El mundo perdido (6 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El mundo perdido
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—Un árbol enorme.

—¿Y encima del árbol?

—Un pájaro muy grande —dije.

Me alcanzó una lente.

—Sí —dije mirando a través de la lupa—, un gran pájaro está posado sobre el árbol. Parece que tiene un pico de tamaño considerable. Diría que es un pelícano.

—No puedo felicitarlo por su alcance visual —dijo el profesor—. No es un pelícano ni se trata de un pájaro, en realidad. Quizá le interese saber que logré matar de un tiro a ese curioso ejemplar. Ésta fue la única prueba absoluta de mis experiencias que pude traer conmigo.

—¿Entonces lo tiene usted?

Por fin teníamos una corroboración tangible.

—Lo tenía. Por desgracia se perdió junto a tantas otras cosas, en el mismo accidente de la lancha que arruinó mis fotografías. Intenté aferrarlo cuando desaparecía entre los remolinos de los rápidos, y parte del ala se me quedó en la mano. Cuando me sacaron a la orilla estaba yo inconsciente, pero el pobre vestigio de mi soberbio ejemplar estaba aún intacto. Aquí lo tiene, ante usted.

Hizo aparecer de un cajón algo que me pareció que era la parte superior del ala de un gran murciélago. Era un hueso curvo, de dos pies de largo, con un velo membranoso debajo.

—¡Un murciélago monstruosamente grande! —sugerí.

—Nada de eso —dijo el profesor severamente. Al vivir en una atmósfera educada y científica, no podía concebir que los principios elementales de la zoología fueran tan poco conocidos—. ¿Es posible que usted ignore este hecho tan elemental en anatomía comparada, o sea, que el ala de un pájaro es en realidad el equivalente del antebrazo, en tanto que el ala de un murciélago consiste en tres dedos alargados unidos entre sí por medio de membranas? Ahora bien: en este caso el hueso no es un antebrazo, ciertamente; y usted puede observar por sí mismo que ésta es una membrana única que cuelga de un único hueso. Por consiguiente no puede pertenecer a un murciélago. Pero si no es un pájaro ni un murciélago, ¿qué es?

Mi parca provisión de conocimientos estaba agotada.

—Verdaderamente no lo sé —le respondí.

El profesor abrió la obra clásica que antes me había mostrado:

—Aquí tiene —dijo señalando la ilustración de un extraordinario monstruo volador— una excelente reproducción del dimorphodon o pterodáctilo, reptil volador del período jurásico. En la página siguiente hay un diagrama del mecanismo de su ala. Tenga la amabilidad de compararlo con el ejemplar que tiene en su mano.

Una oleada de asombro me invadió mientras miraba. Estaba convencido. No había escapatoria. La acumulación de pruebas era arrolladora. El dibujo, las fotografías, el relato y ahora aquel ejemplar concreto: la evidencia era total. Y lo dije: lo dije tan calurosamente porque sentía que el profesor era un hombre incomprendido. Él se recostó en su sillón con los ojos entrecerrados y una sonrisa tolerante, caldeándose en aquel súbito resplandor solar.

—¡Esto es lo más grande que he oído jamás! —dije, aunque el entusiasmo que me había invadido era más de carácter periodístico que científico—. ¡Es colosal! Usted es un Colón de la ciencia, que ha descubierto un mundo perdido. Lamento terriblemente que haya parecido que dudaba de usted. Es que todo era tan inimaginable. Pero cuando recibo una prueba sé comprenderla en lo que vale, y ésta debería ser suficiente para cualquiera.

El profesor ronroneaba de satisfacción.

—¿Y después, señor, qué hizo usted?

—Era la estación lluviosa, señor Malone, y mis provisiones estaban exhaustas. Exploré una parte de ese inmenso farellón, pero no fui capaz de hallar una vía para escalarlo. La roca piramidal sobre la cual vi el pterodáctilo al que maté después era más accesible. Como soy algo alpinista, me las arreglé para escalar hasta la mitad del camino hacia la cumbre. Desde aquella altura podía formarme una idea más clara de la meseta que se extendía en lo alto de los riscos. Parecía muy extensa; ni por el este ni por el oeste pude vislumbrar hasta dónde llegaba el panorama de los riscos cubiertos de verdor. Abajo, se extendía una región pantanosa, llena de matorrales, abundante en serpientes, insectos y fiebres, que sirve de protección natural a este extraño país.

—¿Advirtió usted alguna otra señal de vida?

—No, señor, ninguna; pero durante la semana que pasamos acampados al pie del farallón, pudimos escuchar algunos ruidos muy extraños que venían de lo alto.

—¿Y el animal que dibujó el norteamericano? ¿Cómo explica usted que pudiera lograrlo?

—Lo único que podemos suponer es que consiguió subir hasta la cima y desde allí lo vio. Esto significa, por lo tanto, que existe un camino hasta arriba. Sabemos igualmente que debe ser muy dificultoso, pues de otro modo los monstruos habrían bajado e invadido los territorios circundantes. ¿Está claro, no es cierto?

—Pero, ¿cómo llegaron hasta allí?

—No creo que el problema sea demasiado oscuro —dijo el profesor—. No puede haber más que una explicación. Como habrá usted oído decir, Sudamérica es un continente granítico. En este lugar exacto del interior debe haber ocurrido, en una época muy remota, un enorme y súbito levantamiento volcánico. Debo señalar que aquellos cerros son basálticos y por lo tanto plutónicos. Un área, quizá tan amplia como el condado de Sussex, fue alzada
en bloque
con todo su contenido viviente y separada del resto del continente por precipicios perpendiculares, cuya dureza desafía la erosión. ¿Cuáles fueron las consecuencias? Que las leyes naturales ordinarias quedaron en suspenso. Los diversos obstáculos que influyen en la lucha por la existencia en el resto del mundo quedaron allí neutralizados o alterados. Sobreviven seres que de otra manera habrían desaparecido. Observará que tanto el pterodáctilo como el estegosaurio pertenecen al período jurásico, o sea, que datan de una era muy grande en la sucesión de la vida. Han sido conservados artificialmente en virtud de esas condiciones accidentales y peculiares.

—Pero sin duda la prueba que usted aporta es concluyente. No tiene más que presentarla a las autoridades competentes.

—Eso es lo que ingenuamente había imaginado —dijo con amargura el profesor—. Sólo puedo informarle que no fue así, y que me encontré en cada ocasión con la incredulidad, nacida en parte de la estupidez y en parte de los celos. No forma parte de mi carácter, señor, el adular a nadie o el tratar de demostrar un hecho cuando mi palabra ha sido puesta en duda. Tras mi primera demostración, no he condescendido a exhibir las pruebas confirmatorias que poseo. El tema se me ha hecho desagradable y ni quiero hablar de ello. Cuando hombres como usted, que representan la estúpida curiosidad del público, han venido a perturbar mi vida privada, fui incapaz de acogerlos con una digna reserva. Admito que soy por naturaleza algo fogoso y si me provocan me inclino a la violencia. Me temo que usted ya lo habrá advertido. Acaricié mi ojo y permanecí silencioso.

—Mi esposa me ha reconvenido con frecuencia por ello, pero sigo pensando que cualquier hombre de honor sentiría lo mismo: Sin embargo, esta noche me propongo ofrecer un ejemplo máximo del dominio de la voluntad sobre las emociones. Le invito a usted a que esté presente en la exhibición —me alcanzó una tarjeta que estaba sobre su escritorio—. Allí podrá observar que el señor Percival Waldron, un naturalista con cierta reputación popular, dará una conferencia a las ocho y media en el salón del Instituto Zoológico sobre el tema «El archivo de las edades». He sido especialmente invitado para estar presente en la tribuna y para promover un voto de agradecimiento al conferenciante. Al mismo tiempo, aprovecharé para lanzar, con infinito tacto y delicadeza, unas pocas observaciones que quizá despierten el interés de la concurrencia y muevan a algunos oyentes a penetrar más profundamente en la materia. Nada polémico, compréndame, sino apenas una indicación de que hay muchas más cosas debajo de la superficie. Voy a contener todos mis impulsos, y veremos si con esta actitud moderada puedo alcanzar resultados más favorables.

—¿Y puedo yo asistir? —pregunté ávidamente.

—¡Claro que sí! —contestó cordialmente. Su afabilidad tenía un estilo tan enormemente macizo que resultaba casi tan dominadora como su violencia. Su sonrisa benevolente era maravillosa de ver, cuando sus carrillos se henchían de pronto como dos manzanas coloradas entre sus ojos entornados y su gran barba negra—. No deje de venir por nada del mundo. Será reconfortante para mí saber que tengo un aliado en la sala, por más ineficaz e ignorante que sea acerca del tema. Intuyo que la concurrencia será numerosa, porque Waldron, aunque es un perfecto charlatán, tiene un considerable arraigo popular. Y bien, señor Malone, ya le he dedicado más tiempo del que me había propuesto. El individuo no debe monopolizar lo que está dirigido a todo el mundo. Me complacerá verlo esta noche en la conferencia. Mientras tanto, habrá comprendido que no debe publicar nada acerca del material que le he suministrado.

—Pero el señor McArdle (el director de noticias de mi periódico, sabe usted) querrá saber los resultados de mi gestión.

—Dígale lo que le parezca. Entre otras cosas, puede decirle que si me envía algún otro intruso iré yo a visitarlo con una fusta. Pero dejo en sus manos el compromiso de que nada de esto se publique. Muy bien. Entonces, hasta las ocho y media en el Instituto Zoológico.

Cuando me despedía con un gesto fuera del salón, tuve una última imagen de mejillas coloradas, barba azul rizada y ojos intolerantes.

5. ¡Disiento!

Entre las sacudidas físicas que acompañaron a mi primera entrevista con el profesor Challenger y las sacudidas mentales que ocurrieron durante la segunda, era yo un periodista bastante desmoralizado cuando volví a hallarme en la calle, en Enmore Park. En mi dolorida cabeza palpitaba un solo pensamiento: el relato de aquel hombre era verdadero, sin duda alguna. Tenía una tremenda importancia y de él saldrían artículos inusitados para la
Gazene
, cuando obtuviera permiso para publicarlos. Vi un taxi esperando al final de la calle, salté a su interior y me hice conducir a la redacción. McArdle se hallaba en su puesto, como siempre.

—¿Y bien? —exclamó lleno de expectación—, ¿cómo fue aquello? Pienso, joven, que ha estado usted en una guerra. No me diga que le ha atacado.

—Tuvimos algunas diferencias, al principio.

—¡Vaya con el hombre! ¿Y qué hizo usted?

—Bueno, después se volvió más razonable y tuvimos una charla. Pero no le saqué nada... nada que pueda publicarse, quiero decir.

—Yo no estoy tan seguro de eso. Ha salido usted con un ojo amoratado y eso es publicable. No podemos aceptar que reine el terror, señor Malone. Debemos abrirle los ojos. Mañana le voy a dedicar un suelto que levantará ampollas. Basta que usted me proporcione el material y yo me comprometo a marcar a fuego a ese fulano para siempre. «Profesor Münchhausen.» ¿Qué le parece como título de cabecera? O «Sir John Mandeville redivivo»
[9]
. O «Cagliostro».
[10]
En suma, todos los impostores y fanfarrones de la historia. Lo mostraré en mi artículo tal como es: un farsante.

—Yo no haría eso, señor.

—¿Y por qué no?

—Porque no es en modo alguno un impostor.

—¡Qué! —bramó McArdle—. ¡No querrá usted decir que cree verdaderamente en esos chismes que cuenta sobre mamuts mastodontes y grandes serpientes de mar!

—Bueno, no sé nada de todo eso y no creo que el profesor sostenga nada de ese tipo. Pero sí creo que ha hallado algo nuevo.

—¡Pero hombre, por Dios, entonces escríbalo usted!

—Es lo que estoy deseando; pero todo lo que sé me lo ha dicho confidencialmente y a condición de que no lo escriba.

Condensé en pocas frases el relato del profesor y añadí:

—Así quedó el asunto.

McArdle parecía sentir una profunda incredulidad:

—Y bien, señor Malone —dijo al fin—, hablemos de la reunión científica de esta noche; de todos modos sobre eso no puede haber secretos. Supongo que ningún periódico informará sobre ello, porque de Waldron han publicado notas al menos una docena de veces y nadie está enterado de que Challenger va a intervenir. Si tenemos un poco de suerte podremos obtener la primicia sobre todos los demás periódicos. De todos modos, usted estará allí y podrá traernos un reportaje bien completo. Le reservaré espacio hasta la medianoche.

Tuve un día muy ocupado y cené temprano con Tarp Henry en el Savage Club, dándole cuenta parcialmente de mis aventuras. Me escuchó con una sonrisa escéptica en su rostro enjuto y rió estruendosamente cuando oyó que el profesor me había convencido.

—Mi querido muchacho, en la vida real las cosas no suceden de ese modo. La gente no se topa con descubrimientos enormes y pierde luego las pruebas. Deje eso para los novelistas. Ese fulano está tan lleno de trucos como la jaula del mono en el zoo. Todo eso es pura palabrería.

—Pero, ¿y el poeta americano?

—Nunca existió.

—Vi su álbum de dibujos.

—El álbum de dibujos de Challenger.

—¿Cree que fue él quien dibujó aquel animal?

—Claro que fue él, ¿quién si no?

—Bueno, pero ¿y las fotografías?

—No había nada en las fotografías. Usted mismo admite que sólo vio un pájaro.

—Un pterodáctilo.

—Eso dice
él
. Fue él quien puso el pterodáctilo en su cabeza.

—Pero, ¿y los huesos?

—El primero lo sacó de un guisado irlandés. El segundo lo improvisó para la ocasión. Si usted es hábil y conoce el oficio, puede falsificar un hueso tan fácilmente como una fotografia.

Comencé a sentirme inquieto. Tal vez, después de todo, mi convencimiento había sido prematuro. De pronto tuve una idea feliz:

—¿Por qué no viene ala reunión? —le pregunté.

Tarp Henry me miró pensativo.

—No es un personaje popular ese genial Challenger —dijo—. Hay muchas personas que tienen cuentas que arreglar con él. Diría que es el hombre más odiado de Londres. Si los estudiantes de medicina aparecen por allí, la burla no va a tener fin. No quiero meterme en un corral de osos.

—Debería usted, al menos, hacerle la justicia de oírle exponer su caso.

—Bien, quizá sea lo justo. Está bien. Cuente conmigo esta noche.

Cuando llegamos a la sala nos encontramos con una concurrencia mucho más numerosa de lo que esperábamos. Una fila de coches eléctricos Brougham dejaba sus pequeños cargamentos de profesores de blancas barbas, mientras una oscura corriente de peatones, menos privilegiados, cruzaba multitudinariamente el arco de entrada, indicando que la audiencia no sería sólo científica sino también popular. En realidad, tan pronto como nos sentamos, comprobamos que un juvenil y bullicioso estado de ánimo se extendía por la galería y los fondos de la sala. Al mirar detrás de mí, pude ver filas de rostros con el tipo característico del estudiante de medicina. Por lo visto, todos los grandes hospitales habían enviado sus respectivos contingentes. El talante de la audiencia era todavía alegre, pero travieso. Se coreaban con entusiasmo trozos de canciones populares, lo cual constituía un extraño preludio para una disertación científica; y se advertía ya una tendencia a la chanza personal, que prometía a los demás una velada jovial, aunque pudiese resultar embarazosa para quienes recibieran estos dudosos honores.

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