La sordera de Siorakidsok alcanzó su punto culminante. Ernenek tuvo que acercársele aún más y también se le acercó Argo, y los dos repitieron muchas veces, gritando a voz en cuello, junto a ambas orejas, lo que querían de él.
Por último, Siorakidsok dio señales de haber comprendido.
—Los hombres blancos tienen con ellos un curandero que sabe hacer cosas maravillosas, como por ejemplo introducir delgadas agujas en el brazo, de modo tal que se escapa toda sensación, y cortar profundamente la carne sin derramar sangre. ¿Por qué no pruebas primero con el curandero blanco? Comparado con él no soy sino un mísero impostor. —Veamos si los hombres blancos quieren honrarnos y gustar nuestras comidas —dijo Argo—. Para ellos pusimos a cocer la carne de oso. Nunca la habían probado.
Cuando los seis extranjeros entraron en la habitación, se produjo un profundo silencio. Papik e Ivalú estaban aterrorizados. Eran demasiado pequeños cuando uno de esos seres había pasado un invierno en su iglú y ya no se acordaban de él; pero habían oído decir que los hombres blancos tienen pies de caribú; éstos, sin embargo, calzaban botas, de modo que no se les veían los pies. Eran todos más bien jóvenes, robustos y barbudos. Uno de ellos, que para ser un hombre blanco hablaba muy bien el esquimal, explicó que el jefe de los blancos emplearía gustosamente también a Ernenek, siempre que se le curara la espalda.
La revisión médica fue breve. Ernenek se quitó la chaqueta y los pantalones y el curandero de los hombres blancos, después de abrirse paso, a fuerza de codos, en el círculo de curiosos, recorrió con la mano y palpó las poderosas espaldas de Ernenek, quien rió por las cosquillas; luego se enderezó y emitió su diagnóstico:
—No hay nada que hacer.
Entonces todos volvieron la mirada hacia Siorakidsok, que mostraba aire triunfante: ahora le tocaba a él.
—Un estúpido curandero le hará salir un poco de sangre de la espalda, y junto con la sangre saldrá el espíritu maligno que lo atormenta. ¡Torngek, trae los instrumentos quirúrgicos!
Y mientras su nieta favorita se precipitaba a obedecerle, Siorakidsok se puso a machacar con los puños en la espalda de Ernenek, imitando sucesivamente el grito de la garza, el ladrido del perro, el ulular del lobo y el gruñir del oso. Cuando sintió que la espalda estaba a punto, introdujo a la altura de la quinta vértebra, un pequeño escalpelo de sílice, que golpeó una y otra vez con una gran piedra plana. Al retirar el escalpelo brotó del tajo un chorro de sangre.
Siorakidsok se inclinó hacia adelante, aplicó los labios a la herida y chupó con fuerza la sangre.
—Ahora tráeme una lámpara —ordenó, separándose de la herida y relamiéndose los labios.
Sacó de la lámpara la mecha ardiente y la aplicó sobre la herida, sin dejar de reavivar la llama con el aliento. Ernenek ni se movió.
Cuando la mecha se consumió del todo, Siorakidsok gritó:
—¡Ahora cúbranse todos las cabezas, apaguen la luz y abran el techo para que el espíritu pueda huir! Abrieron el agujero del techo, apagaron las lámparas y cada cual se cubrió la cabeza con la chaqueta, porque los espíritus, seres sumamente sensibles, se avergüenzan de que se los vea huir. Luego todos los circunstantes, en medio de la oscuridad, se unieron a Siorakidsok para imitar las voces de los animales; hicieron una batahola infernal, con el fin de apresurar la huida del espíritu maligno, mientras Siorakidsok volvía a punzar nuevamente la espalda de Ernenek, para hacerle olvidar un dolor con otro.
Esta ceremonia continuó por un espacio de tiempo que debió parecer largo al paciente. Por último, el cirujano, con voz ya ronca, permitió que todos se descubrieran y que encendieran las lámparas. Luego, exhausto, mandó que le llevaran una piel de topo, con la que se limpiaban los recipientes, la cubrió de saliva y la aplicó sobre la herida cauterizada por la mecha encendida.
Ernenek se levantó los pantalones con un suspiro de alivio.
—¿Puedes doblarte?
—No —repuso Ernenek.
—Eso significa que hay en ti otros espíritus malignos —replicó Siorakidsok en tono de reproche—. Tenemos que comenzar todo desde el principio, dentro de una o dos vueltas de sol.
Después de esto, todos volvieron alegremente a ocupar sus lugares; los hombres sentados en círculo, las mujeres a sus espaldas, prontas a servirlos y a hacerse eco de la hilaridad de los maridos.
Ahora todos tenían mucha hambre, de manera que empezaron a circular las golosinas tan esperadas: estómagos de vaca marina llenos de fucos, bayas, musgo y líquenes, ánades pequeñas que desde un par de años atrás se sazonaban embutidas en intestinos llenos de grasa, vísceras crudas de aves, la sustancia viscosa de la piel de la garza, raspada y sazonada con la orina humana que se usaba para curtir, larvas de moscas de caribú y tajadas de dulce en lata, regalo de los hombres blancos, mezcladas con sebo y con heces de ciervo, que las hacían más gustosas.
El caldero que habían puesto sobre el calentador comenzaba a hervir acariciando las narices de los comensales con el olor dulzón de la carne de oso. Grandes carcajadas y exclamaciones festivas llenaban la sala.
—Cualquiera se consideraría afortunado de permanecer aquí solo con tantas mujeres —dijo Siorakidsok, procurando consolar a Ernenek que estaba más negro que el invierno.
—Pero no le servirá de nada si tiene las espaldas rígidas —dijo Argo, cuya observación provocó carcajadas sin fin.
—¿Es peligroso para una mujer o no lo es? —preguntó uno de los maridos de Torngek a Asiak, quien eludió la pregunta echándose a reír.
—Se dice que un hombre que no es peligroso para un oso no puede serlo tampoco para una mujer —dijo Argo—. ¿O no es así?
En otras circunstancias, Ernenek se habría sentido muy dichoso por encontrarse en medio de una compañía tan brillante y tan alegre, pero aquel día, no. Nunca le había ocurrido que lo excluyeran de una gran aventura, de suerte que los manjares meridionales, si bien conseguían quitarle las arrugas del estómago, no bastaban para borrarle la amargura del corazón.
Erguido sobre sus piernas separadas, bajo el alto techo de nieve sostenido por travesaños de hueso de ballena, a la escasa luz otoñal que se filtraba a través del límpido hielo y de las ventanas hechas de vejiga de caribú, Ernenek constituía una figura impresionante, con sus peludos vestidos de piel de oso. No era el más alto, pero sí indudablemente el más macizo de todos los presentes. Tenía mandíbulas formidables, y los músculos que partían de por encima de las orejas eran tan desarrollados que sólo una minúscula parte del centro del cráneo quedaba desprovista de ellos. Su vozarrón hacía temblar el aire de la estancia.
Escupió ruidosamente y exclamó, con voz bastante fuerte para que el propio Siorakidsok lo oyera en seguida:
—Es vergonzoso que un grupo de míseros meridionales, que tienen necesidad de centenares de perros para la caza del oso y que prefieren la de la foca porque es menos peligrosa, se atrevan a hablar así a alguien que mató, él solo, más osos que los otros focas. ¿Acaso han luchado alguna vez con un oso, después que se les hubo roto la lanza, y le abrieron el vientre con un cuchillo de nieve? ¿Acaso alguna vez sacaron del agua una morsa tirándole del hocico y rompieron su cabeza a puñetazo limpio?
Las carcajadas que saludaban a cada una de sus frases le hicieron subir la sangre a la cabeza.
No era que los otros no creyeran lo que decía, pero aquella era la primera vez que esas gentes oían a un hombre vanagloriarse públicamente. Asiak comprendía que el comportamiento de Ernenek en sociedad dejaba mucho que desear, de suerte que se sentía sumamente embarazada; pero los hijos, que no podían soportar que se rieran de él, estaban furiosos: les parecía que en cualquier reunión mundana, la presencia de Ernenek debía considerarse como un ornamento y un honor. Papik, con la faz enrojecida, se puso en pie de un salto y gritó:
—¡Es como lo dice mi padre!
E Ivalú agregó furibunda:
—¡El que no sepan qué clase de hombre es Ernenek, basta para demostrar la proverbial ignorancia de los meridionales!
Y Ernenek, para que todos pudieran empezar a comprender en seguida qué clase de hombre era, levantó el pesado caldero del té y lo hizo añicos contra el suelo.
Los pasos de Ernenek crujían en el áspero y delgado manto de nieve estival que cubría escasamente los cerros a lo largo del litoral. Estaba un poco cansado por el viaje, la cabeza le giraba, a causa de la pérdida de sangre, y las espaldas, que irradiaban punzadas de dolor hasta las piernas, le dolían más que nunca; pero era más fácil soportar un dolor que el prurito de demostrar a aquellos miserables meridionales de qué cosa era capaz un verdadero hombre.
Por eso había abandonado la alegre compañía reunida en casa de Siorakidsok.
El aire estaba fresco e inmóvil. Los rumores de la aldea llegaban distintamente a oídos de Ernenek. Cuando hacía calor y estaba para nevar, los ruidos no llegaban muy lejos; pero en el aire frío podía oírse una voz humana a la distancia de una jornada entera de viaje. Oía el ladrido de un perro, la cantilena de una mujer, el ruido de una sierra y el grito de algunos niños que se deslizaban sobre una piel de foca por la pendiente. Y además, justamente frente a su nariz, percibía el zumbido de millares de minúsculos mosquitos que Ernenek aspiraba y aplastaba entre la lengua y el paladar, degustando su sabor agridulce.
Cuando llegó a los pies del glaciar no despegó los ojos del suelo hasta que encontró las huellas de un oso. Aquel oso debía de estar hambriento, pues sus huellas se hallaban muy juntas y mostraban las garras vueltas hacia adentro, lo cual indicaba que se trataba de un animal flaco.
Ernenek siguió la pista que se remontaba hasta el lindero del glaciar, pero al llegar al fondo rocoso, la perdió. Luego, al descubrir a la distancia heces de oso, encontró huellas más recientes, que lo llevaron a través de una garganta rocosa. El suelo estaba recubierto de nieve congelada, pero las faldas escarpadas de la montaña estaban peladas. Le aumentó el dolor de espaldas con el esfuerzo que realizó para escalar el monte y, sintiendo que también le dolían los riñones, tuvo que apoyarse en la lanza. Para estar más libre de movimientos, no había llevado consigo el arco, pero en las calzas guardaba el cuchillo más filoso.
Detrás de una roca, un osezno de pelo corto y lanudo jugaba, mordisqueándose las patas. Sus ojillos, llenos de admiración, contemplaban un mundo cuyos peligros no había aún explorado.
Ernenek se arrojó al suelo boca abajo y comenzó a gemir. El osezno se puso a considerar la extraña figura tendida en la nieve y que tanto se parecía a un oso. Luego se aproximó a Ernenek, husmeando el aire, no por prudencia sino por curiosidad, con el pequeño hocico brillante que se movía como un dedo.
El olor del hombre no le decía nada.
Pero el primer encuentro que tuvo con él fue brusco y penoso: de pronto, la mano de Ernenek aferró al animal por la suave y tibia garganta.
Aullando por el dolor que le causaba el esfuerzo, Ernenek se enderezó, apoyándose en la pared rocosa, mientras el osezno chillaba roncamente, mostrando la lengua azul y los dientes blanquísimos, sin dejar de agitarse. Cuando el animal se cansó de chillar, Ernenek le pinchó el vientre rosado y túrgido con la lanza, y entonces el osezno comenzó nuevamente a gritar.
Por último, llegó la madre.
Ernenek la oyó jadear sobre la roca que tenía sobre su cabeza, y, apoyándose contra la pared, se preparó para recibir el ataque.
La osa se precipitó velozmente por la escarpada roca y rugiendo se lanzó derechamente sobre Ernenek. Éste le opuso como escudo al osezno, con lo cual consiguió atenuar el ímpetu del ataque y ganar tiempo para empuñar la lanza.
Mientras la osa se erguía sobre las patas posteriores, la lanza le penetró en la boca abierta de par en par y se le clavó en la garganta.
En sus intentos de quitarse el arma con las patas, el animal quebró en dos la lanza, con lo que hizo aún mayor su herida. Casi no emitió ningún sonido; sólo se oyó un gran chorro de sangre espumosa en el aire frío y luego un gorgoteo; por fin se abatió, mientras el osezno huía alborotando. Ernenek miró alrededor para ver si llegaba el macho.
Y en efecto, el macho estaba llegando.
Pero los ojos de éste, mucho menos agudos que el oído, no habían avistado aún al enemigo ni a la hembra moribunda: avanzaba con circunspección, con las orejas erectas y husmeando el viento. En otra época, Ernenek se habría humedecido el labio superior para establecer la dirección del viento, pero ahora que su epidermis no poseía ya la sensibilidad necesaria, arrancó un puñado de pelos de la chaqueta y lo arrojó al aire. Estaba seguro: el oso se encontraba casi exactamente en la dirección desde donde soplaba el viento.
No era posible retirar el trozo de lanza de la garganta de la osa, que había ido a morir a algunos pasos de distancia, sin que el oso lo oyera, pues sólo la pared rocosa lo separaba de él; de modo que Ernenek decidió esperar inmóvil.
Encontrándose a sotavento, Ernenek oía la respiración del oso y de cuando en cuando sentía cómo el animal dejaba de respirar para escuchar. Se estaba alejando. Dentro de poco Ernenek podría recuperar el trozo de lanza, luego invitaría al oso a bailar. Se rió consigo mismo pensando en las caras que pondrían los de la aldea cuando vieran su botín y oyeran su relato.
¡Sí, todavía era capaz de procurar un buen atracón a un montón de gente!
El aire se hacía cada vez más denso de mosquitos, atraídos por el olor de la sangre. Ernenek aspiró profundamente e inhaló un pequeño enjambre. Antes de que se diera cuenta, un insecto le produjo un cosquilleo en la garganta que lo hizo toser.
Desde aquel momento, los acontecimientos se precipitaron.
Traicionada ahora su presencia, Ernenek se lanzó hacia la osa, se arrojó al suelo y comenzó a extraerle de la garganta el pedazo de lanza; y echando miradas angustiadas hacia la pared rocosa que tenía a sus espaldas, mientras el terror le hacía contraer las vísceras, un rinconcito recóndito de su cerebro se divertía enormemente pensando en la maravillosa aventura que podría contar al círculo de atónitos oyentes
Y el oso ya se acercaba bamboleándose y bajando por la pared inclinada, más lento, más precavido, más calculador que la hembra. Tratábase de un ejemplar flaco y altísimo y Ernenek oía el raspar de sus garras sobre el fondo rocoso.