Authors: Juan José Millás
Pero no es cierto que en el otro lado no hubiera nada: estaba yo. ¿Qué hacía allí? Asomarme a éste. El otro lado, como el infierno, no era un lugar, sino una condición. Si ésa era tu condición, igual daba que estuvieras dentro o fuera del armario, delante o detrás del espejo, acompañado o solo.
Sabías que no pertenecías, que no pertenecíamos, al mundo al que habíamos ido a parar. Y no porque fuéramos pobres como ratas, o porque el frío resultara insoportable, o porque siempre hubiera acelgas para cenar, sino porque había entre el mundo y tú una atmósfera de opacidad manifiesta. El mundo era opaco.
Mi madre tenía trastornos de carácter. Pasaba de la calma a la agitación en cuestión de segundos.
Había dentro de ella algo que la impulsaba a estar mal. Cuando estaba muy mal, daba gritos y atravesaba como una furia las habitaciones de la casa quejándose de esto o de lo otro. Podía quejarse de una cosa y de la contraria al mismo tiempo. Cualquier comentario, por ingenuo o bienintencionado que fuera, hecho en su presencia, podía volverse contra ti. Era muy aficionada también a dar órdenes contradictorias, de las que conducen a la parálisis al que las recibe. Yo no sólo me quedaba paralizado, sino que deseaba ser una piedra, una mesa, un pedazo de cristal, un objeto inerte. Cuando mamá enloquecía, me daba pánico. Expresiones hechas como «estar fuera de sí» o «estar fuera de quicio» describían bastante bien su manera de ser. Su melena, cuando estaba fuera de sí, parecía una mancha de tinta que cambiaba de forma al agitar la cabeza. De tan espesa que era, los cabellos carecían de individualidad. Fue una mujer sumamente desdichada, pero también, de alguna forma incomprensible, sumamente feliz. Quizá en los momentos de mayor infelicidad alcanzaba un raro éxtasis de dicha. Padecía, en fin, de una infelicidad que la hacía feliz (el bisturí eléctrico).
Hace años escribí un reportaje sobre una maníaco-depresiva, una bipolar, que vivía en Madrid. A medida que me enumeraba sus síntomas, yo me acordaba de mi madre. Ese paso de la euforia a la depresión, del cielo al infierno, esa caída… Yo soy, creo, un poco maníaco-depresivo, aunque procuro no exteriorizar las alegrías excesivas ni las aflicciones exageradas. Tanto unas como otras se dan en un registro más mental que físico. Atravieso épocas de grandes ensoñaciones, donde me imagino llevando a cabo extrañas conquistas, y por instantes de gran abatimiento, de desánimo, que me ponen los pies en el suelo. En el abatimiento hay, curiosamente, momentos de enorme dicha (otra vez el bisturí que daña y cura al mismo tiempo): cuando comprendo que si no tengo nada que perder puedo arriesgarlo todo. Tales ensoñaciones guardan relación frecuentemente con proyectos narrativos. El placer, al imaginarlos, es tan intenso que elimina cualquier posibilidad de llevarlos a cabo. Siempre tengo que cuidarme de eso. Hay historias que me invaden, que llenan mis noches y mis días sin llegar a nada, sin transformarse en nada, sin sentido aparente.
No sé si mi madre tenía algo de esa patología maníaco-depresiva, quizá sí. Quizá si la vida o los fármacos la hubieran tratado de otro modo habría tenido más calma, habría medido más sus gestos, sus palabras. Cuando nació el pequeño de mis hermanos, ella estuvo a punto de morir. La noche anterior había habido mucho movimiento en las escaleras. En aquella época, el dormitorio de mis padres estaba en el piso de abajo, donde luego se instalaría el comedor. Aún no era costumbre que las mujeres parieran en el sanatorio, o quizá la costumbre no había llegado a mi familia. Por la mañana, a primera hora, apareció la comadrona y a los niños nos mandaron fuera de casa, con unos bocadillos y la orden de no regresar hasta media tarde. Sería julio, quizá agosto, porque hacía mucho calor. El premio consistía en que al regreso tendríamos en casa un hermanito. En una familia de ocho, eso no era ningún premio, pero quién discutía aquellas cosas.
Nos fuimos a la calle, pues, y anduvimos campo a través durante horas en dirección a lo que hoy es el aeropuerto de Barajas. Todo estaba seco. Comimos los bocadillos en silencio, sentados sobre unas piedras, e iniciamos el regreso. Nada más entrar en el jardín, percibimos una agitación preocupante. Había corros de personas hablando en voz baja, como en los funerales. La gente entraba en la habitación de mi madre y salía llorando. Vi a mi padre aterrado, que era como si te quitaran el suelo de los pies. Nosotros no preguntamos nada, no dijimos nada. Nos limitamos a contemplar desde nuestra estatura el espectáculo con la expresión de perplejidad propia de los niños asustados.
De todos modos, yo estaba tan familiarizado con el miedo que aquello constituía un episodio más. La vida sin miedo resultaba inconcebible. Los días de paz nunca fueron días de paz, sino de tregua. El náufrago que logra subir unos segundos a la superficie y tomar aire antes de hundirse nuevamente no es más feliz en el momento de tomar el aire que en el de consumirlo.
Ignoro cuál fue el problema de mi madre, pero sobrevivió. Al día siguiente, pasado el susto, cuando me dejaron entrar en su habitación, me acerqué a la cabecera de la cama y me quedé mirándola. Ella me dijo:
—Creías que me moría, ¿eh?
Yo me eché a llorar. Entonces me acarició la cara, prometiéndome que nunca se moriría, cosa que creí. La promesa funcionó al principio como un bálsamo; más tarde, como una amenaza. Por aquellas fechas, falleció la madre de un compañero del colegio. Fue la primera vez que vi un huérfano. Yo lo miraba con cierta condescendencia, con la superioridad que proporciona el conocimiento de que tu madre es inmortal.
Ya de mayor, comprendí que la promesa era una amenaza. Comprendí que, en efecto, mi madre no moriría ni después de muerta. Las fuerzas de la naturaleza no mueren, se dispersan, y mi madre era una fuerza de la naturaleza. Muchas veces me he preguntado si en el momento de ofrecerme su inmortalidad estaba eufórica o deprimida. Lo lógico, dada la situación, es que estuviese deprimida, de modo que cabe imaginar cómo serían sus euforias.
Empleé gran parte de mi análisis en intentar verla como una mujer frágil, pues detrás de caracteres tan poderosos se oculta con frecuencia una debilidad insoportable. Creo que no lo conseguí. Mi madre murió, si es que murió, como una fuerza de la naturaleza. La operaron siete u ocho veces. No había parte de su cuerpo por la que no hubiera pasado el bisturí (el bisturí eléctrico) y de todas las operaciones salía adelante. Es cierto que caminaba con dificultad, pero como habría caminado con dificultad un ciclón, como se habría desplazado con dificultad un huracán, una tormenta… Estuvo varios días o varias semanas en coma. Pero se trataba de un coma de una intensidad desusada. Era un bloque de granito en coma. Mis hermanos y yo nos turnábamos para pasar la noche con ella. En aquella época, yo estaba convencido de haberme separado emocionalmente de mi madre. No sufría viéndola agonizar. Creía que para mí había fallecido hacía años y que su muerte real, física, no sería sino un trámite burocrático. En su habitación había una cama para el acompañante. Antes de acostarme, me fumaba fríamente un canuto y me perdía en ensoñaciones lúgubres asomado a la ventana. Algún día, antes de meterme entre las sábanas, me detenía frente a su cabecera y le observaba el rostro y las manos en busca de algún síntoma de vida, de algún intento de comunicación. Creo que la llamé —mamá, mamá— en un par de ocasiones.
Después de la muerte de mi madre, todo volvió aparentemente a la normalidad, pero pasados unos meses, quizá un año, empecé a enfermar. Fue un proceso lento, insidioso, invisible. La enfermedad se movía por el interior de mi cuerpo como un fantasma por el interior de una mansión abandonada. Unos días estaba en los pulmones; otros, en el estómago, en la garganta, en la cabeza… A veces, en los ojos.
Cuando la situación se agravó, fui a un médico que me recomendó un amigo. Era un hombre afable, mayor, que me explicó la importancia de llevar zapatos con cámara de aire. Nos pasamos —dijo— la vida caminando sobre superficies duras, dentro de unos zapatos rígidos. Cada paso supone un golpe que viaja a través de la columna vertebral al bulbo raquídeo. No era, pues, raro que acabáramos dementes, o con alzheimer, después de haber provocado miles, quizá millones, de golpes en un órgano tan esencial. No recuerdo a propósito de qué me ofreció esta explicación, pero yo deseaba que no terminara nunca de hablar, pues me daba pánico empezar a relatar mis síntomas.
Eran tan escandalosos que sólo podían ocultar una enfermedad mortal. El nombre del doctor era Lozano, doctor Rafael Lozano. Desde entonces, me hago un chequeo anual con él. Mantiene que no hay que ir al médico cuando estás mal, sino, y sobre todo, cuando estás bien.
El doctor Lozano me escuchó sin alarmarse (yo observaba sus gestos como los de la azafata cuando el avión se mueve más de la cuenta). Tomó nota de todo y me hizo una exploración manual de la que no dedujo nada. Luego empezó a prescribirme análisis, electros, pruebas… Le dije que no sería capaz de ir de clínica en clínica, no me quedaban fuerzas, y dispuso las cosas de manera que me hicieran todas las pruebas en la consulta. A los pocos días volvió a convocarme y cuando yo —pálido como una pared— me disponía a escuchar el veredicto (que no podía ser otro que el de la pena capital), me dijo lo siguiente:
—No te voy a decir que hayamos explorado tu cuerpo milímetro a milímetro, pero sí centímetro a centímetro. Y no hemos encontrado nada que justifique este cuadro sintomático.
Isabel me buscó entonces una psicoanalista, de nombre Marta Lázaro (me gustó la idea de que llevara el apellido de un resucitado), también conocida entonces por Marta Spilka, por su marido (era argentina). Fantaseé a menudo con la posibilidad de que en algún momento me dijera: «Juanjo, levántate y anda», porque eso era lo que necesitaba yo, levantarme y andar. Pero la orden, entonces lo ignoraba, tenía que venir de dentro.
Se trataba de una mujer mayor, muy dulce, que fumaba mucho, como yo entonces. Las cuatro primeras entrevistas tuvieron un efecto sorprendente, pues los síntomas, sin desaparecer, se atenuaron de tal modo que me permitieron volver a la rutina. Y a la escritura. Realicé esas cuatro entrevistas cara a cara, para que ella hiciera su diagnóstico y decidiéramos si alcanzábamos el raro acuerdo que se establece entre el psicoanalista y el paciente. El día número cinco me tumbé en el diván, con ella a mis espaldas. Era muy silenciosa, hablaba muy poco, pero me hizo saber de alguna manera que una de las formas más comunes de negar la muerte de una persona consistía en convertirse en ella. En otras palabras, yo, con aquel escandaloso cuadro sintomático, me había convertido en mi madre, la reina de los síntomas. Te prometo que nunca moriré.
Un chico de mi calle tenía una enfermedad del corazón que le impedía ir al colegio. Durante los meses en los que el buen tiempo lo permitía, el Vitaminas —así le llamábamos, ironizando sobre su delicado aspecto— permanecía sentado a la puerta del establecimiento de su padre (una tienda de ultramarinos anexa a un bar también regentado por él) con una bicicleta de carreras al lado. Nunca montó en ella, pero a veces decía que de mayor sería ciclista. Su deseo, si tenemos en cuenta que se ahogaba al menor esfuerzo, resultaba un poco trágico. Pese a la crueldad del mote, el Vitaminas gozaba del respeto, cuando no de la indiferencia, de los chicos de la calle: sabíamos que cualquier alteración podía matarle. Componían su reino, además de la bicicleta, un sillón de mimbre con un par de almohadones en el que permanecía sentado la mayor parte del verano, y los tres o cuatro metros cuadrados que se extendían alrededor de ese sillón. Según mi madre, las personas que sufrían la enfermedad del Vitaminas morían al hacer el desarrollo. Dado su horizonte vital, no valía la pena hacer ninguna inversión en él, por eso no iba al colegio.
El Vitaminas tenía un paño con el que repasaba de manera obsesiva los cromados de la bicicleta. En ocasiones, la colocaba al revés, con el sillín y el manillar apoyados en el suelo, y accionaba los pedales, haciendo girar al aire la rueda de atrás, sobre cuyos engranajes dejaba caer, con mucho cuidado, unas gotas de aceite procedentes de una lata pequeña, provista de una cánula agudísima, que llegaba a los puntos más inaccesibles de la máquina. Yo me detenía a veces junto a él, sin decir nada, pues había observado que el hecho de tener espectadores le hacía sentirse importante. Poco a poco me fui dando cuenta de que se trataba de una bicicleta de carreras falsa, construida a base de recortes. Pero no dije nada, ni siquiera le mencioné la incongruencia de que llevara timbre y espejo retrovisor, como las bicicletas de paseo.
El Vitaminas tenía también un cuaderno en el que apuntaba los movimientos de los vecinos. Un día, tras hacerme jurar que le guardaría el secreto, me confió que la tienda de ultramarinos servía de tapadera para ocultar la verdadera identidad de su padre, que era agente de la Interpol, revelación que, como se verá, alteraría gravemente mi existencia.
El padre del Vitaminas llevaba siempre una bata gris, muy limpia, con una camisa blanca debajo. Tenía un bigote fino, de actor americano, que recortaba de manera asimétrica, para producir (me diría su hijo) la impresión de que sonreía con un lado de la cara. De este modo, por lo visto, la gente se le confiaba. Y era cierto que la gente se le confiaba, pues había en aquel rostro, pese a la acusada calvicie del cráneo, una expresión muy seductora. Cuando le veía utilizar la bacaladera, que era lo más cercano a un arma que había en la tienda, se me ponían los pelos de punta. Tuve claro en seguida que quería ser como él, lo que significaba llevar una vida aparente y otra real. Quizá ya las llevaba, de otro modo no me habría impresionado tanto aquel descubrimiento.
Como el Vitaminas no podía ayudar a su padre en la tienda, le echaba una mano anotando las costumbres de la gente. «El fontanero», escribía en su cuaderno, «pasó a las once y media con un bidé en el sidecar de la moto». O bien: «Paca salió del portal de su casa a las cuatro y miró hacia los dos lados de la calle. Luego vino hacia aquí, pero en la esquina se detuvo unos momentos para hablar con Remedios, que le dio un papel con unas indicaciones. La perdí de vista al girar en Ros de Olano.»
Todas las anotaciones eran claras, sintéticas, sin opiniones. No escribía jamás un «creo» ni un «me parece» ni un «quizá». Tales expresiones, le había dicho su padre, estaban prohibidas en los informes de los espías. Los espías sólo describían hechos. Las interpretaciones las hacían los superiores. Yo envidiaba aquella escritura seca, todavía la envidio. El objetivo de las notas, que cada noche leía con atención el padre del Vitaminas, era descubrir si había en el barrio alguien que llevara una doble vida, es decir, alguien cuya apariencia fuera la de cualquiera de nosotros, pero que en realidad fuera comunista.