El oscuro pasajero (26 page)

Read El oscuro pasajero Online

Authors: Jeff Lindsay

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El oscuro pasajero
4.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al salir, los polis de Broward que estaban de servicio no me pararon, ni siquiera me dirigieron la palabra, pero tuve la sensación de que me miraban con una dura y sospechosa indiferencia.

Me pregunté si era así como se siente alguien que tenga conciencia. Supuse que nunca lo sabría, a diferencia de la pobre Deb, que se debatía entre lealtades opuestas y que difícilmente podían convivir en un mismo cerebro. Admiré su resolución de dejarme a cargo de decidir si la prueba era o no convincente. Muy pulcro. Tenía un toque muy propio de Harry, como dejar un revólver cargado delante de un amigo culpable, sabiendo que la culpa apretaría el gatillo y ahorraría a la ciudad los costes de un juicio. En el mundo de Harry, un hombre no podía vivir con ese peso en la conciencia.

Pero, como Harry había comprendido muy bien, su mundo había muerto hacía tiempo, y en mí no había ni conciencia, ni vergüenza, ni sentimiento de culpa. Lo único que tenía era un CD con unas cuantas fotos. Y, por supuesto, esas fotos tenían aún menos sentido que la conciencia.

Tenía que existir alguna explicación que no incluyera a Dexter conduciendo un camión por Miami mientras dormía. La mayoría de conductores de Miami parecían hacerlo sin problemas, pero al menos estaban parcialmente despiertos cuando arrancaban, ¿no? Y aquí estaba yo, con los ojos brillantes y alerta, para nada la clase de persona que saldría a la ciudad a matar inconscientemente; no, yo era de la clase de persona que quería vivir ese momento de forma plena. Y, para rematar el tema, estaba la noche de la autopista. Era físicamente imposible que hubiera podido arrojar la cabeza contra mi propio coche, ¿no?

A menos que me hubiera convencido a mí mismo de que podía estar en dos lugares al mismo tiempo, lo cual tenía bastante sentido, considerando que la única alternativa que se me ocurría era creer que sólo pensaba que había estado sentado en el coche viendo cómo otra persona me lanzaba la cabeza, cuando en realidad yo mismo había arrojado la cabeza contra mi propio coche y luego…

No. Ridículo. No podía pedir a las últimas hebras de mi cerebro que se creyeran este cuento de hadas. Habría una explicación simple y lógica, y la encontraría, y aunque sonara como alguien que trata de convencerse a sí mismo de que no hay nada escondido debajo de su cama, expresé esa idea en voz alta.

—Hay una explicación simple y lógica para todo esto —me dije a mí mismo. Y, como uno nunca sabe quién más puede estar escuchando, añadí—: Y no hay nada debajo de la cama.

Pero, una vez más, la única respuesta fue un silencio muy significativo por parte del Oscuro Pasajero.

A pesar de la agresividad habitual de la que hacían gala los otros conductores, no encontré la respuesta en el camino de vuelta a casa. O, para ser totalmente sincero, no encontré ninguna respuesta que tuviera sentido. Se me ocurrían un montón de respuestas estúpidas. Pero todas giraban en torno a la misma premisa, que era que nuestro monstruo favorito tenía algún problemilla mental, lo que me resultaba muy difícil de admitir. Quizá sólo porque no me sentía más loco de lo que me había sentido antes. No advertía la falta de tejido gris, no me parecía que mis procesos mentales fueran más lentos o más extraños, y hasta el momento tampoco era consciente de haber mantenido conversaciones con colegas invisibles.

Excepto cuando dormía, claro, ¿pero eso contaba de verdad? ¿Acaso no estábamos todos locos cuando dormíamos? ¿Qué era el sueño, al fin y al cabo, sino el proceso por el cual vaciábamos nuestra demencia al pozo oscuro del inconsciente quedando así listos para levantarse a la mañana siguiente y desayunarnos con cereales en lugar de hacerlo con los niños del vecino?

Y, dejando a un lado lo que había soñado, todo el resto tenía sentido; alguien me había arrojado una cabeza en la autopista, había dejado una Barbie en mi apartamento y había dispuesto los cadáveres en formas intrigantes. Alguien que no era yo. Alguien distinto de nuestro querido y oscuro Dexter. Y ese alguien había sido capturado, por fin, en las fotos del CD. Así que miraría esas fotos y demostraría de una vez por todas que…

¿Que daba la impresión de que el asesino era yo?

Bien, Dexter. Muy bien. Ya te había dicho que tenía que haber una explicación lógica. Alguien que en realidad era yo. Por supuesto. Eso sí que tenía sentido, ¿verdad?

Entré en casa con cautela. No parecía haber nadie esperándome. Tampoco había ninguna razón por la que tuviera que haber alguien. Pero saber que el demonio que estaba aterrorizando la metrópolis tenía mi dirección era un poco perturbador. Había demostrado que era un monstruo capaz de cualquier cosa: incluso podía venir en cualquier momento a dejar más trozos de muñecas. Sobre todo si era yo mismo.

Pero, de una vez por todas, no era yo. Seguro que no. Las fotos demostrarían de algún modo que el parecido era pura coincidencia, coincidencia que también explicaría por qué estaba tan sintonizado con esos crímenes. Sí, no cabía duda, se trataba de una serie de coincidencias monstruosas. Tal vez debería llamar a la gente del libro Guiness. Me pregunté quién debería ostentar el récord mundial por no saber si había cometido o no unos asesinatos en serie.

Puse un CD de Philip Glass y me senté en mi silla. La música agitó mi vacío interior, y tras unos minutos algo parecido a la calma y la lógica de hielo que me caracterizaban fueron volviendo. Me acerqué al ordenador y lo encendí. Inserté el CD y miré las fotos. Activé el zoom una y otra vez, e hice todo cuanto sé hacer con el fin de limpiar las imágenes. Intenté cosas de las que sólo había oído hablar y cosas que me inventé sobre la marcha: nada funcionó. Al final estaba en el mismo sitio que al principio. Simplemente no era posible conseguir la suficiente resolución para ver con claridad la cara del hombre de la foto. No obstante, seguí contemplándolas. Las cambié de ángulo. Las imprimí y las miré a la luz. Hice todo lo que haría una persona normal, y aunque la imitación me llenó de orgullo, no descubrí nada excepto que el hombre de la foto se parecía a mí.

No podía obtener una imagen clara de nada, ni siquiera de su ropa. Llevaba una camisa que bien podía ser blanca, o beige, o amarilla, o incluso azul pálido. La luz del aparcamiento que le alumbraba era una de esas brillantes Argón anticrimen que daba a todo una sombra anaranjada; entre eso y la falta de resolución de la foto, era imposible decir más. Los pantalones eran largos, amplios, de un tono claro. En conjunto, un atuendo de lo más normal que podía pertenecer a cualquiera, incluido yo. Tenía la suficiente ropa de ese estilo como para vestir a todo un regimiento de dobles de Dexter.

Me las arreglé para ampliar con el zoom uno de los lados del camión hasta alcanzar a ver la letra «A» y, debajo, una «B», seguida de una «R» y de otra letra que podía ser tanto una «C» como una «O». Pero parte del camión quedaba fuera del plano, y eso era todo lo que se veía.

Ninguna de las demás fotos me aportó la menor pista. Volví a ver la secuencia: el hombre desaparecía, reaparecía, y después la furgoneta ya no estaba. Ni una buena toma, ni un enfoque accidental del número de matrícula, y ninguna razón que permitiera establecer de manera categórica que ese hombre era o no Dexter, el hábil soñador. Cuando por fin levanté la cabeza del ordenador ya había anochecido; estaba oscuro. E hice lo que una persona normal habría hecho, casi con seguridad, unas horas antes: abandoné. No había nada más que hacer excepto esperar a Deborah. Tendría que dejar que mi atormentada hermana me arrastrara hasta la cárcel. Al fin y al cabo, tampoco puede decirse que fuera del todo inocente. La verdad es que merecía que me encerraran. Quizás incluso acabara compartiendo celda con McHale. Siempre podía enseñarme el baile de la rata.

Y embargado por ese pensamiento hice algo realmente maravilloso.

Me dormí.

24

No tuve sueño alguno, ni sentí que viajaba fuera de mi cuerpo; no vi ningún desfile de imágenes espectrales ni de cuerpos decapitados y desangrados. Ni visiones de confites bailándome en la cabeza. No había nada, ni siquiera yo, nada a excepción de un sueño profundo y atemporal. Y, sin embargo, cuando me despertó el teléfono supe que la llamada tenía que ver con Deborah, y también que ella no vendría. La mano me sudaba antes de descolgar el teléfono.

—¿Sí? —dije.

—Al habla el capitán Matthews —dijo la voz—. Necesito hablar con la inspectora Morgan, por favor.

—No está aquí —dije, mientras una parte de mí se hundía ante el significado de esta idea.

—Ah… Vaya… ¿A qué hora se marchó?

Miré el reloj de forma instintiva; eran las nueve y cuarto y los sudores se hicieron más intensos.

—Deborah no ha venido —dije al capitán.

—Pero afirmó que se dirigía a tu casa. Está de servicio, debería estar allí.

—Aquí no ha llegado.

—Maldita sea —dijo él—. Dijo que tenías en casa una prueba que necesitamos.

—Así es —dije. Y colgué el teléfono.

Tenía una prueba, de eso estaba tremendamente seguro. Lo que pasaba es que no sabía muy bien qué era. Pero tenía que averiguarlo e imaginé que no disponía de mucho tiempo. O, para ser más precisos, imaginé que Deb no disponía de mucho tiempo.

Y, una vez más, tampoco era consciente de cómo lo sabía. No me dije conscientemente: «El tiene a Deborah». El cerebro no se me llenó con imágenes de su terrible destino. Y tampoco se trataba de una premonición ni de una leve preocupación del estilo: «Vaya, Deb debería estar aquí; esto no es propio de ella». Simplemente supe, como ya había sabido cuando desperté, que Deb había venido a buscarme pero no había logrado llegar. Y sabía qué significaba eso.

Él la tenía.

Lo había hecho por mí, de eso estaba seguro. Había ido cerrando el círculo en torno a mí, acercándose cada vez más: entrando en mi apartamento, escribiendo breves mensajes con sus víctimas, tomándome el pelo con insinuaciones y atisbos de sus obras. Y ahora estaba tan cerca de mí como le era posible sin estar en la misma habitación. Se había llevado a Deb y estaba esperando con ella. Esperándome.

¿Pero, dónde? ¿Y cuánto tiempo esperaría antes de que la impaciencia le empujara a empezar a jugar sin mí?

Y sin mí, sabía muy bien quién sería su compañera de juegos: Deborah. Se había presentado en mi apartamento vestida con el uniforme para trabajar con las putas, empaquetada como regalo especialmente para él. Él debió de pensar que era Navidad. La tenía, y ella sería su amiguita esta noche. No quería imaginarla así: atada y tensa, viendo cómo pequeñas partes de su cuerpo desaparecían para siempre de un modo horrendo. En otras circunstancias podría tratarse de un entretenimiento fantástico para una noche, pero no con Deborah. Yo estaba seguro de que la idea no me gustaba: no quería que hiciera nada maravilloso ni permanente, no esta noche. Más tarde, tal vez, y con otra persona. Cuando nos conociéramos un poco mejor. Pero no ahora. No con Deborah.

Y ese pensamiento pareció mejorarlo todo. Era fantástico haber establecido este hecho. Prefería a mi hermana viva, en lugar de en fragmentos desangrados. Un detalle encantador por mi parte, casi humano. Y ahora que esto estaba claro: ¿cuál era el siguiente paso? Podía llamar a Rita, llevarla al cine o a pasear por el parque. O, veamos, tal vez, no sé… ¿salvar a Deborah? Sí, parecía un buen plan. Pero…

¿Cómo?

Tenía algunas pistas, por supuesto. Sabía cómo pensaba; al fin y al cabo, no era un razonamiento tan distinto del mío. Y él quería que lo encontrara. Había enviado un mensaje alto y claro. Si pudiera quitarme de la cabeza todas las estupideces que me distraían —los sueños de hadas estilo New Age y todo lo demás—, estaba seguro de que llegaría a descubrir su lógica y correcta ubicación. No se habría llevado a Deb a menos que creyera que me había dado todo lo que un monstruo listo necesita saber para encontrarlo.

Muy bien pues, listo Dexter: encuéntralo. Sigue el rastro del secuestrador de Deb. Deja que tu lógica inexorable siga su pista como si fuera una manada de lobos hambrientos. Pon ese gigantesco cerebro que tienes a toda máquina, deja que el viento zumbe entre las explosivas sinapsis de tu poderosa mente mientras ésta se dirige a cien por hora hacia la hermosa e inevitable conclusión. ¡Vamos, Dexter! ¡Adelante!

¿Dexter?

¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Al parecer, no. No oí que el viento zumbara entre explosivas sinapsis. Estaba más vacío que nunca. Al menos no estaba debilitado por un torbellino de emociones, ya que no tenía emoción alguna. Pero el resultado era exactamente igual de descorazonador. Estaba tan atontado y seco como si realmente pudiera sentir algo. Deborah había desaparecido. Corría un enorme peligro de convertirse en una obra de arte fascinante en tres dimensiones. Y su única esperanza de mantener alguna clase de existencia que fuera más allá de una serie de fotos colgadas de la pared de un laboratorio policial radicaba en su vapuleado y atontado hermano. El pobre y descerebrado Dexter que, sentado en una silla con el cerebro avanzando en círculos, recordaba a un perro que se muerde la cola y aulla a la luna.

Inspiré profundamente. De todas las ocasiones en que había necesitado ser yo, ésta era la más importante. Me concentré con fuerza, con firmeza, y a medida que una pequeña cantidad de Dexter volvía a llenar el vacío de mi cavidad cerebral, me di cuenta de lo humano e imbécil que me había vuelto. El tema no tenía demasiado misterio. De hecho era de una obviedad patente. Lo único que le faltaba hacer a mi amigo era enviar una invitación formal: «Estaré muy honrado de contar con su presencia en la vivisección de su hermana. Se recomienda corazón negro». Pero incluso este leve atisbo de lógica fue barrido de mi atormentado cerebro por una nueva idea que penetró en él como un gusano, rezumando lógica podrida.

Cuando Deb desapareció, yo estaba dormido
.

¿Podía significar que una vez más lo había hecho yo sin saberlo? ¿Y si me había llevado a Deb a algún lugar y la había despedazado en un pequeño y frío almacén, para…?

¿Almacén? ¿De dónde salía esto?

La sensación de encierro… la adecuación del armario en la pista de hockey… el aire frío que me soplaba por la columna
… ¿Qué importaba eso? ¿Por qué seguía volviendo a lo mismo? Porque, pasara lo que pasara, eso es lo que hacía: volvía a los mismos recuerdos ilógicos, que aparentemente no tenían explicación alguna. ¿Qué significaba? ¿Y por qué me importaba eso más que el pedo de un colibrí? Pues porque, significara algo o no, era todo lo que tenía para seguir. Tenía que encontrar un lugar que cumpliera con esa sensación de frío y de presión adecuada. Lo cierto es que no tenía ninguna otra salida: encontrar la caja. Y allí también encontraría a Deb, y a mí mismo o a mi otro yo. ¿No era simple?

Other books

Bind and Keep Me, Book 2 by Cari Silverwood
Twinkie, Deconstructed by Steve Ettlinger
Shadowy Horses by Susanna Kearsley
La colonia perdida by John Scalzi
Untouched by Maisey Yates
Kiss of Death by Caine, Rachel
A Dangerous Climate by Chelsea Quinn Yarbro
No Higher Honor by Bradley Peniston