El palacio de los sueños (18 page)

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Authors: Ismail Kadare

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El palacio de los sueños
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Mark-Alem sintió la angustia trepándole desde el estómago a la boca. Recordaba confusamente las palabras del Visir. ¿No sería aquél el momento a que se había referido en su conversación, sin acabar de explicarse con claridad? Su vecino continuaba parloteando, pero él ya no lo escuchaba. Las sienes le estallaban, sus ideas se enmarañaban… En todas las interminables conversaciones familiares sobre el Tabir Saray, igual que en su reciente encuentro con el Visir, Mark-Alem había creído comprender que cuanto peor le fueran las cosas para el Palacio de los Sueños, tanto mejor marcharían para los Qyprilli. En consecuencia, cuanto más funesto resultara aquel día para el Tabir, tanto más alegre debía sentirse él. Debía sentirse… Sin embargo no era ni mucho menos así. Aquella incertidumbre que reinaba en torno no le proporcionaba alegría alguna, por el contrario hacía que le temblaran hasta los huesos.

Prestó oído a los susurros de su vecino, pero resultaba difícil sacar nada en limpio de ellos. Parecía, más que nada, hablar para sí mismo. Recordó a su abuela, en una ocasión en que le había preguntado: «Abuela ¿por qué murmuras en voz alta?». «Para que seamos dos, hijo», le había dicho ella, «para no sentirme sola». Mark-Alem sintió deseos de murmurar en voz alta, lo mismo que su abuela entonces. Estaban tan solos ante aquellas mesas frías, sobre las que se desplegaban visiones casi demenciales de cerebros ajenos, sin vínculo alguno entre ellos.

—Pero, ¿por qué? —interrumpió Mark-Alem con voz sofocada el mascullar de su vecino—. ¿Por qué ocurrirá esto?

—¿Por qué ocurre? —a Mark-Alem le pareció que las comisuras de los labios desencajados del otro, en vez de palabras, lanzaban sobre él un chorro de sonrisa helada—. Dios mío, ¿pero cómo puedes preguntar por qué entre los muros de este Palacio? —dijo—. ¿Acaso puede saberse nunca el porqué de las cosas aquí?

Mark-Alem suspiró. El completo oscurecimiento de los cristales de las ventanas dejaba adivinar que la noche había caído de lleno. La luz de los faroles iluminaba débilmente las frentes inclinadas sobre las mesas.

—Ahí está el jefe —Mark-Alem oyó la voz de su vecino—, ha vuelto el jefe.

Mark-Alem miró hacia allí.

—Pues no veo que su rostro esté tan sombrío como tú decías —comentó con un hilo de voz.

—¿Ah, sí? —el otro calló durante unos instantes—. ¿Sabes que tienes razón? Tampoco a mí me lo parece ahora. Ojalá haya buenas noticias.

Mark-Alem sintió las garras de la angustia en el estómago.

—Me parece hasta contento —dijo.

—Yo no diría tanto, pero de todos modos tiene la cara más animada.

—¡Cuándo acabará este día! —exclamó Mark-Alem sin apartar la mirada de la cara del jefe. En los ojos de éste le pareció apreciar un brillo febril.— ¡Dios, protégenos! —imploró.

—El día acabará, pero ¿podremos nosotros marcharnos de aquí? —se preguntó el vecino.

—¿Cómo dices?

—En un día así, puedes hacerte cargo, es posible que amanezcamos aquí dentro.

Mark-Alem se acordó de la cena y estuvo a punto de decir: «Pero yo estoy invitado hoy a casa del Visir». Sea como sea, pediré permiso para salir. ¿Se atreverían a impedirle que fuera a cenar con su poderoso tío? Se frotó la frente con la palma de la mano. ¿Y si todo aquello no fuera más que el producto de una imaginación calenturienta? A fin de cuentas, no eran sino suposiciones: alguna gente en el corredor, la cara del jefe unas veces desencajada y otras alegre. ¡Cómo diablos se podía confiar en indicios así! Su vecino estaba verdaderamente loco y él era un insensato por dejarse arrastrar por sus lucubraciones.

La campana señalando el fin de la jornada le hizo temblar. Su vecino y él se miraron a los ojos y Mark-Alem deseó en ese instante espetarle en plena cara: «Idiota, me has envenenado la sangre por nada; éste es un día normal como todos los demás, ahí tienes la campanilla sonando a la hora de siempre: ¿a qué viene que pretendas meterme un cerote en el cuerpo, idiota?»

Su vecino cerró el cartapacio antes que él y, echándole una mirada que parecía decir ¡sal de aquí a toda prisa mientras puedas!, se marchó apresuradamente. Salió tras él. Los pasillos y las escaleras estaban repletos. El ruido de los pasos, sordo, anónimo, parecía hacer temblar todo el edificio. Mezcló sus propios pasos entre aquella multitud zapateante con la tranquilidad que siente el hombre asustado al camuflarse entre la muchedumbre. Dos o tres veces tuvo la sensación de que aquél era un fin de jornada completamente ordinario y otras tantas le pareció lo contrario. Con el rabillo del ojo miraba las caras de la gente, en cuyas pupilas creía adivinar el resplandor de la fiebre, reflejo de un fuego desatado en lo más hondo de sus cráneos. No era simple exaltación, más bien una efervescencia impaciente ante lo desconocido. Insensateces, se dijo poco después, no había nada de eso en aquellas caras abotagadas por el cansancio y las divagaciones de los sueños. Todo era producto de sus nervios alterados…

Después de trasponer las puertas exteriores se apartó de la muchedumbre de funcionarios y cuanto más se alejaba, más carentes de sentido le parecían sus figuraciones. Me ha sacado de quicio ese maníaco, se dijo varias veces. Era verdaderamente para echarse a reír lo sucedido entre los dos.

Buscó con la mirada por ver si encontraba algún carruaje que le permitiera ganar tiempo. Temía llegar tarde a la cena. Levantó la mano en un par de ocasiones para detener los coches que pasaban, pero o bien no lo veían los cocheros, o bien iban ya cargados. No se contaba entre las personas capaces de ponerse a dar voces desde la acera. Prefería resignarse a hacer el camino a pie, bajo la lluvia o la nieve, antes que dar semejante espectáculo. Afortunadamente, los transeúntes en las aceras eran más escasos que de costumbre, de modo que podía caminar más deprisa. Si todo el camino hasta su casa estaba así, medio desierto, le sobraría tiempo no sólo para cambiarse de ropa sino incluso para darse un baño.

Ensimismado en sus cavilaciones, casi había olvidado sus temores de poco antes, cuando algo que no fue capaz de definir, un pequeño grito de sorpresa, un paso apresurado o un cuchicheo junto a él, le hizo levantar la cabeza y mirar hacia la plaza. Dos patrullas militares aparecían en mitad de ella, vigilando con mirada recelosa a los transeúntes. ¿Qué sucedería? Aún no había llegado a sacar ninguna conclusión cuando sus ojos tropezaron con otra patrulla más allá, e inmediatamente otra. Hay soldados por todas partes, pensó. La angustia, de la que creía por fin haberse librado al salir del Palacio de los Sueños, lo atenazó de nuevo. El resto de los transeúntes miraba también de soslayo a las patrullas. Algunos volvían la cabeza para verlas una vez más al alejarse.

Poco después, cuando había recorrido un buen trecho sin encontrar más soldados, se dijo ¿será una casualidad? La gente entraba y salía de las pequeñas tabernas situadas a ambos lados de la calle y en parte alguna se percibía la menor muestra de alarma. Allí estaba también la cafetería
Las noches del Ramadán
, donde, como era habitual, se escuchaba música. Sin duda era casualidad, se repitió por décima vez. Además, ya en otra ocasión había visto patrullas militares en aquella plaza. Recordaba incluso que identificaban a la gente. Sí, sí, sin duda era pura casualidad. Allí cerca estaba la Banca Nacional y, quién sabe, alguna sospecha de atraco, o una mera medida de precaución…

Le pareció que ante el ministerio de Finanzas la guardia había sido reforzada, pero no tuvo valor para volver la cabeza y comprobarlo. Las farolas alumbraban escasamente y él murmuró: «Que se vayan al diablo», sin saber a quién maldecía de aquel modo. El temblor que se esforzaba en apartar de sí lo acosaba de nuevo. Cuando se halló ante el Palacio de Seyhul-Islam, se convenció de que nada era casualidad y de que algo estaba sucediendo de verdad. Una inusitada aglomeración de soldados y policías, casi medio batallón, pululaban ante las verjas de hierro. Algo está pasando, repitió a media voz. Algo… pero ¿qué será? ¿Un complot? ¿Un intento de golpe de Estado? ¿Estado de sitio? Habría deseado acelerar el paso, pero no fue capaz. Una parte de la angustia se había concentrado en sus rodillas. Rápido, se repetía, más rápido, pero sentía que todo esfuerzo era inútil. Le vino a la memoria la cena y la vieja costumbre, mencionada incluso en la canción de gesta, de que entre los Qyprilli no se suspendía jamás una cena.

En el Puente de la Media Luna volvió a ver a soldados con casco, pero ahora su estado de ánimo era tal que ya nada podía empeorarlo ni aliviarlo. Divisó por fin su calle, los troncos oscuros de los castaños, las luces encendidas de la segunda planta de su casa. Ante la puerta distinguió desde lejos la silueta del carruaje y, cuando se hubo acercado más, la
Q
esculpida en su portezuela. Aliviado, tomó aliento y entró.

La cena

Con el fin de no inquietarla, Mark-Alem no hizo a su madre ningún comentario acerca de sus sospechas al llegar. Sin embargo, cuando una hora después subieron ambos al carruaje para dirigirse a casa del Visir, no pudo contenerse:

—Hoy ha habido cierta agitación en el Tabir.

—¿Cómo? —exclamó ella, tomándole la mano—. ¿Qué agitación? ¿Por qué?

—No logré enterarme de nada con precisión. Pero al volver a casa me crucé en la calle con varias patrullas militares.

Sintió la mano de ella temblar sobre la suya y al instante se arrepintió de haber hablado.

—Quizá no sea nada a fin de cuentas —dijo—. Quizá todo se reduzca a murmuraciones sin fundamento.

—¿Qué murmuraciones? —preguntó su madre con voz temblorosa.

—¡No eran más que bobadas! —se esforzaba por dar a su voz un tono despreocupado—. Se decía que el Soberano había rechazado el Sueño Maestro de ayer. Pero puede que no haya nada de cierto en ello. Quizá la agitación se deba a cualquier otra causa.

En medio del silencio, el traqueteo de las ruedas de la carroza resultaba insoportable.

—Si el Soberano hubiera rechazado verdaderamente el Sueño Maestro, el asunto no carecería de importancia —dijo su madre.

—Ya te digo que quizá no sea eso.

—Tanto pero entonces. Será cualquier otra cosa, todavía peor.

No debía habérselo dicho, pensó.

—¿Y qué podría suceder aun más grave? —dijo en el mismo tono de forzada despreocupación. La madre suspiró.

—¿Quién sabe? Yo no conozco bien vuestros asuntos allí. Pero tú mismo me has hablado de posibles errores de interpretación, inspecciones repentinas… Mark-Alem, dime la verdad. ¿No estarás metido en algún lío?

El intentó reír.

—¿Yo? Yo no sé nada, te lo juro. Hoy me he pasado todo el día en el sótano, en el Archivo. Sólo cuando subí oí decir que estaba sucediendo algo.

Entre el ruido de las ruedas volvió a distinguir un hondo suspiro de su madre y después, a media voz: «¡Dios mío, protégenos!»

Al otro lado de los cristales de las ventanillas, a la débil luz de las farolas, apenas se distinguían en la semioscuridad las edificaciones sombrías a ambos lados de la calle y algún raro transeúnte aquí y allá. ¿Y si la cena se hubiera aplazado para otra noche?, se preguntó Mark-Alem. Esta idea comenzó a torturarlo con creciente intensidad, a medida que se acercaban al palacio del Visir. Pero eso era imposible, se argumentaba a sí mismo, especialmente teniendo en cuenta que aquella cena estaba vinculada con la epopeya familiar, con los fundamentos de los Qyprilli, por tanto. No, en modo alguno podía suspenderse. En realidad, él mismo no era capaz de decidir si deseaba o no que la cena se suspendiera. No obstante, cuando divisó a lo lejos los faroles encendidos en la entrada exterior del palacio y después los carruajes de los invitados alineados junto a la acera, experimentó una sensación de alivio. Le pareció que también su madre suspiraba aliviada. Allí estaban los guardias del Visir junto a la verja de hierro y después todo lo demás, como era habitual en las cenas: los candelabros encendidos a ambos lados de la vereda que conducía desde la verja a la escalinata, el mayordomo anciano a la entrada, un agradable olor a menta en el interior. De pronto tuvo la certidumbre de que la inquietud del día que terminaba no era capaz de penetrar en el interior de los palacios.

Mark-Alem y su madre entraron en la gran sala de recepciones. Dos enormes braseros de plata situados en medio de la estancia esparcían un cálido aroma que parecía armonizar a la perfección con el rojo oscuro de los tapices y el suave murmullo de las conversaciones.

Estaban allí varios primos cercanos, todos con elevados puestos, algunos viejos amigos de la familia, un muchacho alto y rubio, el hijo del cónsul austriaco —con quien Kurt Qyprilli se entendía en francés —y otros dos o tres invitados que Mark-Alem no conocía. Oyó que su madre preguntaba en voz baja a uno de los sirvientes dónde estaba el Visir, a lo que éste respondió que el Visir estaba en sus habitaciones y bajaría enseguida. Mark-Alem se sintió reconfortado. La angustia glacial que lo había poseído durante todo aquel final de jornada se volatilizaba de su cuerpo como la humedad malsana ante el calor.

Los criados servían
raki
en pequeñas copas de plata. A través del rumor de las conversaciones se esforzaba por escuchar el francés del tío Kurt y del austriaco. Tras una copa de
raki
que apuró de un trago sintió que lo invadía una oleada de satisfacción. Un instante después sus ojos se encontraron con los de su madre y apartó rápidamente la mirada. Le pareció que ella quería decirle: «¿Qué locuras eran esas de que me hablabas en el carruaje?»

La entrada del Visir en el salón congeló instantáneamente la atmósfera. No era sólo su gesto adusto, al que la mayoría de los presentes estaba acostumbrada sino cierta ausencia que se percibía en sus facciones, como si se sorprendiera de verlos allí y esperara que le explicaran la causa de la reunión. Después de saludarlos se situó de pie junto a uno de los braseros, extendiendo las manos sobre las brasas, como si intentara entrar en calor. Las arrugas bajo sus ojos le parecieron a Mark-Alem más profundas que en aquella cena inolvidable.

Al parecer, comprendiendo que debía intervenir para restablecer el clima normal, Kurt le susurró a su hermano mayor algo que Mark-Alem no pudo oír bien, pero que debía guardar relación con el austriaco, pues el Visir respondió dirigiéndose a ambos a un tiempo y el austriaco comenzó a cabecear en señal de respeto, mientras Kurt le traducía las palabras de su hermano. El diálogo alivió en cierta medida la situación. Los invitados se pusieron nuevamente a charlar por parejas, mientras el austriaco continuaba su conversación con el Visir, siempre por medio de Kurt. Mark-Alem quiso acercarse a escuchar, pero un primo suyo calvo, el que había estado cenando en su casa el día de su entrada en el Palacio de los Sueños, le preguntó en voz baja:

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