Authors: Arthur Conan Doyle
»Pero no nos tocó el turno. Guardaron a seis de los indios para hoy (eso al menos me pareció entender), pero sospecho que íbamos a ser nosotros los astros protagonistas de la función. Puede que Challenger quedase fuera, pero Summerlee y yo estábamos en la lista. Su lenguaje incluye muchas señas, y no era difícil seguirlo. Por eso, me pareció que era tiempo de arruinarles la función. Yo había estado maquinando el asunto y tenía dos o tres cosas claras en mi cabeza. Todo recaería sobre mí, porque Summerlee estaba inutilizado y Challenger no podía mucho más. La única vez que pudieron acercarse el uno al otro, comenzaron a hablar en su jerga, porque no podían ponerse de acuerdo en la clasificación de aquellos demonios de cabeza pelirroja que nos habían atrapado. Uno decía que eran driopitecos de Java y el otro aseguraba que se trataba del pitecántropo. Locura llamo yo a eso, tonterías, o ambas cosas. Pero, como digo, yo había pensado en una o dos cosas que podían ser de provecho. Una era que aquellos brutos no podían correr tan rápido como un hombre en terreno abierto. Tienen las piernas cortas y combadas, ve usted, y cuerpos pesados. El mismo Challenger podría dar unas yardas de ventaja en una distancia de cien al mejor de ellos, y usted o yo seríamos unos perfectos campeones a su lado. La otra cosa era que no sabían nada acerca de las armas de fuego. Creo que nunca llegaron a comprender cómo se había herido el fulano aquel que derribé de un balazo. Si lográbamos apoderarnos de nuestros rifles, nadie podría decir lo que éramos capaces de hacer.
»Por eso me escapé esta mañana temprano; le di una patada a mi guardián en la barriga que le dejó fuera de combate y me lancé a la carrera hacia el campamento. Allí lo encontré a usted y a los rifles. Y ahora aquí estamos.
—¡Pero los profesores! —exclamé consternado.
—Bueno, debemos volver para buscarlos y sacarlos de allí. Yo no pude traerlos. Challenger seguía subido en el árbol y Summerlee no estaba en condiciones de soportar el esfuerzo. La única probabilidad era venir a buscar las armas y tratar de rescatarlos. Claro que podría ser que los arrojaran de inmediato por los imbornales para vengarse. No creo que se animen a tocar a Challenger, pero no respondería de Summerlee. De todos modos, hubieran vuelto a cogerlo. De eso estoy seguro. Por lo tanto, las cosas no han empeorado con mi fuga. Pero es para nosotros un punto de honor volver allí, liberarlos o seguir con ellos hasta el final. >De modo, compañerito–camarada, que arriba los corazones, porque antes de amanecer se habrá resuelto el asunto de un modo u otro.
He tratado de imitar aquí la jerga cortante de lord Roxton, sus breves y vigorosas frases, el tono a medias burlón y a medias temerario que recorría su conversación. Pero era un jefe nato. Cuando el peligro arreciaba, sus modales garbosos se incrementaban, su conversación se hacía más chispeante, sus ojos fríos centelleaban de vida ardiente y sus bigotes de Don Quijote se erizaban con jubilosa excitación. Su amor al peligro, su intensa apreciación del sentido dramático de una aventura —tanto más intensa cuanto más estrechamente metido estaba en ella—, su firme visión de que cada peligro es en la vida una forma de deporte, un juego feroz entre uno mismo y el Destino, con la Muerte como prenda, hacían de él un compañero maravilloso en momentos como aquéllos. De no haber sido por los temores que nos inspiraba la suerte de nuestros compañeros, hubiera sido una auténtica alegría el lanzarme a una aventura como aquélla con un hombre como éste. Nos estábamos levantando de nuestro escondite en la maleza cuando de pronto sentí el apretón de su mano sobre mi brazo.
—¡Por Dios! —susurró—. ¡Aquí vienen!
Desde donde nos encontrábamos tendidos podíamos entrever una nave parda, abovedada por los arcos verdes de las ramas y los troncos. Una partida de monos–hombres cruzaba por allí. Iban en fila india, con sus piernas arqueadas y sus espaldas encorvadas, tocando a veces el suelo con las manos y volviendo las cabezas a derecha e izquierda, mientras avanzaban al trote. Su postura agazapada hacía que parecieran más bajos, pero yo les calculé unos cinco pies de estatura. Tenían largos los brazos y su pecho era enorme. Muchos de ellos llevaban garrotes y a la distancia se parecían a una fila de hombres muy peludos y deformes. Durante unos instantes tuve esta clara imagen de ellos; luego desaparecieron entre los arbustos.
—Esta vez no será —dijo lord John, que había empuñado su rifle—. Nuestra mejor oportunidad está en permanecer quietos hasta que hayan abandonado la búsqueda. Luego veremos cuándo podemos volver a su poblado y golpearlos donde más les duela. Démosles una hora y luego partiremos.
Llenamos la espera abriendo una de nuestras latas de comida y asegurándonos el desayuno. Lord Roxton sólo había probado algo de fruta desde la mañana anterior, y devoró como un hombre hambriento. Luego, por fin, con nuestros bolsillos atestados de cartuchos y un rifle en cada mano, nos dirigimos a nuestra misión de rescate. Antes de abandonar nuestro escondite entre la maleza señalamos cuidadosamente su posición y su orientación respecto al Fuerte Challenger, para poder hallarlo de nuevo en caso de necesidad. Nos escurrimos silenciosamente por entre los arbustos hasta que llegamos al mismo borde del farallón, cerca del viejo campamento. Allí hicimos alto y lord John me adelantó algo de sus planes.
—Mientras estemos dentro de la espesura del bosque, estos cerdos dominan la situación. Pueden vernos y nosotros no. Pero en el espacio abierto la cosa es diferente. Allí podemos movernos más rápido que ellos. Por lo tanto, debemos permanecer en el campo abierto todo lo que podamos. El borde de la meseta está menos poblada de árboles grandes que la tierra interior. Ésta será, entonces, nuestra línea de avance. Camine despacio, mantenga los ojos abiertos y su rifle preparado. Sobre todo, no deje que lo hagan prisionero mientras le quede un cartucho... ¡Éste es mi último mensaje, compañerito!
Cuando llegamos al borde del risco, miré hacia abajo y vi a nuestro buen negro Zambo sentado sobre una roca situada debajo de nosotros y fumando. Me hubiese gustado saludarlo con un grito y contarle cómo estábamos, pero era demasiado peligroso, ya que podían oírnos. Los bosques parecían estar llenos de monos-hombres; una y otra vez oímos su curioso parloteo tintineante. En tales ocasiones nos sumergíamos en el macizo de arbustos más próximo y nos quedábamos quietos hasta que el ruido se alejaba. Nuestro avance, por lo tanto, era muy lento, y habrían transcurrido por lo menos dos horas cuando advertí, ante la cautela de los movimientos de lord John, que deberíamos estar muy cerca de nuestro destino. Me hizo señas de que permaneciera inmóvil y se adelantó arrastrándose. Un minuto después estaba de vuelta, con su rostro temblando de ansiedad.
—¡Venga! —dijo—. ¡Venga rápido! ¡Quiera Dios que no sea demasiado tarde!
Cuando me arrastré hacia adelante para colocarme a su lado, estaba temblando de excitación nerviosa; atisbando entre los arbustos, pude ver el claro que se abría ante nosotros.
Era una escena que no olvidaré jamás hasta el día de mi muerte... Tan fantástico, tan imposible, que no sé cómo voy a conseguir que usted lo crea, o cómo podré yo mismo tenerlo por cierto si vivo lo suficiente para sentarme otra vez en un diván del Savage Club y observar desde allí la solidez pardusca del Embankment. Sé que entonces me parecerá una pesadilla salvaje, un delirio febril. Por eso quiero ponerlo por escrito, cuando todavía está fresco en mi memoria; alguien, al menos el hombre que está tendido a mi lado sobre la hierba húmeda, sabrá si he mentido.
Un espacio amplio y abierto se extendía ante nosotros —tendría unos centenares de yardas de ancho— cubierto de césped verde y arbustos bajos hasta el mismo filo del precipicio. Rodeando este claro, crecía un semicírculo de árboles que tenían unas curiosas chozas edificadas con follaje y apiladas unas encima de las otras entre las ramas. Se parecía a un roquedal donde anidan las aves marinas, y cada nido era una pequeña casa. Las entradas de estas casas y las ramas de los árboles estaban atestadas de una densa muchedumbre de monos-hombres, de cuya estatura deduje que eran las hembras y los niños de la tribu. Ellos formaban el fondo del cuadro y todos estaban mirando con ansiedad la misma escena que nos fascinaba y azoraba a nosotros.
En aquel espacio abierto y cerca del borde del farallón estaba reunido un grupo de más de un centenar de aquellos seres velludos, de pelo rojizo, muchos de ellos de enorme talla y todos de horrible apariencia. Reinaba cierta disciplina entre ellos, porque ninguno intentaba romper la línea que habían formado. Frente a ellos se hallaba un pequeño grupo de indios: eran unos individuos pequeños, bien formados, de piel rojiza que brillaba como cobre pulimentado bajo la fuerte luz del sol. Junto a ellos estaba de pie un hombre blanco, alto y delgado, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada, expresando con toda su actitud el horror y la congoja. No había error posible: era la angulosa figura del profesor Summerlee.
Delante y alrededor del abatido grupo de prisioneros había algunos monos–hombres, que los vigilaban estrechamente y hacían la huida imposible. Después, separadas de todos los demás y cerca del borde del precipicio, estaban dos figuras tan extrañas y (en otras circunstancias) tan cómicas que absorbieron toda mi atención. Una de ellas pertenecía a nuestro camarada, el profesor Challenger. Los restos de su chaqueta aún colgaban de sus hombros, pero su camisa estaba completamente desgarrada y su gran barba se mezclaba con la negra maraña que cubría su poderoso pecho. Había perdido su sombrero, y su cabello, que había crecido mucho durante nuestros vagabundeos, rodeaba en salvaje desorden. Un solo día había bastado para convertir al más elevado producto de la civilización moderna en el más desesperanzado salvaje de Sudamérica. Junto a él estaba su «amo», el rey de los monos–hombres. En todo, tal como había dicho lord John, era la imagen exacta de nuestro profesor, salvo que la coloración de su pelo era rojiza en lugar de negra. La misma figura corta y ancha, los mismos hombros vigorosos, la misma inclinación de los brazos hacia adelante, la misma barba hirsuta que se confundía con el velludo pecho. Solamente la parte superior de las cejas, donde la frente inclinada y estrecha terminaba enseguida en el cráneo bajo y curvo del mono–hombre, contrastaba agudamente con el cráneo amplio y magnífico del europeo, y podía verse alguna diferencia marcada. En todo lo demás, el rey era una absurda parodia del profesor.
Todo esto, que me llevó tanto espacio describir, se me quedó estampado en pocos segundos. Entonces teníamos cosas muy distintas en que pensar, porque un drama curioso se estaba desarrollando. Dos de los monos–hombres habían sacado a uno de los indios de en medio del grupo y lo arrastraban al borde del precipicio. El rey levantó una mano a manera de señal. Agarraron al indio por sus brazos y piernas y lo balancearon tres veces, atrás y adelante, con una tremenda violencia. Luego, con un espantoso envión, dispararon al infeliz por encima del precipicio. Lo lanzaron con tanta fuerza que describió una elevada curva en el aire antes de comenzar su descenso. Cuando desapareció de la vista, toda la concurrencia, con excepción de los guardias, se precipitaron hacia el borde del precipicio, y hubo una larga pausa de silencio absoluto, rota por un loco alarido de placer. Empezaron a dar saltos, agitando sus brazos largos y velludos en el aire y aullando con regocijo. Luego se apartaron del borde, volviendo a formar en fila, para esperar a la próxima víctima.
Esta vez le tocaba a Summerlee. Dos de sus guardias lo cogieron por las muñecas y lo empujaron brutalmente hacia el frente. Su delgada figura y sus largos miembros lucharon y se estremecieron como los de una gallina arrancada de la jaula. Challenger se había vuelto hacia el rey y movía frenéticamente sus manos ante él. Estaba rogando, alegando, implorando por la vida de su camarada. El mono–hombre lo apartó con rudeza y sacudió la cabeza. Era el último movimiento consciente que iba a hacer sobre la tierra. Resonó el estampido del rifle de lord John y el rey se desplomó, quedando en el suelo como una revuelta maraña rojiza.
—¡Dispare hacia donde están más apiñados! ¡Fuego, hijo, fuego! —gritó mi compañero.
Hasta el hombre más vulgar esconde en el alma extraños abismos sanguinarios. Yo soy por naturaleza de corazón tierno y más de una vez se me han humedecido los ojos ante los aullidos de una liebre herida. Sin embargo, ahora me invadía la sed de sangre. Me vi en pie, vaciando uno de los cargadores y luego el otro, abriendo la recámara para recargarla, cerrándola con fuerza otra vez, dando vítores y alaridos mientras hacía eso, con la pura ferocidad y el júbilo de la matanza. Nosotros dos, con los cuatro rifles, hicimos unos terribles estragos. Los dos guardias que conducían a Summerlee habían caído y aquél se tambaleaba como un borracho en medio de su sorpresa, incapaz de comprender que era un hombre libre. La densa banda de los monos-hombres corría aturdida de un lado a otro, atónita ante este huracán mortífero cuyo origen y significado no podían comprender. Se agitaban, gesticulaban, chillaban y saltaban por encima de los que habían caído. Luego, con un súbito impulso, se lanzaron como una masa vociferante buscando refugio en los árboles, dejando tras de sí el suelo sembrado de camaradas heridos. Los prisioneros fueron abandonados de momento, de pie en el centro del claro.
El rápido cerebro de Challenger entendió enseguida la situación. Cogió del brazo al azorado Summerlee y ambos corrieron hacia nosotros. Dos de sus guardianes saltaron hacia ellos, pero fueron derribados por dos balazos de lord John. Corrimos hacia el claro para unirnos a nuestros camaradas y pusimos un rifle cargado en la mano de cada uno de ellos. Pero Summerlee estaba exhausto y apenas si podía moverse, tambaleándose sobre sus pies. Ya los monos-hombres se estaban recobrando de su pánico. Avanzaban a través de los matorrales amenazando con cortarnos el paso. Challenger y yo hicimos correr a Summerlee a la par nuestra, llevándolo cogido de los codos, mientras lord John cubría nuestra retirada disparando una y otra vez cuando la cabeza de algún salvaje asomaba gruñendo entre los arbustos. Aquellas bestias parlanchinas nos pisaron los talones durante una milla o más. Luego, la persecución se fue debilitando, porque comprendieron nuestro poder y ya no querían hacer frente a los infalibles rifles. Cuando por fin alcanzamos el campamento, miramos hacia atrás y nos encontramos solos.
Eso nos pareció; pero estábamos equivocados, sin embargo. Apenas habíamos cerrado la puerta de espinos de nuestra zareba, cambiado un apretón de manos y arrojados al suelo jadeantes, cerca de nuestro manantial, cuando oímos un ruido de pasos y luego unos gemidos suaves e implorantes en el exterior de nuestro portal. Lord Roxton se lanzó hacia allí, rifle en mano, y abrió la puerta de par en par. Allí, prosternados hasta tocar el suelo con la frente, estaban tendidas las pequeñas figuras cobrizas de los cuatro indios supervivientes, temblando de miedo ante nuestra presencia pero sin embargo implorando nuestra ayuda. Con un expresivo ademán uno de ellos señaló los bosques que los rodeaban, queriendo significar que estaban llenos de peligros. De inmediato, se precipitó hacia adelante y rodeando con los brazos las piernas de lord John apoyó su cara contra ellas.