Otra carga más que llevar sobre los hombros. Si era verdad, huían de un peligro para correr de cabeza hacia otro. Sin embargo, no podían quedarse en el desierto.
«Al menos, si he de morir, que sea bajo la sombra de un árbol», pensó el joven monarca, que se irguió en su montura.
—Te agradezco la información, Wanderer. Hombre prevenido vale por dos. Bien, no quiero retrasar más el comunicar a mi pueblo que la ayuda está en camino. ¿Cuántos días tardaremos en llegar a la calzada del Rey?
—Eso depende de vuestro coraje —contestó Wanderer. Gilthas no veía los labios del hombre a causa de los pliegues de tela que cubrían su cara, pero sí advirtió que los oscuros ojos adquirían la calidez de una sonrisa—. Si todos los tuyos son como tú, diría que no se tardaría gran cosa.
El joven monarca se sintió agradecido por el cumplido. Ojalá lo mereciera. Después de todo, lo que se interpretaba como coraje podría ser sólo agotamiento.
Entrar en la prisión
Gerard planeaba entrar en Solanthus a pie. Dejó al animal en el establo de una posada junto a la calzada, a unos cuatro kilómetros de la ciudad; el joven Richard le había recomendado ese establecimiento. Aprovechó para tomar una comida caliente (que era lo mejor que se podía decir de la pitanza) mientras se ponía al día de los chismes locales. Dijo que era mercenario y que tal vez hubiera trabajo para él en la gran ciudad.
De inmediato le informaron de cuanto necesitaba y más de lo que habría querido saber sobre la desastrosa derrota de los Caballeros de Solamnia y la toma de la ciudad por los Caballeros de Neraka. No había habido muchos viajeros desde la caída de Solanthus, varias semanas atrás, pero la posadera confiaba en que el negocio mejoraría a no tardar. Las noticias que llegaban de Solanthus indicaban que a los ciudadanos no se les estaba torturando ni asesinando a montones, como se había temido, sino que por el contrario se les trataba bien y se les animaba a continuar con sus tareas diarias como si nada hubiera pasado.
Oh, sí, claro que a unas cuantas personas se las había metido en prisión, pero seguramente se lo merecían. La cabecilla al mando de los caballeros, de la que se decía que era una chiquilla, no estaba cortando cabezas, sino predicando a la gente sobre el nuevo dios, que había acudido para cuidarlos. Incluso había llegado a dar la orden de limpiar y restaurar un antiguo templo de Paladine, que se dedicaría a ese nuevo dios. Iba por la ciudad curando a los enfermos y realizando milagros, y tenía prendada a la gente de Solanthus, que empezaba a adorarla.
Las rutas mercantiles entre Solanthus y Palanthas, largo tiempo cerradas, se habían vuelvo a abrir, lo que había sido motivo de felicidad para los mercaderes. En resumen, concluyó la posadera, que las cosas podían haber sido peor.
—Oí decir que había por aquí dragones malignos —comentó Gerard, que echó parte de la cerveza pasada en el jugo cuajado de la carne asada, único modo de hacer agradable al paladar ambas cosas—. Y lo que es peor. —Bajó el tono de voz—. ¡Me dijeron que los muertos caminaban por Solanthus!
La mujer resopló con desdén. Había oído algo respecto a eso, pero ella no había visto dragones y ningún fantasma había entrado en la posada pidiendo comida. Riendo su propio chiste, siguió con su trabajo de proporcionar una buena indigestión a otros incautos huéspedes y dejó a Gerard, que dio lo que le quedaba de la comida al perro de la posada mientras reflexionaba sobre lo que la mujer le había contado.
Sabía la verdad de lo ocurrido. Había visto a los Dragones Azules y Rojos sobrevolando la ciudad y había visto las almas de los muertos rodeando la muralla. Aún se le erizaba el pelo en la nuca cuando recordaba aquel ejército de ojos vacíos y bocas abiertas, manos traslúcidas y dedos que se tendían anhelantes hacia él a través del abismo de la muerte. No, aquello había sido real. Inexplicable, pero muy real.
Le sorprendió enterarse de que a los vecinos de Solanthus se los tratara tan bien, aunque no le extrañó que, al parecer, estuvieran prendados de Mina. Sólo había sostenido una breve conversación con la carismática cabecilla de los caballeros negros, pero aun así conservaba una imagen vivida de ella: podía ver los impasibles ojos ambarinos, oír el timbre de su voz, recordar cada palabra que había pronunciado. El hecho de que se diera tan excelente trato a los solanthinos, ¿facilitaría o dificultaría su tarea? Barajó argumentos en pro y en contra, y al final llegó a la conclusión de que el único modo de saberlo era ir allí y descubrirlo por sí mismo.
Pagó la comida y por la estancia del caballo en el establo, tras lo cual emprendió camino hacia Solanthus, a pie.
* * *
Tenía las murallas a la vista, pero no entró de inmediato. Se sentó en una arboleda, desde donde podía observar sin ser visto. Necesitaba obtener más información sobre la ciudad, y la necesitaba de cierto tipo de persona. Llevaba sentado allí unos treinta minutos cuando se abrió un portillo de las puertas principales y salieron lanzados varios cuerpos pequeños, como si los hubieran empujado por detrás.
La casualidad quiso que uno de ellos pasara muy cerca de donde estaba Gerard. Éste lo llamó, acompañando su llamada con un gesto amistoso, y el cuerpecillo, que pertenecía a un kender, se acercó al punto para charlar.
Recordándose que aquello lo hacía por una noble causa, Gerard se armó de valor, sonrió amistosamente al kender y lo invitó a sentarse.
—Tragacanto Copete Enredado —dijo el kender, a modo de presentación—. Caray, mira que eres feo —añadió alegremente mientras contemplaba, admirado, el rostro picado de viruela de Gerard y el rebelde cabello rubio panoja—. Probablemente eres uno de los humanos más feos que he visto en mi vida.
La Medida prometía que todos aquellos que hicieran el sacrificio supremo por bien de su país serían recompensados en el más allá. Gerard imaginó que esta experiencia en particular le habría hecho ganarse unos lujosos aposentos en algún palacio celestial. Respondió, prietos los dientes, que sabía que nunca ganaría el premio de la reina del baile de mayo.
—Y tienes unos ojos muy azules —observó Tragacanto—. Inquietantemente azules, si no te importa que lo diga. ¿Te gustaría ver lo que guardo en mis saquillos?
Antes de que Gerard tuviera tiempo de contestar, el kender volcó el contenido de varios saquillos y empezó a revolver alegremente entre las cosas desparramadas.
—Acabas de marcharte de Solanthus —dijo Gerard, que interrumpió a Tragacanto en mitad de una historia sobre cómo había conseguido un martillo que antaño perteneció a algún pobre hojalatero—. ¿Cómo están las cosas allí? He oído que los caballeros negros han tomado la ciudad.
El kender asintió con un vigoroso cabeceo.
—Es más o menos como siempre —contestó—. Los guardias rodeándonos y echándonos fuera. Sólo que ahora nos llevan más pronto a ese sitio que antes pertenecía a los Místicos y anteriormente era un templo a no sé qué dios. Llevaron a un grupo de Místicos de la Ciudadela de la Luz y hablaron con ellos. ¡Qué divertido fue verlo, vaya que sí! Una chica estaba frente a ellos, vestida como uno de los caballeros. Tenía unos ojos muy, muy raros. Más raros que los tuyos. Se plantó delante de los Místicos y les dijo todo sobre el dios Único, y les mostró a una hermosa dama metida en una caja de ámbar, y les contó que el Único ya había realizado un milagro y le había dado a la hermosa dama su juventud y belleza y que el Único iba realizar otro milagro y traer de vuelta a la vida a la hermosa dama.
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Los Místicos miraron fijamente a la hermosa dama y algunos de ellos empezaron a llorar. La chica les preguntó si querían saber más sobre ese dios Único, y a los que contestaron que sí los sacaron por un lado y a los que dijeron no, por otro, incluido un anciano al que llamaban Maestro de la Estrella, o algo así. Y entonces la chica vino hacia nosotros y nos hizo un montón de preguntas, y a continuación nos habló a todos sobre ese nuevo dios que había venido a Krynn. Y entonces nos preguntó si nos gustaría adorar a ese dios y servirle.
—¿Y qué dijiste? —inquirió Gerard, despierta la curiosidad.
—Vaya, pues que sí, por supuesto —contestó Tragacanto, sorprendido de que Gerard hubiese podido pensar otra cosa—. Habría sido descortés negarse, ¿no te parece? Puesto que ese nuevo dios se ha tomado tanto trabajo en venir hasta aquí y todo lo demás, lo normal es que hagamos todo lo posible por mostrarnos animosos.
—¿Y no crees que podría ser peligroso adorar a un dios del que no sabes nada?
—Oh, sé un montón sobre él —le aseguró Tragacanto—. Al menos, todo lo que parece importante. A ese dios le gustan mucho los kenders, según dijo la chica. Muchísimo. Tanto que está buscando a uno en particular. Si cualquiera de nosotros lo encontramos, se supone que tenemos que llevárselo a la chica y ella nos dará una gran recompensa. Todos prometimos que lo haríamos, y eso es lo que voy a hacer, encontrar a ese kender. ¿No lo habrás visto tú, por casualidad?
—Eres el primer kender que veo desde hace días —repuso Gerard, que para sus adentros pensó: «Y con suerte, el último»—. ¿Cómo os las arregláis para entrar en la ciudad sin...
—Se llama —le interrumpió Tragacanto, muy centrado en su misión—, El Tasslehoff Burrfoot, y él...
—¿Cómo? —exclamó Gerard, sorprendido—. ¿Qué has dicho?
—¿Cuándo? Está lo que dije sobre Solanthus y lo que dije de la chica y lo que dije sobre el nuevo dios...
—Del kender. Ese kender especial. ¿Dijiste que se llama Tasslehoff Burrfoot?
—El Tasslehoff Burrfoot —le corrigió Tragacanto—. Ese «El» es muy importante, porque no puede ser cualquiera de los Tasslehoff Burrfoot.
—No, supongo que no —admitió Gerard mientras recordaba al kender que había dado inicio a toda esta aventura al ingeniárselas para quedarse encerrado dentro de la Tumba de los Héroes, en Solace.
—Aunque, por si acaso —continuó Tragacanto—, se supone que tenemos que llevar a Sanction a cualquier Tasslehoff Burrfoot que encontremos, para que la chica lo vea.
—Querrás decir a Solanthus —comentó Gerard.
Tragacanto estaba absorto examinando con interés un trocito de cristal azul. Lo alzó y preguntó con ansiedad:
—¿Crees que es un zafiro?
—No, es un trozo roto de cristal azul. Has dicho que se supone que tenéis que llevar al tal Burrfoot a Sanction. Supongo que querías decir Solanthus. La chica y su ejército están en Solanthus, no en Sanction.
—¿Dije Sanction? —Tragacanto se rascó la cabeza. Tras pensar un momento, asintió—. Sí, dije Sanction, y es lo que quería decir. La chica nos contó que no iba a quedarse en Solanthus mucho tiempo. Ella y su ejército se dirigían a Sanction, donde el nuevo dios iba a instaurar un gran templo, y era en Sanction donde quería ver a Burrfoot.
«Eso responde a una de mis preguntas», pensó Gerard.
—Pues yo creo que sí es un zafiro —añadió Tragacanto, y metió el trozo de cristal en el saquillo.
—Conocí a un Tasslehoff Burrfoot —empezó, vacilante, Gerard.
—¿De veras? —Tragacanto se levantó de un brinco y empezó a brincar alrededor del hombre con excitación—. ¿Dónde está? ¿Cómo puedo encontrarlo?
—Hace mucho que no lo veo —adujo Gerard a la par que hacía señas al kender para que se tranquilizara—. Es sólo que me preguntaba qué hace que ese Burrfoot sea tan especial.
—Me parece que la chica no lo dijo, pero quizá me equivoque. Me temo que di una cabezada cuando hablaba de eso. La chica nos tuvo sentados mucho tiempo, y cuando uno de nosotros intentó levantarse para marcharse, un soldado nos apuntó con una espada, que no es tan divertido como podría parecer. ¿Qué me habías preguntado?
Gerard se armó de paciencia y repitió la pregunta.
Tragacanto frunció el entrecejo, una práctica comúnmente conocida como ayuda en el proceso mental, y después respondió:
—Lo único que recuerdo es que es muy especial para el dios Único. Si ves a ese Tasslehoff amigo tuyo, ¿te acordarás de decirle que el Único lo está buscando? Y por favor, menciona mi nombre.
—Lo prometo —le aseguró Gerard—. Y ahora, ¿podrías hacerme un favor? Pongamos que un tipo tiene buenas razones para no entrar en Solanthus por las puertas principales, ¿de qué otro modo podría meterse en la ciudad?
El kender observó sagazmente a Gerard.
—¿Un tipo más o menos de tu tamaño? —preguntó.
—Más o menos, sí —contestó Gerard, encogiéndose de hombros.
—¿Cuánto valdría esa información para un tipo más o menos de tu tamaño? —inquirió Tragacanto.
Había previsto algo así, y sacó una bolsita que contenía varios objetos interesantes y curiosos que había conseguido en la casa solariega de lord Ulrich.
—Elige lo que quieras —ofreció.
Lo lamentó de inmediato, ya que Tragacanto se sumió en una desesperante indecisión, titubeando, sin saber qué escoger del montón y, finalmente, dudó entre un abrojo de hierro con cuatro puntas y una vieja bota a la que le faltaba el tacón.
—Quédate con las dos cosas —dijo Gerard.
Impresionado por semejante generosidad, Tragacanto describió muchos sitios por los que uno podía colarse en Solanthus sin ser visto. Por desgracia, las descripciones del kender eran más confusas que útiles, ya que a menudo saltaba a explicar detalles sobre un lugar al que aún no se había referido o volvía atrás para corregir la información dada sobre otro descrito quince minutos antes.
Por fin, Gerard logró que el kender describiera cada sitio en detalle, un proceso desesperantemente lento y frustrante durante el que el caballero estuvo a punto de estrangular a Tragacanto. Finalmente, Gerard memorizó tres lugares: uno que consideraba el más adecuado a sus necesidades y los otros dos como opciones en reserva. El kender le hizo jurar por su pelo amarillo que nunca, nunca, revelaría a nadie la localización de esos sitios, y Gerard lo prometió, si bien se preguntó para sus adentros si Tragacanto habría prestado el mismo juramento, y su conclusión fue que era más que probable que sí.
Después llegó la parte más difícil. Tenía que librarse del kender, que a esas alturas había decidido que eran amigos íntimos, si no primos o tal vez hermanos. El leal Tragacanto estaba más que dispuesto a viajar con Gerard el resto de sus días. Gerard contestó que le parecía bien, que iba a quedarse por allí, holgazaneando durante bastante rato. Quizás incluso se echaría una siesta, pero que el kender podía esperar si quería.