La amistad, la admiración que Saint-Loup sentía hacia mí me parecían inmerecidas y habían permanecido para mí indiferentes. De pronto les concedí valor; hubiese querido que se las revelase él a la señora de Guermantes, hubiera sido capaz de pedirle que lo hiciese. Porque desde el momento en que uno está enamorado, todos los pequeños privilegios desconocidos que posee quisiera poder divulgarlos ante la mujer a quien ama, como hacen en la vida los desheredados y los importunos. Sufre uno de que ella los ignore, trata de consolarse diciéndose que, precisamente porque nunca son visibles, acaso añada ella a la idea que de uno tiene esa posibilidad de ignoradas excelencias.
Saint-Loup hacía mucho tiempo que no podía venir a París, fuese, como decía él, por exigencias de su profesión, o más bien por los disgustos que le daba su querida, con la cual había estado ya por dos veces a punto de romper. Reiteradamente me había dicho cuánto bien le haría con ir a verle a aquella guarnición cuyo nombre, a los dos días de haber salido él de Balbec, me había causado tanta alegría al leerlo en el sobre de la primera carta que recibía de mi amigo. Era —no tan lejos de Balbec como el paisaje, francamente de tierra adentro, hubiera hecho creer— una de esas pequeñas ciudades aristocráticas y militares rodeadas de una extensa campiña en que, en el buen tiempo, flota con tanta frecuencia a lo lejos, como un vaho sonoro intermitente que —del mismo modo que un telón de álamos dibuja con sus sinuosidades el curso de un río que no se ve— revela los cambios de lugar de un regimiento en maniobras, que hasta la atmósfera de las calles, de las avenidas y de las plazas ha acabado por contraer una a modo de perpetua vibratilidad musical y guerrera, y que el más grosero ruido de un carro o de un tranvía se prolonga en ellas en vagas llamadas de clarín, indefinidamente tamizadas, en los oídos alucinados por el silencio. No estaba situada tan lejos de París que no me fuese posible, al apearme del rápido, volver a casa, encontrar aún en pie a mi madre y a mi abuela y acostarme en mi cama. Tan pronto como lo hube comprendido, turbado por un doloroso deseo, tuve demasiado poca voluntad para decidir que no volvería a París y quedarme en la ciudad; pero demasiado poca también para impedir que un empleado llevase mi maleta hasta un coche de punto y para no incorporarme, mientras le seguía, el alma desierta de un viajero que vigila sus bártulos y a quien ninguna abuela espera, para no subir a un coche con la desenvoltura del que, por haber dejado de pensar en lo que quiere, tiene la apariencia de saber lo que quiere, y para no dar al cochero la dirección del cuartel de caballería. Pensaba que Saint-Loup iría a dormir aquella noche al hotel en que yo iba a alojarme para hacer que me fuese menos angustioso el primer contacto con aquella ciudad desconocida. Un soldado de guardia fue a buscarle y yo le esperé a la puerta del cuartel, ante aquella gran nave resonante con el viento de noviembre, y de donde, a cada instante, porque eran las seis de la tarde, salían hombres, de dos en dos, a la calle, titubeando como si bajasen a tierra en algún puerto exótico donde se hubiesen detenido momentáneamente. Llegó Saint-Loup, agitándose en todos sentidos, dejando volar delante de sí su monóculo; yo no había dado mi nombre y estaba impaciente por gozar de su sorpresa y de su alegría.
—¡Ah, qué fastidio! —exclamó al verme de improviso, poniéndose colorado hasta las orejas—: acabo de entrar de semana y no podré salir hasta dentro de ocho días.
Y, preocupado por la idea de verme pasar a solas esta primera noche, porque conocía mejor que nadie mis terrores nocturnos que con tanta frecuencia había observado y endulzado en Balbec, interrumpía sus lamentaciones para volverse hacia mí, para dirigirme breves sonrisas, tiernas miradas desiguales, unas que venían directamente de su ojo, otras a través de su monóculo, y en todas ellas una alusión a la emoción que sentía al volver a verme, una alusión también a una cosa importante que no siempre comprendía yo, pero que ahora me importaba, y era nuestra amistad.
—¡Dios mío! ¿Y dónde va a dormir usted? Si he de serle franco, no le aconsejo el hotel en que nos hospedamos nosotros; está al lado de la Exposición, donde van a empezar las fiestas, y tendría usted una de gente loca. No; mejor estaría en el hotel de Flandes, es un antiguo palacete del siglo XVIII, con tapicerías viejas.
Hace
bastante
casa solariega histórica.
Saint-Loup empleaba a todo pasto la palabra
hacer
en lugar de
parecer,
porque la lengua hablada, como la lengua escrita, siente de tiempo en tiempo la necesidad de esas alteraciones del sentido de las palabras, de esos refinamientos de expresión. Y así como ocurre con frecuencia que los periodistas ignoren de qué escuela literaria provienen las
elegancias
que utilizan, así el vocabulario, la dicción inclusive de Saint-Loup, estaban hechos de la imitación de tres estetas diferentes, a ninguno de los cuales conocía, pero de quienes le habían sido indirectamente inculcados esos modos de lenguaje.
—Por otra parte —concluyó—, ese hotel es bastante adecuado a su hiperestesia auditiva. No tendrá usted vecinos. Reconozco que es una triste ventaja, y como, al fin y al cabo, mañana puede llegar otro viajero, no valdría la pena de escoger para ese hotel resultados precarios. No; si se lo recomiendo es por el aspecto. Las habitaciones son bastante simpáticas; los muebles, antiguos y confortables, lo cual ya es algo tranquilizador.
Pero para mí, menos artista que Saint-Loup, el placer que puede proporcionar una casa bonita era superficial, nulo casi, y no podía calmar mi angustia incipiente, tan penosa como la que sentía en otro tiempo en Combray cuando mi madre no iba a darme las buenas noches, o como la que había sentido el día de mi llegada a Balbec en la habitación demasiado alta que olía a espicanardo. Saint-Loup lo comprendió por mi mirada fija.
—Pero a usted le trae muy sin cuidado, ¡pobrecillo!, ese lindo palacio; está usted muy pálido. Yo, como un tonto, le estoy hablando de unas tapicerías que ni siquiera tendrá usted ánimos para mirar. Conozco la habitación en que le pondrían; para mi gusto la encuentro muy alegre, pero me doy perfecta cuenta de que para usted, con su sensibilidad, no es lo mismo. No crea que no lo comprendo; no siento lo que usted, pero de sobra me pongo en su lugar.
Un suboficial que probaba un caballo en el patio, muy ocupado en hacerle saltar, sin responder a los saludos de los soldados, pero lanzando chaparrones de injurias a los que se ponían en su camino, dirigió en aquel momento una sonrisa a Saint-Loup, y al darse cuenta entonces de que éste tenía consigo a un amigo, saludó. Pero el caballo se le fue a la empinada, espumarajeando. Saint-Loup se le abalanzó a la cabeza, lo tomó de la brida, consiguió calmarlo y volvió a mi lado.
—Sí —me dijo—, le aseguro que me doy cuenta, que sufro con lo que usted siente; me apena —añadió, poniéndome afectuosamente la mano en el hombro— pensar que si me hubiera sido posible quedarme cerca de usted acaso hubiese podido, quedándome a su lado, hablando con usted hasta la mañana, quitarle un poco de su tristeza. Le prestaría bastantes libros, pero no va usted a poder leer si se encuentra de esa manera. Y no habrá modo de conseguir que me sustituya aquí nadie; ya va de dos veces seguidas que lo he hecho porque había venido mi chica.
Y fruncía el ceño, por su disgusto y también por el ahínco que ponía en buscar, como un médico, qué remedio podría aplicar a mi mal.
—Anda, ve a encender lumbre en mi cuarto —dijo a un soldado que pasaba—. ¡Vamos, más aprisa, listo!
Después se volvía hacia mí de nuevo, y el monóculo y la mirada miope hacían alusión a nuestra gran amistad.
—¡Usted aquí, en este cuartel en que tanto he pensado en usted! No puedo dar crédito a mis ojos, me parece que sueño. En fin, ¿y esa salud, va mejor? Ahora mismo va usted a hablarme de todo ello. Vamos a subir a mi cuarto, no estemos demasiado en el patio, hace un viento del diablo; yo ni siquiera lo siento ya, pero tengo miedo de que usted, que no está acostumbrado, tenga frío. ¿Qué, y ese trabajo, se ha puesto usted ya a él? ¿No? Pero ¡qué hombre este! Si yo tuviera las disposiciones que usted, creo que escribiría de la mañana a la noche. Le divierte a usted más no hacer nada. ¡Qué lástima que sean los mediocres como yo los que siempre están dispuestos a trabajar, y que los que podrían hacerlo no quieran! Y ni siquiera le he preguntado por su señora abuela. Su
Proudhon
no se separa de mí.
Un oficial, alto, guapo, majestuoso, desembocó, con pasos lentos y solemnes, de una escalera. Saint-Loup le saludó e inmovilizó la perpetua inestabilidad de su cuerpo el tiempo preciso para tener la mano a la altura del quepis. Pero la había precipitado con tanta fuerza, irguiéndose con un movimiento tan seco, y, una vez acabado el saludo, la hizo caer de nuevo con un ademán tan brusco, cambiando todas las posiciones del hombro, de la pierna y del monóculo, que aquel momento fue no tanto de inmovilidad como de una vibrante tensión en que se neutralizaban los movimientos excesivos que acababan de producirse y los que iban a empezar. Mientras tanto, el oficial, sin acercarse, tranquilo, benévolo, digno, imperial, representando, en suma, el polo opuesto de Saint-Loup, alzó, a su vez, pero sin apresurarse, la mano hacia su quepis.
—Tengo que decirle dos palabras al capitán —me susurró Saint-Loup—. Tenga usted la bondad de ir a esperarme a mi cuarto: el segundo a la derecha, en el tercer piso; soy con usted dentro de un momento.
Y echando a andar a paso de carga, precedido de su monóculo, que volaba en todos los sentidos, se fue derecho hacia el digno y lento capitán, a quien traían en aquel momento el caballo y que, antes de disponerse a montar en él, daba algunas órdenes con una nobleza de ademanes estudiada, como en algún cuadro histórico y como si fuese a partir para una batalla del Primer Imperio, cuando lo cierto era que volvía sencillamente a su casa, al alojamiento que había alquilado para el tiempo que hubiera de estar en Doncières y que estaba enclavado en una plaza denominada, como por una ironía anticipada para con este napoleonida, ¡Plaza de la República! Me lancé escalones arriba, a punto de resbalar a cada paso en aquellos peldaños claveteados, entreviendo crujías de desnudos muros, con la doble alineación de los petates y de los equipos. Me indicaron la habitación de Saint-Loup. Un instante me quedé parado ante su puerta cerrada, porque oía moverse a alguien; removían una cosa, dejaban caer otra; sentía yo que la habitación no estaba vacía, que había alguien en ella. Pero no era sino el fuego encendido, que ardía. No podía estar tranquilo, cambiaba de lugar los leños, y con harta torpeza. Entré; dejó rodar un leño, hizo humear otro. E incluso cuando no se movía como la gente vulgar, dejaba de continuo oír ruidos que, desde el momento en que veía subir la llama, se me aparecían como ruidos del fuego, pero que, de haber estado al otro lado de la pared, hubiera creído que venían de alguien que se sonaba y paseaba. Por último me senté en la habitación. Colgaduras de
liberty
y viejas telas alemanas del siglo XVIII la preservaban del olor que exhalaba el resto del edificio, grosero, insulso y corruptible como el del pan moreno. Allí, en aquella habitación encantadora, era donde yo hubiera cenado y dormido feliz y con sosiego. Saint-Loup parecía presente casi, gracias a los libros de trabajo que estaban sobre su mesa al lado de unas fotografías, entre las que reconocí la mía y la de la señora de Guermantes, gracias al fuego que había acabado por hacerse a la chimenea y, como un animal echado en ardiente espera, silencioso y fiel, dejaba caer únicamente de cuando en cuando una brasa que se desmoronaba o lamía la pared con una llama de la chimenea. Oía yo el tictac del reloj de Saint-Loup, que no debía de estar muy lejos de mí. Este tictac cambiaba de lugar a cada momento, porque yo no veía el reloj; me parecía que venía de detrás de mí, de delante, por la derecha, por la izquierda, que se apagaba a veces como si estuviese muy lejos. De pronto descubrí el reloj sobre la mesa. Entonces oí el tictac en un lugar fijo, de donde ya no se movió. Cuando menos, creía oírlo en aquel punto; no lo oía en él, lo veía allí, los sonidos no tienen lugar. Por lo menos los referimos a movimientos y merced a ello poseen la utilidad de avisarnos de esos movimientos, de parecer como que los hacen necesarios y naturales. Ocurre a veces, desde luego, que un enfermo al cual han tapado herméticamente los oídos no oiga ya el crepitar de un fuego como el que en aquel momento machaconeaba en la chimenea de Saint-Loup, mientras trabajaba en hacer tizones y cenizas que hacía caer luego en su rejilla, como tampoco oye el paso de los tranvías, cuya música alzaba el vuelo, en intervalos regulares, en la plaza mayor de Doncières. Entonces, si el enfermo lee, las páginas pasarán silenciosamente, como si fuesen recorridas por la mano de un dios. El pesado rumor de un baño que alguien está preparando se atenúa, se aligera y se aleja como un gorjeo celestial. El retroceso del ruido, su adelgazamiento, le quitan todo poder agresivo respecto de nosotros; enloquecidos hace unos momentos por unos martillazos que parecían sacudir el techo sobre nuestra cabeza, nos complacemos ahora en recogerlos, ligeros, acariciadores, lejanos, como un murmullo de follajes que jugasen sobre la carretera con el céfiro. Hace uno solitarios con cartas que no entiende, hasta el punto de que cree no haberlas barajado, que se mueven por sí solas, y que, adelantándose a nuestro deseo de jugar con ellas, se han puesto a jugar con nosotros. Y a este respecto cabe preguntarse si en lo que atañe al Amor (añadamos inclusive, al Amor, el amor a la vida, el amor a la gloria, ya que, según parece, hay gentes que conocen estos dos últimos sentimientos) no debería hacerse como los que, para defenderse contra el ruido, en lugar de implorar que cese, se tapan los oídos, y, a imitación de ellos, retraer nuestra atención, nuestra defensiva, a nosotros mismos, darles como objeto que reducir, no el ser exterior a quien amamos, sino nuestra capacidad de sufrir por él.
Volviendo al sonido, si se hace mayor una de las bolas que cierran el conducto auditivo, éstas obligan al
pianissimo
a la joven que tocaba, encima de nuestra cabeza, un aire turbulento; si se unta una de esas bolas de una materia grasa, su despotismo es obedecido inmediatamente por la casa toda, sus leyes se extienden inclusive al exterior. El
pianissimo
no basta ya, la bola hace que se cierre instantáneamente el teclado y la lección de música acaba bruscamente; el señor que paseaba sobre nuestra cabeza cesa de repente en su ronda; la circulación de los coches y de los tranvías queda interrumpida, como si se esperase a un jefe de Estado. Y esta atenuación de los sonidos turba incluso a veces el sueño en lugar de protegerlo. Todavía ayer, los ruidos incesantes, al describirnos de una manera continua los movimientos de la calle y de la casa, acababan por adormecernos como un libro aburrido; hoy, en la superficie de silencio extendida sobre nuestro sueño, un choque, más fuerte que los demás, llega a hacerse oír, leve como un suspiro, sin ligazón con ningún otro sonido, misterioso, y el requerimiento de explicación que exhala basta para despertarnos. Si se retiran por un instante los algodones superpuestos al tímpano del enfermo y, de pronto, la luz, el pleno sol del sonido se muestra de nuevo, cegador, renace en el universo, el pueblo vuelve a toda velocidad en rumores aislados, se asiste, como si fueran salmodiadas por ángeles músicos, a la resurrección de las voces. Las calles vacías se llenan por un instante de las alas rápidas y sucesivas de los tranvías cantores. Y en la misma habitación, el enfermo acaba de crear, no, como Prometeo, el fuego, sino el ruido del fuego. Y al aumentar, al adelgazar los tapones de guata, es como si se hiciera funcionar, alternativamente, uno u otro de los dos pedales que se han añadido a la sonoridad del mundo exterior.