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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Cientifica, Ensayo

El mundo y sus demonios (45 page)

BOOK: El mundo y sus demonios
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La otra actividad principal para acumular alimento de las sociedades preagrarias es la recolección de vegetales. Para hacerlo se deben conocer las propiedades de muchas plantas y tener la capacidad de distinguirlas. Los botánicos y antropólogos han encontrado repetidamente que los cazadores-recolectores de todo el mundo han reconocido distintas especies de plantas con la precisión de los taxónomos occidentales. Han trazado un mapa mental de su territorio con la precisión de los cartógrafos. También aquí, todo eso es una condición para sobrevivir.

Así, la afirmación de que, igual que los niños no están preparados para ciertos conceptos de matemáticas ó lógica, los pueblos «primitivos» no son capaces intelectualmente de entender la ciencia y la tecnología es una tontería. Este vestigio de colonialismo y racismo queda desmentido por las actividades cotidianas de un pueblo que vive sin residencia fija y casi sin posesiones, los pocos cazadores-recolectores que quedan, los custodios de nuestro pasado profundo.

De los criterios de Cromer para el «pensamiento objetivo» podemos encontrar ciertamente en los pueblos de cazadores-recolectores un debate vigoroso y sustancial, democracia de participación directa, viajes de largo recorrido, ausencia de sacerdotes y la persistencia de estos factores no durante mil años sino durante trescientos mil o más. Según sus criterios, los cazadores-recolectores
deberían
tener ciencia. Yo creo que la tienen. O la tenían.

L
O QUE JONIA Y LA ANTIGUA GRECIA
proporcionaron no son tanto inventos, tecnología o ingeniería sino la idea de la interrogación sistemática, la idea de que las leyes de la naturaleza, y no unos dioses caprichosos, gobiernan el mundo. El agua, el aire, la tierra y el fuego tuvieron todos su turno como «explicaciones» candidatas de la naturaleza y origen del mundo. Cada una de estas explicaciones —identificada con un filósofo presocrático diferente— tenía grandes defectos en sus detalles. Pero el modo de explicación, una alternativa a la intervención divina, era productivo y nuevo. Del mismo modo, en la historia de la antigua Grecia podemos ver casi todos los hechos significativos dirigidos por los dioses en Hornero, sólo unos cuantos en Herodoto y esencialmente ninguno en Tucídides. En unos cientos de años, la historia pasó de ser dirigida por los dioses a serlo por humanos.

Algo parecido a las leyes de la naturaleza fue vislumbrado en una ocasión en una sociedad politeísta determinada en la que algunos eruditos acariciaban la idea de una especie de ateísmo. Esta aproximación de los presocráticos, que empezó hacia el siglo IV a. J.C., fue apagada por Platón, Aristóteles y posteriormente los teólogos cristianos. Si el hilo de la causalidad histórica hubiera sido diferente —si las brillantes conjeturas de los atomistas sobre la naturaleza de la materia, la pluralidad de los mundos, la vastedad del espacio y el tiempo hubieran sido aceptadas y profundizadas, si se hubiera enseñado y emulado la tecnología innovadora de Arquímedes, si se hubiera propagado ampliamente la idea de las leyes invariables de la naturaleza que los humanos deben buscar y entender—, me pregunto en qué tipo de mundo viviríamos ahora.

No creo que la ciencia sea difícil de enseñar porque los humanos no estén preparados para ella, o porque sólo surgió por chiripa, o porque, en general, no tenemos poder mental para intentar resolverla. En cambio, el enorme celo por la ciencia que veo en los estudiantes de primeros cursos y la lección de los cazadores-recolectores que quedan hablan con elocuencia: tenemos una inclinación profunda por la ciencia, en todos los tiempos, lugares y culturas. Ha sido el medio de nuestra supervivencia. Es nuestro derecho de nacimiento. Cuando, por indiferencia, falta de atención, incompetencia o temor al escepticismo, alejamos a los niños de la ciencia, les estamos privando de un derecho, los despojamos de las herramientas necesarias para manejar su futuro.

Capítulo
19
N
O HAY PREGUNTAS ESTÚPIDAS

Y no dejamos de preguntarnos, una y otra vez,
Hasta que un puñado de tierra
Nos calla la boca...
Pero ¿es eso una respuesta?

H
EINRICH
H
EINE
, «Lazarus» (1854)

E
n el este de África, en los registros de las rocas que datan de hace dos millones de años, se pueden encontrar una serie de herramientas talladas, diseñadas y ejecutadas por nuestros antepasados. Su vida dependía de la fabricación y el uso de esas herramientas. Era, desde luego, tecnología de la primera Edad de Piedra. Con el tiempo se utilizaron piedras de formas especiales para partir, astillar, desconchar, cortar y esculpir. Aunque hay muchas maneras de hacer herramientas de piedra, lo que es notable es que en un lugar determinado durante largos períodos de tiempo las herramientas se hicieron de la misma manera, lo que significa que cientos de miles de años atrás debía de haber instituciones educativas, aunque se tratara principalmente de un sistema de aprendizaje. Aunque es fácil exagerar las similitudes, también lo es imaginarse al equivalente de profesores y estudiantes en taparrabos, las clases de laboratorio, los exámenes, los suspensos, las ceremonias de graduación y la enseñanza postgrado.

Cuando no cambia la preparación durante inmensos períodos de tiempo, las tradiciones pasan intactas a la generación siguiente. Pero cuando lo que se debe aprender cambia de prisa, especialmente en el curso de una sola generación, se hace mucho más difícil saber qué enseñar y cómo enseñarlo. Entonces, los estudiantes se quejan sobre la pertinencia de lo que se les explica; disminuye el respeto por sus mayores. Los profesores se desesperan ante el «deterioro de los niveles educativos y lo caprichosos que se han vuelto los estudiantes. En un mundo en transición, estudiantes y profesores necesitan enseñarse a sí mismos una habilidad esencial: aprender a aprender.

E
XCEPTO PARA LOS NIÑOS
(que no saben lo suficiente como para dejar de hacer las preguntas importantes), pocos de nosotros dedicamos mucho tiempo a preguntarnos por qué la naturaleza es como es; de dónde viene el cosmos, o si siempre ha estado allí; si un día el tiempo irá hacia atrás y los efectos precederán a las causas; o si hay límites definitivos a lo que deben saber los humanos. Incluso hay niños, y he conocido algunos, que quieren saber cómo es un agujero negro, cuál es el pedazo más pequeño de materia, por qué recordamos el pasado y no el futuro, y por qué existe un universo.

De vez en cuando tengo la suerte de enseñar en una escuela infantil o elemental. Encuentro muchos niños que son científicos natos, aunque con el asombro muy acusado y el escepticismo muy suave. Son curiosos, tienen vigor intelectual. Se les ocurren preguntas provocadoras y perspicaces. Muestran un entusiasmo enorme. Me hacen preguntas sobre detalles. No han oído hablar nunca de la idea de una «pregunta estúpida».

Pero cuando hablo con estudiantes de instituto encuentro algo diferente. Memorizan «hechos» pero, en general, han perdido el placer del descubrimiento, de la vida que se oculta tras los hechos. Han perdido gran parte del asombro y adquirido muy poco escepticismo. Los preocupa hacer preguntas «estúpidas»; están dispuestos a aceptar respuestas inadecuadas; no plantean cuestiones de detalle; el aula se llena de miradas de reojo para valorar, segundo a segundo, la aprobación de sus compañeros. Vienen a clase con las preguntas escritas en un trozo de papel, que examinan subrepticiamente en espera de su turno y sin tener en cuenta la discusión que puedan haber planteado sus compañeros en aquel momento.

Ha ocurrido algo entre el primer curso y los cursos superiores, y no es sólo la adolescencia. Yo diría que es en parte la presión de los compañeros contra el que destaca (excepto en deportes); en parte que la sociedad predica la gratificación a corto plazo; en parte la impresión de que la ciencia o las matemáticas no le ayudan a uno a comprarse un coche deportivo; en parte que se espera poco de los estudiantes, y en parte que hay pocas recompensas o modelos para una discusión inteligente sobre ciencia y tecnología... o incluso para aprender porque sí. Los pocos que todavía muestran interés reciben el insulto de «bichos raros», «repelentes» o «empollones».

Pero hay algo más: he visto a muchos adultos que se enfadan cuando un niño les plantea preguntas científicas. ¿Por qué la luna es redonda?, preguntan los niños. ¿Por qué la hierba es verde? ¿Qué es un sueño? ¿Hasta qué profundidad se puede cavar un agujero? ¿Cuándo es el cumpleaños del mundo? ¿Por qué tenemos dedos en los pies? Demasiados padres y maestros contestan con irritación o ridiculización, o pasan rápidamente a otra cosa: «¿Cómo querías que fuera la luna, cuadrada?» Los niños reconocen en seguida que, por alguna razón, este tipo de preguntas enoja a los adultos. Unas cuantas experiencias más como ésta, y otro niño perdido para la ciencia. No entiendo por qué los adultos simulan saberlo todo ante un niño de seis años. ¿Qué tiene de malo admitir que no sabemos algo? ¿Es tan frágil nuestro orgullo?

Lo que es más, muchas de estas preguntas afectan a aspectos profundos de la ciencia, algunos todavía no resueltos del todo. Por qué la luna es redonda tiene que ver con el hecho de que la gravedad es una fuerza que tira hacia el centro de cualquier mundo y con lo resistentes que son las rocas. La hierba es verde a causa del pigmento de clorofila, desde luego —a todos nos han metido esto en la cabeza—, pero ¿por qué tienen clorofila las plantas? Parece una tontería, pues el sol produce su máxima energía en la parte amarilla y verde del espectro. ¿Por qué las plantas de todo el mundo rechazan la luz del sol en sus longitudes de onda más abundantes? Quizá sea la plasmación de un accidente de la antigua historia de la vida en la Tierra. Pero hay algo que todavía no entendemos sobre por qué la hierba es verde.

Hay mejores respuestas que decirle al niño que hacer preguntas profundas es una especie de pifia social. Si tenemos una idea de la respuesta, podemos intentar explicarla. Aunque el intento sea incompleto, sirve como reafirmación e infunde ánimo. Si no tenemos ni idea de la respuesta, podemos ir a la enciclopedia. Si no tenemos enciclopedia, podemos llevar al niño a la biblioteca. O podríamos decir: «No sé la respuesta. Quizá no la sepa nadie. A lo mejor, cuando seas mayor, lo descubrirás tú.»

Hay preguntas ingenuas, preguntas tediosas, preguntas mal formuladas, preguntas planteadas con una inadecuada autocrítica. Pero toda pregunta es un clamor por entender el mundo.
[35]
No hay preguntas estúpidas.

Los niños listos que tienen curiosidad son un recurso nacional y mundial. Se los debe cuidar, mimar y animar. Pero no basta con el mero ánimo. También se les debe dar las herramientas esenciales para pensar.

«E
S OFICIAL», DICE EL TITULAR DE UN PERIÓDICO
: «Estamos fatal en ciencia.» En pruebas a jóvenes de diecisiete años de muchas regiones del mundo. Estados Unidos quedó el último en álgebra. Mientras la media de los jóvenes estadounidenses era del cuarenta y tres por ciento, la de sus equivalentes japoneses, en pruebas idénticas, era del setenta y ocho por ciento. En mi opinión, el setenta y ocho por ciento es bastante bueno; el cuarenta y tres por ciento es suspenso. En una prueba de química, sólo los estudiantes de trece naciones fueron peores que los de Estados Unidos. La puntuación de Gran Bretaña, Singapur y Hong Kong era tan alta que casi se salían de la tabla, y el veinticinco por ciento de los canadienses de dieciocho años sabía tanta química como un selecto uno por ciento de los estudiantes de segunda enseñanza estadounidenses (en su segundo curso de química, y la mayoría en programas «avanzados»). El mejor de entre veinte clases de quinto grado de Minneapolis era superado por todos los componentes de veinte clases de Sendai, en Japón, y por diecinueve entre veinte en Taibei, Taiwan. Los estudiantes de Corea del Sur estaban muy por encima de los estadounidenses en todos los aspectos de matemáticas y ciencias, y los de trece años de la Columbia Británica (al oeste de Canadá) superaban a sus equivalentes estadounidenses en toda la tabla (en algunas disciplinas superaban a los coreanos). El veintidós por ciento de los chicos de Estados Unidos dicen que no les gusta la escuela, por sólo el ocho por ciento de los coreanos. Sin embargo, dos tercios de los americanos, por sólo un cuarto de los coreanos, dicen ser «buenos en matemáticas».

Estas desalentadoras tendencias del promedio de estudiantes de Estados Unidos se ven compensadas en ocasiones por la actuación de estudiantes sobresalientes. En 1994, un estudiante americano consiguió una marca de una perfección sin precedentes en la Olimpíada Matemática Internacional de Hong Kong, derrotando a otros trescientos sesenta estudiantes de sesenta y ocho naciones en álgebra, geometría y teoría del número. Uno de ellos, Jeremy Bem, de diecisiete años, comentó: «Los problemas de matemáticas son como rompecabezas de lógica. No hay nada rutinario: todo es muy creativo y artístico.» Pero aquí no hablo de producir una nueva generación de científicos y matemáticos de primera categoría, sino de la cultura científica del público en general.

El sesenta y tres por ciento de los adultos norteamericanos no son conscientes de que el último dinosaurio murió antes de que apareciera el primer humano; el setenta y cinco por ciento no sabe que los antibióticos matan a las bacterias pero no a los virus; el cincuenta y siete por ciento no sabe que los «electrones son más pequeños que los átomos». Las encuestas muestran que algo así como la mitad de los adultos de Estados Unidos no saben que la Tierra gira alrededor del Sol y tarda un año en hacerlo. En mis clases en la Universidad de Cornell he encontrado estudiantes brillantes que no saben que las estrellas salen y se ponen por la noche, o ni siquiera que el Sol es una estrella.

Debido a la ciencia ficción, el sistema educativo, la NASA y el rol que juega la ciencia en la sociedad, los estadounidenses están mucho más expuestos a la percepción copernicana que el humano medio. Una encuesta de 1993 realizada por la Asociación China de Ciencia y Tecnología revela que, como en Estados Unidos, no más de la mitad de personas en China sabe que la Tierra gira alrededor del Sol una vez al año. Podría ser muy bien, pues, que más de cuatro siglos y medio después de Copérnico, la mayor parte de la gente de la Tierra creyera todavía, en el fondo de su corazón, que nuestro planeta está inmóvil en el centro del universo y que somos profundamente «especiales».

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