El pais de las sombras largas (7 page)

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Authors: Hans Ruesch

Tags: #Aventuras, clásico

BOOK: El pais de las sombras largas
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El otoño había ya apagado la descolorida luz solar, mientras teñía la cima del mundo de un color gris malva, cuando Ittimangnerk y su mujer Haiko descubrieron, en medio de la gran extensión del mar, un diminuto iglú que brillaba con el color del ámbar en la penumbra crepuscular.

Al entrar en él encontraron a Ernenek, completamente desnudo y reluciente de grasa, recreándose con ese maravilloso muñeco irrompible que era el pequeño Papik: tirándolo por un pie lo arrastraba por entre las espinas y las cabezas de pescado roídas.

Ernenek dio alegremente la bienvenida a los recién llegados, les estrechó las manos y palpó el vientre de Ittimangnerk por ver si éste estaba bien nutrido. Asiak interrumpió sus trabajos domésticos para preparar té: tomó un puñado de nieve potable y lo puso sobre la lámpara, ya que cualquier cosa que se bebiera tenía antes que derretirse; luego ayudó a los visitantes a quitarse la ropa exterior y las calzas de piel, que examinó atentamente.

No había nada que remendar: era evidente que los recién llegados se habían detenido antes de entrar en el iglú para cambiarse la ropa, pues estaba completamente seca y no presentaba ningún rastro del viaje. Haiko era cosa verdaderamente digna de verse: mientras su marido vestía casi como un verdadero hombre, ella llevaba suaves zapatos de piel de reno, calzas ornadas con colas de armiño, una chaqueta enteramente hecha de delicadas pieles de zorro y, entre las largas trenzas que le caían sobre el pecho, ostentaba cuentas de vidrio y cintas de colores que dejaron estupefacta a Asiak, quien nunca había visto nada parecido a aquello.

Cuando Ittimangnerk manifestó que sentía frío en los pies, Asiak se quitó la chaqueta, se bajó el cinturón y puso las heladas plantas del hombre sobre su estómago caliente, sin dejar de reír por las cosquillas.

Apenas se le hubieron calentado los pies, Ittimangnerk demostró que, si no tenía las costumbres de un extranjero, tenía por cierto sus maneras. En efecto, no invitó a los dueños de casa a revisar y revolver sus fardos, como lo exigía la costumbre, ni se precipitó sobre la despensa de la casa, como lo permitía la tradición. Era hombre terriblemente avaro de sus propias cosas, de manera que no quería aceptar regalos para no sentirse obligado a hacerlos.

Pero siempre estaba dispuesto a comerciar, como hacían los hombres blancos, sus maestros.

A fuer de gran hombre de negocios, no tenía tiempo que perder, de modo que no se estuvo un par de semanas solazándose antes de exponer el motivo de su visita, sino que, después de haber sorbido sólo unos pocos tazones de té, chupado un trozo de su propio pescado helado, referido los últimos chismes, en medio de grandes risas y haber descabezado un sueñito, mostró sus mercaderías: hojas de té negro, envueltas en una vejiga de reno, y un rollo de mechas.

—¿Tienen pieles de zorros? —preguntó mirando en torno.

—No es imposible que haya algunos estropajos de pieles de zorro detrás de la lámpara.

Toma los que te hagan falta. A nosotros nos basta uno para limpiar las vasijas.

Ittimangnerk examinó las pieles con gran seriedad.

—Alguien puede utilizar sólo estas siete. A cambio de ellas recibirás un paquete de té y cuatro brazas de mecha de algodón de tundra, que da mucho más luz que los pabilos hechos de musgo. Si tuvieras pieles limpias, que no hubieras usado como estropajos, te podría dar más té y más mechas.

Al oír estas palabras, Ernenek se deshizo en risas. Cuando estuvo en condiciones de poder hablar dijo:

—Ocurre que no queremos más té o mechas, puesto que nos basta con lo que tenemos.

—Entonces te mostraré algo que querrás tener.

E Ittimangnerk se arrojó de bruces al túnel y al cabo de un rato volvió agitando un fusil. Era un viejo Martini, resto de diversas guerras, que, de todos modos, para Ernenek bien podía ser el último modelo, puesto que el esquimal nunca había visto un arma de fuego.

—¡Si consigues reunir un número suficiente de buenas pieles, podrás tener esto!

—¿Es cosa de beber o de comer? —preguntó Asiak.

—Es un fusil, el arma del hombre blanco —dijo sosegadamente Ittimangnerk—. Con esta arma hasta un niño pequeñito puede matar a un oso grande. Basta apretar esta palanquita para que cualquier animal, y hasta un hombre blanco, caiga de espaldas sin hacer objeciones.

Y como sus conocimientos sobre las armas de fuego no eran mucho más profundos que los de Ernenek, apretó demasiado el gatillo, de manera que el arma, disparándose, sacudió todo el iglú y lo llenó de humo.

Por un instante todos se miraron pasmados; Papik se puso a chillar; luego Ittimangnerk, presa del repentino frenesí de los hombres, hizo fuego una y otra vez, mientras el ambiente se oscurecía más y más, y las balas pasaban silbando a lo largo de las paredes circulares, astillando el hielo, hasta que el cargador quedó vacío.

Cuando el humo se hubo disipado a través de la abertura de la cúpula, Ernenek, que había quedado enmudecido, mostró un pequeño orificio en su nalga, donde se había alojado una bala que había rebotado en la pared. Ahora le tocó a Ittimangnerk reírse con sonoras carcajadas. Se echó de espaldas sobre el banco, sosteniéndose los ijares, mientras Haiko y Ernenek hacían otro tanto.

Sólo Asiak parecía no apreciar la broma.

—Con estos estúpidos juegos han hecho llorar a Papik —dijo sumamente irritada. Luego, con el dedo meñique sondeó la herida del marido, extrajo la bala con la punta del cuchillo de nieve y tapó el agujero, que había comenzado a sangrar como consecuencia de la intervención quirúrgica, con aceite de hígado de pescado condensado por el frío.

La carota de Ernenek no manifestó la menor emoción durante los manejos de Asiak; cuando ésta hubo terminado, Ernenek sonrió. Pero Asiak miró fijamente a Ittimangnerk con ojos llameantes, hasta que éste se sintió embarazado.

—Sólo quería mostrar cómo funciona —dijo, procurando disculparse—. ¿Cómo podía saber que la bala rebotaría? Precisamente eso demuestra la potencia del arma. Mata a distancia cualquier animal si la bala no da antes contra una pared.

Ernenek tomó en sus manos el fusil y Asiak se apresuró a rodear a Papik con sus brazos.

—No temas —dijo Ittimangnerk—, ocurre que ya no hay proyectiles ni podemos obtener otros hasta que volvamos a pedírselos al hombre blanco.

—¿Qué cosa quieres que te dé por esta arma?

—preguntó Ernenek excitadísimo, mientras ponía un ojo en la boca del fusil.

—Muchísimas pieles de zorro que no tienes. Pero cuando hayas amontonado un número suficiente puedes presentante de mi parte en el puesto de intercambio y el hombre blanco te dará un fusil.

—¿Y cuántas pieles tengo que llevar?

—Cinco veces un hombre contado hasta el final.

Después de haber hecho sus cálculos, Ernenek se sintió estremecido por un calofrío. Puesto que todas las cuentas se hacían mediante los dedos de los pies y de las manos, un hombre contado hasta el final significaba veinte, la cifra más alta que los esquimales conocían. Cinco veces esa suma era una cifra que Ernenek no lograba siquiera imaginarse; pero comprendía que era elevadísima.

—También podría llevar pieles de reno y de lobo —dijo esperanzado.

—El hombre blanco sólo quiere pieles de zorro. Tiene gustos extraños, pero sabe lo que quiere. Su cerebro no es muy agudo, pero su cabeza es bastante dura.

Ernenek y Asiak quisieron enterarse de otros pormenores acerca del hombre blanco y de sus rarezas. Y mientras Ittimangnerk, que era un gran conversador, les satisfacía el deseo, ellos distribuían grandes tajadas de carne de foca helada que los otros una vez concertados los negocios, aceptaban ahora sin escrúpulos. Todos mordisquearon y tragaron, eructaron y rieron ruidosamente entre preguntas y respuestas, y de cuando en cuando Asiak pegaba sus labios a los de Papik y le metía en la boca la carne masticada, que el pequeño devoraba ávidamente no sin ensuciarse el mentón.

Ernenek cambió algunas risas con Haiko, y Asiak con Ittimangnerk. No había pues que maravillarse de que la solitaria pareja del norte deseara que los visitantes permanecieran aún un tiempo más con ellos, para aligerar la monotonía de la larga noche polar, con otros relatos y otras risas; pero Ittimangnerk era hombre muy atareado, de manera que, después de entregarse a un breve sueño, partió con Haiko, haciendo gala, por una vez, de tacto y buena educación: se marchó sin decir palabra mientras Ernenek y Asiak dormían, y no sin llevarse con él los jamones de oso que había en la casa, ciertamente como señal de admiración por aquel gran cazador que era Ernenek.

Mientras tanto, la planta de la curiosidad había echado raíces y crecía, y si bien en un iglú invernal había mucho que hacer entre un sueño y otro —Ernenek tenía que confeccionar y reparar armas y correas y Asiak cuidar de las ropas y del pequeño Papik—el reclamo de la aventura y de los mundos ignotos no dejaba en paz a la pareja. Ernenek no hablaba de otra cosa que del grandioso fragor del fusil, y Asiak fantaseaba incesantemente acerca de la vida que se llevaría en el puesto de intercambio, en torno al cual Ittimangnerk le había despertado, sin satisfacerla, una gran curiosidad.

—El hombre blanco —decía Asiak pensativa— no aprecia el pescado helado ni la carne pasada, sino que los echa a perder quemándolos al fuego.

—Pero en cambio tiene muchos fusiles —replicaba Ernenek saliendo en defensa del hermano blanco—. Y aun cuando te esforzaras, nunca serías capaz de imitar el ruido que hacen.

—Vive en una enorme casa de madera llena de calor, y sin embargo, siempre tiene frío.

—Pero tiene más balas, que tú sesos, y cada bala puede matar un oso como si se tratara de una garza. ¡Es seguro que no comerá otra cosa que hígado y lengua de oso!

Cuando volvió el día a la cima del mundo, Ernenek no aserró el hielo para pescar, no se puso al acecho junto a los agujeros de aire de las focas y de las morsas, y hasta la vista de los osos que se bamboleaban sobre los hielos lo dejó indiferente. Si abandonó el Océano Glacial y levantó una tienda de pieles en la tierra firme, lo hizo sólo para tender lazos y excavar trampas entre la vegetación enana que afloraba trabajosamente a través del manto invernal; y cuando descubría un zorro en libertad se precipitaba en su seguimiento y le lanzaba sus flechas de punta de piedra.

Mientras tanto, Asiak, con el niño atado a la espalda, iba con el trineo a proveerse de víveres en los depósitos diseminados por mar y por tierra, buscaba las distintas clases de hojas para hacer té o juntaba hongos que, desecados al sol, constituían la yesca para el pedernal.

Durante el verano, mientras cazaban y cuidaban de las trampas, tenían la costumbre de dormir muy poco, pero en compensación se alimentaban prodigiosamente, y aquel año más que nunca: Ernenek porque corría incansable detrás de los zorros; Asiak porque estaba nuevamente encinta; Papik porque estaba creciendo; y los perros por ninguna razón particular. Y si bien consumían hasta los últimos restos la carne de los zorros capturados, las provisiones iban disminuyendo rápidamente y Asiak empezaba a preocuparse.

—¿Cómo haremos este invierno?

—Comeremos un poco menos que de costumbre —respondía alegremente Ernenek, como si luego, llegado el momento, fuera capaz de ajustarse el cinturón—. Pero una vez que tenga un fusil, recogeré tanto botín que fácilmente podremos llegar a ser el doble de gordos de lo que estamos ahora.

No era fácil cazar tantos zorros. Abundaba en cambio la caza más dócil, la foca y la morsa, y un poco más hacia el sur, la vaca marina y el caribú. Pero ningún animal era tan remiso a dejarse capturar como el zorro, con la excepción, naturalmente, del glotón. Una vez el zorro que había caído en la trampa huía dejando entre los dientes una pata; otra el emprendedor, el sanguinario, el pérfido glotón, hacía dispararse, por pura maldad, una hilera entera de trampas tendidas y siempre lograba escapar incólume, no sin haberse apoderado antes del cebo; y cuando encontraba en la trampa algún zorro, el glotón se divertía reduciéndolo a jirones, o se lo llevaba a su cubil con la trampa completa y sin dejar ningún rastro.

¡Si Ernenek hubiera podido, aunque sólo fuera por una vez, echar el guante a un glotón vivo!

En cambio, apenas había logrado ver, alguna rara vez, uno de estos exasperantes animales, invisibles si no están en movimiento, demasiado astutos para moverse en las cercanías de los hombres, y aparentemente empeñados sólo en maquinar empresas cuyo único fin era enfurecer a la gente.

Con todo, tendiendo más trampas que las que el glotón conseguía eludir, retirando los zorros caídos en las trampas, antes de que pudieran liberarse de ellas, cortándose la pata con los dientes, o antes de que el glotón pudiera hacer estragos, Ernenek juntó sus cien pieles. Ya estaba harto de la carne de zorro, fibrosa y dulzona; había agotado las reservas de víveres y llegado al fondo de casi toda la despensa. Pero podía agitar las pieles ante la nariz de Asiak, cada vez que ésta le profetizaba, con alarma femenina, la carestía y la inevitable consunción del pequeño Papik, seguida de la de ella misma, y por fin de la de Ernenek, que quedaría solo, abandonado y roído por el remordimiento.

A todo esto el sol había desaparecido silenciosamente, como un huésped bien educado y, a través del helado velo invernal que se hacía cada vez más denso, comenzaban a apuntar las estrellas. Ernenek, presa de la manía del progreso, quería ponerse en camino, sin más trámite, hacia el puesto de intercambio; pero esta vez Asiak se opuso decididamente:

—Primero tenemos que dormir un par de meses, porque una mujer comienza a sentir sueño después de un verano muy laborioso.

—Si partimos dentro de un par de meses no llegaremos al puesto de intercambio antes del deshielo. En aquella región el mar se derrite cada año y sólo se puede llegar allí en invierno.

—Si encontramos el mar líquido esperaremos en tierra a que se hiele de nuevo.

—Está bien, pero perderemos mucho tiempo.

—Tenemos tiempo para perder.

—Pero a alguien no le gusta perder tiempo —protestó Ernenek, con el tono del hombre que tiene deberes que cumplir.

Mas Asiak se mantuvo firme, y Ernenek sabía que no había modo de hacer cambiar de idea a una mujer, fuera del saco de pieles. De manera que se fue a cazar y a pescar desganadamente, envuelto en el crepúsculo otoñal, mientras miraba con desprecio sus armas blancas.

Cuando el invierno hubo hecho huir parte de la caza hacia el sur y parte debajo de la capa de hielo del mar, y cuando por fin Ernenek se vio obligado a ponerse el sayo de piel de oso, él y su mujer abandonaron la helada tierra y fueron a construir su minúsculo iglú encima de la tibieza del agua. Era ése el período del reposo y de los tranquilos trabajos domésticos, y Asiak esperaba que Ernenek ahogaría en el sueño su energía.

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