Francisca supo también por el lacayo del príncipe de Agrigento, que había hecho amistad con ella en las frecuentes ocasiones en que venía a traer cartas a la duquesa, que había oído, en efecto, hablar mucho en el gran mundo del matrimonio del marqués de Saint-Loup con la señorita de Ambresac, y que estaba ya casi decidido.
Aquella
villa,
aquella platea en que la duquesa de Guermantes trasegaba su vida me parecían lugares menos mágicos que sus habitaciones. Los nombres de Guisa, de Parma, de Guermantes-Baviera, diferenciaban de todos los demás los lugares de veraneo a que se trasladaba la duquesa, las fiestas cotidianas que el surco de su coche ligaba a su hotel. Si me decían que en esos veraneos, en esas fiestas, consistía sucesivamente la vida de la señora de Guermantes, no me daban ninguna luz sobre esa vida. Cada uno de ellos daba a la vida de la duquesa una determinación diferente, pero no hacía más que cambiarla de misterio, sin que ella dejase evaporarse nada del suyo, que mudaba solamente de lugar, protegido por un tabique, encerrado en un vaso, en medio de las ondas de la vida de todos. La duquesa podía desayunar frente al Mediterráneo en la temporada de Carnaval, pero en la
villa
de la señora de Guisa, donde la reina de la sociedad parisiense ya no era, con su traje de piqué blanco, en medio de numerosas princesas, más que una invitada igual a las demás, y precisamente por eso más conmovedora aún para mí, más ella misma al renovarse como una estrella de la danza que en la fantasía de un paso llega a ocupar sucesivamente el puesto de cada una de las bailarinas, sus hermanas; podía contemplar las sombras chinescas, pero en una suaré de la princesa de Parma; oír la tragedia o la ópera, pero en la platea de la princesa de Guermantes.
Así como localizamos en el cuerpo de una persona todas las posibilidades de su vida, el recuerdo de los seres que conoce y a quienes acaba de dejar, o a los que va a unirse, así yo, si al enterarme por Francisca de que la señora de Guermantes iría a pie a almorzar a casa de la princesa de Parma, la veía, a eso de mediodía, bajar de su casa con su traje de raso claro, sobre el cual su rostro era del mismo matiz, como una nube a la puesta del sol, lo que ante mí veía eran todos los placeres del barrio de Saint-Germain contenidos en aquel pequeño volumen como en una concha, entre aquellas bruñidas valvas de sonrosado nácar.
Mi padre tenía en el Ministerio un amigo, un tal A. J. Moreau, el cual, para distinguirse de los demás Moreau, tenía cuidado de hacer preceder siempre su apellido de estas dos iniciales, de suerte que se le llamaba, para abreviar, A. J. Pues este A. J. se encontró no sé cómo en posesión de una butaca para una suaré de gala de la Opera; se la mandó a mi padre, y como la Berma, a quien yo no había vuelto a ver trabajar desde mi primera decepción, había de representar un acto de
Fedra,
mi abuela consiguió que mi padre me diera esa entrada.
A decir verdad, yo no concedía ningún valor a esta posibilidad de oír a la Berma que, algunos años antes, me había causado tanta agitación. Y no sin melancolía comprobé mi indiferencia respecto de lo que en otro tiempo había preferido a la salud, al reposo. No es que fuese menos apasionado que entonces mi deseo de poder contemplar de cerca las preciosas parcelas de realidad que entreveía mi imaginación. Pero ésta ya no las situaba ahora en la dicción de una gran actriz; desde mis visitas a Elstir había trasladado a ciertas tapicerías, a ciertos cuadros modernos, la fe íntima que en otro tiempo había tenido en el juego, en el arte trágico de la Berma; como mi fe, mi deseo no acudían ya a rendir a la dicción y a las actitudes de la Berma un culto incesante, el
doble
que de ellos poseía en mi corazón había languidecido poco a poco cual esos otros
dobles
de los muertos del antiguo Egipto a quienes había que alimentar constantemente para mantener su vida. Aquel arte se había tornado débil y mísero. Ningún alma profunda lo habitaba ya.
En el momento en que, aprovechando el billete recibido por mi padre, subía la gran escalera de la Opera, reparé en un hombre que iba delante de mí y al cual tomé en el primer momento por el señor de Charlus, cuyo porte tenía; cuando volvió la cabeza para preguntar algo a un empleado vi que me había engañado; pero no dudé, sin embargo, en situar al desconocido en la misma clase social, por la forma, no sólo en que iba vestido, sino en que hablaba al encargado de recibir los billetes y a las acomodadoras que le hacían esperar. Porque, a pesar de las particularidades individuales, aún había en aquella época entre cada hombre gomoso y rico de esta parte de la aristocracia y cualquier hombre gomoso y rico del mundo de la Bolsa o de la alta industria, una diferencia marcadísima. Allí donde uno de estos últimos hubiera creído afirmar su distinción empleando un tono cortante, altanero, para con un inferior, el gran señor amable, sonriente, parecía considerar, ejercer la afectación de la humildad y de la paciencia, la ficción de ser un espectador cualquiera, como un privilegio de su buena educación. Es probable que al verle así, disimulando bajo una sonrisa llena de bondad el umbral infranqueable del pequeño universo que llevaba en sí, más de un hijo de algún rico banquero, al entrar en ese momento en el teatro, hubiese tomado a aquel gran señor por un hombre vulgar, si es que no le había encontrado un asombroso parecido con el retrato, reproducido recientemente por los periódicos ilustrados, de un sobrino del emperador de Austria, el príncipe de Sajonia, que se encontraba precisamente en París en aquel momento. Yo sabía que era muy amigo de los Guermantes. Al llegar cerca del encargado de recoger los billetes, oí al príncipe de Sajonia, o supuesto príncipe, que decía, sonriendo: «No sé el número del palco; es mi prima quien me ha dicho que no tenía más que preguntar por su palco».
Quizá fuera el príncipe de Sajonia; acaso fuese la duquesa de Guermantes (a quien en ese caso podría yo ver viviendo uno de los momentos de su vida inimaginable, en la platea de su prima) a quien sus ojos veían en pensamiento cuando decía: «Mi prima que me ha dicho que no tenía más que preguntar por su palco», de manera que aquella mirada sonriente y particular y aquellas palabras tan sencillas me acariciaban el corazón (mucho más de lo que hubiera podido un ensueño abstracto) con las antenas alternativas de una felicidad posible y de un prestigio incierto. A lo menos, al decir aquella frase al encargado de recoger los billetes empalmaba con una vulgar suaré de mi vida cotidiana un paso eventual hacia un mundo nuevo; el corredor que le indicaron después de haber pronunciado la palabra
platea,
y por el que se adelantó, era húmedo y agrietado y parecía conducir a unas grutas marinas, al reino mitológico de las ninfas de las aguas. Ante mí tenía tan sólo a un caballero puesto de etiqueta que se alejaba; pero yo, por mi parte, hacía jugar en torno a él, como con un reflector torpe, y sin conseguir aplicarla exactamente a él, la idea de que aquél era el príncipe de Sajonia y que iba a ver a la duquesa de Guermantes. Y aun cuando estuviera solo, esta idea exterior a él, impalpable, inmensa y cortada como una proyección, parecía precederle y guiarle cual esa divinidad, invisible para el resto de los hombres, que se yergue al lado del guerrero griego.
Llegué a mi asiento mientras trataba de dar con un verso de
Fedra
que no recordaba exactamente. Tal como yo me lo recitaba, no tenía el número de sílabas requerido; pero como yo no intentaba contarlas, entre su desequilibrio y un verso clásico me parecía que no existía ninguna medida común. No me hubiera extrañado que hubiese sido preciso quitar más de seis sílabas a aquella frase monstruosa para hacer de ella un verso de doce. Pero de pronto lo recordé, las irreductibles asperezas de un mundo inhumano se aniquilaron mágicamente; las sílabas del verso llenaron luego la medida de un alejandrino; lo que el verso tenía de sobra se desprendió con tanta facilidad y tan ágilmente como una pompa de aire que sale a estallar a la superficie del agua. Y, en efecto, aquella enormidad con que yo había luchado no era más que una sola sílaba.
Cierto número de butacas de orquesta habían sido puestas a la venta en contaduría y adquiridas por
snobs
o curiosos que querían contemplar gentes a quienes no hubieran tenido otra ocasión de ver de cerca. Y era, verdaderamente, un poco de su verdadera vida mundana, habitualmente oculta, lo que podría examinarse públicamente, pues como la princesa de Parma había distribuido por sí misma entre sus amigos los palcos, las delanteras y las plateas, la sala era como un salón donde cada cual cambiaba de sitio, iba a sentarse aquí o allá, cerca de una amiga.
A mi lado estaban gentes vulgares que, sin conocer a los abonados, querían hacer vez que eran capaces de reconocerlos y los nombraban en voz alta. Añadían que esos abonados venían aquí como a su salón, queriendo decir con esto que no ponían atención a las obras que se representaban. Pero lo que ocurría era precisamente lo contrario. Un estudiante genial que ha tomado una butaca para oír a la Berma no piensa en otra cosa que en no ensuciar sus guantes, en no molestar, en propiciarse al vecino que la casualidad le ha deparado, en perseguir con una sonrisa interminable la mirada fugaz, en esquivar con expresión descortés el encuentro con la mirada de una persona conocida que ha descubierto en la sala y a la que después de mil perplejidades se decide a ir a saludar en el momento en que los tres golpes, sonando antes de que haya llegado a ella, le obligan a huir, como los hebreos del mar Rojo, entre las olas encrespadas de los espectadores y de las espectadoras a quienes ha hecho levantarse y a los cuales desgarra los trajes o aplasta las botas. Las gentes del gran mundo, en cambio, precisamente porque estaban en sus palcos (detrás del balconcillo en forma de terraza) como en unos saloncillos colgantes a los que hubiesen quitado uno de sus tabiques, o en cafés pequeños adonde se va a tomar un
bavaroise
sin intimidarse por los espejos con marco de oro y las sillas rojas del establecimiento de carácter napolitano; porque posaban una mano indiferente en los dorados troncos de las columnas que sostenían aquel templo del arte lírico, porque no se sentían afectadas por los excesivos honores que parecían rendirles dos figuras esculpidas que tendían hacia los palcos palmas y laureles, sólo ellos habrían tenido el espíritu libre para escuchar la obra solamente con que hubiesen tenido espíritu.
Al principio no hubo más que unas vagas tinieblas, en las que se encontraba súbitamente, como el rayo de una piedra preciosa que no se ve, la fosforescencia de unos ojos célebres, o, como un medallón de Enrique IV recortado sobre un fondo negro, el perfil inclinado del duque de Aumale, a quien una dama invisible gritaba: «Permítame, monseñor, que le quite el gabán», a pesar de que el príncipe respondía: «¡Pero, cómo, por Dios, señora de Ambresac!». Ella lo hacía, no obstante esta vaga defensa, y era envidiada por todas a causa de semejante honor.
Pero en las demás plateas, casi en todas, las blancas deidades que habitaban aquellas moradas sombrías se habían refugiado contra las oscuras paredes y permanecían invisibles. Sin embargo, a medida que el espectáculo avanzaba, sus formas, vagamente humanas, se destacaban blandamente, una tras otra, de las profundidades de la noche que tapizaban y, alzándose hacia la claridad, dejaban que emergiesen sus cuerpos semidesnudos y venían a detenerse en el límite vertical y en la superficie claroscura en que sus brillantes rostros aparecían tras el risueño, espumoso y ligero romper de olas de sus abanicos de plumas, bajo sus cabelleras de púrpura enmarañadas de perlas que parecía haber encorvado la ondulación de la pleamar; después comenzaban las butacas de orquesta, el retiro de los mortales por siempre separado del sombrío y transparente reino a que servían acá y allá de frontera, en su superficie líquida y compacta, los ojos límpidos y reverberantes de las diosas de las aguas. Porque los taburetillos de la ribera, las formas de los monstruos de la orquesta, se pintaban en aquellos ojos siguiendo tan sólo las leyes de la óptica y según su ángulo de incidencia, como ocurre con esas dos partes de la realidad exterior a las que, sabiendo que no poseen, por rudimentaria que sea, un alma análoga a la nuestra, juzgaríamos insensato dirigir una mirada o una sonrisa: los minerales y las personas con quienes no estamos en relación. Del lado acá, al revés que en el límite de su dominio, las radiantes hijas del mar se volvían a cada instante, sonriendo, a los barbudos tritones colgados de las sinuosidades del abismo, o hacia algún semidiós acuático que tenía por cráneo un canto pulimentado sobre el cual había depositado la ola un alga lisa y por mirada un disco de cristal de roca. Inclinábanse hacia ellos, les ofrecían bombones; a veces, la ola se entreabría ante una nueva nereida que, tardía, sonriente y confusa, acababa de florecer desde el fondo de la sombra; después, acabado el acto, sin esperar ya oír los melodiosos rumores de la tierra que las habían atraído a la superficie, sumergiéndose todas a la vez, las diversas hermanas desaparecían en la noche. Pero de todos aquellos retiros a cuyo umbral traía a las diosas curiosas, que no dejan que nadie se les acerque, el ligero cuidado de distinguir las obras de los hombres, el más afamado era el bloque de semioscuridad conocido por el nombre de platea de la princesa de Guermantes.
Como una gran diosa que preside de lejos los juegos de las divinidades inferiores, la princesa se había quedado voluntariamente un poco al fondo, en un canapé lateral, rojo como una roca de coral, al lado de una ancha reverberación vidriosa que era probablemente una luna y que hacía pensar en una sección que un rayo de luz hubiera practicado, perpendicular, oscura y líquida, en el cristal deslumbrado de la aguas. Pluma y corola a un tiempo, como ciertas floraciones marinas, una gran flor blanca, aterciopelada como un ala, descendía desde la frente de la princesa a lo largo de una de sus mejillas cuya inflexión seguía con flexibilidad coqueta, amorosa y viva, y parecía encerrarla a medias como un huevo rosa en la blandura de un nido de martinete. Sobre la cabellera de la princesa y bajando hasta sus cejas, recogida luego más abajo, a la altura de su pecho, se extendía una redecilla hecha de esas conchas blancas que se pescan en ciertos mares australes y que estaban entretejidas con perlas, mosaico marino surgido apenas de las olas que por momentos se encontraba sumido en la sombra, en cuyo fondo, aun entonces, se revelaba una presencia humana por la brillante movilidad de los ojos de la princesa. La belleza, que ponía a ésta muy por encima de las demás hijas fabulosas de la penumbra, no estaba por entero material e inclusivamente inscrita en su nuca, en sus hombros, en sus brazos, en su talle. Pero la línea deliciosa e inacabada de éste era el exacto punto de partida, el cebo inevitable de las líneas invisibles en que el ojo no podía menos de prolongarlas, maravillosas, engendradas en torno a la mujer como el espectro de una figura ideal proyectada sobre las tinieblas.