—Creo que sí —contestó ella al cabo de unos segundos.
—Se culpa a sí mismo por no encontrarse entre los que han muerto —musitó Planchet.
Con los ojos húmedos de lágrimas,
La Leona
asintió.
* * *
Por mucho que odiara su vida ahora, Gilthas tenía que vivir. No por él, sino por su pueblo. Últimamente había empezado a preguntarse si esa razón era suficiente para seguir soportando tanto dolor. No veía esperanza para nadie en ningún lugar de este mundo. Sólo un fino hilo lo mantenía unido a la vida: la promesa que le había hecho a su madre. Le había jurado a Laurana que conduciría a los refugiados, a los que habían logrado escapar de Qualinesti y estaban esperándole al borde de las Praderas de Arena. La promesa hecha a un muerto había que cumplirla.
Con todo, no pasaban ningún río sin que Gilthas lo mirara e imaginara la paz que hallaría al cerrarse las aguas sobre su cabeza.
El rey sabía que su esposa sufría por él, que la preocupaba. Sabía o sospechaba que se sentía herida por haberse apartado de ella, por haberse retirado tras los muros pétreos de la fortaleza donde se escondía del mundo. Le habría gustado abrir las puertas y dejarla entrar, pero hacerlo requería un esfuerzo. Tendría que abandonar el rincón donde se había resguardado, salir a la luz del sol, cruzar el patio de los recuerdos, correr el cerrojo de la puerta para dar paso a su compasión, una compasión que no merecía. No lo soportaba. Aún no. Nunca, quizá.
Gilthas se culpaba. Su plan había resultado desastroso, había acarreado la destrucción de Qualinost y sus defensores. Había causado la muerte de su madre. Rehuía a los refugiados porque le considerarían un asesino, y con razón. Le tendrían por cobarde, y con razón. Había huido dejando atrás a su pueblo para que muriera. Quizá le acusaran de haber planeado deliberadamente la caída de Qualinesti. Era en parte humano, después de todo. En su depresión, nada era lo bastante atroz o absurdo para no creerlo.
Jugó con la idea de enviar un intermediario para evitar un cara a cara con los refugiados.
«Muy propio del cobarde que eres —se increpó con desprecio—. Rehuye esa responsabilidad como has hecho con otras.»
Daría la cara. Afrontaría su ira y su dolor en silencio, como era su obligación. Renunciaría al trono, dejaría todo en manos del senado, que podría elegir a otro dirigente. Y él regresaría al lago de la Muerte, donde yacían los cuerpos de su madre y de sus súbditos, y el dolor acabaría.
Tales eran los sombríos pensamientos del joven monarca elfo mientras cabalgaba, día tras día, aislado de todos. Miraba fijamente al frente, hacia un único destino: el lugar de reunión con los refugiados de Qualinost, aquellos que habían escapado, merced al valiente esfuerzo de los enanos de Thorbardin, por los túneles que éstos habían excavado a gran profundidad bajo el suelo elfo. Allí donde haría lo que tenía que hacer. Cumpliría su promesa y después sería libre de marcharse... para siempre.
Sumido en estas reflexiones, oyó la voz de su esposa pronunciando su nombre.
La Leona
tenía dos voces; una, la de amante esposa, como él la calificaba, y la otra, la del comandante militar. La cambiaba de manera inconsciente, y no había reparado en la diferencia hasta que Gilthas se lo hizo notar tiempo atrás. La voz de la esposa era suave y cariñosa. La del comandante podía cortar retoños de árboles, o eso afirmaba él para hacerla rabiar.
Cerraba los oídos a la suave y cariñosa voz de la esposa porque no se creía merecedor de su amor; ni del de nadie. Pero era rey, y no podía cerrarlos a la voz del comandante militar. Por el tono supo que traía malas noticias.
—Sí, ¿qué ocurre? —preguntó mientras se volvía a mirarla y se preparaba para lo que fuera.
—He recibido un informe... Varios informes.
—La Leona
hizo una pausa y respiró hondo. La aterraba tener que decirle aquello, pero no tenía opción. Era el rey—. Los ejércitos de Beryl, que creíamos destruidos y desperdigados, han vuelto a reagruparse. No parecía posible, pero aparentemente tienen un nuevo cabecilla, un hombre llamado Samuval. Es un caballero negro, y sigue a una nueva Señora de la Noche, una muchacha humana llamada Mina.
Gilthas miró a su esposa en silencio. Una parte de él escuchaba, entendía y asimilaba la información. Otra parte se arrastró más aún hacia el oscuro rincón de su celda.
—El tal Samuval afirma que sirve a un dios conocido como el Único. El mensaje que lleva a sus soldados es que el Único ha arrebatado Qualinesti a los elfos y se propone devolvérselo a los humanos, a quienes pertenece ese territorio por derecho. Todos los que quieran tierras gratis sólo tienen que firmar el reclutamiento con ese capitán Samuval. Su ejército es inmenso, como puedes imaginar. Todos los marginados y tarambanas de la raza humana están más que ansiosos de reclamar una parte de nuestra bella nación. Están en marcha, Gilthas —concluyó
La Leona—
. Van bien armados y aprovisionados, y avanzan rápidamente para tomar y asegurar Qualinesti. No disponemos de mucho tiempo. Hemos de advertir a los nuestros.
—Y después, ¿qué? —preguntó.
La Leona
no reconoció su voz. Sonaba apagada, como si estuviera hablando tras una puerta cerrada.
—Seguimos nuestro plan original —dijo ella—. Marchamos por las Praderas de Arena hasta Silvanesti, sólo que tendremos que movernos más deprisa de lo previsto. Enviaré una avanzadilla de jinetes para poner sobre aviso a los refugiados...
—No —objetó Gilthas—. He de ser yo quien se lo comunique. Cabalgaré día y noche si es preciso.
—Esposo...
—La Leona
cambió la voz a la de amante esposa, suave, cariñosa—. Tu salud...
Él le lanzó una mirada que acalló sus palabras y después dio media vuelta y espoleó su caballo. Su repentina partida cogió por sorpresa a los elfos de su guardia personal, que tuvieron que lanzar los caballos a galope tendido para alcanzarlo.
Con un profundo suspiro,
La Leona
los siguió.
El lugar que Gilthas había elegido para la reunión de los refugiados elfos se encontraba en la costa del Nuevo Mar, lo bastante cerca de Thorbardin para que los enanos pudieran acudir en defensa de los refugiados si los atacaban, pero no tanto como para ponerles nerviosos. Por lógica, los enanos sabían que a los elfos, amantes del bosque, nunca se les ocurriría vivir en la poderosa fortaleza subterránea de Thorbardin, pero en su fuero interno estaban convencidos de que todos los habitantes de Ansalon envidiaban en secreto su plaza fuerte y reclamarían Thorbardin para ellos si pudieran.
Los elfos también habían tenido cuidado de no atraer la ira de la gran Negra Onysablet, que dominaba lo que antaño era la Nueva Costa y que ahora se conocía como Nueva Ciénaga, porque el reptil había utilizado su repulsiva magia para cambiar el entorno y convertirlo en un peligroso pantanal. Para no viajar a través de su territorio, Gilthas iba a intentar cruzar las Praderas de Arena. Era una vasta tierra de nadie, habitada por tribus de bárbaros que vivían en el desierto y que evitaban a la gente, sin interesarles nada del mundo fuera de sus fronteras, un mundo que, a su vez, tenía poco o ningún interés en ellos.
Lentamente, a lo largo de varias semanas, los refugiados habían marchado trabajosamente hacia el lugar de reunión. Algunos viajaban en grupo por los túneles construidos por los enanos y sus gigantescos gusanos devoradores de tierra. Otros iban solos o en pareja, huyendo por los bosques con la ayuda de los rebeldes de
La Leona.
Atrás dejaban hogares, posesiones, granjas, cosechas, arboledas frondosas y fragantes jardines, la hermosa ciudad de Qualinost, con su resplandeciente Torre del Sol.
Los elfos estaban convencidos de que podrían regresar a su amada tierra, que había sido suya siempre, o eso les parecía. Si retrocedían en la historia, no encontraban un tiempo en que no les hubiera pertenecido. Aun después de que los reinos elfos se separaran al término de la amarga Guerra de Kinslayer, instaurando dos grandes naciones elfas, Qualinesti y Silvanesti, los qualinestis siguieron gobernando y habitando la tierra que ya era suya.
Este desarraigo era temporal. Muchos recordaban aún cuando se vieron obligados a huir de su patria durante la Guerra de la Lanza. Habían sobrevivido a aquello y habían regresado para hacer sus hogares más fuertes que antes. Ejércitos humanos y dragones, llegarían y pasarían, pero la nación qualinesti permanecería. El humo asfixiante de los incendios no tardaría en desvanecerse. Los verdes brotes asomarían emergiendo de la negra ceniza. Reconstruirían, replantarían. Ya lo habían hecho antes y volverían a hacerlo.
Tan convencidos estaban de esto, era tal la confianza que tenían en los defensores de su hermosa Qualinost, que la atmósfera reinante en el campamento de refugiados, sombría al principio, se había tornado casi alegre.
Había muertos a los que llorar, cierto, ya que Beryl había disfrutando matando a los elfos sorprendidos en campo abierto. Algunos de los refugiados habían sido víctimas del dragón. Otros habían sufrido el ataque de humanos que saqueaban y destrozaban todo a su paso, o los habían golpeado y torturado los Caballeros de Neraka. Pero el número de muertos era sorprendentemente bajo considerando que se habían enfrentado a la destrucción y la aniquilación. Merced al plan de su joven monarca y de la ayuda de la nación enana, los qualinestis habían sobrevivido. Empezaron a mirar al futuro, y ese futuro estaba en Qualinesti. No podían imaginarlo en ningún otro sitio.
Los sensatos entre los elfos siguieron preocupados ya que veían ciertas señales de que no todo iba bien. ¿Por qué no habían tenido noticias de los defensores de Qualinost? En la ciudad había montaraces, listos para dirigirse rápidamente al campamento de refugiados. A esas alturas tendrían que haber llegado con noticias, fueran buenas o malas. El hecho de que no hubieran aparecido era muy inquietante para algunos, si bien a otros no les preocupaba.
«Que no haya noticias es una buena noticia», a decir de los humanos, o «Que no haya explosión es un paso positivo», como dirían los gnomos.
Los elfos instalaron las tiendas en las playas del Nuevo Mar. Sus hijos jugaban en el agua, que rompía en suaves olas, y hacían castillos de arena. Por la noche se encendían hogueras con maderas que arrastraba el mar hasta la orilla y, mientras contemplaban los colores siempre cambiantes de las llamas, contaban historias de tiempos pasados en que los elfos se habían visto obligados a huir de su tierra, unas historias que siempre tenían un final feliz.
El tiempo había sido estupendo, con temperaturas inusitadamente cálidas para esa época del año. El mar tenía el intenso color azul oscuro que sólo se veía en los meses otoñales y que presagiaba la llegada de las tormentas invernales. Los árboles se encontraban cargados de frutos, y había comida de sobra. Los refugiados encontraron agua fresca para beber y bañarse. Los soldados montaban guardia día y noche, mientras que soldados enanos vigilaban desde los bosques, ojo avizor a la posible aparición de ejércitos invasores y también a los elfos. Los refugiados esperaban que Gilthas llegara para decirles que se había derrotado al dragón y que podían regresar a casa.
* * *
—Señor —dijo uno de sus guardias personales, que avanzó hasta poner su caballo a la altura del de Gilthas—. Me pedisteis que os avisara cuando nos encontrásemos a pocas horas del campamento de refugiados. El lugar de acampada se halla allí —señaló—, detrás de esas estribaciones.
—Entonces nos detendremos aquí —anunció Gilthas mientras tiraba de las riendas. Alzó la vista al cielo, donde el pálido sol brillaba casi en perpendicular—. Reanudaremos la marcha al anochecer.
—¿Por qué nos paramos, esposo? —preguntó
La Leona,
que llegó a medio galope, justo a tiempo de oír las instrucciones de Gilthas—. Casi nos hemos roto el cuello para llegar junto a los nuestros, y ahora que estamos cerca, ¿nos detenemos?
—Las noticias que les traigo sólo pueden darse mientras hay oscuridad —respondió al tiempo que desmontaba, sin mirarla—. La luz de ningún sol ni de ninguna luna ha de alumbrar nuestro dolor. Me molesta incluso la luz de las estrellas, y si pudiera las haría desaparecer del firmamento.
—Gilthas... —empezó ella, pero el rey esquivó su rostro y se alejó, desapareciendo en la maleza.
A una señal de
La Leona,
su guardia lo siguió a una distancia discreta pero lo bastante cerca para protegerlo.
—Le estoy perdiendo, Planchet —dijo la elfa con la voz preñada de dolor y tristeza—, y no sé qué hacer, cómo recuperarlo.
—Seguir amándolo —aconsejó Planchet—. Es lo único que puedes hacer. El resto ha de hacerlo él.
Gilthas y su séquito entraron en el campamento de refugiados a primeras horas de la noche. En la playa ardían hogueras. Los niños eran sombras danzantes entre las llamas. Para ellos, aquello era una fiesta, una gran aventura. Las noches pasadas en los oscuros túneles, con los enanos de voces gruñonas y aspecto atemorizador, habían pasado a ser recuerdos lejanos. Las clases de la escuela se habían suspendido y les habían dispensado de sus tareas diarias. Gilthas los observó mientras danzaban y pensó en lo que tenía que comunicarles. La fiesta terminaría esa noche. Por la mañana empezarían una lucha amarga, una lucha por conservar la vida.
¿Cuántos de esos niños que ahora bailaban tan alegres alrededor del fuego morirían en el desierto, sucumbiendo al calor y a la falta de agua, o cayendo presa de las malignas criaturas que se decía deambulaban libremente por las Praderas de Arena? ¿Cuántos más de sus súbditos perecerían? ¿Sobrevivirían siquiera como raza, o a este éxodo se lo conocería como el último de los qualinestis?
Entró a pie en el campamento, sin fanfarria. Quienes lo vieron pasar se sobresaltaron al ver a su rey; pero no todos: Gilthas estaba tan cambiado que muchos no lo reconocieron.
Delgado y adusto, demacrado y pálido, Gilthas había perdido casi todo rastro de su ascendencia humana. Su delicada estructura ósea de elfo resultaba más visible, más acusada. Era, susurraron algunos con sobrecogimiento, la viva imagen de los grandes reyes elfos de la antigüedad, Silvanos y Kith-Kanan.
Atravesó el campamento en dirección al centro, donde ardía la gran hoguera. Su séquito se quedó atrás, obedeciendo una orden de
La Leona.
Lo que Gilthas tenía que decirle a su pueblo debía decirio él solo.