Authors: Arthur Conan Doyle
Sacudió una mano furiosa hacia nosotros y luego todo quedó en silencio.
Si el mestizo hubiese consumado simplemente su venganza, para huir enseguida, quizá todo le hubiese salido bien. Fue ese impulso estúpido e irresistible del temperamento latino para actuar dramáticamente lo que provocó su propia ruina. Roxton, el hombre que había conquistado el nombre de mayal del Señor en tres países, no era alguien a quien se podía insultar impunemente. El mestizo estaba descendiendo por el lado exterior del pináculo; pero antes de que pudiese llegar al suelo lord John había corrido por el borde de la meseta hasta alcanzar un punto desde donde podía ver a su hombre. Sólo hubo un disparo de su rifle, y, aunque no veíamos nada, pudimos escuchar el alarido y luego el distante golpe sordo de un cuerpo al caer. Roxton volvió a donde estábamos nosotros y su rostro parecía de granito.
—He sido un ciego y un tonto —dijo amargamente—. Ha sido mi estupidez la que ha puesto a ustedes en esta dificultad. Debería haber recordado que estos hombres tienen una memoria que no falla cuando se trata de una deuda de sangre familiar. Debí mantenerme en guardia con más cuidado.
—¿Y qué hay del otro? Hicieron falta dos para arrastrar ese árbol por encima del borde.
—Pude haberlo matado, pero le dejé ir. Puede ser que no haya tomado parte en esto. Quizá hubiese hecho mejor en matarlo, porque es posible que haya echado una mano, como dicen ustedes.
Ahora que teníamos la clave de su acción, cada uno de nosotros hizo memoria y pudo recordar algún acto siniestro de parte del mestizo: su constante deseo de conocer nuestros planes, su detención junto a nuestra tienda cuando estaba escuchando subrepticiamente lo que hablábamos; las furtivas miradas de odio que habíamos sorprendido de tanto en tanto. Todavía estábamos discutiendo el asunto, procurando ajustar nuestras mentes a las nuevas circunstancias, cuando una singular escena que se estaba produciendo allá abajo, en la llanura, atrajo nuestra atención.
Un hombre de blancas vestiduras, que no podía ser otro que el mestizo superviviente, corría como si la muerte pisara sus talones. Detrás de él, a unas pocas yardas de distancia, saltaba la enorme figura de ébano de Zambo, nuestro leal negro. Mientras estábamos mirando, dio un gran salto sobre la espalda del fugitivo y le echó los brazos al cuello. Rodaron juntos por el suelo. Un instante después Zambo se levantó, miró al hombre postrado en tierra y agitando gozosamente las manos hacia nosotros echó a correr en nuestra dirección. La figura blanca quedó inmóvil en medio de la gran planicie.
Los dos traidores habían sido destruidos..., pero el daño que habían ocasionado les sobrevivía. No podíamos regresar al pináculo por ningún medio. Habíamos sido habitantes del mundo; ahora éramos habitantes de la meseta. Ambas cosas estaban separadas y aparte. Allí estaba la llanura que conducía al lugar donde estaban las canoas. Más allá, detrás del horizonte brumoso y violeta, estaba el río que conducía de regreso a la civilización. Pero faltaba el eslabón entre ambos mundos. Ningún ingenio humano podía sugerir los medios de tender un puente sobre el abismo que abría sus fauces entre nosotros y nuestras vidas pasadas. Un solo instante había alterado todas las condiciones de nuestra existencia.
En un momento como aquél, pude comprender la fibra que templaba el carácter de mis tres compañeros. Estaban serios, es verdad, y pensativos, pero con una indomable serenidad. Por el momento no podíamos hacer nada, salvo sentarnos entre los arbustos pacientemente y esperar la llegada de Zambo. Su honesta cara negra apareció al fin sobre las rocas y su hercúlea figura emergió en la cima del pináculo.
—¿Qué hago ahora? —gritó—. Ustedes decirme y yo lo hago.
Era una pregunta más fácil de hacer que de contestar. Sólo una cosa estaba clara. Él era nuestro único vínculo seguro con el mundo exterior. Por ningún motivo debía abandonarnos.
—¡No, no! —gritó—. Yo no los abandono. Pase lo que pase, siempre me encuentran aquí. Pero no capaz de hacer quedar los indios. Ya dicen demasiado que Curupuri vive en este lugar, y que ellos se van a casa. Entonces, si ustedes los dejan, no sé si poder hacerlos quedar.
—Hágalos esperar hasta mañana, Zambo —grité; así podré enviar una carta con ellos.
—¡Muy bien, señó! Yo prometo que ellos esperar hasta mañana —dijo el negro—. ¿Pero qué puedo hacer por ustedes ahora?
Había muchas cosas que podía hacer y el fiel compañero las hizo admirablemente. Ante todo, siguiendo nuestras instrucciones, desató la cuerda que habíamos fijado al tocón del árbol y nos lanzó un extremo a través del precipicio. No era más gruesa que las que se usan para tender ropa, pero poseía gran resistencia, y aunque no podíamos hacer un puente con ella, podía sernos de inestimable utilidad si teníamos que efectuar algún escalamiento. Luego sujetó el fardo de víveres que habíamos subido al extremo de la cuerda que había conservado y así pudimos tirar del mismo hasta alcanzarlo. Con esto teníamos medios de vida para una semana por lo menos, aun si no encontrábamos otra cosa. Por último, Zambo descendió otra vez y acarreó en su ascenso otros dos bultos con artículos diversos: una caja de municiones y otras muchas cosas, todo lo cual pudimos cruzar arrojándole la cuerda e izándola otra vez. Era ya de noche cuando Zambo descendió por última vez, asegurándonos una vez más que retendría a los indios hasta la mañana siguiente.
Y así fue como pasé casi la totalidad de aquella nuestra primera noche sobre la meseta poniendo por escrito nuestras experiencias a la luz de una linterna de una sola bujía.
Cenamos y acampamos al borde mismo del farallón, apagando nuestra sed con dos botellas de Apollinaris que había en una de las cajas. Para nosotros es vital encontrar agua, pero creo que hasta el mismo lord John halló que ya teníamos suficientes aventuras para un día, y ninguno de nosotros cayó en la tentación de hacer una primera arremetida por lo desconocido. Nos abstuvimos de encender fuego o de hacer cualquier ruido innecesario.
Mañana (o más bien hoy, porque ya está amaneciendo mientras escribo) nos aventuraremos por primera vez en esta extraña tierra. No sé cuándo podré escribir otra vez, o si tendré la ocasión de hacerlo nunca. Entretanto, puedo ver que los indios están aún en su lugar y estoy seguro de que el fiel Zambo se presentará aquí para recoger mi carta. Sólo confío en que llegará a su destinatario.
P. D.: Cuanto más pienso en ello, más desesperada se me figura nuestra situación. No veo que haya esperanzas de regreso. Si hubiera un árbol alto cerca del borde de la meseta, podríamos tender a través del precipicio un puente de retorno, pero no hay ninguno a menos de cincuenta yardas. Uniendo todas nuestras fuerzas, no seríamos capaces de arrastrar un tronco que pudiera servir para nuestro objetivo. La cuerda, naturalmente, es demasiado corta para que podamos descender por ella. Nuestra situación es desesperada... ¡desesperada!
Nos han ocurrido las cosas más portentosas y aún nos siguen ocurriendo, continuamente. Todo el papel que poseo consiste en cinco viejos cuadernos de notas y una cantidad de fragmentos, y sólo tengo un lápiz estilográfico; pero mientras esté en condiciones de mover la mano, continuaré asentando nuestras experiencias e impresiones. Ya que somos los únicos hombres de toda la raza humana en presenciar estas cosas, tiene una enorme importancia que las pueda registrar mientras aún están frescas en mi memoria, y antes que el destino, que parece estar amenazándonos constantemente, pueda alcanzarnos. Sea porque Zambo pueda llevar al fin estas cartas hasta el río, o porque yo mismo, por vía milagrosa, pueda transportarlas conmigo a mi regreso, o porque algún osado explorador, siguiendo nuestras huellas (con la ventaja, tal vez, de contar con un perfeccionado monoplano), encuentre este manojo de manuscritos, en cualquier caso, digo, tengo la impresión de que lo que estoy escribiendo está destinado a la inmortalidad como un clásico de la literatura de aventuras verídicas.
A la mañana siguiente del día en que quedamos atrapados en la meseta por obra del villano Gómez, iniciamos una nueva etapa en nuestras experiencias. El primer incidente no fue tal como para que yo formase una opinión muy favorable acerca del lugar en que estábamos extraviados. Al despertar de un breve adormecimiento, poco después del alba, mis ojos se posaron sobre un objeto muy extraño que estaba sobre mi pierna. Mi pantalón se había deslizado hacia arriba, dejando expuestas algunas pulgadas de piel por encima de mi calcetín. Sobre ese lugar descansaba un ancho racimo de color púrpura. Asombrado ante la visión, me incliné para quitármelo de encima, cuando, para horror mío, eso reventó entre mi índice y mi pulgar, chorreando sangre en todas direcciones. El grito de asco que lancé atrajo a mi lado a los dos profesores.
—Muy interesante —dijo Summerlee inclinándose sobre mi espinilla—. Una enorme garrapata, que según creo no ha sido todavía clasificada.
—El primer fruto de nuestros trabajos —dijo Challenger en su estilo pedante y bombástico—. Lo menos que podemos hacer es llamarle
Ixodes Maloni
. La insignificante incomodidad que representó su picadura, mi joven amigo, no puede compararse, estoy seguro, con el glorioso privilegio de que su nombre quede inscrito en el inmortal registro de la zoología. Infortunadamente, ha aplastado usted este bello ejemplar en el momento en que se saciaba.
—¡Asquerosa sabandija! —exclamé.
El profesor Challenger enarcó sus gruesas cejas como protesta y colocó su zarpa acariciadora sobre mi hombro. —Debería cultivar usted la observación científica y la imparcial inteligencia de la mente lógica. Para un hombre de temperamento filosófico como yo, la garrapata, con su probóscide o trompa en forma de lanceta y su estómago dilatable, es una bella obra de la Naturaleza, como el pavo real o, para el caso, como una aurora boreal. Me duele oírle hablar en forma tan despreciativa. Sin duda, como nos apliquemos a ello, conseguiremos otro ejemplar.
—No cabe duda de eso —dijo Summerlee ceñudamente—, pues acabo de ver otra que desaparecía por el cuello de su camisa.
Challenger pegó un salto en el aire bramando como un toro, mientras se arrancaba frenéticamente la chaqueta y la camisa. Summerlee y yo empezamos a reírnos de tal modo que apenas podíamos ayudarle. Por fin dejamos al descubierto aquel monstruoso torso (cincuenta y cuatro pulgadas, medidas con cinta de sastre). Todo su cuerpo parecía un bosque de pelo negro, y en esa maraña cazamos a la garrapata errabunda antes de que le picara. Pero los arbustos que nos rodeaban estaban llenos de esta horrible peste, y era evidente que teníamos que mudar de sitio nuestro campamento.
Pero ante todo era necesario tomar nuestras providencias respectivas al fiel negro, que justamente se presentó en el pináculo con una cantidad de latas de cacao y galletas, que nos arrojó por encima del abismo. Le ordenamos que de las provisiones que quedaban abajo retuviese todo lo que necesitaba para mantenerse durante dos meses. El resto deberían recibirlo los indios, como recompensa por sus servicios y en pago por llevar nuestras cartas hasta el Amazonas. Algunas horas después los vimos alejarse por la llanura en fila india, cada uno con un fardo sobre la cabeza, volviendo por el sendero que habíamos recorrido al venir. Zambo ocupó nuestra pequeña tienda en la base del pináculo, y allí permaneció, como nuestro único vínculo con el mundo de abajo.
Y ahora teníamos que decidir cuáles serían nuestros movimientos inmediatos. Trasladamos nuestras instalaciones de entre los arbustos plagados de garrapatas y nos situamos en un pequeño claro rodeado por todos lados de árboles que crecían muy tupidos. Había en el centro unas losas de piedra lisa, con un excelente manantial que surgía en las inmediaciones. Allí nos sentamos cómodamente y disfrutamos de la limpieza del lugar, mientras esbozábamos nuestros primeros planes para la invasión de este nuevo territorio. Los pájaros cantaban llamándose entre el follaje —uno, especialmente, tenía un peculiar grito ululante que era nuevo para nosotros—, pero fuera de estos sonidos no había otros signos de vida.
Nuestro primer cuidado fue confeccionar una especie de lista inventario de nuestros pertrechos, para saber con cuánto podíamos contar. Entre las cosas que nosotros mismos habíamos subido y las que Zambo nos había cruzado por medio de la cuerda, estábamos bastante bien provistos. Como lo más importante de todo, en vista de los peligros que podrían rodearnos, teníamos los cuatro rifles y mil trescientos cartuchos; también una escopeta, pero sólo ciento cincuenta cartuchos de perdigón, de tamaño medio. En materia de provisiones, teníamos lo necesario para varias semanas, tabaco suficiente y algunos pocos instrumentos científicos, incluyendo un gran telescopio y unos buenos gemelos de campo. Todas estas cosas las acondicionamos en el centro del claro y, como precaución primera, cortamos con nuestras hachas y cuchillos una cantidad de arbustos espinosos, que apilamos formando un círculo de alrededor de quince yardas de diámetro. Éste sería nuestro cuartel general —y nuestro refugio en caso de repentino peligro— además de constituir nuestra caseta de guardia y depósito de pertrechos. Lo bautizamos Fuerte Challenger.
Era mediodía antes de que termináramos de instalarnos con seguridad. El calor no era opresivo y las características generales de la meseta, tanto en temperatura como en vegetación, eran más bien propias de un clima templado. Hayas, robles y hasta abedules podían descubrirse entre la maraña de árboles que nos cercaban. Un inmenso gingko, que sobrepasaba a todos los demás árboles, extendía sus ramas y su follaje parecido a una cabellera femenina sobre el fuerte que habíamos construido. A su sombra continuamos nuestra discusión, mientras lord John, que había tomado rápidamente el mando a la hora de la acción, nos explicaba sus puntos de vista.
—Hasta tanto los hombres y las bestias no nos hayan visto u oído, estamos seguros —dijo—. Cuando sepan que estamos aquí, nuestras dificultades comenzarán. Hasta ahora no hay señales de que nos hayan sorprendido. Por lo tanto, nuestra jugada debe ser seguramente permanecer ocultos por un tiempo y atisbar qué sucede en la comarca. Necesitamos saber cómo son nuestros vecinos antes de relacionarnos con ellos.
—Pero
usted
hizo fuego ayer —dijo Summerlee.
—¡Por todos los medios, hijo! Avanzaremos. Pero avanzaremos con sentido común. Nunca deberemos ir tan lejos como para no poder volver a nuestra base. Sobre todo, no debemos nunca, a menos que sea una cuestión de vida o muerte, hacer fuego con nuestros fusiles.