Observando a los enormes depredadores, embadurnados de sangre, advirtió en sus costados y cuellos innumerables cicatrices. Sin duda eran animales veloces e inteligentes, pero se peleaban sin cesar.
¿En esa línea había evolucionado su organización social? En tal caso, era un fenómeno insólito.
Los animales de muchas especies pugnaban por la comida, el territorio y el sexo, pero las disputas se limitaban normalmente a exhibiciones de fuerza y agresiones rituales; rara vez terminaban en heridas de consideración. Había excepciones, desde luego. Cuando los hipopótamos luchaban por el dominio de un harén, a menudo herían de gravedad a otros machos. Pero nada comparable a lo que Harding presenciaba en esos momentos.
Mientras observaba, el animal herido que había quedado al margen del grupo se aproximó furtivamente y mordió a otro adulto. Éste gruñó y se abalanzó sobre él, clavándole la larga garra. En un instante, el depredador quedó destripado y salían por la ancha hendidura los bucles de intestino blanco. El animal se desplomó aullando, e inmediatamente otros tres adultos abandonaron la presa muerta, saltaron sobre el cuerpo caído de su congénere y empezaron a desgarrar la carne del animal con una intensidad rapaz.
Harding cerró los ojos y se dio media vuelta. Aquél era un mundo distinto, un mundo que no entendía. Desconcertada, bajó sigilosamente por la ladera, procurando mantenerse alejada de los depredadores.
El Ford Explorer se deslizaba silenciosamente a través de la selva, camino de la plataforma de observación. Seguía un paso de animales abierto en la cresta de la montaña que dominaba el valle. Thorne, al volante, comentó:
—Antes dijiste que sabías por qué se extinguieron los dinosaurios…
—Sí, estoy casi seguro —afirmó Malcolm—. La situación básica es bastante sencilla. —Cambió de posición en el asiento—. Los dinosaurios aparecieron en el triásico, hace alrededor de doscientos veintiocho millones de años, y proliferaron a lo largo de los períodos jurásico y Cretácico. Fueron la forma de vida dominante en el planeta durante cerca de ciento cincuenta millones de años, que es mucho tiempo.
—Considerando que nosotros llevamos aquí sólo tres millones de años —puntualizó Eddie.
—No nos agrandemos —corrigió Malcolm—. Ciertos simios enclenques llevan aquí tres millones de años. Nosotros no. En este planeta habitan seres humanos reconocibles sólo desde hace treinta y cinco mil años. Ése es el tiempo que ha transcurrido desde que nuestros antepasados pintaban en las cuevas de Francia y España para conjurar un resultado favorable en las cacerías. Treinta y cinco mil años. En la historia de la Tierra eso no es nada. Acabamos de llegar.
—Desde luego.
—Y naturalmente ya treinta y cinco mil años atrás provocábamos la extinción de especies. Los cavernícolas cazaban tanto que empezaron a extinguirse animales en varios continentes. Antes había leones y tigres en Europa, y jirafas y rinocerontes en Los Ángeles. Hace diez mil años los antepasados de los indios de Norteamérica acabaron con el mamut lanudo. Esta tendencia humana no es nueva…
—Ian.
—Sí, así es, por más que los modernos ecologistas crean que es una cosa de ahora…
—Ian —volvió a interrumpirlo Thorne—. Estabas hablando de los dinosaurios.
—Bien. Los dinosaurios. Decía que durante ciento cincuenta millones de años los dinosaurios prosperaron de tal modo en este planeta que en el Cretácico existían veintiún grupos básicos distintos. Algunos grupos, como los camarasaurios y los fabrosaurios habían muerto; pero la gran mayoría de los dinosaurios perduraron a lo largo de todo el Cretácico. Y de pronto, hace sesenta y cinco millones de años, se extinguieron todos los grupos. Sólo quedaron las aves. Así que la cuestión es… ¿Qué pasa?
—Pensaba que lo sabías —comentó Thorne.
—No. Me refiero a ese ruido. ¿No oyeron nada?
—No —contestó Thorne.
—Para —indicó Malcolm.
Thorne detuvo el vehículo y apagó el motor. Bajaron las ventanillas y entró el calor del mediodía. Apenas se movía el aire. Permanecieron atentos durante un rato.
—Yo no oigo nada —dijo Thorne con un gesto de indiferencia—. ¿Qué crees…?
—Chist —lo instó Malcolm. Ahuecó la mano en torno de la oreja derecha y asomó la cabeza por la ventanilla, aguzando el oído. Al cabo de un momento se acomodó de nuevo en el asiento—. Juraría que oí un motor.
—¿Un motor? ¿Un motor de combustión interna?
—Sí. —Malcolm señaló hacia el este—. Me pareció que venía de allí.
Volvieron a escuchar atentamente, pero no oyeron nada. Thorne movió la cabeza en un gesto de negación.
—Dudo mucho de que pueda haber un motor de nafta aquí, Ian. No hay posibilidad de recargar.
Sonó la radio.
—¿Doctor Malcolm? —Era Arby desde el tráiler.
—Sí, Arby.
—¿Quién más está en la isla?
—¿A qué te refieres? —preguntó Malcolm.
—Encienda el monitor.
Thorne pulsó el interruptor de la pantalla incorporada al tablero. Vieron la imagen de una de las cámaras de seguridad. Abarcaba una escarpada y sombría ladera del angosto extremo oriental del valle. Una rama próxima a la cámara obstruía en gran medida la visibilidad. Pero la imagen permanecía quieta, silenciosa. No se advertían indicios de actividad.
—¿Qué ves, Arby? —Fíjense bien.
A través de las hojas Thorne vio por un instante una mancha caqui. Cuando volvió a aparecer, se dio cuenta de que era una persona que caminaba y se deslizaba por la empinada pendiente hacia el lecho del valle. Tenía un cuerpo robusto y pequeño, y el pelo corto y oscuro.
—¡Será posible! —exclamó Malcolm con una sonrisa.
—¿Sabes quién es? —inquirió Thorne.
—Claro. Es Sarah.
—Bueno, será mejor que vayamos por ella. —Thorne agarró el micrófono de la radio y pulsó el botón—. Richard.
Levine no respondió.
—¿Richard? ¿Me oyes? Siguió sin responder. Malcolm exhaló un suspiro.
—Estupendo. No contesta. Probablemente se ha ido a dar un paseo. Obsesionado con su investigación…
—Eso me temo —dijo Thorne—. Eddie, desengancha la motocicleta y ve a ver en qué anda metido Levine ahora. Llévate un Lindstradt. Nosotros vamos a buscar a Sarah.
Levine se adentró en la oscuridad de la selva por el paso de animales. Los parasaurios lo precedían abriéndose paso ruidosamente entre los helechos y las palmeras. Al menos ya entendía por qué habían formado fila: no había otra manera de avanzar a través de la densa vegetación.
Seguían emitiendo ininterrumpidamente sus vocalizaciones pero, como Levine advirtió, con un matiz distinto, más agudas, más nerviosas. Levine apretó el paso, quitando de en medio húmedas hojas de palmera más altas que él. Mientras escuchaba los bramidos de los animales, empezó a percibir un olor característico, penetrante y agridulce. Tuvo la sensación de que el olor se hacía más intenso a medida que avanzaba.
Sin duda algo ocurría más adelante. Las vocalizaciones de los parasaurios se habían vuelto entrecortadas, casi como ladridos. Creyó adivinar en ellas cierta inquietud. Pero, ¿qué podía inquietar a animales de tres metros y medio de altura y nueve de longitud?
Lo venció la curiosidad. Se echó a correr por la selva, apartando hojas y saltando sobre troncos caídos. Entre el follaje oyó una especie de siseo, como una efusión de líquido, y entonces un parasaurio emitió un bramido grave y prolongado.
Eddie Carr llegó en la motocicleta hasta la plataforma de observación y se detuvo. Levine se había marchado. Examinó la tierra en torno de la estructura y vio numerosas pisadas de animales. Eran huellas enormes, de medio metro de diámetro, y penetraban en la selva por detrás de la plataforma.
Detectó también las marcas recientes de unas botas. Eran las suelas de unas Asolo, sin duda las de Levine. En algunos sitios las huellas de las botas se superponían al contorno de las pisadas de animal, lo cual significaba que eran posteriores. Las huellas de las botas se dirigían también hacia la selva.
Eddie Carr maldijo. Si algo no deseaba, era adentrarse en la selva. Pero no le quedaba elección. Tenía que sacar de allí a Levine. Aquel individuo, pensó, iba a convertirse en un auténtico problema. Eddie se descolgó el rifle del hombro y lo colocó atravesado sobre el manubrio de la motocicleta. A continuación hizo girar el arranque y penetró lentamente en la oscuridad.
Con el corazón martilleándole en el pecho por la emoción, Levine apartó la última hoja y se detuvo de repente. Frente a él un parasaurio blandía la cola. El animal se hallaba de espaldas a Levine y un grueso chorro de orina salió a borbotones de su pubis posterior, salpicando el suelo. Levine retrocedió de un salto para esquivar el chorro. Detrás del parasaurio más cercano vio un claro abarrotado de patas de animal. Los parasaurios se habían distribuido por el claro y orinaban juntos, hábito conocido como comportamiento de letrina.
«Fascinante y totalmente inesperado», pensó Levine.
Muchos animales contemporáneos, incluidos los rinocerontes y los ciervos, preferían evacuar en lugares determinados, y en muchos casos las manadas lo hacían de manera coordinada. En general, el comportamiento de letrina se consideraba un método para marcar el territorio. Pero al margen de cuál fuese su verdadera función nadie había imaginado que los dinosaurios actuasen de aquel modo.
Los parasaurios terminaron de orinar y cada uno sé desplazó unos cuantos pasos de costado. En la nueva posición defecaron, también simultáneamente. Cada parasaurio produjo un gran montón de excrementos de color pajizo. A continuación cada animal emitía un bramido grave a la vez que expulsaba una enorme cantidad de gases de un olor que recordaba al metano.
Detrás de Levine una voz susurró:
—Muy bonito.
Al volver la cabeza, vio a Eddie en la motocicleta. Se abanicaba con una mano.
—Así que los dinosaurios se tiran pedos —comentó—. Mejor que no encendamos aquí un fósforo o volaremos por los aires.
—¡Chist! —le ordenó Levine furiosamente, y siguió observando los parasaurios. No era momento de escuchar las impertinencias de un joven necio y vulgar. Varios parasaurios agacharon la cabeza y empezaron a lamer los charcos de orina, sin duda para recuperar los nutrientes perdidos, quizá la sal, las hormonas o alguna sustancia estacional. O quizá…
Levine avanzó un poco más.
Era tan poco lo que sabían sobre aquellas criaturas. Ni siquiera conocían los aspectos más elementales de sus vidas: cómo comían, cómo evacuaban, cómo dormían, cómo procreaban. Un mundo entero de intrincadas pautas de comportamiento se había desarrollado entre aquellos animales extinguidos desde hacía tanto tiempo. Comprenderlas requeriría el esfuerzo de docenas de científicos durante toda una vida. Pero eso probablemente no ocurriría. Sólo podía aspirar a extraer unas cuantas conjeturas, algunas deducciones simples que apenas traspasarían la superficie de sus complejas vidas.
Los parasaurios bramaron y se adentraron más aún en la selva. Levine avanzó unos pasos con la intención de seguirlos.
—Doctor Levine —dijo Eddie en voz baja—. Suba a la moto. Ahora mismo.
Levine no le hizo el menor caso. Cuando los parasaurios se marcharon, docenas de minúsculos animales verdes saltaron al claro emitiendo un curioso chirrido. Levine los identificó de inmediato: Procompsognathus triassicus, unos pequeños carroñeros descubiertos en Baviera por Fraas en 1913. Los contempló fascinado. Conocía bien aquellos pequeños dinosaurios, pero sólo a partir de reconstrucciones, porque no se habían hallado esqueletos completos en ningún lugar del mundo. Ostrom había llevado a cabo un exhaustivo estudio, pero sólo disponía de un esqueleto fragmentario y en mal estado. En las descripciones de Ostrom nada se decía sobre la cola, el cuello y los miembros superiores. Sin embargo, allí estaban los procompsognátidos, plenamente formados y activos, brincando por el claro como pollos. Mientras Levine los observaba, empezaron a devorar los excrementos y a beber la orina que quedaba. Levine arrugó la frente. ¿Era eso parte del comportamiento habitual de un carroñero?
Levine no estaba seguro…
Se adelantó para examinarlo de cerca.
—¡Doctor Levine! —susurró Eddie.
Curiosamente los compis se comían sólo los excrementos recientes y dejaban los restos secos diseminados por todo el claro. Cualesquiera que fuesen los nutrientes que así obtenían, debían de encontrarse sólo en la materia fecal reciente. Por lo tanto, probablemente se trataba de alguna proteína u hormona que se degradaba con el tiempo. Levine consideró oportuno tomar una muestra para análisis. Sacó una bolsa de plástico del bolsillo de la camisa. Se movió entre los compis, aparentemente ajenos a su presencia.
Se agachó junto al montón de excrementos más cercano.
—¡Doctor Levine! —insistió Eddie.
Levine, enojado, volvió la cabeza, y en ese momento un compi brincó hacia él y le mordió la mano. Otro le saltó al hombro y le mordió la oreja. Levine gritó y se puso de pie. Los compis se escabulleron.
—¡Maldita sea! —exclamó.
Eddie se acercó con la motocicleta.
—Ya basta —dijo—. Suba de una vez. Nos vamos de aquí.
El jeep Wrangler se detuvo. El sendero por el que habían llegado seguía a través del follaje hasta un claro. Era un sendero ancho y lodoso, abierto por enormes animales. En el barro vieron huellas grandes y profundas.
Desde el claro llegó un grave graznido, como el sonido de un ganso gigante.
—Muy bien —dijo Dodgson—. Dame la caja.
King guardó silencio.
—¿Qué caja? —preguntó Baselton.
—A tu lado, en el asiento hay una caja negra y una batería —indicó Dodgson—. Dámelas.
—¡Cómo pesa! —exclamó Baselton, gruñendo.
—Es por los imanes. —Dodgson se dio vuelta y agarró la caja, que era de metal anodizado negro. Tenía el tamaño de una caja de zapatos pero uno de sus extremos terminaba en un cono redondeado. Debajo llevaba montada una empuñadura de pistola. Dodgson se prendió la batería del cinturón y la conectó a la caja. A continuación sujetó la caja por la empuñadura. En la parte trasera había un botón y un cuadrante graduado—. ¿Está cargada la batería?
—Sí —contestó King.
—Muy bien —dijo Dodgson—. Primero iré yo. Ajustaré la caja y me desharé de los animales. Ustedes me siguen, y cuando se alejen los animales, toman un huevo cada uno del nido y los traen al jeep. Yo seré el último en volver, y entonces nos marcharemos. ¿Entendido?