Khaemuast sintió una cierta piedad por la atrevida hija de May. Luego, se dedicó a buscar su mesa en el estrado, donde ya empezaban a reunirse los miembros de la familia más cercana de Ramsés. Mientras se acomodaba en los almohadones dispuestos para ello, intercambié unas corteses palabras con su hermano Ramsés, el príncipe heredero, que ya estaba exaltado por el alcohol, y con Merietam6n, Segunda Esposa y Reina. Luego, el bastón del jefe de heraldos golpeó el suelo con tres resonantes toques y los cientos de voces se acallaron.
—Exaltador de Tebas, Hijo de Set, Hijo de Amén, Hijo de Temu, Hijo de Ptah-Tenen, Vivificador de las Dos Tierras, Poderoso de la Doble Fuerza, Valiente Guerrero, Aplastante de los Viles Asiáticos… —La voz del heraldo continuaba. Khaemuast sonrió, algo sombrío—. Señor de los Festivales, Rey de Reyes, Toro de príncipes…
Khaemuast dejó de escuchar. Todas las frentes estaban apoyadas en el suelo, incluida la suya, sepultada en los almohadones en que se había acomodado un momento antes. Por fin el heraldo guardó silencio y oyó junto a su oreja el seco palmoteo de las sandalias de su padre en el estrado, seguido por el paso más ligero de su hermana. Bint-Anath se instaló a su lado con un movimiento contorsionado y un suspiro, Ramsés indicó a los presentes que se levantaran y Khaemuast, de nuevo en sus almohadones, se acercó la mesita.
El faraón estaba resplandeciente con su casco a rayas blancas y azules, coronado por la cobra y el buitre dorados, sus ojos agudos, densamente pintados con kohol y los párpados, brillantes de verde. Un anillo centelleaba en cada dedo y en su pecho cóncavo tintineaban ankhs y Ojos de Horus. Se inclinó por delante de su hija-esposa y habló a Khaemuast.
—He bebido algo de la poción que me has recetado, Khaemuast —dijo—. Es repugnante y no creo que me haya hecho bien, a menos que sea ella la que me ha abierto el apetito esta noche.
Al pie del estrado, el encargado de los símbolos de su divina realeza colocaba en sus soportes el cayado, el mayal y la cimitarra; un grupo de guardias shardanas se alineaba entre el estrado y la muchedumbre. A una señal de Ashahebsed, que permanecía discretamente de pie tras la mesa real, los sirvientes, cargados de comida, empezaron a brotar de entre las sombras. A los aromas mezclados de cera perfumada, flores y esencias se añadió un olor que hacía la boca agua. Ashahebsed empezó a servir a Ramsés.
—Esperas milagros de cuantos te rodeamos, incluido yo —respondió Khaemuast, acalorado—. Concede una oportunidad a la medicina, padre. También podrías hacer la prueba de acostarte temprano.
Ashahebsed empezó a probar la comida, mientras Ramsés esperaba con impaciencia.
—Estoy tan ocupado en la cama como fuera de ella —dijo, ladinamente—. Las mujeres me están matando, Khaemuast. Son tantas… ¡Y todas exigen satisfacción! ¿Qué puedo hacer yo?
—Dejar de adquirir tantas —interrumpió Bint-Anath, riendo—. Presta atención a Suti cuando te dice que tus harenes están vaciando todos los días el tesoro real. Eso tal vez te disuada de más compras y contratos.
—Hummm —se limitó a responder.
Ramsés empezó a comer sin pausa, aunque con graciosa elegancia.
Khaemuast tenía también ante si un plato lleno y comió y bebió apreciando la excelencia de los cocineros de su padre. Vio que Nubnofret estaba cerca del estrado, sentada entre la nobleza con algunas de sus amigas, no lejos del sitio en donde se habían instalado Hori y Nefert-khay. La muchacha apoyaba sus manos en el hombro desnudo de su hijo y le mordisqueaba la oreja mientras él comía. Con una punzada de dolor, Khaemuast pensó en su Sheritra. ¿Qué estaría haciendo en aquellos momentos? ¿Pronunciando sus plegarias, caminando por el jardín iluminado con las antorchas, en la nada exigente compañía de Bakmut? Tal vez se hubiera sentado en su cuarto, apoyando el mentón sobre las rodillas, preguntándose qué haría su padre y castigándose por la timidez que le impedía arrojarse de lleno a la vida. Le habría gustado verla allí, con los ojos encendidos por el vino y el entusiasmo, los dedos apoyados en el hombro de algún joven noble y la boca apretada contra un oído amoroso. Su hermano Ramsés, encorvado sobre su plato, tarareaba para si una melodía desafinada. Khaemuast se concentró en los placeres de la velada.
Varias horas después, ahíto de ganso relleno, ensalada de pepinos y pasteles diversos, algo ebrio, se encontró cerca de las puertas que daban al norte del salón, conversando con su amigo Uennufer, sumo sacerdote de Osiris en Abidos. El ruido no cedía y la multitud se había vuelto más bulliciosa si cabía cuando se vaciaron las jarras de vino y empezaron los entretenimientos. Aquí y allá estallaban gritos y fragmentos de música, cuando los invitados expresaban su aprobación a los tragafuegos, los malabaristas y acróbatas, y las sinuosas bailarinas desnudas que rozaban el suelo con sus cabelleras y hacían repiquetear sus castañuelas doradas en una tentadora invitación, al ritmo de sus caderas brillantes de sudor.
Khaemuast y Uennufer se habían retirado a un sitio relativamente tranquilo, donde podían conversar sin que nadie los molestara y disfrutar del viento nocturno, que penetraba por las dobles puertas, abiertas al oscuro jardín. El faraón se había retirado un rato antes. De Hori no había señales y Nubnofret se había acercado antes, para decir a Khaemuast que pasaría casi toda la noche en las habitaciones de Bint-Anath. Después de darle un beso distraído, él volvió su atención a sus discusiones con Uennufer, referidas a los orígenes del festival de heb-sed, y pronto ambos olvidaron por completo el bullicio que los rodeaba.
Khaemuast se hallaba profundamente concentrado en un argumento contundente, con la cara próxima a la de Uennufer y la taza de vino extendida para que el esclavo más próximo la llenara, cuando sintió un contacto en el hombro. No hizo caso, pensando que alguien le había empujado, pero se repitió nuevamente. Ya irritado, volvió la cabeza.
Ante él se había detenido un anciano. Tosía con el cortés esfuerzo por dominarse que Khaemuast había llegado a reconocer en quienes padecían una enfermedad crónica de los pulmones. Estaba levemente encorvado y la mano que había importunado al príncipe apretaba otra vez un amuleto de Thot que pendía sobre el pecho arrugado. No llevaba ningún otro adorno. Tenía la cabeza rasurada y descubierta, al igual que los pies, amarillentos. Sus facciones arrugadas y la hinchazón enfermiza de éstas habrían podido hacerle parecer feo, de no ser por sus ojos. Eran vivaces y se clavaban en Khaemuast con una mirada fija. El hombre vestía una anticuada faldilla, ceñida a los muslos, sobre la cual le caía el vientre; llevaba un pergamino enroscado, metido en la cintura.
Khaemuast sostuvo su mirada con una impaciencia que no tardó en convertirse en desconcierto. Aquellos ojos le resultaban familiares. «¿Otro sacerdote?", se preguntó. "¿De On, de Menfis? En ese caso, ¿por qué viste tan pobremente? Podría pasar por un campesino. ¿Uno de esos sirvientes míos que me son útiles, pero a los que rara vez veo? ¿Y qué hace aquí, en Pi-Ramsés? ¿Cómo ha logrado que le permitieran entrar? Si es uno de esos sirvientes en los que nunca reparo, tendré que recomendar a Nubnofret que le retire; el pobre parece tener ya un pie en la Sala del Juicio." Reprimió un impulso de abrazar al desconocido, al que siguió un súbito escalofrío parecido a la repugnancia. Uennufer aguardaba en silencio ante la abstracción de su amigo y sorbía su vino, con la vista perdida en la desaliñada muchedumbre, sin prestar la menor atención al solicitante…, pues Khaemuast estaba seguro de que el hombre venía a pedirle algún favor. "Un remedio, supongo», pensó.
Bajo la serena mirada del desconocido empezó a recobrar la sobriedad. Sin embargo, no podía apartar la vista de él y gradualmente distinguió algo en las profundidades de sus sentimientos: un terror que acechaba, rápidamente disimulado. Por fin, el hombre habló:
—¿Príncipe Khaemuast?
La pregunta era una formalidad, sin duda. Aquel hombre conocía perfectamente su identidad. Consiguió esbozar un ademán afirmativo.
—A esta hora no puedo examinarte ni atenderte —manifestó, sorprendido de descubrirse susurrando—. Pide una cita a mi heraldo.
—No quiero que me examines, príncipe —respondió el desconocido—. Me estoy muriendo y me queda poco tiempo. He venido a pedirte un favor.
¿Un favor? Khaemuast notó que aquellos labios gruesos temblaban.
—Pide, pues —le instó.
—Se trata de un asunto muy serio —prosiguió el anciano—. Te ruego que no lo tomes a la ligera. El destino de mi ka pende en la balanza.
Conque se trataba de magia. Khaemuast se relajó. El viejo quería llevarse algún hechizo, cantado o escrito. Pero mientras lo pensaba, el hombre meneó la cabeza.
—No, príncipe —corrigió, con voz ronda—. Se trata de esto.
Bajó la vista, la luz de las antorchas resbaló sobre su cráneo desnudo, y manoseó el rollo que sujetaba en la cintura. Se lo ofreció con cuidado. Khaemuast, despierto ya su interés, lo tomó para hacerlo girar entre sus prácticas manos. Obviamente, era muy antiguo. El papiro tenía una quebradiza fragilidad que dio una súbita suavidad a sus dedos. Era bastante corto, quizá sólo de tres vueltas, pero curiosamente pesado.
Alrededor de ellos se arremolinaba la fiesta. Los músicos tocaban una potente armonía de arpa, laúd y tambores, cuyo ritmo hacía vibrar los mosaicos del suelo. Los invitados bailaban y reían. Pero sobre los dos hombres, que permanecían de pie en la penumbra filtrada por las puertas abiertas, se cernía un aura de atemporalidad.
—¿Qué es? —preguntó Khaemuast.
El viejo volvió a toser.
—Es algo muy peligroso, príncipe —respondió—. Peligro para mi ka, peligro para ti. Tú amas la sabiduría, eres un hombre grande y respetado, devoto de Thot, dios de todos los conocimientos. Te ruego que realices una tarea que, por mi arrogancia y mi estupidez, no me está permitido cumplir. —Sus ojos se habían puesto muy oscuros y Khaemuast percibió en ellos una súplica casi dolorosa—. Se me acaba el tiempo —instó el anciano—. Destruye por mi este rollo, y en el siguiente mundo me postraré ante el poderoso Thot un millar de millares de veces por un millar de millares de años, pidiendo por ti. ¡Pkir favor, Khaemuast! ¡Quémalo! ¡Quémalo por el bien de los dos! No puedo decir más.
Khaemuast apartó la vista de aquella cara atormentada y contempló el pergamino enrollado que tenía entre las manos. Cuando volvió a alzar los ojos, el hombre había desaparecido. Molesto, pero también extrañamente enfebrecido, le buscó entre la gente con la vista, sin vislumbrar siquiera el cráneo desnudo y pecoso, y el pecho hundido. Luego cobró conciencia de la presencia de Uennufer, junto a él.
—¿Qué haces, Khaemuast? —preguntó el sacerdote, con fastidio—. ¿Estás demasiado ebrio para continuar la discusión?
Pero Khaemuast murmuró una rápida disculpa y se alejó. Atravesó las puertas, ante el sorprendido saludo de los guardias, y salió a la oscuridad del prado, blanda de rocío.
El bullicio de la fiesta fue desapareciendo poco a poco. Por fin se encontró recorriendo el oscuro sendero gris que giraba hacia atrás, a lo largo del muro norte del palacio, hasta el sitio desde donde podría llegar a sus habitaciones con celeridad. Caminaba sujetando con cautela el pergamino, temeroso de que pudiera deshacerse si apretaba el puño.
«¡Qué tontería!", pensó. "Un viejo moribundo quiere llamar la atención unos momentos antes de desaparecer. Y representa conmigo una tonta comedia, sabiendo que, pese a la sagrada sangre que llevo en las venas, soy el más accesible de mi familia. El pergamino ha de contener, seguramente, la lista de sus sirvientes y la suma que les paga. ¿Una broma? ¿Una broma de Hori? No. ¿De Uennufer, quizá? No, por supuesto. ¿Acaso es una especie de prueba preparada por mi padre para mi?»
Consideró aquella posibilidad unos segundos, con la mirada perdida en el borroso sendero que recorrían sus pies. Ramsés acostumbraba a poner a prueba la lealtad de sus subordinados en ocasiones inesperadas y de extrañas maneras. Lo hacia periódicamente desde que despidiera a la plana mayor del ejército, tras la derrota de Kadesh. Sin embargo, Khaemuast nunca había sido objeto de aquellas pruebas, ni tampoco los otros miembros de la familia.
«¿Y cómo podríamos saberlo?", se preguntó, doblando la esquina en dirección al fuerte resplandor de diez o doce antorchas que iluminaban el acceso a la puerta este. "¿Y si nos hubiera sometido a prueba repetidas veces, sin que nosotros cayéramos en la cuenta de algo tan calculado? Pero si lo de esta noche es una prueba para mi, ¿de qué tipo es, para qué? ¿Debo quemar el pergamino sin leerlo, demostrando así que antepongo la lealtad a mi rey a mi amor por el conocimiento? Supongamos que lo leo antes de quemarlo. Nadie sabría si lo he desenrollado o no.»
Echó un vistazo a sus espaldas, pero en los jardines reinaba una perfumada oscuridad, los arbustos eran unas manchas desiguales contra la mole de la muralla y los árboles de negros brazos parecían impenetrables. «No", pensó, sintiéndose ridículo. "Mi padre no me habría hecho seguir y observar. Estoy pensando cosas absurdas. Pero de lo contrario… ¿qué?»
Se estaba acercando a las primeras antorchas. Aminoró el paso y acabó por detenerse. Se encontraba directamente debajo de una tea. Le habría bastado levantar la mano para tocar las llamas anaranjadas que bailaban y se estremecían en el aire nocturno. Tomó el pergamino con la punta de los dedos y lo acercó a la luz, con la confusa idea de que era posible leerlo sin desenrollarlo. Pero se mantuvo opaco, desde luego, palideciendo sólo un poco al fulgor de la antorcha. Khaemuast lo levantó un poco más. «Esto es demencial", se dijo. "Todo este episodio huele a locura." Sintió el calor de la antorcha sobre la cara y la mano, temblorosa. El papiro empezó a ennegrecerse imperceptiblemente, lo sentía tirar hacia dentro y rizarse. "Es muy antiguo", pensó. "Existe alguna posibilidad de que sea de verdad valioso.»
Se apresuró a apartarlo del fuego y le echó un vistazo. Una esquina se había chamuscado. Una diminuta porción se desprendió bajo sus ojos y cayó al suelo. «Muy afortunado o de una terrible mala suerte, dependiendo de mis actos de esta noche», recordó, pensando en su horóscopo. Pero ¿qué acto iba a traerle la buena suerte: quemarlo o guardarlo? Pues sólo de una cosa estaba seguro: ése era el momento al que se refería el horóscopo; de un modo u otro, las consecuencias serian graves.
Permaneció indeciso durante mucho tiempo, acordándose del viejo, de sus ojos suplicantes, y sus palabras urgentes. Quería deshacerse de la carga que habían echado sobre él, pero al mismo tiempo se decía que su buen juicio había sido alterado por el vino y lo tardío de la hora, que estaba convirtiendo un encuentro sin importancia en algo portentoso y fatídico. Gimiendo por lo bajo, guardó el pergamino bajo los voluminosos pliegues de su túnica y se alejó lentamente del circulo de antorchas. Cruzó las sombras densas y llegó a la entrada del palacio, donde dos guardias le hicieron una reverencia. Les dio las buenas noches y pronto estuvo en las habitaciones de la familia. Ib y Kasa se apresuraron a acercarse a él.