Authors: Eric Frattini
—Me parece una gran idea —expresó Hudal dando una gran palmada en la mesa—, pero quiero que ustedes dos, padre Bibbiena y joven Lienart, viajen con el convoy, digamos que… para proteger nuestros intereses.
—Esa cuestión debo tratarla con mi padre, monseñor. Sólo él tiene el suficiente poder para presionar al presidente del Reichsbank, el señor Funk, para que permita que el padre Bibbiena y yo podamos viajar en el convoy.
—De acuerdo, joven Lienart, pues antes de esta noche espero su respuesta, después de hablar con su padre. Dígale que desde este momento la Santa Sede estará encantada de hacer negocios con él y con nuestros amigos de Berlín —dijo Hudal mientras en un recipiente de plata quemaba la carta que le había dirigido Edmund Lienart.
August se levantó y, tras besar el anillo de Hudal, se dirigió hacia la puerta. Antes de traspasarla, Bibbiena cogió a su amigo del brazo y lo llevó a un aparte.
—¿Sabes lo que estás haciendo? —le advirtió.
—Sí, perfectamente —respondió Lienart.
—¿Sabes que si te cogen los franceses o los partisanos italianos te pondrán ante un pelotón de fusilamiento?
—Pues ya sabes, querido amigo, tendremos que evitar que la información del oro caiga en sus manos. ¿Vas a ayudarme? —preguntó el seminarista.
—Sí, ya sabes que soy tu amigo. Te ayudaré —respondió Bibbiena.
Cuando los dos hombres se despedían en la puerta del colegio de Santa Maria dell'Anima, a poca distancia de ellos, eran fotografiados desde diversos ángulos. Aquella misma noche, y tras varias horas de espera, August consiguió establecer contacto con su padre y relatarle lo sucedido en su reunión con el arzobispo Hudal, así como el deseo de éste de que tanto August como Bibbiena formaran parte del convoy de oro.
—Hijo, veré qué puedo hacer. Hablaré con el presidente Funk. Los soviéticos se acercan peligrosamente a Berlín y los americanos han conquistado ya Badén, Fráncfort y Marburgo. Tenemos poco tiempo y es de vital importancia contar con ese Pasillo Vaticano de Draganovic. Hudal y los suyos son los únicos que pueden mantener ese pasillo abierto, y Odessa lo sabe.
—Lo sé, padre —afirmó August.
—¿Estás bien?
—Sí, padre. Aunque estoy preocupado por mi madre.
—Está bien en Sabarthés. Ya sabes que se niega a instalarse en nuestra casa de Venecia o en Villa Mondragone, y en este momento es mucho más seguro. Siempre ha sido muy cabezota. Ella es así.
Antes de cortar la comunicación, Edmund Lienart advirtió a su hijo sobre el envío de tres miembros de la Hermandad.
—Son unos asesinos, padre.
—Lo sé, hijo, pero en este momento tan delicado en el que nos encontramos es necesario que alguien proteja tus pasos. Te enviaré a Müller, a Hausmann y a List. Haré incluso que Ulrich Müller te acompañe en el convoy. Es del que más me fío. Tiene mucha experiencia en combate y tal vez pueda serte útil.
—Esos hombres me dan miedo, padre.
—Sí, pero son los únicos con los que podemos contar en este momento. Su única misión en Roma será proteger tu vida para que tú puedas llevar a buen término tu misión. Búscales un piso franco. Te seguirán allí donde vayas. Dile al arzobispo Hudal que tú y tu amigo Bibbiena viajaréis en el convoy. Te diré dónde os reuniréis con él. Buena suerte, hijo.
—Buena suerte para ti también, padre.
Tras pronunciar estas palabras, la comunicación se cortó.
Feldkirchen in Kärnten, al sur de Austria
La ciudad austríaca de Feldkirchen in Kärnten, muy cerca de la frontera yugoslava, había conseguido permanecer intacta a las bombas aliadas. Las grandes paredes montañosas que la rodeaban le daban un aspecto de oasis de seguridad.
El valioso cargamento repartido en tres camiones había sido embalado en cajas de madera sin ningún tipo de identificación. En su interior se amontonaban quinientos kilos en lingotes de oro con el sello de origen de Estados Unidos, Francia e incluso Holanda, monedas recientemente acuñadas, varios millones más en diamantes tallados y una considerable cantidad de divisas, principalmente francos suizos y dólares americanos. Los conductores elegidos para la misión eran en su mayor parte personal de las SS, el Reichsbank y agentes croatas.
—¿De donde sale todo ese tesoro? —preguntó Hugo Bibbiena a su amigo Lienart.
—De Bormann, Martin Bormann.
—¿El famoso y pomposo secretario del Führer?
—Así es. Ante Pavelic, el Poglavnic de Croacia, debe mucho a Bormann. Se calcula que Pavelic ha entregado unos ochenta millones de dólares a la causa de Odessa. Esos dos tipos que hay ahí —dijo Lienart señalando a dos hombres que fumaban de forma compulsiva— son ministros de Pavelic. El general Ante Moskov y Lovro Ustic, antiguo ministro de Economía. Pavelic no se fía de nadie y menos aún del Vaticano o de Bormann.
—Pero Croacia no participó en el saqueo de los bancos centrales de los países ocupados por Hitler.
—Pero sí participó en el expolio a las familias judías, serbias y gitanas de Yugoslavia. Aquello fue un gran negocio para Pavelic y los suyos y parte de ese expolio es lo que hay en este camión. Lo utilizarán para pagar sobornos para poder huir a Sudamérica una vez que termine esta guerra. Pavelic sabe que si son capturados por los partisanos de Tito, lo más seguro es que los ahorquen.
—¡Nos ponemos en marcha! —gritó un oficial alemán.
Los hombres comenzaron a subir a sus respectivos camiones, escondidos en un bosque a las afueras de la ciudad. Hasta ese mismo momento, los convoyes llegaban desde Berlín a intervalos regulares. La necesidad de materias primas para mantener perfectamente engrasada la maquinaria bélica alemana hacía aumentar en el mismo tamaño la necesidad de conseguir dinero fresco, así como lingotes de oro negociables y divisas. A finales de 1943, cuando se rompían las líneas alemanas en Ucrania, las cámaras acorazadas de los bancos de Berna acumulaban quinientos noventa y dos millones de francos suizos en lingotes y monedas de oro. Ahora, el propósito de este último envío era el pago de favores al Vaticano para establecer una ruta de escape segura para los altos dirigentes del Tercer Reich, que en ese momento era ya un imperio de escombros y cenizas.
—Hace demasiado frío aquí —se quejó Bibbiena.
—Sí, pero ya sabes que no debemos perder de vista el cargamento —respondió Lienart.
—Odio el frío, es algo superior a mis fuerzas. Lo paso muy mal desde que estuve en Rusia.
—¿Estuviste en Rusia?
—Sí. Dirigí el Plan Tisserant para la Entidad —precisó Bibbiena mientras intentaba calentarse las manos con su propio vaho.
—¿Tisserant? ¿El cardenal Eugene Tisserant? ¿El prefecto de la Congregación para las Iglesias Orientales?
—Así es. El plan consistía en infiltrar sacerdotes católicos en las zonas de la Unión Soviética controladas por la Wehrmacht tras la invasión. La base de la operación era reclutar sacerdotes para acompañar a las unidades que combatían en el frente. Nuestro plan era establecer el catolicismo, protegidos por el avance del ejército alemán. Éramos unos pobres incautos y fuimos directamente al matadero.
—¿Dónde reclutabais a los sacerdotes? —preguntó interesado Lienart.
—En tres abadías: Grotta Ferrara, en Italia, Chevetogne, en Bélgica, y Velehrad, en Moravia. Allí los preparábamos para saltar a la Unión Soviética.
—¿Y cuál era la misión? ¿Matar a Stalin?
—Ya nos hubiera gustado, amigo mío, pero no. Nuestra misión era dar misas en las zonas liberadas por la Wehrmacht.
—¿Cuánto tiempo permaneciste en Rusia?
—Hasta febrero de 1943. Tuve que salir de allí porque los alemanes del VIº Cuerpo de Ejército al mando de Von Paulus corrían más que yo, perseguidos por las hordas rojas —recordó Bibbiena mientras daba una palmada en la espalda de su amigo acompañada de una gran carcajada.
—¿Y el resto de sacerdotes?
Bibbiena miró a Lienart y tan sólo llegó a decir «carne de cañón» mientras apuraba la colilla que tenía entre los dedos.
Los tres camiones, con las luces apagadas para evitar ser atacados desde el aire por las fuerzas aéreas aliadas, se pusieron en marcha hacia la Ossiacher Strasse en dirección a Villach. El primer vehículo estaba ocupado por agentes de la Gestapo y personal armado del Reichsbank. El segundo, cargado únicamente con lingotes, estaba ocupado por el teniente coronel Adolf Eichmann y cuatro miembros de las SS. A Lienart le sorprendió ver a tan alto cargo de la Oficina Central de Seguridad del Reich en aquella expedición. En el tercer camión viajaban Lienart, Bibbiena y personal armado del Reichsbank. Al llegar a Villach, el convoy se detuvo a un lado de la carretera.
El camión liderado por personal del Reichsbank se dirigiría hacia el oeste, en dirección a Hermagor, Reschensee y, finalmente, a Martina, en territorio helvético, donde sería escoltado hasta Berna por personal del ejército suizo. Su destino final sería la sede del Banco Central de Suiza, en cuyas cámaras acorazadas quedaría depositado el valioso cargamento. El segundo camión, el liderado por Eichmann, se separaría del convoy en Villach y penetraría por el norte, por la Tirol Strasse en dirección al lago Toplitz. El tercer camión se dirigiría hacia el sur para cruzar el Wurzenpass y, tras penetrar en Yugoslavia, atravesar las ciudades de Bovec, Kanal y Nova Gorica, para desde allí volver a cruzar hacia territorio italiano. Ya en suelo italiano, debería atravesar sin problemas Gorizia y Cervignano del Friuli y llegar hasta Venecia y Murano.
—Esperemos no tener ningún problema —dijo Bibbiena.
—Eso espero —respondió Lienart aún con el frío metido en el cuerpo acurrucado en la cabina del camión.
Durante la noche, el camión ya en solitario reanudó su marcha por la ruta establecida y con los primeros rayos de sol se detuvo en un espeso bosque para evitar ser detectado. Aunque la zona yugoslava podía ser la más peligrosa a causa de las partidas de partisanos al mando de Tito, Lienart y Bibbiena esperaban llegar sin demasiados contratiempos hasta Italia.
La etapa yugoslava pasó sin reveses. El ejército prefería no hacer ninguna pregunta a un camión cargado con propiedades de la Iglesia católica austríaca con destino a la Santa Sede. Nada más atravesar el paso fronterizo de Nova Gorica, ya en suelo italiano, el camión se detuvo en una zona boscosa que rodeaba Gorizia. Esperarían allí hasta la noche para reanudar la marcha.
—Tengo ganas de mear —dijo Bibbiena mientras saltaba desde la cabina del camión.
—No te alejes mucho —le advirtió August.
—Descuida, soy de próstata ligera.
Bibbiena se alejó unos cuentos metros. Se acercó a unos matorrales y se abrió la bragueta. En ese momento, sintió un extraño movimiento a su espalda.
—Si te mueves, te meto una bala en el cráneo —dijo alguien con claro acento de algún dialecto italiano del sur.
—No pienso moverme, y más si estoy meando —respondió el agente de la Entidad mientras se giraba—. Si no le importa, me gustaría poder guardarme el pene en su sitio.
—Hágalo con mucho cuidado y con las manos que yo las vea.
De repente, de entre los matorrales salió un pequeño grupo de partisanos fuertemente armados. Pertenecían a los Cuerpos de Voluntarios de la Liberación, al mando del general Cardona.
—¿Quién es usted? —preguntó el que parecía ser el líder.
—Soy el padre Hugo Bibbiena, destinado en la Secretaría de Estado de la Santa Sede —respondió mientras sacaba de la cazadora de cuero un pasaporte con la tiara y las llaves de Pedro.
—Vaya, vaya… Lo que tenemos aquí —dijo de nuevo el partisano—. Por lo visto, hemos detenido a un cuervo.
Bibbiena mantuvo la calma y lanzó una sonora carcajada para relajar el ambiente.
—Vaya, vaya, amigo, parece que a usted no le partieron la boca a tiempo para evitar que fuese un maleducado.
El partisano montó la ametralladora que portaba mientras se disponía a apuntar al agente vaticano.
—Baja el arma, Piero.
—Déjame que liquide a este cuervo —propuso el partisano.
—Te he dicho que bajes el arma —ordenó un guerrillero vestido con un uniforme de campaña del ejercito italiano y que parecía ser el de un oficial.
—Quítele el arma a su amigo. Con los puños, podría enseñarle un poco de educación —dijo el espía papal.
—Va a ser detenido por nuestra unidad hasta que comprobemos su identidad. Cachéalo para ver si lleva armas.
Una joven de unos veinte años se adelantó y obligó a Bibbiena a levantar las manos. Durante el registro se le incautó una pistola Beretta que el agente llevaba escondida en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Vaya, vaya… Y ahora, ¿me va a decir cómo es que un cura lleva pistola?
—Cuestión de seguridad —respondió Bibbiena aún con una sonrisa en la boca—. Ya sabe que los caminos de Dios son inescrutables y también ciertamente inseguros. No desearía encontrarme con algún bandido que quisiese robar a la Santa Sede.
—No se preocupe, padre, somos comunistas, pero comunistas respetuosos con Dios y con su Papa. Atadle las manos y llevadle hasta el campamento. Está anocheciendo, así que mañana por la mañana decidiremos qué hacemos con él.
Hugo Bibbiena fue escoltado hasta un claro del bosque en donde la unidad partisana tenía su cuartel general. Pasada media hora, a August Lienart comenzó a inquietarle la demora de su amigo.
—Tal vez deberíamos ir a buscarlo —propuso Lienart al conductor alemán del camión.
—No lo creo, señor. Nuestra misión es llevar este oro a un lugar seguro de Venecia. Si se arriesga usted por su amigo, puede que la operación se dé al traste y si los italianos descubren lo que transportamos, no sólo se quedarán con su contenido, sino que nos harán muchas preguntas sobre él.
—Siempre podemos decir que son propiedades de la Iglesia de Austria —planteó Lienart.
—Eso es muy útil en la católica Yugoslavia, pero no en la comunista Italia. Toda esta zona está controlada por partisanos comunistas que luchan contra nuestras unidades en el norte de Italia. Si descubren que estamos aquí, estamos acabados.
Lienart se detuvo un instante para pensar.
—Ya lo tengo. Iré yo a buscar a mi amigo. Si ve que no regreso al anochecer, diríjase hacia el siguiente pueblo, Cervignano del Friuli, y espere allí —dijo Lienart mientras señalaba un punto concreto en un mapa de la zona.
—¿Cuánto tiempo tendré que esperarle?
—Veinticuatro horas. Si no llego con mi amigo, continúe sin detenerse hasta el punto convenido en Venecia.