Authors: Arthur Conan Doyle
Challenger, al fin, empeñado en probar un detalle que Summerlee había cuestionado, asomó ostensiblemente su cabeza por encima de las rocas, y con ello estuvo a punto de provocar la destrucción de todos nosotros. Instantáneamente, el macho más cercano lanzó un grito agudo y sibilante y desplegó los veinte pies de envergadura de sus correosas alas al remontarse por los aires.
Las hembras y las crías se apiñaron junto al agua, mientras todo el círculo de centinelas se elevaba uno tras otro, tomando altura hacia el cielo. Era un cuadro maravilloso el ver a no menos de un centenar de aquellos animales de enorme tamaño y repelente aspecto volando como golondrinas sobre nuestras cabezas, con aleteos veloces y cortantes; pero pronto comprobamos que no era un cuadro en el cual podíamos demorarnos sin perjuicio. Al principio, las grandes bestias volaron describiendo un inmenso círculo, como si quisieran asegurarse de la exacta extensión que el peligro podía tener. Luego, el vuelo se fue haciendo más bajo y el círculo más estrecho, hasta que las sentíamos zumbar en torno a nosotros, cada vez más cerca. El seco y crujiente aleteo de sus enormes alas de color pizarra llenaba el aire con un ruido tan intenso que me hizo recordar el aeródromo de Hendon en un día de carreras aéreas.
—Hacia el bosque todos juntos —gritó Roxton enarbolando su rifle como un garrote—. Esas bestias tienen malas intenciones.
En el momento en que tratábamos de retirarnos, el círculo se cerró a nuestro alrededor, hasta que las puntas de las alas de los que estaban más próximos casi tocaban nuestros rostros. Los golpeamos con las culatas de nuestros rifles, pero no hallábamos nada sólido o vulnerable para herirlos. Entonces, súbitamente, asomó de entre el círculo sibilante y de color pizarra un largo cuello y un pico feroz que nos acometió. Le siguieron otro, y otro más. Summerlee lanzó un grito y se llevó la mano al rostro, del cual empezó a manar sangre. Yo sentí una punzada en el cuello y quedé aturdido con el golpe. Challenger cayó y cuando me detuve para levantarle recibí otro golpe por detrás, cayendo entonces encima de él. En ese instante oí el disparo del rifle para elefantes de lord John y al levantar la vista observé a una de las bestias que se agitaba en el suelo con un ala rota, escupiendo y gorgoteando hacia nosotros, con el pico muy abierto y los ojos desorbitados e inyectados en sangre, como un demonio de pintura medieval. Sus camaradas comenzaron a volar más alto ante el súbito estampido y trazaban círculos sobre nuestras cabezas.
—¡Ahora! —gritó lord John—. ¡Ahora, por nuestras vidas!
Tambaleantes, nos precipitamos en el bosque, y en el momento en que alcanzábamos los árboles aquellas harpías estaban de nuevo sobre nosotros. Summerlee fue derribado, pero lo arrancamos de allí y nos metimos entre los troncos. Una vez allí estábamos a salvo, porque aquellas alas enormes no tenían espacio para moverse entre las ramas. Mientras regresábamos cojeando hacia nuestro cobijo, tristemente aporreados y desconcertados, los vimos durante mucho tiempo volando muy alto, recortados sobre el profundo cielo azul, sobre nuestras cabezas, remontándose en círculos hasta que no parecían más grandes que palomas torcaces; pero sin duda siguiendo todavía nuestro avance con sus ojos. Al fin, cuando alcanzamos los bosques más espesos, abandonaron la caza y no los vimos más.
—Una experiencia de lo más interesante y convincente —dijo Challenger cuando hicimos un alto junto al arroyo y él bañaba su rodilla hinchada—. Ahora estamos excepcionalmente bien informados sobre las costumbres del pterodáctilo enfurecido.
Summerlee estaba restañando la sangre que manaba de un corte que tenía en la frente, mientras yo trataba de obstruir una fea puñalada en el músculo del cuello. Lord John tenía un desgarrón en el hombro de su chaqueta, pero sin que los dientes del pajarraco hubieran podido hacer otra cosa que rozar la carne.
—Resulta digno de anotarse —continuó Challenger— que nuestro joven amigo ha recibido una indiscutible puñalada, mientras que la chaqueta de lord John sólo ha sido desgarrada por un mordisco. En mi propio caso, fui golpeado por sus alas en torno a la cabeza. De modo que hemos tenido una notable exhibición de sus diversos métodos de ataque.
—Hemos salvado la vida por un pelo —dijo lord John seriamente—, y no puedo imaginar una forma de morir más hedionda que la de ser despachados por esas asquerosas alimañas. Lamento haber tenido que disparar mi rifle, pero, ¡por Júpiter!, no había mucho que elegir.
—Si usted no lo hubiese hecho no estaríamos aquí —dije convencido.
—Tal vez no nos perjudique —dijo él—. En estos bosques deben producirse muchos estallidos fuertes al rajarse o desplomarse los árboles y esos ruidos deben ser muy semejantes al disparo de un rifle. Pero ahora, si ustedes son de mi opinión, ya hemos tenido bastantes conmociones para un solo día, y lo mejor que podemos hacer es volver al campamento a buscar el botiquín para aplicarnos un poco de ácido fénico. ¿Quién sabe la clase de veneno que esas bestias pueden tener en sus hediondas mandíbulas?
Parece indudable que ningún hombre, desde que el mundo es mundo, ha pasado un día semejante. Todavía se nos guardaba una sorpresa inédita. Cuando, siguiendo el curso de nuestro arroyo, alcanzamos finalmente nuestro claro y vimos la cerca espinosa de nuestro campamento, pensamos que nuestras aventuras tocaban a su fin. Pero antes de que pudiésemos descansar, nos aguardaban otras cosas en que pensar. La puerta del Fuerte Challenger estaba intacta, las paredes no tenían roturas y sin embargo alguna poderosa y extraña criatura había visitado el lugar durante nuestra ausencia. Ninguna huella de pies revelaba trazas de su naturaleza, y sólo la rama colgante del enorme árbol gingko sugería cómo podía haber entrado y salido; pero el estado en que hallamos nuestras reservas nos ofrecía una amplia evidencia de su fuerza maligna. Estaban dispersas al azar por el suelo de todo el campamento y una lata de carne había sido destrozada para extraer su contenido. Una caja de cartuchos estaba hecha astillas y una de las cápsulas metálicas había sido desmenuzada. Otra vez la sensación de vago terror invadió nuestras almas y lanzamos miradas asustadas a nuestro alrededor, hacia las negras sombras que se cernían a nuestro lado por todas partes y en cada una de las cuales podía estar en acecho alguna forma temible. Qué magnífico fue oír el saludo de la voz de Zambo; cuando nos acercamos al borde de la meseta, lo vimos sentado, gesticulando, en la cumbre del pináculo que teníamos frente a nosotros.
—¡Todo bien, Massa Challenger, todo bien! —gritó—. Yo quedar aquí. No miedo. Ustedes siempre encontrarme aquí cuando necesitan.
Su honesta cara negra y el inmenso panorama que se desplegaba ante nosotros y que nos hacía alcanzar con la vista medio camino hasta el afluente del Amazonas nos ayudaron a recordar que estábamos de verdad en el siglo XX, sobre esta tierra nuestra, y que no habíamos sido trasladados, por arte de magia, a algún tosco planeta en las primeras y más salvajes etapas de su desarrollo. ¡Qué dificil era comprender que la línea violácea que señalaba el borde del lejano horizonte estaba muy cerca del gran río surcado por los enormes navíos de vapor, en los cuales la gente hablaba de sus pequeños problemas cotidianos, mientras nosotros, abandonados entre los seres de una edad lejana, sólo podíamos lanzar nuestras miradas hacia allá y suspirar por todo lo que involucraba!
Otro recuerdo queda en mí de aquel día maravilloso y con él deseo cerrar esta carta. Con su temperamento quisquilloso aún más irritable por las heridas recibidas, los dos profesores se querellaron acerca de la naturaleza de nuestros atacantes: que si era el género pterodáctilo o el dimorphodon. Acabaron intercambiando gruesos epítetos. Para evitar sus reyertas, me aparté un corto trecho. Estaba sentado sobre el tronco de un árbol caído, fumando, cuando se me acercó lord John con aire de paseante.
—Hola, Malone —dijo—. ¿Recuerda el lugar donde estaban aquellas bestias?
—Como si lo estuviera viendo.
—Era una especie de pozo volcánico, ¿no es cierto?
—Exactamente —dije.
—¿Se fijó en el terreno?
—Rocas.
—Pero alrededor del agua... donde crecían las cañas.
—Era una tierra azulada, que parecía arcilla.
—Exacto. Un embudo volcánico relleno de arcilla azul.
—¿Y qué hay con eso? —pregunté.
—Oh, nada, nada —dijo, y reanudó su paseo, esta vez regresando hacia donde las voces de los dos polémicos hombres de ciencia surgían en un prolongado dúo, donde se alzaba la aguda y estridente nota de Summerlee y descendía el sonoro grave, de bajo, que emitía Challenger. No habría pensado más en las preguntas de lord John si no fuese porque aquella noche le oí murmurar para sus adentros:
—Arcilla azul... ¡arcilla en un embudo volcánico!
Fue lo último que oí antes de hundirme en un sueño fatigado.
Lord John Roxton tenía razón al pensar que alguna específica cualidad tóxica podía estar vinculada a la mordedura de aquellos horribles animales que nos habían atacado. A la mañana siguiente, después de nuestra primera aventura sobre la meseta, tanto Summerlee como yo experimentamos grandes dolores y fiebre, mientras la rodilla de Challenger estaba tan magullada que apenas podía caminar cojeando. Por lo tanto permanecimos todo el día en nuestro campamento. Lord John estuvo ocupado, con nuestra ayuda en lo que pudimos, en elevar la altura y el espesor de la pared espinosa que constituía nuestra única defensa. Recuerdo que durante todo el día estuve perturbado por la sensación de que éramos estrechamente vigilados, aunque no pudiera sospechar quién era y dónde se ocultaba.
La impresión era tan fuerte que se la comuniqué al profesor Challenger, quien opinó que sólo era un efecto de la excitación cerebral causada por la fiebre. Una y otra vez me di vuelta rápidamente para mirar a mi alrededor, con la convicción de que iba a ver algo, pero sólo me hallé con la oscura maraña de nuestra cerca o la solemne y cavernosa tiniebla de los grandes árboles que formaban un arco sobre nuestras cabezas. Y sin embargo la sensación se fue haciendo cada vez más fuerte en mi mente: algo nos observaba y ese algo era malévolo y estaba a nuestra vera. Pensé en la superstición india de Curupuri —el espantoso y acechante espíritu de los bosques— y llegué a imaginar que su terrible presencia perseguía a los que habían invadido su más remoto y secreto refugio.
Aquella noche (la tercera en la Tierra de Maple White) tuvimos una experiencia que dejó una sobrecogedora impresión en nuestro ánimo y nos hizo agradecer que lord John hubiese trabajado tan duro para hacer inexpugnable nuestro refugio. Dormíamos todos alrededor de nuestra mortecina hoguera cuando nos despertó —o mejor dicho nos arrancó de nuestro adormecimiento— una sucesión de los más espantables gritos y alaridos que jamás había escuchado. No conozco ningún sonido al que pueda comparar ese tumulto asombroso, que parecía venir de algún lugar situado a pocos centenares de yardas de nuestro campamento. Desgarraba los oídos como el silbido de una locomotora; pero en tanto el silbato tiene una sonoridad clara, aguda y mecánica, este otro era vibrante y mucho más profundo en volumen, con la máxima tensión de la agonía y el horror. Nos tapamos los oídos con las manos para no escuchar aquel grito que destrozaba los nervios. Un sudor frío brotó en todo mi cuerpo y mi corazón se llenó de angustia ante tanta desgracia. Todas las angustias de una vida torturada, toda la tremenda acusación a los altos cielos y sus innumerables pesares parecían centrarse y condensarse en aquel único grito de agonía y espanto. Y entonces, por debajo de aquel sonido agudísimo y vibrante se oyó otro, más intermitente, una risa apagada y profunda, un gorgoteo gutural, un gruñido regocijado que formaba un grotesco acompañamiento al chillido con el que se mezclaba. Durante tres o cuatro minutos continuó el espantoso dúo, mientras todo el follaje crepitaba con el aleteo sobresaltado de los pájaros. Entonces, todo se acalló tan súbitamente como había empezado. Durante un largo rato permanecimos en un horrorizado silencio. Luego, lord John arrojó un manojo de ramillas al fuego, y su rojo resplandor iluminó los rostros atentos de mis compañeros y fluctuó sobre las grandes ramas que se extendían sobre nuestras cabezas.
—¿Qué ha sido eso? —susurré.
—Lo sabremos por la mañana —dijo lord John—. Fue muy cerca de aquí... no más allá del claro.
—Hemos tenido el privilegio de escuchar por casualidad una tragedia prehistórica, la especie de drama que ocurría entre los cañaverales de las orillas de algún lago del Jurásico, cuando el dragón más grande sujetaba al más pequeño en el limo —dijo Challenger con una solemnidad que jamás habíamos escuchado en su voz—. Sin duda fue mejor que el hombre llegara tarde en el proceso de la creación. En aquellos días tempranos había poderes desencadenados a los cuales no habría podido enfrentarse ni con el coraje ni con ningún mecanismo. ¿De qué le habrían valido su honda, su lanza o sus flechas contra fuerzas como las que esta noche han andado sueltas? Incluso con un rifle moderno, la ventaja hubiera estado de parte del monstruo.
—Pues yo pienso que podría confiar en este amiguito mío —dijo lord John acariciando su Express—. Aunque la bestia habría tenido también sus buenas oportunidades deportivas.
Summerlee alzó su mano.
—¡Silencio! —exclamó—. Seguro que he oído algo.
Del absoluto silencio emergió un profundo y regular pisoteo. Eran las pisadas de algún animal... el ritmo de unas patas blandas pero pesadas apoyándose cautelosamente en el suelo. Se deslizaron con lentitud alrededor del campamento y luego hicieron alto cerca de nuestra puerta. Se oyó un jadeo bajo y sibilante, que subía y bajaba... la respiración de la bestia. Sólo nuestra débil empalizada nos separaba de este horror nocturno. Cada uno de nosotros había empuñado un rifle y lord John había apartado un pequeño arbusto para hacer una tronera en la cerca.
—¡Por Dios! —susurró—. ¡Creo que lo veo!
Me incliné y espié por encima de su hombro a través del hueco. Sí, yo también pude verlo. En medio de la profunda sombra de los árboles había una sombra aún más profunda, negra, informe, confusa... una forma agazapada llena de salvaje vigor y amenaza. No era más alta que un caballo, pero sus confusos contornos sugerían una inmensa fuerza y corpulencia. Aquel jadeo siseante, tan regular y potente como el escape de un motor, hablaba de un organismo monstruoso. Una vez, cuando se movió, me pareció ver el reflejo de dos terribles ojos verdosos. Se produjo un pesado crujido, como si aquello se arrastrase lentamente hacia adelante.