en las cerradas cortinas del vehículo. «Pero prefiero la última. Esa tumba no es un apacible lugar de descanso. Allí duerme algo horrible que bien podría creer que fuera la fatalidad de una familia.»
Fue entonces cuando recordó el comentario de Sisenet sobre las tapas de los ataúdes. Se inclinó hacia delante, frunciendo el ceño. «¿Cómo pudo saber que, cuando Hori y yo entramos en el cuarto interior, estaban apoyadas contra la pared? Sin duda Hori se lo habrá dicho. Aun así, se lo preguntaré», decidió mientras la litera se bamboleaba entre el ruido de la ciudad.
El almuerzo transcurrió en un agradable ambiente. Terminada la comida, Khaemuast permaneció sentado, ceñido a su obsesión como si fuera un manto invisible. Fingía dormitar, pero sus ojos entornados seguían todos los movimientos de Tbubui, quien, para desencanto suyo, apenas le dirigía la palabra. Dividía su atención entre Nubnofret y Hori, que se había tendido a sus pies, en el césped, y conversaba con rapidez y seriedad al dirigirse a la primera y reía encantadoramente con el otro. Khaemuast, vagamente molesto, se dijo que nunca había visto tan animado y entretenido a su hijo.