—Sí —dijo él, y en su voz oí ahora toda la furia fría y feliz del Oscuro Pasajero—. Sabía que lo adivinarías. Esta vez lo haremos juntos.
Negué con la cabeza, pero sin demasiada convicción.
—No puedo —dije.
—Tienes que poder —dijo él, y ambos teníamos razón. Aquel contacto en el hombro, suave como una pluma, batiéndose contra el tirón de Harry que mi hermano nunca podría entender, y sin embargo podía competir en fuerza con esa mano que ahora me levantaba y me empujaba hacia delante; un paso, dos… Los ojos abiertos de Deborah se posaron en los míos, pero con aquella otra presencia a mi espalda no podía jurarle que no fuera a…
—Juntos —insistió—. Una vez más. Fuera con las viejas costumbres. Empecemos de nuevo… juntos. —Di un paso más. Los ojos de Deborah me gritaban, pero…
Ahora estaba a mi lado, junto a mí, y algo brillaba en su mano. Dos objetos.
—Uno para todos, ambos para uno… ¿Has leído Los tres mosqueteros? —Lanzó un cuchillo al aire, recogiéndolo con la mano izquierda y entregándomelo. La débil luz arrancaba suaves destellos de las hojas que sólo podían compararse con el brillo de los ojos de Brian—. Vamos, Dexter. Hermanito. Coge el cuchillo. —Los dientes relucían como el acero—. Empieza el espectáculo.
Deborah emitió un sonido rasgado pese a la cinta que la sujetaba. La miré. En sus ojos había una frenética impaciencia. Y una ira creciente. ¡Venga, Dexter! ¿De verdad planeaba hacerle esto? Libérala y llévala a casa. ¿De acuerdo, Dexter? ¿Dexter? ¿Dexter? ¿Estás ahí, no?
No lo sabía.
—Dexter —dijo Brian—, no pretendo influir en lo que decidas. Pero desde que me enteré de que tenía un hermano como yo, no he podido pensar en otra cosa. Y tú sientes lo mismo, lo leo en tu rostro.
—Sí —dije, sin apartar los ojos de la ansiosa cara de Deb—, ¿pero tiene que ser ella?
—¿Por qué no? ¿Qué significa para ti?
Buena pregunta. Tenía los ojos fijos en Deborah. No era mi hermana de verdad, no lo era, no nos unía parentesco alguno. Le tenía cariño, claro, pero…
¿Pero qué? ¿Por qué vacilaba? Lo que proponía Brian era imposible. Sabía que era impensable, incluso mientras lo pensaba. No sólo porque fuera Deb, aunque era una razón de peso, sino por un extraño pensamiento que se había metido en mi pobre y desmayada mente y del que no podía librarme: ¿Qué diría Harry?
De manera que me quedé allí, inseguro, porque sin importarme lo mucho que me apetecía empezar, sabía lo que diría Harry. Siempre lo había dicho. Era una de las verdades inmutables de Harry: Cárgate a los malos, Dexter. Despedázalos. No despedaces a tu hermana. Pero Harry no había previsto que sucediera algo así: ¿cómo podía hacerlo? Cuando Harry escribió su Código, nunca imaginó que me enfrentaría a una decisión así: aliarme con Deborah, que no era mi hermana, o unirme a mi auténtico y cien por cien idéntico hermano de verdad en una partida que me moría por jugar. Harry no podía haber concebido algo así cuando me marcó el camino, Harry no sabía que tuviera un hermano que…
Pero espera un momento. No cuelgues, por favor. Harry lo sabía. Harry había estado aquí cuando sucedió, ¿verdad? Y lo había mantenido en secreto, nunca me dijo que tenía un hermano. Todos estos años de vacío y soledad en los que me creí el único yo, él sabía que no era así: lo sabía y no me lo había dicho. Era el dato aislado más importante sobre mi vida —no estaba solo—, y él me lo había ocultado. ¿Qué le debía ahora a Harry después de una traición de este calibre?
Y, volviendo al tema que nos ocupaba, ¿qué le debía a ese pedazo tembloroso de carne humana que gemía justo bajo mis ojos, a esta criatura disfrazada de hermana? ¿Qué podía deberle si lo comparábamos con el lazo que me unía a Brian, carne de mi carne, una réplica viva de mi precioso e idéntico ADN?
Una gota de sudor rodó por la frente de Deborah y le entró en el ojo. Parpadeó frenética, haciendo unas muecas horribles, en un esfuerzo por seguir viéndome y eliminar el sudor del ojo al mismo tiempo. Tenía un aspecto realmente patético, indefensa y atada como un animalillo; un animal humano. No como yo, no como mi hermano; no como el Bailarín de la Luna, el inteligente, pulcro, limpio, insensible como el filo de una navaja y burlón Dexter y su propio hermano.
—¿Y bien? —dijo él, y en su tono leí una nota de impaciencia, de crítica, un inicio de decepción.
Cerré los ojos. La estancia se cerró en torno de mí, se hizo más oscura, y no pude moverme. Mamá me miraba sin parpadear. Abrí los ojos. Mi hermano estaba tan cerca que notaba su aliento en mi cuello. Mi hermana me miró, los ojos tan abiertos como los de mamá. Y su mirada me acarició, como me había acariciado mamá. Cerré los ojos; mamá. Los abrí; Deborah.
Cogí el cuchillo.
Hasta mis oídos llegó un leve ruido y una ráfaga de aire caliente entró por la puerta. Di media vuelta.
LaGuerta estaba en el umbral con una desagradable pistola automática en la mano.
—Sabía que lo intentarías —dijo ella—. Debería dispararos a los dos. Quizás a los tres —dijo, mirando a Deborah. Entonces vio el cuchillo que yo tenía en la mano y exclamó—. ¡Ja! Ojalá el sargento Doakes pudiera verlo. No se equivocaba contigo. —Y al decirlo me apuntó con el arma durante sólo un segundo.
Pero fue suficiente. Brian se movió con rapidez, más de la que yo habría creído posible. Sin embargo, LaGuerta consiguió disparar y Brian se tambaleó un poco mientras hundía el cuchillo en el pecho de LaGuerta. Permanecieron así durante un momento, y después ambos cayeron al suelo, inmóviles.
Un pequeño charco empezó a extenderse por el suelo, mezcla de la sangre de ambos: Brian y LaGuerta. No era un charco profundo, ni llegó lejos, pero me aparté de aquella horrible visión llevado por algo muy parecido al pánico. Fui retrocediendo hasta chocar con algo que emitía sonidos sofocados con un pánico igual al mío.
Deborah. Le arranqué la cinta de la boca.
—¡Por Dios, qué daño! —dijo ella—. Dex, quítame esta mierda de encima y deja de portarte como un puto chiflado.
Miré a Deborah. La cinta le había dejado un rastro de sangre en torno a los labios, una sangre roja y horrible que me hizo volar en el tiempo hacia la estancia de ayer, hacia mamá… Y Deb estaba allí, como mamá. Exactamente igual que la última vez, el aire frío me daba escalofríos y las sombras oscuras hablaban en torno a nosotros. Exactamente igual que cuando ella estaba atada allí, la misma cinta, mirándome como…
—Maldita sea. Venga, Dex. Libérame.
Pero en esta ocasión tenía un cuchillo, y ella seguía indefensa. Ahora podía cambiarlo todo. Ahora podía…
—¿Dexter? —dijo mamá.
Quiero decir Deborah. Claro que me refería a ella. No mamá, que nos había dejado en este lugar donde todo empezó y donde ahora podía terminar: esa ardiente necesidad galopando en su oscuro caballo bajo la luz de la luna, esas mis voces íntimas susurrando:
Hazlo, hazlo ahora, hazlo y todo puede cambiar, ser como debía haber sido, volver al
…
—¿Mamá? —dijo alguien.
—Vamos, Dexter —dijo mamá. Quiero decir, Deborah. Pero el cuchillo se movía—. Dexter, por el amor de Dios, corta esta mierda. ¡Soy yo! ¡Debbie!
Sacudí la cabeza, y era Deborah, por supuesto, pero no podía parar el cuchillo.
—Lo sé, Deb. Y lo siento mucho, de verdad.
El cuchillo siguió subiendo. Sólo podía mirarlo, sin poder hacer nada por detenerlo. Un ligero toque de la tela de araña de Harry seguía rozándome, pidiendo que le hiciera caso y recobrara la cordura, pero era tan pequeño y débil, y la necesidad tan grande, tan fuerte, más poderosa de lo que había sido jamás, porque esto era todo: el principio y el fin, elevándome fuera de mí y enviándome por aquel túnel que había entre el chico de la sangre y la última oportunidad de hacer las cosas bien. Esto lo cambiaría todo, castigaría a mamá, le enseñaría lo que había hecho. Porque mamá debería habernos salvado. Esta vez tenía que ser distinto. Incluso Deb tenía que verlo.
—Baja el cuchillo, Dexter. —Ahora su voz era más tranquila, pero las otras eran tan potentes que apenas la oía. Intenté bajar el cuchillo, de verdad, pero sólo conseguí hacerlo descender un par de centímetros.
—Lo siento, Deb. No puedo —dije, luchando para pronunciar esas palabras contra el creciente bramido de esa tormenta que llevaba veinticinco años gestándose. Y ahora, con mi hermano y yo, juntos como truenos en una oscura noche de luna…
—¡Dexter! —gritó la malvada mamá, la que quería dejarnos solos entre tanta sangre horrible, y la voz de mi hermano susurró con la mía—: ¡Puta! —Y el cuchillo volvió a ascender…
Oí un ruido procedente del suelo. ¿LaGuerta? No sabría decirlo, pero no importaba. Tenía que terminar, tenía que hacerlo, esto debía suceder así…
—¡Dexter! —dijo Debbie—. Soy tu hermana. No quieres hacerme esto. ¿Qué diría papá? —Eso me dolió, lo admito—. Baja el cuchillo, Dexter.
Un nuevo sonido a mi espalda, y un leve gemido. El cuchillo volvió a subir.
—¡Dexter, cuidado! —dijo Debbie, y me giré.
La inspectora LaGuerta estaba apoyada sobre una rodilla, jadeando, luchando para levantar un arma que le resultaba de repente increíblemente pesada. El cañón fue subiendo, despacio, despacio, apuntándome primero al pie, luego a la rodilla…
¿Pero acaso importaba? Esto iba a suceder ahora, pasara lo que pasara, y aunque hubiera visto cómo el dedo de LaGuerta apretaba el gatillo, el cuchillo que tenía en la mano no se habría detenido.
—¡Va a dispararte, Dex! —gritó Deb, histérica. Y la pistola me apuntaba al ombligo. En el semblante de LaGuerta se leía una tremenda concentración, fruto del esfuerzo y de su auténtica intención de disparar. Me había girado hacia ella, pero el cuchillo seguía recorriendo su camino hacia…
—¡Dexter! —gritó mamá/Debbie desde la mesa, pero el Oscuro Pasajero gritaba más, y actuaba, cogiéndome la mano y dirigiendo el cuchillo hacia…
—¡Dex!
Eres un buen chico, Dex
, susurró Harry con aquella voz fantasmal, ligera como una pluma pero lo bastante penetrante para que el cuchillo detuviera el descenso.
—No puedo evitarlo —susurré, llevado por el temblor de la hoja de acero.
Elige qué… o a QUIÉN… matar
, dijo desde detrás de aquel azul duro e infinito de sus ojos, mirándome con los mismos ojos que Deborah, mirándome con fuerza suficiente como para que el cuchillo se desviara un centímetro.
Hay mucha gente que merece morir
, dijo Harry, con aquella voz suave que contrastaba con la cólera creciente que me gritaba por dentro.
El extremo del cuchillo tembló y se quedó quieto. El Oscuro Pasajero no podía bajarlo. Harry no podía apartarlo. Y así nos quedamos.
A mis espaldas oí un ruido sordo, un golpe atronador, y después un gemido tan lleno de vacío que me recorrió los hombros como un pañuelo de seda sobre el cuerpo de una araña. Me volví.
LaGuerta había caído, el brazo que antes sostenía la pistola clavado al suelo por el cuchillo de Brian, el labio inferior atrapado entre los dientes y los ojos abiertos de terror. Brian se agachó a su lado, observando cómo el miedo le invadía el semblante. Le costaba respirar, pero sonreía.
—¿Limpiamos un poco, hermano? —dijo él.
—No… No puedo.
Mi hermano se puso en pie y se quedó plantado ante mí, oscilando lentamente de un lado a otro.
—¿No puedes? —dijo—. Creo que no conozco esta palabra.
Me quitó el cuchillo de la mano, sin que yo pudiera detenerle, ni ayudarle. Tenía los ojos puestos en Deborah, pero su voz me azotaba y hacía que los dedos fantasmas de Harry desaparecieran de mi espalda.
—Debe hacerse, hermano. Es una obligación. —Jadeó y se dobló por un momento, incorporándose lentamente y levantando al mismo tiempo el cuchillo—. ¿Tengo que recordarte lo importante que es la familia?
—No —dije, con ambas familias, vivos y muertos, agrupándose en torno a mí clamando lo que debía y no debía hacer. Y con un último susurro del Harry de ojos azules de mi memoria, mi cabeza empezó a temblar y volví a decirlo—: No —y esta vez lo decía en serio—. No puedo. Deborah no.
Mi hermano me miró.
—Muy mal —dijo—. Estoy tan decepcionado. Y el cuchillo descendió.
Sé que es casi una debilidad humana, y tal vez no obedezca más que a simple sentimentalismo, pero siempre me han encantado los entierros. Por un lado son tan limpios, tan pulcros, tan completamente dados al ceremonial. Y éste era uno de los buenos. Había filas enteras de policías, hombres y mujeres, de uniforme, con aspecto solemne, pulcro y, bueno, en definitiva… ceremonial. Estaba el saludo ritual con las pistolas, el esmerado acto de doblar la bandera por los bordes: un espectáculo adecuado y maravilloso en honor de la fallecida. Al fin y al cabo, había sido una de los nuestros, una mujer que había servido con nosotros, los elegidos. ¿O eso es de los marines? No importa, había sido una policía de Miami, y sus compañeros sabían cómo organizar un funeral digno de uno de los suyos. Era algo en lo que tenían mucha práctica.
—Oh, Deborah —suspiré, quedamente. Sabía que no podía oírme, por supuesto, pero en aquel momento pensé que debía hacerlo y me gusta estar a la altura.
Casi deseé ser capaz de derramar un par de lágrimas para poder enjugármelas. Ella y yo habíamos estado muy unidos. Y había sufrido una muerte dolorosa y desagradable, impropia de un miembro de la policía: acuchillada hasta la muerte a manos de un maníaco homicida. El rescate había llegado demasiado tarde; todo había terminado mucho antes de que pudieran socorrerla. Y, sin embargo, su valor ejemplar y desinteresado había ayudado a demostrar cómo vive y muere un policía. Cito palabras textuales, por supuesto, pero ésa era la idea. No estaba mal, la verdad; era bastante conmovedor para aquellos que tienen la capacidad de conmoverse. Yo no, claro, pero sé reconocerla cuando la oigo, y ésta sonaba a auténtica. Y, abrumado por el valiente silencio de los agentes con sus uniformes azules y el llanto de los civiles, no pude evitarlo. Suspiré.
—Oh, Deborah. —El suspiro fue algo más fuerte esta vez, casi con sentimiento—. Querida, querida Deborah.
—¿Quieres callarte, capullo? —susurró ella, dándome un codazo. Estaba fantástica con el traje nuevo: por fin sargento, lo menos que podían hacer por ella después del duro trabajo realizado identificando y, casi, atrapando al Carnicero de Tamiami. Con todo el cuerpo de policía en su busca, no cabía duda de que capturarían a mi pobre hermano más tarde o más temprano. Si él no los encontraba antes, claro. Ya que me habían recordado con tanta vehemencia lo importante que es la familia, yo deseaba que siguiera en libertad. Y Deborah cedería, ahora que había conseguido el ascenso. Quería perdonarme, y ya estaba más que medio convencida de la Sabiduría de Harry. También éramos familia, como se había demostrado al final, ¿no? Tampoco era tan duro aceptarme como era, ¿no creen? Las cosas son como son. En realidad, como han sido siempre.