El paladín de la noche (4 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El paladín de la noche
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Cubriéndose con ambas manos, Pukah miró al enfurecido
'efreet
con ojos suplicantes.

—¡Oh, mi amo! ¡Ten misericordia, te lo ruego! ¡Estás disgustado por el injustificado ataque a tu persona de uno que, por derecho, debería ser tu esclavo! —Aquí sonó un grito ahogado de Sond—. ¡Y esto ha trabado (ja, ja, pequeña broma) la rueda de tu siempre tan brillante proceso mental! ¡Mira a tu alrededor, gran Kaug! ¿Acaso podría alguien permanecer oculto a tu omnividente mirada, oh Poderoso Sirviente del Muy Sagrado Quar?

Esta pregunta desconcertó al
'efreet
. Si decía que sí, admitiría que no era omnividente, y si decía que no, admitiría que Pukah tenía razón y que, en realidad, no había oído la extraña voz después de todo. El
'efreet
dirigió su penetrante mirada a todos los rincones de la caverna, escrutando cada sombra y haciendo uso exhaustivo de todos sus sentidos para detectar una presencia escondida en su residencia.

Kaug sintió un estremecimiento en sus terminaciones nerviosas, como si alguien le hubiese rozado la piel con una pluma.
Había
otro ser en su cueva, alguien que tenía el poder de entrar sin permiso en su morada, alguien que era capaz de ocultarse a su vista. Una película de bruma blanca empañó su visión. Kaug se frotó los ojos, pero ello no consiguió disipar en nada la extraña sensación.

¿Qué debía hacer? ¿Castrar a Pukah? El
'efreet
consideró la cuestión. Aparte de proporcionarle una ligera diversión, poco más conseguiría con ello. Semejante acto de violencia asustaría de hecho a la criatura hasta el punto de hacerla desaparecer por completo. No, debía hacer que se sintiese tranquila y confiada.

Daría a Pukah el cáñamo y contemplaría cómo se tejía la soga que rodearía su cuello, se dijo Kaug mentalmente. Y luego, en voz alta, admitió:

—Tienes razón, pequeño Pukah. Debo de haber estado imaginando cosas.

Y, guardando la espada, el
'efreet
amablemente ayudó al djinn a ponerse en pie. Después sacudió con su mano el fango del hombro del djinn y, con ademán solícito, retiró los manojos de algas enredados en sus pantalones.

—Perdóname, tengo un temperamento algo exaltado. Uno de mis defectos, admito. El atentado de Sond contra mi vida me ha sacado de quicio… —dijo el
'efreet
apretándose la mano contra el pecho—. Me ha herido profundamente, de hecho, sobre todo después de todo lo que he tenido que pasar para rescataros a los dos…

—¡Sond es una bestia! —exclamó Pukah lanzando a Sond una mirada indignada y felicitándose a sí mismo por su inteligencia; pero, de pronto, se puso en tensión—. Eer… ¿qué quieres decir con rescatarnos? Si no es demasiado pedir de ti, en tu debilitada condición, que me lo expliques, oh Muy Benéfico y Sufrido Amo.

—No, no. Es sólo que estoy agotado, nada más. Y la cabeza me da vueltas. Si pudiera sentarme, simplemente…

—Desde luego, amo. Estás pálido, más bien verdoso. Apóyate en mí.

Kaug descansó su enorme brazo sobre los esbeltos hombros de Pukah. Gruñendo por el esfuerzo, el joven djinn se tambaleó bajo su peso.

—¿Adónde, amo? —jadeó.

—A mi sillón favorito —dijo Kaug con un gesto débil—. Por ahí, junto a mi olla de guisar.

—Sí, amo —dijo Pukah con más espíritu que aliento le quedaba en el cuerpo.

Cuando llegaron a la enorme esponja que servía de asiento al
'efreet
, el joven djinn caminaba ya prácticamente de rodillas. Kaug se dejó caer pesadamente en su sillón. Conteniendo un quejido, Pukah se arrojó de golpe al suelo a los pies de su nuevo amo. Sond se había quedado callado, tal vez con el fin de poder oír mejor, o bien porque estaba inconsciente; el joven djinn no lo sabía ni, en aquel momento, le importaba un comino.

—Tú no estuviste presente en la batalla que tuvo lugar alrededor del Tel, ¿verdad, pequeño Pukah? —preguntó Kaug mientras acomodaba su inmenso cuerpo en el sillón.

Recostándose contra el respaldo, miró al joven djinn con ojos mansos.

—¿Te refieres a la batalla entre Zeid y los jeques Majiid y Jaafar? —preguntó, nervioso, Pukah.

—No —respondió Kaug—. No hubo batalla alguna entre las tribus del desierto.

—¿Ah, no? —Pukah parecía muy asombrado, pero se recobró de inmediato—. ¡Ah, pues claro que no la hubo! ¿Por qué iba a haberla? Después de todo, somos todos hermanos en el espíritu de Akhran…

—Me refiero a la batalla entre las tribus del desierto y los ejércitos del amir de Kich —continuó Kaug con indiferencia y, tras un momento de pausa, añadió—: Tu boca sigue funcionando, pequeño Pukah, pero nada oigo salir de ella. No habré tocado accidentalmente algo vital, espero…

Sacudiendo la cabeza, Pukah logró encontrar su voz en alguna parte a la altura de sus tobillos.

—Mi… mi amo y los… los ejércitos del…

—Antiguo amo —corrigió Kaug.

—Desde luego. Antiguo am… amo —tartamudeó Pukah—. Perdóname, noble Kaug.

Y se postró de nuevo, ocultando su rostro encendido contra el suelo.

El
'efreet
sonrió y se arrellanó más cómodamente en su esponjoso y blando sillón.

—Jamás hubo dudas sobre el resultado de la batalla. Montadas en sus mágicos corceles, las tropas del amir derrotaron con facilidad a vuestros pequeños luchadores del desierto.

—¿Mu… murieron to… todos? —consiguió decir Pukah con esfuerzo.

—¿Muertos? No. El objetivo del imán era llevar a Quar tantas almas vivas como fuese posible. Las órdenes del amir, por tanto, eran capturar y no matar. Las mujeres jóvenes y los niños fueron llevados a Kich para enseñarles la doctrina del Único y Verdadero Dios. Los ancianos fueron abandonados en el desierto, pues ellos no pueden sernos de ayuda alguna en la construcción del nuevo mundo que Quar está destinado a gobernar. También a tu amo y a los
spahis
los dejaron allí. Pronto, privados de sus familias, con su moral quebrada y sus cuerpos débiles, acabarán viniendo a nosotros e inclinándose ante Quar.

Sond emitió un sonido estrangulado en expresión de desafío.

Kaug miró al maduro djinn con tristeza.

—Ah, ése no aprenderá gratitud jamás. Tú eres inteligente, Pukah. Los vientos del cielo han cambiado de dirección. Ahora soplan, no desde el desierto, sino desde la ciudad. El tiempo de Akhran está tocando a su fin. Harto rato estuvo Majiid llamando a su djinn para que acudiera en su ayuda, pero no hubo respuesta.

Mirando a Sond a través de sus dedos, Pukah vio cómo su compañero dejaba de forcejear. Las lágrimas manaron de los ojos de Sond y gotearon sobre charcos de agua marina que había en el suelo debajo de él. Pukah apartó la mirada de aquella desoladora escena.

—La fe del jeque en su dios está comenzando a flaquear. Su djinn no acude a su llamada. Su esposa e hijos son llevados cautivos. Su hijo mayor, la luz de sus ojos, desaparece y todos lo dan por muerto…

Pukah levantó un rostro dolorido.

—¿Khardan? ¿Muerto?

—¿No lo está? —dijo Kaug atravesándolo con la mirada.

—¿Tú no lo sabes? —preguntó Pukah parándole el golpe.

Se quedaron mirando el uno al otro, entrechocando sus espadas mentales, y entonces Kaug volvió a recostar su espalda y se encogió de hombros.

—El cuerpo no fue descubierto, pero eso apenas significa nada. Probablemente se encuentra en la barriga de alguna hiena… Un final apropiado para un perro salvaje.

Bajando de nuevo la cabeza, Pukah se esforzó por hacer acopio de su diseminado intelecto.

—¡Debe
de ser verdad! ¡Khardan
debe
de estar muerto! De otro modo, ¡me habría llamado también para que acudiese en su ayuda!

—¿Qué estás murmurando, pequeño Pukah? —preguntó Kaug dándole un toquecito al djinn con el pie.

—Estee… estaba haciéndome notar a mí mismo lo afortunado que soy de ser esclavo tuyo…

—Desde luego que lo eres, pequeño Pukah. Porque los hombres del amir iban a quemar tu cesta y a vender esa lámpara; pero, reconociéndolas como las moradas de mis compañeros inmortales, me apresuré a rescatarlas para vosotros. Y todo ello ¿para qué? Para luego ser agredido en mi propia casa… —dijo el
'efreet
con una mirada ceñuda a Sond.

—Perdónalo, amo. Sólo piensa con sus músculos.

«¿Dónde está Asrial?», se preguntaba Pukah mientras lanzaba, lo mismo que Kaug, miradas aquí y allá en un esfuerzo por localizarla. ¿Lo habría oído? Una idea lo asaltó de repente. Si lo había oído, debía de estar loca de preocupación.

—¿Ta… tal vez podrías, amable Kaug, si no es demasiado pedir por mi parte, revelarme el destino de las esposas de mi am… antiguo amo? —preguntó Pukah con la mayor cautela.

—¿Por qué quieres saberlo, pequeño Pukah? —bostezó Kaug.

—Porque me compadezco de quienes deban intentar consolarlas por la pérdida de semejante esposo —dijo Pukah, sentándose sobre sus talones y mirando al
'efreet
con una cara tan inocente como una cazuela de leche de cabra—. El califa estaba profundamente enamorado de sus esposas y ellas de él. Su dolor ante tal pérdida debe de ser algo terrible de presenciar.

—Vaya, pues, de hecho, es una gran coincidencia, pero… las dos esposas de Khardan han desaparecido también —comentó Kaug.

Apoyándose cómodamente en el respaldo de su sillón, el
'efreet
miró a Pukah a través de los párpados entornados.

Tal vez fuese su sobreexcitada imaginación, pero a Pukah le pareció haber oído un grito ahogado al término de aquellas palabras. Los ojos del
'efreet
se abrieron de repente.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Kaug, echando una mirada a su alrededor por toda la cueva.

—¡Sond! ¡Gime sólo para ti! ¡Molestas al amo! —ordenó con severidad Pukah, poniéndose en pie de un brinco—. Permíteme encargarme de él, oh Poderoso
'efreet
. Tú descansa.

Kaug recostó obedientemente su espalda y cerró los ojos. Sintió que Pukah se inclinaba sobre él y lo observaba con atención. Después oyó al djinn alejarse con sus pies descalzos, apresurándose hacia Sond. El
'efreet
oyó también algo más…, otro gemido de aflicción. Mirando por una rendija abierta entre sus párpados, vio una escena de lo más interesante. Pukah, con los brazos cruzados y las manos colocadas bajo las axilas, movía frenéticamente sus codos como si fuesen alas.

Sond lo miraba perplejo. Entonces, de improviso captó la insinuación —pues esto es lo que obviamente era— y comenzó a lanzar sonoros quejidos.

—¿Qué te propones con todos esos aullidos? —gritó Pukah—. Mi amo ya tiene suficientes molestias en este momento. ¡Cállate ya! —y, volviéndose enérgicamente hacia el
'efreet
, Pukah agarró una piedra de respetable tamaño—. ¡Permíteme que lo deje sin sentido, mi amo!

—No, eso no será necesario —murmuró Kaug revolviéndose en su sillón—. Yo mismo me ocuparé de él.

Pukah aleteando con sus brazos. ¿Pukah con alas? El camino había tomado un giro inusitado y el
'efreet
, intentando seguir el sendero, tuvo la impresión de que se había perdido. Sabía que estaba llegando a alguna parte, pero necesitaba tiempo para encontrar su camino.

—¡Sond, yo te confino en tu
chirak
! —dijo el
'efreet
con un chasquido de dedos, y el cuerpo del djinn comenzó a disolverse despacio hasta convertirse en humo.

El humo culebreó en el aire; en medio de él podían verse dos ojos furiosamente clavados en Kaug. Un simple gesto del
'efreet
hizo que la lámpara absorbiera el humo del aire y Sond desapareciese.

—¿Y cuál es tu voluntad en lo que a mí respeta, mi amo? —preguntó humildemente Pukah arqueándose hasta abajo y con las manos apretadas contra la frente.

—Vuelve a tu vivienda. Permanece allí hasta que te llame —repuso Kaug, distraído en sus pensamientos—. Voy a rendir mi homenaje a Quar.

—Que tengas un viaje seguro y agradable, amo —dijo Pukah.

E, inclinándose una y otra vez a la vez que retrocedía, el joven djinn se retiró precipitadamente a su cesta.

—Ugggh —gruñó Kaug, levantando con esfuerzo su pesada mole del sillón.

—Ugggh —imitó Pukah, aguzando el oído para asegurarse de la partida del
'efreet—
. Uno de sus sonidos más inteligentes. ¡El gran zoquete! Pukah, amigo mío, lo has engañado por completo. No se ha preocupado de recluirte en tu vivienda y, mientras está ausente, puedes abandonarla para buscar a tu ángel perdido.

Cuando se materializó dentro de su cesta, Pukah halló ésta en un estado de desorden general; el mobiliario volcado, la vajilla hecha pedazos y comida desperdigada por todo el lugar. Habiendo tenido anteriormente que compartir su morada con una serpiente, que no había sido muy pulcra en sus hábitos personales, el djinn estaba acostumbrado a cierto grado de abandono. Haciendo caso omiso del desbarajuste, Pukah puso en orden su cama y se tendió a esperar, aguzando el oído al máximo para asegurarse de que el
'efreet
se había ido de verdad y no se trataba sólo de un truco de su lisiado cerebro para atraparlo.

Al no oír nada, Pukah estaba ya a punto de abandonar su cesta para ir a registrar la cueva cuando casi se vio asfixiado en medio de un torbellino de plumas. Una masa de pelo plateado oscureció su visión y un cuerpo tierno y cálido se arrojó entre sus brazos.

—¡Oh, Pukah! —exclamó Asrial aferrándose a él con frenesí—. ¡Mi pobre Mateo! ¡Tengo que encontrarlo! ¡Debes ayudarme a escapar!

Capítulo 4

—Esto parece indicar que su califa, ese Khardan, no está muerto —musitó Quar.

Kaug encontró al dios paseando por su jardín de placer. La mente de Quar estaba ocupada en la marcha del ejército del amir hacia el sur. Esta
jihad
era una empresa de envergadura y le daba mucho que hacer; asegurarse de que el tiempo era idóneo, evitar la lluvia para que el convoy de provisiones no se hundiera en el barro, mantener la mano mortífera de la enfermedad alejada de sus tropas, procurar un flujo continuado de la magia de Sul a sus caballos y un centenar de preocupaciones por el estilo.

Quar frunció el entrecejo ante la interrupción de Kaug pero, como el
'efreet
insistió en la importancia de su comunicado, accedió magnánimamente a escuchar.

—Eso es lo que yo creo también, oh Sagrado Señor —respondió el
'efreet
inclinándose para indicar que era sensible al honor de compartir similares puntos de vista con su dios—. El djinn, Pukah, tiene el cerebro de un chucho callejero, pero hasta un perro sabe cuándo su amo está muerto y la noticia cayó completamente por sorpresa al sirviente de Khardan.

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