Ernenek había conseguido apenas recuperar el pedazo de lanza y se levantaba apoyándose sobre la pared rocosa cuando el oso, cubriendo al galope él último trecho que lo separaba del hombre y lanzando de su garganta un sordo gruñido, se abalanzó sobre él con las patas anteriores en alto. Ernenek miró vagamente, más por instinto que por intención deliberada, para lo cual le faltaba tiempo, la humeante cavidad que se abatía sobre él. La lanza ensangrentada entró en la boca del animal y salió por la quijada, sin desviar ni atenuar la violencia del ataque.
Ahora Ernenek tendría que haberse dejado caer de espaldas, enderezarse con la rapidez del rayo y sacar el cuchillo que llevaba en las calzas.
Ernenek se dejó caer de espaldas... y allí se quedó.
Setecientas libras de furia le cayeron encima y lo aplastaron contra el suelo: apenas tuvo tiempo para interponer su antebrazo izquierdo entre las mandíbulas del animal, mientras el aliento humeante le quemaba la cara. Por debajo del muslo sentía el cuchillo que no podía tomar: el peso del oso lo inmovilizaba.
El oso le estaba triturando el brazo a través de la manga, pero Ernenek lo mantuvo firme; había aprendido a extraer goce del dolor físico, para soportarlo mejor. Con un movimiento de la muñeca se desembarazó del guante de la mano derecha, buscó sobre el vientre liso del adversario los testículos y se los extirpó con un tirón en el que puso todas las fuerzas que le quedaban.
Una bala recibida en pleno corazón no habría producido un efecto tan inmediato: con un gruñido entrecortado, el oso aflojó al instante la presión y se levantó vacilante, oprimiéndose con las patas anteriores la ingle; pero así y todo no conseguía contener la sangre. Luego cayó jadeando rápidamente, comenzó a girar sobre un costado husmeando y enrojeciendo la nieve en torno.
Ernenek intentó levantarse. El brazo le dolía ahora que había pasado el calor de la lucha y tenía los lomos aplastados clavados al suelo. Sin embargo, consiguió ponerse en pie; el sudor que le perlaba el rostro revelaba esfuerzo y dolor; pero si había de morir quería morir de pie.
De la arteria rota del brazo triturado brotaba la sangre en chorros que alcanzaban hasta tres metros, siguiendo el ritmo de las pulsaciones del corazón; Ernenek observaba cómo el ritmo se hacía cada vez más lento. Con todas las fuerzas que le quedaban no consiguió sino oprimirse el codo para amortiguar el dolor y asistir al espectáculo de la vida que abandonaba su cuerpo.
Bandadas de mosquitos le bailaban frente al rostro. Un ptarmigan aleteaba. Una comadreja, que había echado los primeros pelos blancos de invierno, estaba al acecho de una presa invisible. Una bandada de garzas extendía las alas contra el cielo terso, antes de volar definitivamente para climas más dulces.
¿Podía aquello ser el fin? ¿Tan claro? ¿Tan sencillo? ¿Y tan inesperado?
Papik e Ivalú lloraron, se desesperaron y se golpearon las cabezas contra las paredes, pero Asiak no mostró dolor alguno, aunque lo exigieran las buenas maneras; se limitó a abrazar a sus dos hijos, como cuando eran pequeños —y pequeños eran entre sus brazos— para olerlos y mojar su propio rostro con las lágrimas de los jóvenes.
Había sido Papik quien, siguiendo las huellas del padre, había encontrado y llevado el cadáver a la casa de Siorakidsok, con la esperanza de que el curandero, o bien los hombres blancos, pudieran devolverle la vida. Pero si Papik hubiera sabido algo de las cosas de la muerte habría dejado el cadáver donde lo había encontrado y así habría ahorrado a todos una cantidad de disgustos.
Sólo a las muchachas impúberes y a las viejas que habían pasado ya la edad de la fecundidad les era lícito manipular un cadáver, y esto aun con las manos enguantadas. Después de haberlo lavado, lo ataron doblado en dos, con las manos y los pies juntos, para obstaculizar los movimientos de su fantasma. Luego le taparon las narices con musgo y también con musgo le cubrieron el ombligo y los órganos genitales.
—Una mujer está mortificada porque su marido causa tantos disgustos —dijo Asiak a Siorakidsok, que dirigía las operaciones del rito—. ¿Por qué no volvemos a llevar el cadáver afuera, como hacemos en el norte? Los animales se encargarían de hacerlo desaparecer, y ustedes no tendrían que preocuparse por nada.
—Ahora el cadáver está en casa —dijo Siorakidsok preocupado y descontento— y tenemos que hacer de todo para protegernos de su sombra. El espíritu de su marido es con seguridad muy nefasto.
—Sobre esto no puede haber la menor duda.
Y así, en torno al cadáver de Ernenek, desnudo y doblado en dos, en el centro de la habitación y debajo de un agujero practicado en el techo para que por él pudiera volar su alma, se reunieron todas las mujeres que se desordenaron vestidos y pelo, que se arañaron el rostro, se golpearon el pecho y alabaron superlativamente al muerto entre un alarido y otro, para congraciarse con su fantasma.
A la ceremonia asistió hasta uno de los hombres blancos.
Era un misionero que se había unido a la expedición para llevar la luz a aquellas remotas extensiones nórdicas, no iluminadas aún por la fe. Cuando se presentó en la habitación, todos enmudecieron. Era un hombre corpulento, de estatura mediana y con una gran melena rubia que en seguida le había valido el nombre de Kohartok, esto es, Pelo Descolorido. Su barba rojiza era fina y suave y los ojos, de un azul muy claro.
Se acercó al difunto y pronunció un sermón. Era evidente que se había tomado gran trabajo para aprender el idioma de los esquimales, porque lograba expresar con bastante facilidad sus pensamientos en la lengua de los hombres.
—Otro pecador va a su último lugar de reposo —comenzó a decir mirando en derredor en el círculo de los presentes—. Pero ¿encontrará verdaderamente reposo? Lo dudo, puesto que se fue sin haberse reconciliado con su Creador. Ahora es demasiado tarde para ello. Ojalá esta muerte sirva de advertencia a aquellos que todavía no se han sometido a Dios; ojalá sea una advertencia para todos, de que es menester hacer penitencia sin más demora, porque el Reino de los Cielos está cerca. Ya os lo he dicho desde el momento en que llegué, porque éste es el objeto de mi venida: esparcir entre vosotros la Buena Simiente. Oí decir que este hombre fue un gran cazador. Pero ¿de qué le valen ahora los muchos osos que mató? Por cierto que podrá pasarse sin sus pieles en el fuego eterno en el cual se está quemando. ¿No habría sido preferible dedicar menos tiempo a la caza y más a la oración e invocar de Dios el perdón de sus pecados? Su alma se encontrarla ahora en el Reino de los Cielos en lugar de hallarse en el infierno, y podríamos enterrar su cuerpo en el cementerio cristiano, junto al cuerpo de Alinaluk, bajo una cruz, en lugar de sepultarlo en suelo pagano. Ahora sólo podemos rogar a Dios que tenga misericordia de su alma pecadora. Amén.
—¿Qué dijo? —preguntó Ivalú a su madre—. Tú comprendes lo que los hombres blancos quieren decir con sus palabras.
—Cállate ahora —susurró Asiak—. No tengo la menor idea de lo que haya querido decir, salvo que lo llamó un gran cazador. Cada tribu tiene sus propias costumbres y las de los hombres blancos son sumamente extrañas. Este debe de ser su modo de aplacar al fantasma.
Durante cinco vueltas de sol las mujeres desgreñadas y descompuestas se desgañitaron para llorar al muerto, buscando cada vez nuevas expresiones de alabanza. El terror que les inspiraba el fantasma de Ernenek era tal que para demostrarle el dolor por la muerte del hombre, todos incluso los perros, se abstuvieron de comer, salvo a escondidas, durante ese período de tiempo.
Al sexto día, las mujeres cosieron el cadáver en un féretro de pieles nuevas y se celebraron los funerales.
Argo salió a través de un agujero que hizo en la pared de nieve de la casa y el cortejo fúnebre lo siguió por la brecha. Inmediatamente repararon la pared para que el alma de Ernenek, si todavía se hallaba en él, no pudiera encontrar el camino de regreso ni causarles los daños que las almas de los muertos suelen hacer. Luego cargaron el féretro en el trineo que guiaba Papik.
Detrás de Asiak e Ivalú iba Siorakidsok transportado en una alfombra por sus otros dos yernos.
Las mujeres del séquito lanzaron alaridos con voces ya roncas y los hombres castigaron a bastonazos a los perros para que también ellos dieran algunas señales de dolor.
El cortejo se detuvo en una colina desde la cual no se veía la aldea y los hombres comenzaron a cavar una fosa. El verano había derretido la primera capa de hielo hasta un pie de profundidad, de manera que la tierra, junto con la nieve caída recientemente, formaba un pie de fango; pero por debajo de la primera capa, el suelo helado era inatacable, por lo que fue necesario construir un rectángulo de piedras dentro del cual depositaron el cadáver.
Papik estranguló al perro preferido de Ernenek y lo puso junto a él, con sus armas, el pedernal, la yesca de hongos secos y una lámpara con mucha mecha y grasa, pues en el interior de la sepultura haría mucho frío y estaría muy oscuro.
Luego Siorakidsok pronunció su oración fúnebre:
—Cuando hayáis cubierto la tumba de modo que no parezca una tumba, a fin de no asustar a los caminantes, tenéis también que borrar para siempre de vuestras conversaciones el nombre del muerto y su imagen de vuestra memoria.
El aire, agitado violentamente por el viento, hada que los oyentes captaran sólo algunos fragmentos de la elegía.
—Tuvisteis cinco días para derramar todas las lágrimas que pueden derramarse por un hombre y alabar todas las hazañas que un hombre sea capaz de cumplir. Ahora basta. Este hombre debería ser envidiado por la vida que llevó y no compadecido por su fin. Toda vida termina y, ¿qué importa que termine un poco antes o un poco después, puesto que de todos modos termina? Todo lo que termina es breve. ¿Y acaso será un mal el que la vida sea breve?
No, porque su brevedad es la que la hace preciosa. Y este hombre sacó de su vida cuanto podía sacar.
Ivalú escondió el rostro en la capucha de su madre. Los sollozos, los lamentos y los alaridos eran tales que hasta el oído más sordo podía oírlos; Siorakidsok estaba radiante: ¡Aquel era en verdad un funeral imponente, cumplido de modo perfecto!
—Este hombre vio crecer a sus hijos, cazó grandes osos, comió enormes cantidades de carne y, en general, de la mejor que existe. ¡Parece que hasta llegó a matar a un hombre blanco sin que lo castigaran! ¡Ojalá vuestros hijos lleguen a ser como él! Ahora no os olvidéis de borrar cuidadosamente vuestras huellas al volver, para que el fantasma no pueda seguirnos a la aldea y vengarse de nosotros por la rabia de sabernos aún vivos.
Todos los que habían participado en el entierro arrojaron sus guantes a la tumba, que recubrieron con piedras suficientemente grandes para que ningún lobo o ningún glotón pudieran moverlas. Luego el cortejo se deshizo y Siorakidsok se aseguró personalmente de que los que marchaban a retaguardia borraran con cuidado todas las huellas.
Una vez en sus casas, todos se lavaron con orina para purificarse de cualquier mal con que la sombra del muerto hubiera podido contaminarlos; luego bebieron en la taza de Ernenek nieve disuelta y arrojaron al suelo algunas gotas para que también Ernenek pudiera beber; comieron carne y diseminaron por el suelo algunos trocitos, mientras decían:
—Come esta carne de nuestras provisiones y ayúdanos a obtener otra en la próxima estación. Pusieron después las habituales trampas fingidas alrededor de la aldea, para infundir al fantasma un solemne terror en el caso de que se atreviera a volver.
—¿Por qué tú y tu hija se cubrieron la frente de hollín? —preguntó Siorakidsok cuando, al entrar en su casa, encontró a Asiak cosiendo, con las calzas de Ernenek puestas sobre la cabeza.
—Ya sé que según las reglas no se deben manejar instrumentos de filo o de punta durante varios días, para no herir al fantasma —repuso Asiak—, pero ocurre que los hombres que dejaron sus guantes en la tumba de Ernenek necesitan urgentemente guantes nuevos y se hallan a punto de partir; ennegrecerse la frente constituye una buena protección contra el tabú de coser.
Así decía mi madre, quien a su vez lo había aprendido de la suya.
—¡Ah, mujeres, mujeres! —exclamó Siorakidsok, con desprecio—. ¡Son todas igualmente estúpidas y supersticiosas! Haces bien en ponerte sobre la cabeza las calzas de tu marido para apaciguarlo, pero la única protección eficaz contra la prohibición de coser consiste en trazar en el suelo un círculo con la aguja y coser permaneciendo dentro de esa zona de seguridad.
—¡Es increíble lo que sabes! —exclamó Asiak apresurándose en poner por obra el consejo.
Mientras tanto, la capa de hielo que desde algún tiempo atrás ceñía el litoral, había perdido su color grisáceo y se había hecho enteramente blanca, y luego, bastante sólida para soportar el peso de hombres y trineos; y cada vez tendía a ampliarse más hacia el mar, pues la congelación se extendía rápidamente como consecuencia de la desaparición del sol y también porque contribuían a ella los hielos flotantes que, proviniendo del norte, se soldaban bajo la presión del empuje.
Papik se disponía a partir con la expedición.
—Alguien volverá con un fusil y cuchillos de acero, y aprenderá las costumbres del hombre blanco —dijo a su madre, deshecha en lágrimas. Entonces podré procurarte fácilmente toda la carne y las pieles que necesites.
—Una mujer vieja no querría que partieras. Pero si no puedes menos que irte no has de preocuparte por una madre inútil, sino que debes pensar en Ivalú y hacer que a tu regreso ella se convierta en una buena mujer de un hombre valiente.
Al oír estas palabras, Milak, que estaba detrás de Papik, se adelantó.
—No es necesario esperar tanto. Alguien tiene urgente necesidad de una mujer que le raspe los trajes durante un viaje que está a punto de emprender, y es posible que se la lleve con él.
—Es posible —repuso Asiak—, pero no probable.
—¿Por qué?
—Ocurre que Ivalú es la muy estúpida hija de una muy estúpida madre, de manera que aún no sabe raspar las pieles como se debe, ni tampoco coser bien. Es todavía demasiado niña para convertirse en la mujer digna de un hombre valeroso.
—A cambio de tu hija se te dará una lámpara de poco valor, algunas cintas de colores recibidas de los hombres blancos, y un poco de carne ordinaria.
—Una estúpida vieja ya posee una lámpara de poco valor, no es digna de adornarse con cintas de colores y no tiene mucha hambre. No, no, Milak, guárdate tus riquezas y una vieja guardará a su inútil hija.