Transcurrieron quince minutos, durante los cuales la impaciencia de Tragacanto fue creciendo y Gerard roncó con un ojo abierto para asegurarse de que no perdía nada de valor. Por fin, el kender fue incapaz de soportar más la tensión, guardó sus tesoros y se marchó, aunque volvió varias veces para recordarle a Gerard que si veía a El Tasslehoff Burrfoot tenía que mandarlo directamente al Único y mencionar que su amigo Tragacanto debía recibir la recompensa. Gerard se lo prometió y finalmente consiguió librarse del kender. Faltaban varias horas hasta que oscureciera, y mató el tiempo rumiando para qué querría Mina a Tasslehoff Burrfoot.
Dudaba mucho que la chica sintiera aprecio por los kenders. Probablemente lo que Mina buscaba era el ingenio mágico de viajar en el tiempo que Tas llevaba consigo.
«Lo que significa —razonó para sus adentros—, que si se puede encontrar al kender, deberíamos ser nosotros los que diéramos antes con él.»
Tomó nota mentalmente de avisar a los Caballeros de Solamnia de que estuvieran atentos a cualquier kender que dijera llamarse Tasslehoff Burrfoot y que retuvieran a ese kender para mantenerlo a salvo; y, sobre todo, que no permitieran que cayera en manos de los caballeros negros. Solucionado ese asunto, Gerard esperó a que llegara la noche.
La cárcel de los muertos
Gerard no tuvo ninguna dificultad para entrar sin ser visto en la ciudad. Aunque se encontró con su primera opción bloqueada —lo que demostraba que los caballeros negros se afanaban en tapar todos los «agujeros de ratón»—, todavía no habían dado con la segunda. Fiel a su promesa, Gerard nunca reveló la ubicación del lugar de entrada.
Las calles de Solanthus estaban oscuras y vacías. Según la posadera, se había impuesto toque de queda. Había patrullas recorriendo las calles, y Gerard se vio obligado a esconderse para eludirlas, ya fuera deslizándose en un oscuro portal o agachándose detrás de montones de basura en algún callejón.
Entre dar esquinazo a las patrullas y el escaso conocimiento de las calles, Gerard pasó más de dos horas deambulando por la ciudad antes de que lograra localizar finalmente lo que buscaba: los muros de la prisión.
Se metió en un portal desde donde observó el edificio mientras se preguntaba cómo se las iba a ingeniar para colarse dentro. Éste había sido el punto flaco de su plan desde el principio. Introducirse a escondidas en una prisión estaba resultando ser tan difícil como escapar de ella.
Una patrulla entró en el patio del edificio escoltando a varios violadores del toque de queda. Gerard se enteró, al oír el informe del guardia, que se habían cerrado todas las tabernas por orden de los caballeros negros. El propietario de uno de esos establecimientos, en un intento de reducir las pérdidas, había abierto sus puertas en secreto a unos pocos clientes habituales, y ahora iban a encarcelar tanto al dueño como a los parroquianos.
Uno de los detenidos cantaba a voz en cuello. El tabernero se estrujaba las manos y exigía saber cómo esperaban que mantuviera a su familia si le quitaban el medio de ganarse la vida. Otro detenido estaba mareado en el suelo. La patrulla quería librarse de su pesada tarea lo antes posible, y golpeaban la puerta llamando a voces al carcelero.
Éste llegó, pero no parecía complacido. Protestó porque las celdas estaban abarrotadas y no le quedaba sitio para más gente. Mientras la patrulla y él discutían, Gerard abandonó sigilosamente su escondite, cruzó rápidamente la calle y se situó al final del grupo de detenidos.
Se echó hacia adelante la capucha, hundió los hombros y se pegó lo más posible a los demás. Uno de los detenidos le echó una ojeada y parpadeó. Gerard contuvo la respiración, pero tras observarle un momento, el hombre esbozó una mueca ebria, apoyó la cabeza en el hombro de Gerard y rompió a llorar.
El jefe de la patrulla amenazó con marcharse y dejar a los prisioneros en la calle, añadiendo que por supuesto pasaría un informe a sus superiores sobre esa obstrucción a su cometido. Acobardado, el carcelero abrió la puerta de la cárcel y llamó a gritos a los guardias del recinto. Pasada la responsabilidad de los detenidos a otros, la patrulla se alejó.
Los guardias condujeron a Gerard y a los otros detenidos al pabellón de celdas.
En el momento que el carcelero apareció, los prisioneros empezaron a gritar, pero el hombre no les hizo caso. Tras meter a empujones a los nuevos detenidos en cualquier celda en la que cupieran, el carcelero y los guardias se marcharon a toda prisa.
La celda en la que metieron a Gerard estaba tan abarrotada que el caballero no se atrevió a sentarse en el suelo por miedo a que lo pisotearan. Las otras celdas presentaban las mismas condiciones, unas repletas de hombres y otras de mujeres, y todos ellos clamando a voces que los pusieran en libertad. El hedor a cuerpos sin asear, a vómitos y a desechos resultaba insoportable. Gerard sufrió una arcada y se tapó la boca y la nariz con la mano en un intento desesperado de filtrar el mal olor con los dedos, pero su estratagema no tuvo éxito.
El caballero se abrió paso a empujones entre la masa de cuerpos, en dirección a la parte posterior de la celda, lo más lejos posible del rebosante cubo de excrementos. Había temido que sus ropas pudieran parecer demasiado limpias para lo que planeaba, pero ya no tenía que preocuparse por ese detalle. Unas cuantas horas allí, y la peste le se quedaría agarrada hasta el punto de que temió que nunca se libraría de ella. Tras un breve espacio de tiempo convenciéndose de que no iba a vomitar, reparó en que la celda contigua —una grande y espaciosa— parecía estar vacía.
Dio con el codo en las costillas a un compañero de celda y señaló con el pulgar en aquella dirección.
—¿Por qué no nos meten a unos cuantos ahí? —preguntó.
—Puedes meterte si quieres —repuso el prisionero con una mirada sombría—. Yo me quedo aquí.
—Pero está vacía —protestó Gerard.
—No, no lo está. Lo que pasa es que no se los ve. Y me alegro de ello. —El hombre torció el gesto—. Bastante es verlos a la luz del día.
—¿Y qué son? —preguntó Gerard con curiosidad.
—Hechiceros —gruñó el hombre—. Al menos es lo que eran. No estoy seguro de lo que son ahora.
—¿Por qué? ¿Qué les pasa?
—Ya lo verás —pronosticó adustamente el hombre—. Y ahora, si no te importa, déjame dormir.
Se acuclilló en el suelo y cerró los ojos. Gerard pensó que también debería intentar descansar, aunque supuso que le sería imposible.
Se quedó gratamente sorprendido al despertarse unas cuantas horas después y ver que la luz del día bregaba por penetrar a través de las troneras. Se frotó los párpados para ahuyentar el sueño y miró con interés a los ocupantes de la celda contigua, preguntándose qué hacía tan formidables a aquellos hechiceros.
Sobresaltado, Gerard apretó el rostro contra los barrotes que separaban las dos celdas.
—¿Palin? —llamó en voz baja—. ¿Eres tú?
Sinceramente, no estaba seguro. El mago parecía Palin, pero si lo era, el habitualmente pulcro mago no se había bañado ni afeitado ni peinado ni se había ocupado de su aspecto durante semanas. Estaba sentado en un camastro mirando al vacío, los ojos ausentes, su rostro carente de expresión.
Otro mago se sentaba en un segundo catre. Este era elfo, tan escuálido que podría haber pasado por un cadáver. Tenía el cabello oscuro, algo poco habitual en los elfos, que solían ser rubios, y su piel tenía el matiz de un hueso descolorido. Vestía una túnica que tal vez hubiera sido negra en algún momento, pero que la suciedad y el polvo habían vuelto gris. El elfo permanecía tan inmóvil e inánime como Palin, con el mismo gesto carente de expresión.
Gerard llamó a Palin por su nombre otra vez, y en esta ocasión subiendo un poco el tono de voz para que le oyera por encima de las toses, los carraspeos, los gritos y las protestas de sus compañeros de celda. Estaba a punto de llamarlo una vez más cuando lo distrajo el cosquilleo de un roce en el cuello.
—Malditas pulgas —rezongó mientras daba un cachete al insecto.
El mago levantó la cabeza y miró.
—¡Palin! ¿Qué haces aquí? ¿Qué te ha pasado? ¿Estás herido? ¡Maldita sean las pulgas! —Gerard se frotó el cuello con energía y se rascó metiendo la mano entre la ropa.
Palin miró a Gerard con gesto ausente durante largos instantes, como si esperara que hiciera algo o dijera algo más. Cuando el caballero se limitó a repetir las preguntas que había hecho antes, el mago apartó los ojos y de nuevo miró al vacío.
Gerard lo intentó varias veces más, pero finalmente se dio por vencido y se concentró en librarse de los irritantes insectos. Lo consiguió por fin, o eso supuso, ya que la sensación de picor y cosquilleo cesó.
—¿Qué les ha pasado a esos dos? —preguntó a su compañero de celda.
—No sé —respondió el hombre—. Ya estaban así cuando me trajeron aquí, y de eso hace tres días. Viene alguien a diario, les da comida y agua y se encarga de que se lo tomen. Se pasan así todo el día. Le ponen a uno los pelos de punta, ¿eh?
«Sí —pensó Gerard—, ya lo creo que sí.» Se preguntó qué le habría ocurrido a Palin. Al fijarse en unas manchas en la túnica que parecían sangre seca, el caballero llegó a la conclusión de que al mago lo habían torturado y golpeado tanto que había perdido la razón. Sintió una gran pena por él y, mientras se rascaba de manera automática el cuello, se dio media vuelta. Ya no podía hacer nada por Palin, pero si todo salía como planeaba, tal vez sí estaría en su mano hacer algo en el futuro.
Se puso en cuclillas, a buena distancia del repugnante jergón de paja. No cabía duda de que era allí donde había cogido las pulgas.
* * *
—Bueno, ha sido una pérdida de tiempo —hizo notar Dalamar.
El espíritu del elfo permanecía próximo al único ventanuco de la celda. Incluso en aquel mundo en penumbra en el que se veía obligado a habitar —ni vivo ni muerto—, tenía la sensación de ahogarse entre los muros de piedra, y hallaba cierto alivio al imaginar que respiraba aire fresco.
—¿Qué intentabas conseguir con eso? —preguntó—. Doy por sentado que no estabas dándote el capricho de gastarle una broma.
—No, no era una broma —repuso quedamente el espíritu de Palin—. Si quieres saberlo, esperaba ser capaz de ponerme en contacto con ese hombre, de comunicarme con él.
—¡Bah! —resopló Dalamar con desdén—. Pensaba que tenías más sentido común. No le importamos nada. A ninguno de ellos. Y, por cierto, ¿quién es?
—Se llama Gerard y es un Caballero de Solamnia. Lo conocí en Qualinesti. Éramos amigos... bueno, amigos, tal vez no. No creo que le fuera simpático. Ya sabes lo que los solámnicos piensan de los magos, y he de admitir que tampoco mi comportamiento me hacía ser una agradable compañía. Aun así —Palin recordó lo que era soltar un suspiro—, pensé que quizá sería capaz de comunicarme con él, igual que pudo hacerlo mi padre conmigo.
—Tu padre te quería y tenía algo importante que decirte —adujo Dalamar—. Además, Caramon estaba realmente muerto. Nosotros, no, o eso supongo. Tal vez eso tenga algo que ver. En cualquier caso, ¿qué esperabas que pudiera hacer por ti?
Palin guardó silencio.
—Oh, vamos —insistió Dalamar—. No estamos precisamente en una situación para andarnos con secretos.
«Si tal cosa es cierta —pensó Palin—, entonces ¿qué haces tú en esos solitarios paseos? Porque no irás a decirme que te quedas bajo los pinos para disfrutar de la naturaleza. ¿Adónde vas y por qué?»
Durante bastante tiempo después de haberles hecho volver de la muerte, los espíritus de ambos hechiceros habían estado unidos a los cuerpos que antaño habitaron, del mismo modo que un prisionero está encadenado a una pared. Dalamar, impaciente, buscando un modo de volver a la vida, fue el primero en descubrir que esos vínculos eran resultado de su propia dependencia, que los creaban ellos mismos. Tal vez debido a no estar totalmente muertos, sus espíritus no eran esclavos de Takhisis, como ocurrió con las almas atrapadas en el río de los muertos. Dalamar había sido capaz de cortar el nexo que unía cuerpo y alma. Su espíritu abandonó su prisión, salió de Solanthus, o eso le contó a Palin, si bien no explicó adonde había ido. Con todo, a pesar de que podía marcharse, el mago siempre se veía forzado a regresar.
Sus almas tendían a ser tan celosas de sus cuerpos como cualquier mísero con el cofre que guarda sus riquezas. Palin había intentado aventurarse en el lóbrego mundo de las otras almas prisioneras, pero en todo momento lo estuvo asaltando el miedo de que a su cuerpo le ocurriera algo durante su ausencia. Regresó para encontrarse con que seguía sentado en el mismo sitio, mirando al vacío. Sabía que debería sentirse agradecido, y una parte de sí mismo lo estaba, pero otra parte lo que experimentaba era una amarga decepción. Después de esa experiencia, no volvió a abandonar su cuerpo. No podía unirse a las almas de los muertos, que ni lo veían ni le oían. Y no le gustaba encontrarse cerca de los vivos por la misma razón.
Dalamar se ausentaba de su cuerpo con frecuencia, aunque no durante mucho tiempo. Palin estaba convencido de que Dalamar se reunía con Mina para intentar llegar a un acuerdo con ella para que le devolviera la vida. No podía probarlo, pero tenía la certeza absoluta de que era así.
—Si quieres saberlo, esperaba persuadir a Gerard de que me matara —dijo.
—No funcionaría —comentó Dalamar—. ¿Acaso crees que no me lo he planteado ya?
—Podría funcionar —insistió Palin—. El cuerpo vive. Las heridas que recibimos se han curado. Matar de nuevo el cuerpo podría cortar el cordón que nos ata.
—Y Takhisis nos haría volver de nuevo a esta parodia de vida. ¿No te has preguntado la razón? ¿Por qué quiere nuestra reina que se nos alimente y se nos cuide como en tiempos el
shalafi
alimentó y cuidó a esos pobres desdichados a los que llamó Engendros Vivientes? Somos su experimento, como lo eran ellos del
shalafi.
Llegará el momento en que decida si su experimento ha funcionado o no. Lo decidirá ella, no nosotros. ¿Crees que no lo he intentado?
Esto último lo dijo en un tono amargo que le confirmó a Palin sus sospechas.
—Para empezar, Takhisis no es mi reina, así que no me incluyas en tus ideas. En segundo lugar, ¿qué quieres decir con lo de «experimento»? Es obvio que nos retiene cerca para utilizar el ingenio mágico de viajar en el tiempo, si es que consigue apoderarse de él.