Authors: Arthur Conan Doyle
Me quedé inmóvil, como un hombre paralizado, mirando todavía con fijeza el terreno que había atravesado. Y entonces, de pronto, lo vi. Hubo un movimiento entre los arbustos, en el extremo más distante del calvero que acababa de cruzar. Una gran sombra oscura se desprendió de las demás sombras y saltó en medio del claro lunar. Dije «saltó» deliberadamente, porque la bestia se movía como un canguro, saltando en posición erecta sobre sus poderosas patas traseras, mientras mantenía dobladas las delanteras. Era de un tamaño y una fuerza enormes, parecía un elefante erguido en posición erecta, pero sus movimientos, a pesar de su corpulencia, eran sumamente activos. Por un momento, al ver su figura, confié en que fuera un iguanodonte, que conocía como un animal inofensivo, pero a pesar de mi ignorancia no tardé en advertir que ésta era una bestia muy diferente. En lugar de la bondadosa cabeza parecida a la de un ciervo, característica del gran animal de patas de tres dedos que comía hojas, esta fiera tenía un hocico ancho, aplastado, semejante al de un sapo, como el de aquel que nos había alarmado en nuestro campamento. Tanto su grito feroz como la horrible energía que ponía en su persecución me persuadieron de que era seguramente uno de los grandes dinosaurios carnívoros, o sea, una de las bestias más terribles que habían pisado la faz de la tierra. Cuando el enorme bruto saltaba, se dejaba caer sobre sus patas delanteras y acercaba su nariz al suelo cada veinte yardas o cosa así. Estaba husmeando mi rastro. A veces, por un instante, lo perdía, pero volvía a encontrarlo enseguida y avanzaba saltando rápidamente por el sendero que yo había tomado.
Todavía hoy, cuando pienso en esa pesadilla, mi frente se cubre de sudor. ¿Qué podía hacer? Llevaba en la mano mi inútil escopeta. ¿Qué ayuda podía proporcionarme? Miré desesperadamente a mi alrededor en busca de una roca o de un árbol, pero estaba en un monte bajo donde no había nada más alto que un retoño de árbol joven; pero yo sabía que la fiera que venía tras de mí podía derribar un árbol adulto como si fuese una caña. Mi única posibilidad era la fuga. No podía moverme con rapidez en aquel terreno áspero y quebrado, pero al mirar a mi alrededor con desesperación vi una senda bien marcada y apisonada que cruzaba frente a mí. Durante nuestras exploraciones habíamos visto varias de la misma clase, labradas por el paso de los animales salvajes. Por ello podría quizá defenderme, porque era un corredor veloz y estaba en excelentes condiciones. Arrojando mi inútil escopeta, me lancé a una carrera de media milla como nunca la había hecho antes ni la he vuelto a hacer después. Me dolían las piernas, mi pecho jadeaba y sentía que mi garganta iba a estallar por falta de aire, pero, con aquel horror detrás de mí, corría, corría y corría. Al fin hice un alto, porque apenas me podía mover. Por un momento creí que me lo había sacado de encima. Todo estaba quieto en el sendero. Pero de pronto, con un crujido y unos desgarramientos, con un blando y pesado andar de pies gigantescos y un jadeo de pulmones monstruosos, la fiera estaba otra vez sobre mis pasos. Venía pisándome los talones. Estaba perdido.
¡Qué insensato había sido al demorarme tanto en huir! Hasta entonces me había seguido por el olfato y sus movimientos eran lentos. Pero cuando eché a correr me había visto. De allí en adelante me perseguía con los ojos, porque el sendero le mostraba por dónde iba. Ahora, al torcer por una curva, corría a grandes saltos. El resplandor de la luna brillaba en sus ojos enormes y protuberantes, en la fila de enormes dientes de sus abiertas fauces y en la bruñida guarnición de sus garras, sobre sus cortas y poderosas patas delanteras. Con un alarido de terror, me di vuelta y corrí locamente por el sendero. Detrás de mí, la respiración espesa y jadeante de la bestia sonaba cada vez más fuerte. Sus pesados pasos ya se apoyaban a mi lado. A cada instante esperaba sentir que me apresaba por la espalda. Y de pronto sentí un estrépito... Estaba cayendo en el vacío y todo lo demás fue silencio y oscuridad.
Cuando emergí de mi desmayo —que supongo no pudo durar más de unos pocos minutos— advertí un olor espantoso y penetrante. Tanteando con la mano en la oscuridad, tropecé con algo que parecía un enorme trozo de carne, mientras mi otra mano tocaba un hueso muy grande. Muy arriba, sobre mí, había un círculo de cielo estrellado, que me demostró que estaba en el fondo de un profundo pozo. Lentamente y tambaleándome, me puse de pie y fui tanteando todo mi cuerpo. Me sentía embotado y dolorido de la cabeza a los pies, pero no había miembro que no se moviese ni articulación que no pudiera doblar. Según iban retornando a mi cerebro confuso las circunstancias de mi caída, alcé la vista aterrorizado, esperando ver la espantosa cabeza recortada sobre el cielo que palidecía. Pero no había señales del monstruo, sin embargo, ni tampoco pude oír ruido alguno que llegara de arriba. Comencé a caminar lentamente alrededor, tanteando en todas direcciones para averiguar en qué extraño lugar me había precipitado tan oportunamente.
Era, como he dicho ya, un pozo, con las paredes sumamente empinadas y el fondo raso de unos veinte pies de anchura. Este fondo estaba sembrado de grandes trozos de carne, la mayor parte de los cuales estaba en el más avanzado estado de descomposición.. La atmósfera era ponzoñosa y horrible. Después de tropezar y tambalearme al pisar sobre aquellos montones de podredumbre, di de pronto con algo duro y descubrí que era un poste recto, firmemente empotrado en el centro del hueco. Era tan alto que no pude alcanzar su extremo con la mano. Parecía estar cubierto de grasa.
De pronto recordé que tenía una caja de hojalata con cerillas de cera en mi bolsillo. Al encender una de ellas pude al fin formarme una opinión acerca del lugar en que había caído. No cabían interrogantes sobre su naturaleza. Era una trampa... hecha por la mano del hombre. El poste en el centro, de unos nueve pies de largo, estaba aguzado en el extremo superior y ennegrecido por la sangre coagulada de los seres que habían quedado empalados allí. Los restos desperdigados por el suelo eran fragmentos de las víctimas, que habían sido cortados para dejar libre la estaca para los que consumaran el desatino de caer a su vez. Recordé que Challenger había dicho que el hombre no podía sobrevivir en la meseta, puesto que sus débiles armas no le permitirían afrontar a los monstruos que erraban por ella. Ahora resultaba evidente que ello era posible. En sus cuevas de bocas estrechas, los nativos de esta tierra, quienes quiera que fuesen, tenían refugios donde los enormes saurios no podían penetrar; en tanto eran capaces, con sus desarrollados cerebros, de preparar unas trampas como aquéllas, cubiertas de ramas y dispuestas en los senderos transitados por los animales, y que podían destruirlos a pesar de su fuerza y agilidad. El hombre era siempre el amo.
No era difícil, para un hombre activo, el escalamiento de las empinadas paredes del pozo, pero titubeé mucho tiempo antes de arriesgarme a quedar al alcance de aquella espantosa bestia que había estado a punto de destruirme. ¿Cómo podía saber yo si no estaba emboscado en el matorral de arbustos más próximo esperando mi reaparición? Cobré aliento al recordar una conversación entre Challenger y Summerlee a propósito de las costumbres de los grandes saurios. Ambos estaban de acuerdo en que estos monstruos carecían prácticamente de cerebro, que en sus menudas cavidades craneanas no había lugar para la razón y que si habían desaparecido del resto del mundo era debido seguramente a su propia estupidez, que les había hecho imposible la adaptación a circunstancias cambiantes.
Si aquella bestia hubiera permanecido esperándome esto significaría que comprendía lo que me había ocurrido, y a su vez probaría que poseía cierta capacidad para unir causa y efecto. Pero con seguridad era más probable que un ser sin cerebro actuando únicamente en función de un confuso instinto rapaz hubiese abandonado la caza cuando desaparecí, y que, después de una pausa asombrada, se hubiera alejado en busca de alguna otra presa. Trepé hasta el borde del pozo y miré a mi alrededor. Las estrellas palidecían, el cielo adquiría una tonalidad blanquecina y el frío viento matinal soplaba agradablemente sobre mi rostro. No pude ver ni oír nada que tuviera que ver con mi enemigo. Lentamente, ascendí hasta salir fuera del pozo y me senté por un rato en el suelo, dispuesto a saltar otra vez dentro de mi refugio si surgía algún peligro. Luego, tranquilizado por la absoluta quietud que reinaba y por la creciente claridad, hice acopio de todo mi valor y me encaminé furtivamente por el sendero que había tomado para venir. Un trecho más adelante recogí mi escopeta y poco después topé con el arroyo que constituía mi guía. Luego, lanzando muchas miradas temerosas hacia atrás, emprendí el regreso al campamento.
Y de pronto sucedió algo que me hizo recordar a mis ausentes compañeros. En el aire quieto y puro del amanecer resonó lejanamente la nota cortante y seca de un disparo de rifle. Me detuve y escuché, pero no hubo nada más. Por un instante me conmovió la idea de que algún repentino peligro podía haber caído sobre ellos. Pero enseguida se me ocurrió una explicación más simple y natural. La claridad diurna era ya completa. Habrían imaginado que yo estaba perdido en los bosques y habían disparado para guiarme hacia el campamento. Es cierto que habíamos tomado la resolución estricta de no hacer fuego, pero si estimaban que yo podría estar en peligro no vacilarían. A mí me tocaba ahora apresurarme todo lo posible para tranquilizarlos.
Como estaba rendido y sin fuerzas, no pude avanzar con tanta rapidez como hubiera deseado; pero al fin entré en unos parajes conocidos. Allí estaba la ciénaga de los pterodáctilos, a mi izquierda; más allá, frente a mí, el claro de los iguanodontes. Ahora, ya estaba en el último cinturón de árboles que me separaba del Fuerte Challenger. Alcé mi voz en un grito jubiloso para alejar sus temores. Se me encogió el corazón ante aquel ominoso silencio. Apreté el paso hasta la carrera. La
zareba
se alzaba ante mí tal como la había dejado, pero la puerta estaba abierta. Me precipité en el recinto. Un espantoso panorama se presentó ante mis ojos, en la fría luz de la mañana. Nuestros efectos estaban esparcidos por el suelo en salvaje confusión; mis camaradas habían desaparecido y junto a las humeantes cenizas de nuestra hoguera la hierba estaba teñida de escarlata por un espantoso charco de sangre.
Tan aturdido quedé por este golpe repentino que durante unos instantes debo haber estado a punto de perder la razón. Tengo un vago recuerdo, tal como se rememora un mal sueño, de haber echado a correr a través de los bosques que rodeaban el campamento vacío, llamando desesperadamente a mis compañeros. Ninguna respuesta llegó desde las silenciosas sombras. El horrible pensamiento de que quizá nunca volvería a verlos, de que yo mismo quedaría abandonado y completamente solo en aquel espantoso lugar, sin una vía posible para descender al mundo de abajo y que tal vez tendría que vivir y morir en aquel país de pesadilla, me llevaba a la desesperación. Debo haberme arrancado los cabellos y golpeado la cabeza en mi desconsuelo. Sólo ahora comprendía la forma en que había aprendido a apoyarme en mis compañeros; en la serena confianza en sí mismo de Challenger y en la sangre fría llena de dominio y humor que poseía lord Roxton. Sin ellos era como un niño en la oscuridad, desvalido e impotente. No sabía qué camino tomar ni qué hacer primero.
Después de un período de tiempo en que permanecí sentado en pleno azoramiento, traté de descubrir qué inopinada catástrofe podía haber sobrevenido a mis compañeros. El desorden que reinaba en todo el campamento demostraba que había sufrido alguna clase de ataque, y el disparo de rifle señalaba, sin duda, el momento en que había ocurrido. El que sólo hubiera habido un disparo indicaba que todo había terminado en un instante. Los rifles aún yacían sobre el suelo, y uno de ellos, el de lord John, tenía un cartucho vacío en la recámara. Las mantas de Challenger y Summerlee, junto al fuego, sugerían que ambos estaban durmiendo en el momento en que ocurrieron los hechos. Las cajas de municiones y de alimentos estaban esparcidas en salvaje desorden, junto con nuestras infortunadas cámaras fotográficas y portaplacas, pero no faltaba ninguna. Por otra parte, todas las provisiones no envasadas —y recordé que había una considerable cantidad— habían desaparecido. Por lo visto habían sido animales y no indígenas los autores de la incursión, porque seguramente estos últimos no habrían dejado nada.
Pero si habían sido animales, o un solo y terrible animal, ¿qué había sido de mis camaradas? Probablemente una bestia feroz los había despedazado y abandonado allí sus restos. Es cierto que el espantoso charco de sangre hablaba de violencia. Un monstruo tal como el que me había perseguido a mí durante la noche hubiese podido llevarse una víctima con tanta facilidad como un gato apresa un ratón. En ese caso, los demás habrían salido en su persecución. Pero seguramente se habrían llevado consigo sus rifles. Cuanto más trataba de pensar en ello con mi confuso y fatigado cerebro, menos conseguía hallar una explicación plausible. Exploré los alrededores de la floresta, pero no pude hallar rastros que pudieran ayudarme a llegar a una conclusión. Me extravié una vez, y sólo la buena suerte, después de una hora de vagabundeo, me ayudó a encontrar de nuevo el campamento.
De pronto concebí una idea que trajo un pequeño consuelo a mi corazón. No estaba absolutamente solo en el mundo. Abajo, al pie del farallón y al alcance de mis llamadas, estaba esperando el fiel Zambo. Fui hasta el borde de la meseta y miré hacia abajo. Por cierto, estaba en cuclillas entre sus mantas, junto al fuego de su pequeño campamento. Pero, para mi sorpresa, otro hombre estaba sentado frente a él. Por un instante mi corazón saltó de alegría, porque pensé que uno de mis camaradas había logrado descender con éxito. Pero una segunda mirada disipó la esperanza. La luz del sol naciente brilló rojiza sobre la piel de ese hombre. Era un indio. Grité a plena voz y agité mi pañuelo. Entonces Zambo miró hacia arriba, hizo señas con la mano y se dirigió hacia el pináculo para ascenderlo. En poco tiempo llegó arriba y se situó cerca de mí, escuchando con profunda pena la historia que le relataba.
—El diablo se los llevó seguramente,
Massa
Malone —dijo—. Ustedes entrar en el país del diablo, señó, y los llevará a todos con él. Hágame caso,
Massa
Malone, y baje pronto, si no se lleva a usted también.
—¿Pero cómo podré bajar, Zambo?
—Coja lianas trepadoras de los árboles,
Massa
Malone. Tírelas hasta aquí. Yo las sujeto al tocón del árbol y usted tiene puente.