—¿Qué pasa? —se escuchó una voz desde las profundidades.
Los ojos fríos del hombre se clavaron en Mark-Alem con gesto inquisitivo.
—Perdone —balbuceó Mark-Alem dando un paso atrás—. Le ruego que me perdone.
La frente se le había cubierto de sudor.
—¡Le pido disculpas!
—Aga Shahin, ¿qué es lo que pasa? —volvió a escucharse la voz de las profundidades.
—Nada para inquietarse —respondió el otro—. ¿Qué busca? —preguntó sin apartar los ojos de Mark-Alem.
Éste estaba completamente desconcertado y abrió la boca sin tener ni idea de lo que iba a decir. Por suerte, su mano fue a parar al bolsillo donde había guardado la hoja de papel.
—Yo venía para consultar unos legajos… como es costumbre… por un sueño. Pero, por lo que se ve, me he confundido de puerta. Perdone, es la primera vez…
—Pues quizá no te hayas equivocado… —escuchó la segunda voz, la que al inicio había sonado detrás de unos estantes y que hasta ahora no había localizado. Una cara que le resultó familiar, de ojos claros y sonrientes, apareció por fin.
—Usted… —balbuceó Mark-Alem en voz baja y en ese instante recordó su primera e inolvidable mañana en la cafetería del Tabir Saray, donde había conocido a aquel hombre—. ¿Usted trabaja aquí?
—Sí, aquí trabajo. De modo que me recuerda —dijo el otro mirándole con expresión de afecto.
—Desde luego. Aunque no he vuelto a verle desde aquella vez.
—Yo sí te vi un día a la salida, pero tú no te fijaste…
—¿Ah, sí? A saber cómo fue. Habría sido un placer si…
—Parecías triste. ¿Cómo te va el trabajo?
—Bien.
—¿En Selección, como siempre?
—No —contestó Mark-Alem con orgullo.
—Ahora trabajo en Interpretación.
—¿Ah, sí? —se sorprendió su interlocutor—. Has progresado deprisa. ¡Enhorabuena! Me alegro mucho, con toda sinceridad.
—¡Gracias! ¿Esto es el Archivo?
—Sí, el Archivo. Has venido a hacer una consulta, ¿no es así?
Mark-Alem asintió con la cabeza.
—Yo te ayudaré.
El archivero dijo algo en voz baja a su compañero, en cuyos ojos la frialdad dejó paso a una evidente curiosidad.
—¿En qué sector deseas buscar?
Mark-Alem se encogió de hombros.
—Qué sé yo. Es la primera vez que bajo aquí.
—Entonces iré contigo y te echaré una mano.
—Le estaré muy agradecido.
El archivero salió de la estancia y Mark-Alem lo siguió.
—Imaginaba que te encontraría algún día —dijo el archivero mientras caminaban por la galería—. No lo he visto nunca en la cafetería.
—¿Cómo me vas a ver? Con el tremendo barullo que se forma allí…
Sus pasos resonaban con un ritmo irregular.
—¿Todo esto es el Archivo? —preguntó Mark-Alem, señalando con la cabeza las numerosas galerías que se entrecruzaban.
—Sí —respondió el archivero—. Es un verdadero laberinto. Se puede uno perder con mucha facilidad.
—Menos mal que lo he encontrado —dijo Mark-Alem—, de lo contrario no sé muy bien qué habría hecho.
—Algún otro te habría ayudado —contestó el archivero. Caminaba sin volver la cabeza, seguido de Mark-Alem, quien se torturaba por no encontrar las palabras adecuadas para expresar su agradecimiento.
—No cabe duda de que hubieras encontrado a alguien que te ayudara —repitió el otro—, pero yo te voy a mostrar todo el Archivo.
—¿De verdad? —exclamó Mark-Alem mientras una nueva oleada de agradecimiento lo invadía—. Pero quizá le haga perder el tiempo, —añadió en voz baja— no quisiera importunarle.
—¡De ninguna manera! Me siento honrado de poder prestar un pequeño servicio a un amigo.
—Mark-Alem no sabía qué decir.
—Si el Tabir Saray es como el sueño en relación con la vida, el Archivo es un sueño más profundo aún en el interior del sueño del Tabir —continuó el archivero empujando una puerta—. Un sueño dentro del sueño.
Mark-Alem penetró con él en un habitáculo largo y estrecho, cuyos muros estaban cubiertos de anaqueles hasta el techo.
—Hay decenas de cuartos así —y señalaba las estanterías con la mano—. ¿Ves los legajos? Los hay a millares, por no decir decenas de millares.
—¿Y todos están llenos?
—Naturalmente —le respondió mientras salía—. Vamos a pasar por todos los cuartos y podrás comprobarlo por ti mismo.
Caminaban por un estrecho corredor cuyo suelo le pareció a Mark-Alem un poco pendiente. Faroles lejanos, sin duda de las otras galerías o de la galería circular, lo iluminaban débilmente.
—Aquí está todo —dijo el archivero aminorando el paso—. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Si el globo terrestre desapareciera un día, si, por ejemplo, la Tierra se estrellase contra un corneta, se despedazara y se volatilizase o simplemente se precipitara en el abismo, si por tanto nuestro globo desapareciera sin dejar otro rastro que este sótano repleto de cartapacios, este sótano bastaría para comprender lo que había sido este mundo. —El archivero volvió la cabeza como para comprobar si sus palabras habían llegado a la conciencia de Mark-Alem—. ¿Ves lo que quiero decir? Ninguna historia, enciclopedia, libro santo o similar, ninguna academia, universidad o biblioteca podrían proporcionar la verdad acerca de nuestro mundo, de forma tan condensada como este Archivo.
—Pero ¿no resultaría esa verdad un tanto desnaturalizada? —se atrevió a discrepar Mark-Alem.
De perfil, la sonrisa del archivero le pareció más irónica de lo que hubiera sido de frente.
—¿Quién ha dicho que lo que vernos con los ojos abiertos no está desnaturalizado y que, por el contrario, esta de aquí no es la verdadera imagen de las cosas? —Aminoró el paso ante una puerta—. ¿No has oído a los viejos murmurar: «Ah, la vida no es más que un sueño»?
Empujó la puerta y entró en primer lugar. Era una estancia extraordinariamente larga y, lo mismo que en la otra, las estanterías repletas de cartapacios llegaban hasta el techo. Quizá por falta de espacio, una pila de legajos estaba tirada sin más en el suelo. Dos personas se afanaban al fondo entre los anaqueles.
—¿De qué se trataba tu sueño? —preguntó el archivero.
Mark-Alem tocó con la mano el papel que llevaba doblado en el bolsillo.
—Anunciaba grandes pérdidas humanas en la guerra.
—Ah, se trata entonces de los sueños vistos en vísperas de grandes matanzas. Esos están en otro sector, pero no te preocupes, los encontraremos. Estos de aquí —señaló los estantes de la derecha—, son
los pueblos ensombrecidos
, mientras que estos otros son
los pueblos radiantes
.
Mark-Alem habría querido preguntarle por el significado de aquellas palabras, pero no se atrevió. Caminaba tras él por los estrechos espacios entre las estanterías. El otro se detuvo ante un estante combado bajo el peso de su carga.
—Aquí está el fin del mundo según los pueblos que tienen inviernos muy ventosos. —Palmoteó el estante como si pretendiera enderezarlo, después se volvió hacia Mark-Alem—: A veces los intérpretes que bajan al Archivo son jactanciosos e inoportunos. Tú me caes bien, eres muy atento y es un verdadero placer enseñártelo todo.
—Te lo agradezco mucho —dijo Mark-Alem.
La larga sala se comunicaba con otra mediante una puerta muy baja. El olor a papel viejo era cada vez más intenso y Mark-Alem tuvo la sensación de que le dificultaba la respiración.
—La Resurrección de los Muertos —explicó el archivero y mostró con la mano uno de los estantes—. ¡Alá, que horrores hay aquí!… Pero bueno, continuemos más allá. El Caos: la tierra y el cielo confundidos —continuó mostrando—. Todos estos estantes de aquí. La vida en la muerte o la muerte en la vida, como tú prefieras… Proyectos de vida de origen femenino. De origen masculino. Vamos más allá. Los sueños eróticos. Toda esta sala y las que le siguen están llenas de ellos. Crisis económicas, devaluaciones de la moneda, renta de la tierra, bancos, quiebras, todo está reunido aquí. También tienes ahí los complots. Los golpes de Estado, aplastados en embrión. Las intrigas gubernamentales.
Mark-Alem tenía la sensación de que la voz del archivero se tornaba cada vez más lejana. A veces, sobre todo al caminar por las galerías para pasar de una nave a otra, no distinguía bien sus palabras. La bóveda las revestía de un eco tembloroso.
—Ahora… ra… ra veremos… mos… mos… los sueños de la esclavitud… tud… tud… tud… ños… tud.
A cada gemido de las puertas a Mark-Alem se le estremecía hasta el tuétano de los huesos.
—Los sueños del primer período de servidumbre —indicó el archivero señalando unos estantes—, o según los llaman también
sueños de la primera servidumbre
, para distinguirlos de los posteriores, es decir de los correspondientes a la
servidumbre profunda
. De hecho son completamente distintos unos de otros. Es como el primer amor, diferente de los demás, je, je. Desde aquí hasta el final de la nave están agrupados los legajos de los grandes delirios.
Los grandes delirios…, se repitió Mark-Alem sin apartar los ojos de los estantes. ¿Hasta cuándo seguiría vagando por aquel infierno?
—Ayer, los encargados del Sueño Maestro estuvieron rebuscando por aquí hasta muy tarde —le confió el archivero bajando la voz—. Y no es para sorprenderse, pues aquí puedes encontrar los mayores desastres, empezando por lo que algunos pueblos denominan últimamente
renacimiento nacional
. ¿Me comprendes?, no la resurrección de un muerto sino la de una nación entera, y hasta cosas que mis labios no osarían siquiera pronunciar… Bueno, vamos más allá. Aquí está el sector que tú necesitas, si no me equivoco, los sueños en la víspera de derramamientos de sangre, ¿no es así?
—Sí, eso es.
—Aquí tienes los cartapacios. Por lo general se trata de sueños vistos la noche precedente a las grandes batallas, parte de ellos hacia el amanecer… La batalla de Kerk-kili, la de Bayezid Yeldrem contra Tamerlán, las dos campañas de Hungría.
—¿La batalla de Kosova está aquí? —preguntó en voz muy baja Mark-Alem.
El archivero alzó las cejas.
—Debes referirte a la primera, la de 1389, la que se libró, si no me equivoco, contra la confederación balcánica.
—Exactamente.
—Seguro que está aquí. Espera un poco.
Le volvió la espalda y se perdió entre las estanterías que amenazaban derrumbarse con su peso en busca, al parecer, del funcionario encargado de aquella nave. Regresó con él poco después.
—Aquí tienes, son alrededor de setecientos sueños, vistos la noche que precedió al día fatídico —dijo el archivero mirando alternativamente a Mark-Alem y al funcionario de la sección, cuya cabeza canija asentía ante cada palabra.
—Deben de haber sido más, pero probablemente se han perdido —comentó el funcionario con voz aflautada hasta lo inverosímil—. Incluso, buena parte de los que se han conservado están a medias, tal como los transcribieron de prisa y corriendo por la mañana temprano.
—¿Ah, sí? —exclamó Mark-Alem sin poder controlarse. En casa había oído hablar con frecuencia de aquella batalla trágica.
—El mismo Sueño Maestro fue escogido de igual modo, apresuradamente, para llevarlo a la tienda del Sultán al despuntar el día.
—¿Tuvieron tiempo de elegir el Suprasueño? —se extrañó Mark-Alem, conmovido.
—Qué duda cabe. ¿Cómo iba a ser de otro modo?
—¿Y está aquí?
—No, ése se conserva junto con todos los demás en la Sala de los Sueños Maestros.
—Iremos también allí, no tengas cuidado —afirmó el archivero.
—Yo puedo decirle poco más o menos su contenido —dijo el funcionario con la voz aun más quebrada—. Naturalmente si es que lo desea.
—Sí, desde luego me interesa.
El archivero le dirigió una mirada fugaz y bajó los párpados en señal de comprensión. Cómo no te va a interesar, decía su mirada. Tú eres un Qyprilli…
—Uno de los soldados había visto en sueños a un camarada suyo, muerto tiempo atrás, que lo invitaba con la mano a reunirse con él detrás de un talud. «¿Qué haces ahí tú solo?», le dijo, «¿no te aburres?, ¿por qué no vienes con nosotros? Aquí estamos la mayoría» —relataba el funcionario con una voz que parecía verdaderamente de ultratumba—. Eso significaba que la jornada sería extraordinariamente sangrienta, tal como sucedió en efecto.
—¡Por Dios, no era broma! —intervino el archivero—. Allí quedó aniquilada para siempre la coalición balcánica.
Mark-Alem miraba por turno a uno y a otro.
—Todavía hoy, al cabo de cinco siglos, los balcánicos sueñan a menudo con aquella batalla —dijo el funcionario—. Un compañero mío, que trabaja en los
pueblos ensombrecidos
me lo ha dicho.
—Es comprensible —añadió el archivero sin apartar los ojos de Mark-Alem.
—¿Desea que abramos los legajos? —preguntó el funcionario.
—Por ahora no —se adelantó el archivero—. Vamos a volver dentro de un momento, ¿no es así? —se volvió a Mark-Alem—. Echamos primero una mirada al resto del Archivo, luego puedes regresar aquí y quedarte cuanto quieras.
—Bien —dio su conformidad Mark-Alem.
Volvieron a salir a la galería, donde la voz del archivero se escuchaba duplicada por el efecto del eco.
—Ahora… ra… vamos a ver… mos… er… mos… mos… mos… er… los paleosueños… ueños… otomanos… nos…
—¿Cómo? —preguntó Mark-Alem cuando traspusieron una puerta y el archivero retornó a su habla normal.
—Los viejos sueños otomanos —le respondió—. Los sueños iníciales de los fundadores del Imperio o paleosueños como también se los llama.
—¿Es que se conservan?
—En cierto modo —respondió el archivero—, en la misma medida en que se conservan las viejas pinturas murales. He aquí donde están, esos cartapacios de ahí.
Mark-Alem saludó con un gesto de cabeza al silencioso funcionario que se dejó ver entre los
estantes
.
—Son escasos, por eso mismo son también muy preciados. A decir verdad, han llegado tan deteriorados hasta nosotros que a duras penas se puede sacar algo en claro de ellos. Aunque se han hecho sucesivas restauraciones, así es como han quedado, igual que los frescos antiguos, unas cuantas imágenes deslavazadas, sin ligazón entre sí. De todos modos son sagrados, pues han servido de fundamentos para el Estado. Los intérpretes actuales recurren con frecuencia a ellos para consultar el modo como han sido explicados. ¿No es así Fuzul? —se dirigió al funcionario.