El Oro de Mefisto (42 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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Capítulo XI

Ginebra

Aquella mañana, Edmund Lienart se sentía ciertamente intranquilo ante las noticias que iban llegando desde la Alemania ocupada. Los titulares de los principales periódicos suizos anunciaban la creación de un tribunal penal internacional para juzgar los crímenes de guerra del Tercer Reich. Otros líderes colaboracionistas estaban siendo ejecutados en sus respectivos países: el mariscal Philippe Pétain, condenado a muerte y conmutada la pena por cadena perpetua; Pierre Laval, condenado a muerte y ejecutado; el jefe del gobierno noruego pronazi, Vidkum Quisling, condenado a muerte y ejecutado, y así un sinfín más de líderes extranjeros que habían colaborado con la Alemania nazi.

Estaba claro que las cuatro potencias vencedoras estaban dispuestas a castigar duramente a los máximos líderes del Tercer Reich que cayeran en sus manos. Todos serían llevados a juicio acusados de cuatro cargos concretos: crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, genocidio y guerra de agresión. En total, recibieron 4.850 peticiones de procesamiento, pero tan sólo 611 fueron acusados formalmente. En el primer juicio, veintidós altos cargos del Reich fueron sentados en el banquillo, incluido Martin Bormann, juzgado en ausencia. Doce fueron condenados a morir en la horca; tres, a cadena perpetua; dos, a veinte años; uno, a quince; uno, a diez; y tres, absueltos. De los doce hombres que habían asistido a la reunión secreta en el hotel Maison Rouge de Estrasburgo, presidida por Martin Bormann, la mayoría estaban detenidos o bajo vigilancia por parte de las autoridades aliadas.

Walther Funk y Emil Puhl, del Reichsbank, habían sido condenados a cadena perpetua y a cinco años de prisión, respectivamente; Friodrich Flick, magnate del carbón y el acero, a siete años; Carl Krauch y Georg von Schnitzler, de la IG Farben, a seis y a dos años y medio; Gustav Krupp no había sido condenado debido a su precario estado de salud, pero sí su hijo Alfried, condenado a doce años; y Kurt von Schröeder, experto en operaciones bancarias internacionales, a tan sólo tres meses de cárcel. Albert Vögler, el magnate del armamento, se suicidaría en su celda de la prisión de Haus Ende, en Herdecke, tras ser capturado por los estadounidenses. Sólo cuatro de los asistentes a la reunión de Odessa continuaban aún en libertad: el propio Bormann, Adolf Eichmann, Alois Brunner y él mismo. Mientras permaneciese en su elegante refugio ginebrino, nada tenía que temer. Sabía que los suizos jamás le entregarían a Francia. Sabía que a los suizos no les interesaría que los aliados conociesen el grado de implicación de los gnomos en la industria bélica de Hitler, en su abastecimiento y financiación. En caso de ser entregado a Francia, podría revelar demasiados datos.

El sonido del teléfono arrancó a Lienart de sus pensamientos.

—¿Sí?

—Herr Lienart, está esperándole el señor Alfred Hirsch en recepción.

—Dígale que suba a mi suite. Le atenderé aquí.

Minutos después, el banquero, vestido elegantemente con un traje gris cruzado a rayas, entraba en el salón de la suite. Lienart le recibió vestido con traje de tenis.

—Le ruego me disculpe, Herr Hirsch, por mi informal indumentaria. Tengo un partido de tenis con varios miembros de su gobierno. La verdad es que se les da mejor la política que el tenis —sonrió Lienart a su invitado—. Ahora me gustaría saber qué le trae por aquí.

—Deseo comunicarle mi intención de dejar de ser su banquero y el de su organización —anunció de forma lacónica el presidente del Banco Nacional de Suiza.

Lienart se mostró sorprendido ante aquella petición.

—¿Y a qué se debe esa extraña petición de un banquero serio como usted?

—Tal vez porque no me gustaría acabar como Radulf Koenig y Korl Hoscher y su familia. —aclaró Hirsch.

—Cuando un imbécil no ve la salida, se imagina que todo ha concluido y, efectivamente, querido amigo, todo ha terminado y a Herr Koenig y Herr Hoscher puede que les ocurriese eso mismo. De cualquier forma, debo decirle que ni yo ni Odessa hemos tenido nada que ver con esos horribles asesinatos. Es un hecho execrable que debemos condenar. Esas pobres niñas… —dijo Lienart con cara compungida.

—Pues yo creo que detrás de todo esto está la mano de su organización —dijo el banquero.

—Querido amigo, alguien dijo que debemos desconfiar unos de otros. Ésa es nuestra única defensa contra la traición —afirmó el magnate mientras se servía un vaso de agua con un limón exprimido—. En cambio, amigo mío, la confianza es el sentimiento de poder creer a una persona incluso cuando sabemos que nosotros mismos mentiríamos en su lugar. ¿No le parece?

—De cualquier forma, quiero abandonar su cartera de cliente y la de sus organizaciones y empresas, Herr Lienart —pidió Hirsch nuevamente.

—Lo siento, pero creo que eso no será posible.

—¿Por qué? —preguntó el banquero.

—Sabe usted demasiado, querido amigo, y no creo que eso guste en otras instancias de nuestra organización… —sugirió Lienart.

—Pero… yo estoy sujeto al secreto bancario entre banquero y cliente. A usted y a su organización les protege la ley. Yo…

—Permítame que le interrumpa, mi muy querido amigo. Los señores Koenig y Hoscher olvidaron para quién trabajaban y violaron esa confianza depositada, no sólo en ellos, sino en la tradicional moralidad de la banca suiza, que usted también representa, igual que esos ladrones. Quienes creen que el dinero lo hace todo terminan haciendo todo por dinero y sus colegas así lo pensaban. Para evitarnos disgustos futuros, no voy a aceptar su proposición. Seguirá siendo nuestro amable, confiado y eficaz banquero en Suiza.

—Pero mataron a su esposa, a sus dos hijas… ¿Cómo pudieron hacerlo…?

—Ya le he dicho, querido amigo, que ni yo ni Odessa tenemos nada que ver con esas muertes inocentes. Créame lo que le digo. Si hubiera sido Odessa, Koenig y Hoscher habrían sufrido mucho más de lo que sufrieron y, por supuesto, habrían sido sólo ellos los muertos y no gente inocente como su familia. Odessa no mata a niñas inocentes… —aseguró Lienart con voz grave.

Alfred Hirsch quedó en silencio, con la cabeza agachada, mirando al suelo sin comprender qué podía haber sucedido.

—Déjeme decirle, mi querido amigo, que la violencia es el último recurso del incompetente, y usted sabe, que nosotros dos somos personas educadas, cultas, refinadas, la violencia no entra dentro de nuestro léxico. Tranquilícese. Yo jamás utilizaría la violencia para llegar a un fin. Téngalo por seguro —afirmó Lienart.

—¿Quién cree entonces que ha podido ser el asesino?

—No lo sé, pero, al parecer, Hoscher vivía en una casa sin seguridad y eso, querido amigo, es un error con los tiempos que corren. Estoy seguro de que será algún desesperado que tal vez buscaba comida o joyas y que se encontró con toda la familia dentro de la residencia y se negaron a entregárselas. Sólo eso podría explicar tanta violencia —respondió el magnate.

Lienart miró su reloj de oro.

—Y ahora, si me permite, amigo Hirsch, debo abandonarle. Tengo un partido de tenis. Recuerde, querido amigo, que se puede entrar en Odessa, pero no se puede salir de ella. Conviene que lo recuerde siempre.

El banquero permaneció sentado en silencio, sabiendo que nunca podría abandonar aquella hermética organización. Antes de irse, Lienart se giró hacia donde estaba aún sentado el presidente del Banco Nacional de Suiza.

—¡Ah, por cierto…! Deles recuerdos a su esposa e hijos —dijo Lienart con una gélida sonrisa en los labios.

Durante el resto del día, Lienart disfrutó de la compañía de políticos y financieros de Ginebra y, finalmente, de una buena compañía femenina. Tenía hablar con su hijo August sin falta.

—Hola, padre.

—¿Qué tal por Roma? —preguntó Edmund.

—Complicado.

—Tenía que hablar contigo para informarte de que tienes que ir en persona a Altaussee. Tenemos tres protegidos en el monasterio de San Rafael y necesito que los guíes hasta Roma.

—Será difícil —respondió August.

—¿Por qué?

—La policía italiana no me pierde de vista por el asesinato de una agente de la OSS y estoy seguro de que los americanos tampoco. Un inspector de la policía italiana me ha advertido que no puedo abandonar Roma hasta que no se cierre la investigación —dijo August.

—Pues eso supondrá un problema para el desarrollo de nuestras operaciones. ¿Quién era esa joven? —preguntó Lienart.

—Tú ya lo sabes.

—No, no lo sé, hijo.

—Era una agente de los servicios de inteligencia americanos en Roma. Al parecer, estaba en una misión. Tal vez estaba tras nuestra pista y yo era su mejor camino para llegar hasta Odessa. Ya no podremos saberlo.

—¿Y crees que estoy relacionado con su muerte?

—Ya no sé qué pensar.

—Créeme. No sé nada de esa mujer ni de su muerte.

—¿Y por qué he de creerte?

—¿Porque soy tu padre? ¿Porque nunca te engañaría?

—Se llamaba Claire Ashford y, según me dijo un tipo que estaba con el comisario Di Cario, la degollaron después de estar conmigo.

—¿Quién era ese tipo?

—Un tal Chisholm. Dijo que era el jefe de seguridad de la Embajada de Estados Unidos en Roma, pero yo no lo creo. Parecía un espía. Estoy seguro de que era de la OSS.

—Y con mucho poder… —dijo Lienart.

—¿Cómo lo sabes?

—¿De qué otra forma iban a permitirle los italianos estar presente en el interrogatorio de un sospechoso de un asesinato ocurrido en Roma?

—¿Qué quieres que haga?

—Espera en Roma a la audiencia con el Papa. Será mejor y más seguro que te instales en la residencia familiar de Villa Mondragone. Daré instrucciones para que abran la casa. No te muevas de ahí hasta que no recibas instrucciones mías.

—No es necesario… —intentó protestar August.

—No discutas conmigo. En la situación de vigilancia en la que te encuentras es mejor que te refugies en Frascati. No salgas de allí hasta que ese policía italiano se olvide de ti. No podemos poner en peligro las operaciones de Odessa por esa agente muerta.

—¿Y qué hará Müller? —preguntó August.

—Ya he sido informado de que tuviste un altercado con él. ¿Crees realmente que pudo asesinar a esa chica?

—¿Quién si no? Pero también estoy seguro de que él no sería capaz de levantar su mano sin recibir antes órdenes tuyas.

—¡Ah, querido hijo! La fidelidad es la confianza erigida en norma. Müller es mucho más fiel a ti que a mí o a Odessa. Sería capaz de dar la vida por ti, no lo olvides jamás. ¿Estarías tú dispuesto a dar la tuya por alguien?

—En muchos casos encontramos móviles nobles y heroicos para actos que hemos cometido sin saber o sin querer. Sé que he hecho mal al acusar a Müller del asesinato de esa agente de la OSS, pero ése fue mi primer pensamiento —confesó August.

—Estoy seguro que el segundo fue para mí —precisó su padre.

—Sólo tú y Odessa podríais estar interesados en que desapareciese esa joven. Vosotros sois los mayores beneficiados con su muerte.

—¿Crees que si tenemos que acabar con la vida de alguien sería de forma tan brutal? No basta con pensar en la muerte, sino que debemos tenerla siempre delante. Entonces, la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda… Conviene que veamos siempre su rostro cerca —dijo Lienart.

—¿Qué vamos a hacer con el asunto de Altaussee? Yo no puedo moverme de Roma —interrumpió August.

—¿Crees que Müller podrá encargarse de ese asunto?

—Sí.

—Confiar en todos es insensato, pero no confiar en nadie es una torpeza. Creo que debemos confiar en el sargento Müller. Le enviaré a Altaussee para contactar con Brunner, Mengele y Stangl. Hay que trasladarlos a un lugar seguro en Roma.

—¿Y qué pasa con el último de la lista? —preguntó August.

—¿Eichmann?

—Sí.

—Intentaré localizarlo y ponerlo a buen recaudo en nuestra residencia de Venecia. Tal vez podría refugiarse durante unas semanas en el Casino degli Spiriti.

—¿No es peligroso para nosotros si los agentes aliados los detectan allí, en una residencia de nuestra propiedad? —preguntó August.

—Por eso deberemos evitarlo. Ordenaré a Müller que se ocupe de ello. Tú mantente alerta con los americanos. Estoy seguro de que serán más peligrosos que los italianos. Si descubren tu conexión con Odessa, podemos encontrarnos en una situación difícil y no quiero arriesgarme, ¿me has entendido?

—Sí, padre.

—¿Me has entendido? —repitió Lienart.

—Sí, padre. Te he entendido alto y claro —respondió antes de cortar la comunicación.

Berna

La perdida de Nolan Chills en la misión de Tønder provocó una profunda tristeza entre los miembros de la estación de la OSS en la ciudad suiza, pero el asesinato despiadado de Claire Ashford en Roma provocó en Allen Dulles un profundo sentimiento de venganza. Quería un culpable. Esa mañana, había decidido reunir en la sala principal de la estación de la OSS a todo su equipo.

Gerry Mayer, Mary Bancroft, Wally Toscanini, John Cummuta, Samantha Osborn y Daniel Chisholm estaban ya sentados alrededor de la mesa.

—Buenos días a todos —saludó Dulles al entrar.

—Buenos días, jefe —corearon los presentes al unísono.

—Os he reunido aquí para informaros de que he sido apartado del mando de la estación.

Los allí reunidos mostraron rostros de sorpresa.

—Las muertes de Nolan en Dinamarca y de Claire en Roma han acelerado tal vez un hecho que se daba ya en Washington por seguro.

—¿Regresas a Washington? —preguntó Mayer.

—No. He sido destinado a nuestra base en Wiesbaden para ponerme al mando de la nueva operación Overcast. No estoy muy complacido con ello.

—No sabemos nada de esa operación —dijo Mayer.

—No lo sabéis porque se dirigirá desde la estación de Wiesbaden. Overcast tendrá como misión la extracción de más de setecientos científicos nazis y sus familias de Alemania con destino a Estados Unidos —respondió Dulles.

—Qué cosas nos trae la vida —sentenció Cummuta—. Por un lado, esos nazis de Odessa matan a los nuestros, y por el otro, Washington nos ordena que ayudemos a escapar a otros nazis hacia Estados Unidos.

—Ya sabes, John, que muchas veces la política es a menudo el arte de traicionar los intereses reales y legítimos, y de crear otros imaginarios e injustos. Ésta es una de ellas. ¿Crees que no se me aparecen los rostros de Nolan y Claire por las noches? Igual que a ti, pero ahora nuestras órdenes son otras y nuestros objetivos y enemigos también lo son. Los nazis han sido derrotados y si ahora pueden ayudarnos en la nueva guerra que va a desatarse contra los comunistas, pues bienvenidos sean —dijo Dulles.

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