El paladín de la noche (53 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El paladín de la noche
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—¡Amo! —gimoteó Usti.

—¡Lo mataré! —gritó Mateo con el sudor chorreándole por la cara—. ¡Lo juro!

En un instante, Ibn Jad se hallaba a su lado cubriéndole la espalda, con una daga en una mano y su espada desenvainada en la otra.

—Dejadlos marchar —ordenó una voz.

El rostro del Señor de los Paladines tenía un aspecto sobrecogedor: desencajado de furia, pálido de miedo. Mateo lanzó una rápida mirada hacia la Maga Negra que yacía a los pies de su esposo. Las mujeres estaban congregadas en torno a ella, esforzándose por hacerla volver en sí. Pero daba la impresión de que iba a pasar mucho tiempo hasta que ella pudiese hablar a su gente de nuevo…, si es que alguna vez podía.

—Nada más podemos hacer —añadió con amargura el Señor de los Paladines—. Mi esposa es la única que podría decirnos si Zhakrin se halla verdaderamente en peligro, pero no puede hablar.

Vislumbrando el rostro de Auda ibn Jad por encima del hombro, Mateo vio que una fantasmal sonrisa se dibujaba en sus finos y crueles labios. Mateo no podía ni imaginar qué podía estar pensando aquel hombre. Aunque, por la expresión de su rostro, tampoco estaba seguro de querer saberlo.

El brujo siguió avanzando.

Podía sentir tras él el sordo ruido de las botas resonando contra el suelo de piedra. Detrás de los Paladines venían los soldados y, tras ellos, las mujeres envueltas en sus hábitos negros.

El pez yacía en sus manos con su ojo sin párpados mirando fijamente hacia arriba. Los movimientos de sus agallas se hacían cada vez más débiles.

—¡Si ese pez muere, también vosotros moriréis! —susurró Ibn Jad.

Mateo sabía eso demasiado bien. Centrando su atención en el pez hasta la total exclusión de todo lo demás, proyectó todo su poder de sugestión para que la criatura viviese. Con cada respiración suya, respiraba él. Sólo vagamente se dio cuenta de que Khardan se unía a ellos y tomaba a Zohra de los brazos del djinn a pesar de las protestas de éste.

—¡Mi príncipe, apenas puedes sostenerte tú solo!

Y de la severa respuesta de Khardan:

—Ella es mi esposa.

Y del murmullo de Usti:

—¡Pronto tendré que llevaros a los dos!

Pero las palabras pasaron de largo ante los oídos del joven brujo, concentrado en la más consistente realidad de la súbita sensación del aire fresco de la noche soplando sobre su cara.

Estaban fuera del castillo, descendiendo en procesión el sendero a la luz de las antorchas, y todavía el pez se aferraba a la vida. Con los ojos fijos en él, Mateo avanzaba con inseguridad sobre la grava suelta hasta que el fuerte brazo de Ibn Jad lo sujetó por la cintura.

Estaban cruzando el estrecho puente con sus horripilantes cabezas sonrientes, cuando el pez dejó de respirar.

Mateo miró con miedo y consternación a Ibn Jad, quien sacudió sombríamente la cabeza y apremió al brujo hacia adelante, esta vez casi llevándolo a rastras. Los demás siguieron tras ellos, y los Paladines Negros detrás.

Las gotas de agua salada que flotaban en el aire refrescaron la enfebrecida piel de Mateo. Podía oír ya las olas arrastrándose hasta la orilla. Pasado el puente, y poniendo pie de nuevo en suelo firme, miró por el acantilado de húmeda y brillante roca negra y vio el inmenso mar ante él; la blanca luz de la luna formaba un sendero resplandeciente sobre las oscuras aguas.

El olor del mar y el tacto de la salada aspersión sobre sus escamas reanimaron al pez, que se movió y abrió la boca, y Mateo comenzó a respirar de nuevo también. El paso del puente había entorpecido la marcha de los Paladines Negros.

—¡Aprisa! —apremió Ibn Jad al oído de Mateo—. ¡La condenada criatura está casi acabada! ¡Cuando alcancemos la arena, dirígete hacia las barcas! —añadió con un penetrante susurro.

Mirando hacia adelante, Mateo vio una hilera de barcas descansando sobre la arena, junto a la orilla del agua. Pero también vio el barco, anclado y balanceándose, con sus tripulantes apiñados sobre la cubierta contemplando con ojos hambrientos la inusitada actividad que tenía lugar en la playa.

—¿Y qué hay de los ghuls? —preguntó nervioso Mateo, luchando por mantener la calma y no dar rienda suelta a su impulso de echar a correr presa del pánico.

Detrás de él, podía oír la dificultosa respiración de Khardan y los asustados gimoteos de Usti.

—Una vez que estemos en la barca, yo me haré cargo de los demonios de Sul. Pase lo que pase, sostén con cuidado a ese pe…

—¡Detenedlos!

El agudo chillido de una mujer vibró como una horrible campana en la más alta torre del castillo Zhakrin.

—¡Demasiado tarde! ¡Corred! —gritó Auda, dando a Mateo un violento empujón.

El joven brujo tropezó. El pez resbaló de sus manos y cayó con un pequeño chapoteo en la lóbrega agua.

—¡Detenedlos! —volvió a oírse la rabiosa orden de la maga de la que hicieron eco los furiosos gritos de los caballeros.

Mateo se agachó y comenzó a buscar desesperadamente el pez bajo las rompientes olas.

—¡Déjalo! —dijo Auda agarrándolo de sus mojados hábitos y tirando de él hacia arriba—. ¡Ya no puedes seguir engañándolos! ¡Se acabó! ¡Corre!

Mirando a sus espaldas, Mateo vio los destellos de las espadas. Ibn Jad se había vuelto para hacer frente a la arremetida de los caballeros, cuando de pronto, hubo un estallido de luz cegadora. Sond, el djinn, irrumpió en medio de ellos con un estruendo atronador.

Capítulo 10

Brotando de la arena, Sond irguió su imponente figura de tres metros de altura entre los cautivos y sus atacantes, blandiendo una cimitarra que habría requerido a cuatro mortales para levantarla. Fanáticos luchadores como eran, los Paladines Negros no pudieron evitar quedarse pasmados ante aquella fantástica aparición. Deteniéndose de golpe, se miraron temerosamente entre sí y después se volvieron todos hacia su Señor. Por encima de ellos, la Maga Negra clamaba a muerte desde lo alto del castillo, pero ella se encontraba lejos de la gigantesca y amenazadora figura del djinn y su cimitarra, que relucía siniestramente a la clara luz de la luna.

—¡Amo! ¡Amo! —gritó una excitada voz—. ¡Por aquí! ¡Por aquí!

Khardan volvió la cabeza (hasta esto pareció costarle un esfuerzo supremo) y distinguió una barca pesquera, semi-podrida, agujereada y con la vela hecha jirones balanceándose con las olas y casi tocando la orilla. A bordo de ella estaba Pukah, ondeando su turbante como una bandera, y un pequeño y arrugado hombrecillo agachado junto a la caña del timón, quien se agitaba en tal paroxismo de miedo que podía oírse el castañeteo de sus dientes a pesar de la distancia que los separaba.

Khardan obligó a sus cansadas y doloridas piernas a arrastrarlo todavía unos pasos más hacia adelante. Un fuego ardía en los músculos de sus hombros y brazos de llevar a la inconsciente Zohra; las heridas le dolían y su fuerza lo había abandonado. Sólo el orgullo le impedía desplomarse delante de sus enemigos.

Viendo que su amo comenzaba a desfallecer, Pukah saltó de la barca, corrió hacia él y tomó de sus brazos a Zohra justo en el momento en que los ojos de Khardan se quedaban en blanco y éste caía de bruces sobre la arena. Mateo detuvo su precipitada huida y se arrodilló para ayudarlo.

—¡Corre, flor, salva el pellejo! —ordenó Auda Ibn Jad con rudeza.

—¡No puedo abandonar a Khardan!

—¡Vamos! —lo apremió Auda poniéndolo en pie de un fuerte tirón—. ¡Yo he jurado protegerlo con mi vida! ¡Y así lo haré!

—¡Yo combatiré a tu lado! —insistió obstinadamente Mateo.

Ibn Jad lo miró furioso unos momentos y, después, asintió a regañadientes. Varios Paladines avanzaron, pero el djinn les hizo frente. Sin acobardarse, los caballeros se mostraron dispuestos a luchar con el inmortal, pero entonces la voz de la Magra Negra volvió a resonar desde la torre.

—¡Os ordeno que —dijo, atragantándose con las palabras— los dejéis marchar!

—¿Dejarlos marchar?

Volviendo la cara hacia ella, el Señor de los Paladines se quedó mirando a su esposa lleno de asombro.

—¿Quién ordena tal cosa? —gritó.

—¡Zhakrin lo ordena! —respondió una voz profunda que pareció brotar del movedizo suelo.

Al oírla, algunos de los Paladines se dejaron caer de rodillas. Sin embargo, otros permanecieron de pie, incluyendo su Señor. Espada en mano, éste miraba amenazadoramente a Mateo.

El volcán retumbó. La tierra tembló. Muchos más Paladines cayeron de rodillas, mirando con temor a su Señor.

De muy mala gana, el caballero bajó su espada.

—Parece que nuestro dios debe a Akhran algún favor. ¡Marchaos deprisa, antes de que él cambie de parecer! —rugió el Señor de los Paladines Negros.

Entre los dos, Mateo y Auda Ibn Jad pusieron a Khardan en pie y lo remolcaron hasta la barca que los esperaba.

—¿Qué has querido decir con eso de «ya no puedes seguir engañándolos»? —preguntó Mateo al Caballero Negro.

—Vamos, vamos. —Los ojos negros de Auda, al encontrarse con los de Mateo por encima de la cabeza caída de Khardan, centellearon a la luz de la luna—. Sin duda tú sabías que no era un dios lo que llevabas en las manos, ¿o acaso no lo sabías?

Mateo se quedó mirándolo espantado.

—¿Qué quieres decir… ?

—¡Lo que llevabas en tus manos no era otra cosa que un pez moribundo! —dijo Ibn Jad con una fantasmal sonrisa en sus finos labios—. La Maga Negra no era la única que estaba enterada de la presencia del dios dentro del pez. Yo estaba presente durante la ceremonia cuando liberamos al dios del templo de Khandar. Yo mismo fui el Portador durante largo tiempo después de aquello. El dios se fue cuando el djinn, o quizá debiera decir
hazrat
Akhran, rompió el cristal.

—Pero tú… ¿Por qué no… ?

La voz se le quebró. El joven sintió que su cara se quedaba sin sangre y la fuerza abandonaba su cuerpo cuando recordó cómo había caminado por entre aquel pasillo mortal de armaduras negras.

—¿Por qué no os he traicionado? —dijo Ibn Jad confiando a Khardan a los fuertes brazos de Pukah—. Pregunta al nómada cuando se despierte.

Levantando con cuidado al califa, el joven djinn lo llevó hasta la barca y lo depositó en el fondo de ésta junto a su esposa. Después, Pukah se apresuró a volver para tirar de la manga a Mateo.

—Vamos, loco…

La mirada del joven djinn se fue hacia un punto situado por encima y detrás de Mateo y su expresión se suavizó; de hecho, se volvió casi extasiada. Mateo miró a su alrededor, sobresaltado, y casi podría haber jurado que había captado un destello de blanco y plateado. Pero no había nadie junto a él.

—Ven, Ma-teo —enmendó Pukah con seriedad y respeto, estirando la mano para ayudar al joven brujo a cruzar el agua—. ¡Deprisa! Podríamos echar a esta piltrafa de pescador a los ghuls si decidieran perseguirnos, pero dudo que su escuálido cuerpo los contentase por mucho tiempo.

Volviéndose, Mateo vadeó las onduladas aguas y, entonces, reparó en que Ibn Jad no estaba con él.

—¿No vienes?

El caballero permaneció de pie dentro del agua, con una expresión sombría en su rostro cruel.

Los Paladines Negros habían vuelto a ponerse en pie y acudían en enjambre hacia la barca. Pukah tiraba de la manga de Mateo. Sond saltó al agua junto a él con un gran chapoteo, dispuesto al parecer a levantar al joven brujo y subirlo a bordo a la fuerza.

Auda ibn Jad sacudió la cabeza.

—Pero…

Mateo vaciló. Aquél era un hombre malvado, alguien que había asesinado a personas inocentes e indefensas. Y, sin embargo, les había salvado la vida.

—¡Van a descargar su ira sobre ti! —exclamó Mateo.

Ibn Jad se encogió de hombros y los Paladines Negros cayeron sobre él. Auda se entregó sin oponer resistencia. Sus compañeros caballeros lo despojaron de daga y espada. Doblándole dolorosamente los brazos por detrás de la espalda, lo obligaron a arrodillarse ante su Señor.

—¡Traidor! —lo acusó el Señor de los Paladines mirándolo fríamente—. ¡A partir de ahora, cada segundo que pase llevará a tu torturado cuerpo un paso más cerca de la muerte… pero nunca lo bastante cerca!

Levantando una mano envuelta en un guantelete de malla, asestó al Paladín Negro un revés en la cara.

Ibn Jad cayó de espaldas en brazos de sus capturadores. Después, sacudiendo la cabeza para aclarársela, levantó los ojos para encontrarse con los de Mateo.

—Mi vida está en manos del dios, como estaba la de nuestro amigo —dijo sonriendo, mientras la sangre le goteaba de la boca—. No temas, flor. ¡Volveremos a encontrarnos!

Los Paladines se lo llevaron lejos de la playa; su Señor permaneció detrás. Los ojos de éste, ardiendo bajo los pálidos rayos de luna, estaban tan llenos de enemistad que su sola mirada podía matar. Mateo ya no necesitaba las exhortaciones y ruegos de Pukah (todas ellas expresadas en los tonos más respetuosos) para apresurarse a cruzar aquella agua negra con encajes de plata. Cogiendo al joven brujo con sus fornidos brazos, Sond lo arrojó de cabeza al interior de la barca.

—¡Los ghuls! ¡Están mirando! ¡Huelen sangre! ¡Oh, démonos prisa, démonos prisa!

Acurrucado en un asiento, Usti se cogía y retorcía angustiado las manos.

Sond estaba examinando la barca con el entrecejo fruncido. En su fondo yacían Khardan y su esposa. Pukah había aprovechado su estado inconsciente para descansar la cabeza de Zohra sobre el hombro de su marido y extender el brazo de éste protectoramente en torno a ella.

—En verdad, un matrimonio hecho en el cielo —dijo el djinn.

«¡El cielo! Ya tengo bastante de cielo», pensó Mateo con fatiga. Y, acurrucándose de rodillas en la popa de la embarcación, indiferente al dedo de agua que cubría el fondo de la barca, apoyó la mejilla en una cesta mojada y cerró los ojos.

—Bien, ¿a qué estáis esperando? —chilló el anciano hombrecillo desde la caña del timón—. Poned en marcha este trasto.

—Amo, cállate —repuso con tono educado Pukah.

—La barca está demasiado hundida. Lleva demasiado peso —declaró Sond—. ¡Usti, bájate!

—¡No me dejéis! ¡No podéis hacerlo! —gimoteó el djinn—. Por favor, princesa, no dejes que…

—¡Deja de lloriquear! —lo reprendió con rudeza Pukah—. No te vamos a abandonar. Y no despiertes a tu ama. Queremos tener un viaje pacífico después de todo lo que hemos pasado, por no hablar de lo que nos espera cuando alcancemos la orilla. Cruzar el Yunque del Sol a pie. Si sobrevivimos a eso, luego tenemos que reunir un ejército para derrotar al amir…

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