Authors: Juan José Millás
Cuando empecé a crecer, ya estaba todo roto: rotas las vidas de mis padres, eso era evidente, y rotas las nuestras, que habíamos sido violentamente arrancados de la clase social y del lugar al que pertenecíamos. Cuando pasó el verano, nos dimos cuenta de que también la casa estaba rota. Si llovía, aparecían goteras que nos obligaban a desplazar las camas de sitio para colocar cubos que cada tanto era preciso vaciar. Si hacía viento, las corrientes de aire entraban de forma violenta en las habitaciones provocando estremecimientos sonoros en los bastidores de las ventanas, cuyos delgados cristales se agitaban como atacados por una embestida de pánico. No cerraban bien las puertas porque todo estaba fuera de quicio, de lugar, nada encajaba en su molde, tampoco las palabras con las que intentaban explicarnos por qué habíamos caído en aquella situación indeseable.
La calle de Canillas, por otro lado, era el límite de la realidad. Más allá se extendía una sucesión de vertederos y descampados amenazadores, una especie de nada sucia que flotaba hasta donde alcanzaba la vista. Los chicos íbamos al colegio Claret, cuyos curas se establecieron en aquel barrio casi al mismo tiempo que nosotros, situándose en uno de sus bordes. Aunque he dedicado gran parte de mi vida a escapar de aquellas calles, no estoy seguro de haberlo conseguido. A veces, en la cama, pienso en ellas como en un laberinto en cuyo interior vivo aún atrapado. Quizá ese sentimiento explica las crisis claustrofóbicas de las que soy víctima con alguna regularidad. Lo cierto es que a pesar de haberme hecho mayor, todos los días, a las nueve de la mañana, cojo la cartera y voy al colegio, del que vuelvo al mediodía para regresar a él después de comer.
Y en cada uno de estos viajes compruebo que el mundo era un lugar extraño. Y misterioso. ¿Lo hacía eso atractivo? Desde luego que no, aunque también es cierto que dentro de la aspereza cotidiana se producían momentos de una dicha casi insoportable.
La presión del tópico me empuja a decir que mi padre se relacionaba con sus herramientas como si fueran prolongaciones de su cuerpo, un conjunto de prótesis. Del mismo modo que el lenguaje nos utiliza y nos moldea hasta el punto de que, más que hablar con él, somos hablados por él, mi padre parecía hablado por las herramientas que tenía siempre al alcance de sus manos. Cuando murió y lo incineramos y guardamos sus cenizas en el columbario en el que reposaban ya las de mi madre, nadie se ocupó de incluir también su nombre en la lápida. Parecía que sólo estaban allí las cenizas de mamá, cuya urna, por cierto, era también más grande y retórica que la de mi padre. Hace un par de meses decidí recoger las de los dos, pues en alguna ocasión habían expresado, de un modo más o menos vago, que les gustaría acabar en el mar. Tras una serie de penalidades burocráticas y el abono de una cantidad de dinero, me citaron en el cementerio un día de finales de diciembre, a las nueve de la mañana. Acudí en taxi, pues no me sentía con ánimos para conducir, y le pedí al conductor que me esperara. Los funcionarios llegaron puntuales y en compañía de ellos me dirigí a la instalación donde se encontraban los columbarios, una nave gigantesca, de techos muy altos, que parecía un congelador industrial.
Tras arrancar la lápida en la que sólo figuraba el nombre de mamá, rompieron a golpes de martillo un frágil tabique de rasilla al otro lado del cual aparecieron las urnas. Hacían su trabajo con respeto, pero de forma rutinaria, claro, mientras yo me preguntaba si debía darles al terminar una propina. De mi boca salía vapor, como cuando de pequeño iba al colegio con la nariz helada. Me facilitaron unas bolsas para guardar las urnas y tomaron nota de la matrícula del taxi en el que había acudido a recogerlas. Formalidades. La lápida de mármol con el nombre de mi madre se quedó en un rincón de la nave. ¿No habría sido una excentricidad cargar también con ella? Deposité las urnas en mi cuarto de trabajo, dentro de un armario situado a espaldas de la mesa en la que escribo, y en el que guardo también las agendas y los cuadernos usados. Ahí permanecen desde entonces, restableciéndose del frío de los años pasados en el columbario del cementerio de la Almudena.
Telefoneé a mis hermanos para decirles que las había recuperado, por si alguno tuviera que viajar a Valencia y quisiera ocuparse de arrojarlas al mar. Mis hermanos me agradecieron que hubiera tomado la iniciativa, pero ninguno se ofreció a cumplir el encargo. Lo haré yo, aunque no sé cuándo, todavía no quiero. Su compañía alivia una culpa remota. Mira, papá, le digo, el bolígrafo me utiliza a mí como las herramientas te utilizaban a ti. Escribo en un cuaderno cuadriculado. Concibo la escritura como un trabajo manual. Cada frase es un circuito eléctrico. Cuando accionas el interruptor, la frase se tiene que encender. Un circuito no tiene que ser bello, sino eficaz. Su belleza reside en su eficacia.
Si la pasión de mi padre eran las herramientas, la de mi madre eran las medicinas. Las ferreterías y las farmacias han quedado asociadas en mi imaginación como instituciones complementarias. No hay nada comparable al manejo de unos alicates, sobre todo bajo la influencia de algún fármaco.
Algunos prospectos advierten de que no se debe utilizar maquinaria bajo el efecto de determinadas medicinas. Para mí es al revés. Durante años fui incapaz de utilizar el bolígrafo, que es mi alicate, sino después de haber ingerido algún medicamento. Me gustaba el optalidón, que todavía existe, aunque con una composición distinta a la de entonces. Mi madre fue adicta a él como mi padre al destornillador. Su éxito se debía a que tenía en su composición una pequeña dosis de barbitúrico. El barbitúrico, además de sus bondades químicas, gozaba del prestigio de ser la sustancia elegida por las actrices norteamericanas para suicidarse. El mito. Nosotros, al ingerirlo, sólo nos suicidábamos un poco, como correspondía a una condición en la que todo se vivía a medias. La época durante la que más los consumí coincide con mi ingreso como auxiliar administrativo en la compañía Iberia. Llegaba a sus oficinas a las ocho de la mañana, me servía un café de los de máquina, me iba a mi mesa y me tomaba con el primer sorbo un par de optalidones (su eficacia era mayor si los ingerías con una bebida caliente). A los diez minutos se instalaba entre la realidad y yo una suerte de nebulosa que facilitaba nuestra relación. La realidad parecía menos afilada, perdía aristas, punta, agresividad…
Hasta el tedio adquiría la blandura de un colchón de plumas. Bajo los efectos del optalidón, cuando el jefe no me miraba, escribía poemas con un bic negro de los de punta fina. He ahí la alianza entre la ferretería y la farmacia, dos universos morales condenados a entenderse.
¿Descubrí primero las herramientas o los fármacos? No estoy seguro. Las herramientas estaban, en apariencia, más a la vista que los fármacos, pero recuerdo ahora una noche en la que mi hermano mayor nos enseñó un frasco de éter que había descubierto en el taller de papá. Ignoro qué utilidad le daría a aquel anestésico y tampoco sé de qué forma había descubierto mi hermano sus efectos narcóticos. El caso es que un día, al poco de que mis padres se fueran al cine tras habernos dejado en la cama, mi hermano cruzó el patio, entró en el taller y regresó con el frasco, cuyo contenido empapó en un trapo que luego aplicó a nuestras narices. Empezó por Manolo, continuó por mí y, finalmente, se lo aplicó a sí mismo.
Sucedió que mis padres no encontraron entradas y regresaron en seguida. Al entrar en nuestro cuarto y percibir el olor se pusieron a dar gritos, muy alarmados. Los recuerdo despertándonos con violencia, abriendo las ventanas y moviendo el aire con las sábanas. Pero los recuerdo como si ellos se encontraran en una dimensión de la realidad y yo en otra, para lo que tampoco me era necesario el éter.
Mi madre me quiso. Quiero decir que me prefería. Eso me salvó. Tengo acerca de mí la idea, posiblemente absurda, de que me he salvado. ¿De qué? Del infierno, desde luego. La idea de la salvación, en nuestra cultura (en nuestro mundo) está asociada a evitar el infierno más que a conquistar el cielo. ¿En qué habría consistido el infierno? En ser un individuo opaco, intransitivo, sin intereses culturales, sin inquietudes filosóficas, sin ambiciones literarias, tal vez sin tendencias burguesas.
¿Mi madre me salvó? Quizá sí, pero en el instante mismo de perderme. Actuó, pues, como el bisturí eléctrico de mi padre, que hería y cauterizaba la herida al mismo tiempo. Sueño a veces con una escritura que me hunda y me eleve, que me enferme y me cure, que me mate y me dé la vida.
Al poco de nacer mi hermano pequeño, estaba yo un día viendo cómo mi madre le daba de mamar, cuando se volvió hacia mí y me ofreció el pezón.
—¿Quieres tú también? —dijo.
Me quedé espantado. Tendría ocho o nueve años. Creo que salí corriendo del dormitorio. Trabajé esta escena durante horas en mi análisis, sin alcanzar ninguna conclusión. Hace poco leí en algún sitio que para entender una experiencia has de convertirla primero en una vivencia. De otro modo, se queda ahí, enquistada, como un tumor al que todos los días, al desnudarte, observas con perplejidad, sin saber qué debes hacer por él o él por ti. Quizá aquella experiencia, debidamente elaborada (transformada en vivencia), podría haberme sido de alguna utilidad. Pero continúa dentro de mí como una materia prima intratable.
Cuando digo que mi madre me prefería, quiero decir que estaba enamorada de mí. Por lo visto, me parecía mucho a ella; era, en palabras de la gente, su «vivo retrato». Vivo retrato, qué conjunción tan extraña de términos. Quizá fue la primera de una serie de expresiones del tipo de gas natural, penosa enfermedad, revestimiento cerámico, flema británica, envejecimiento prematuro, capilla ardiente, alivio sintomático, tiempo muerto, rojo vivo, etc., que empecé a almacenar, como un coleccionista, en la memoria.
Su vivo retrato, eso era yo. Tenía su nariz, su boca, sus dientes, su pelo. Cuando me veía a mí, se veía a sí misma, como Narciso en el reflejo del agua. Yo, en cambio, no me veía en ella. Yo no me veía a mí ni en el espejo. Pero parece que la deseaba, y mucho. A esa conclusión llegué en el diván. Mi vida ha estado determinada por aquel deseo que en el momento de manifestarse provocaba un gran rechazo (de nuevo la unión de contrarios). No me veía en el espejo porque cuando me asomaba a él descubría, en efecto, el rostro de mi madre sobre un cuerpo infantil. Era un espanto. Entonces tomé la decisión de no parecerme a ella y ése fue el proyecto más importante de mi vida. Me miraba en el espejo y ponía caras. «Poner caras» era un modo de buscar una identidad. Me pasaba las horas poniendo caras que no se parecieran a la de mi madre. Llegué a adquirir tal práctica que podía mantener durante horas las cejas en una posición antinatural. Corregí la forma de los labios, sobre todo la del superior, que se elevaba en el centro mostrando los dos dientes centrales, las dos palas, que eran idénticas en la boca de mamá y en la mía. Ignoro cuántos músculos tiene el rostro, pero creo que llegué a controlarlos todos y cada uno. Aún hoy, cuando me cruzo por la calle con alguien a quien no me apetece saludar, altero mis facciones de manera que no se me reconoce. Mi héroe de adolescencia sería, lógicamente, Fantomas.
Tras el rostro, le tocaba el turno al cabello, así que un día, en la peluquería, pedí que me cortaran el pelo a cepillo. El peluquero soltó una carcajada. Era imposible hacer ese corte en alguien con un cabello tan rizado como el mío (como el de mi madre, puesto que era suyo). Todo el mundo se rió de mi ocurrencia. Mientras la gente se reía, escuché el ladrido de un perro proveniente del patio interior al que daba el local. El animal pertenecía a uno de los peluqueros, que era cazador. Nunca he olvidado aquellas risas, ni aquel ladrido. Ni el patio interior, al que logré asomarme un día para ver al perro, cuya mirada mantuve durante unos segundos angustiosos.
No parecerme a mi madre. Comencé a comparar sus gestos y los míos, su entonación de voz y la mía, sus giros verbales y los míos… Me quedé espantado al comprobar que era, en efecto, una réplica suya. Hablaba como ella, movía los brazos como ella, intentaba imponer mis opiniones como ella.
Durante años (durante toda la vida en realidad), estuve desmontándome y volviéndome a montar de otro modo. Hacía esto mientras crecía, mientras mis piernas y mis brazos se alargaban y me convertía en un adolescente. No desmontaba, pues, una materia inerte, una naturaleza muerta, sino un proceso. Cuando desmontas un proceso, al volver a montarlo, las piezas han cambiado de tamaño.
Los resultados, creo, fueron sorprendentes. En la actualidad me parezco más a mi padre que a mi madre. Un día, no hace mucho, al entrar en un hotel de una ciudad extranjera, me miré en el espejo de la recepción y vi a mi padre en el tránsito de la madurez a la vejez. Estuve observándome —observándolo— un buen rato con expresión de sorpresa. Mamá había perdido la batalla.
Pero no la había perdido. Mamá ganó todas las batallas, aunque perdió la guerra. Pobre.
Mi primera novela,
Cerbero son las sombras,
fue calificada por un crítico solvente como un extraño experimento «antiedípico». Creo, en efecto, que me convertí en una especie de antiedipo. Habría matado con gusto a mi madre para quedarme a vivir con mi padre…
En cuanto al asunto del pezón, durante una época lo olvidé, lo borré más bien, y no sólo el pezón de mi madre, sino todos los demás. Cuando veía un escote en el cine, deducía el pecho entero, claro, pero sin pezón. Llegué a creer que los pechos de las mujeres eran completamente lisos. Un día, mirando una revista pornográfica con un par de amigos, tuve un ataque de pánico al descubrir el pezón. Pensaba que algo tan brutal, tan biológico, no podía formar parte del diseño original del pecho. Le he dado muchas vueltas al pezón, más que a un nudo, como si el pezón no fuera más que eso: un nudo que venimos a la vida a desatar, a deshacer. Casi no tenemos otra función que la de deshacer el nudo del que nos alimentamos al venir al mundo y que luego encontramos en todas las mujeres. A veces lo deshacemos con los dientes.
A mamá siempre le dolía algo y siempre estaba embarazada. Sus hijos fuimos parte de sus enfermedades. No tuvo hijos, tuvo síntomas. Yo fui el síntoma preferido de mi madre. Cuando caía enfermo, me llevaba a su cama, a cuyos pies había un armario de tres cuerpos con un espejo en el del centro. En aquel espejo fue donde al mirarme la vi a ella.
La ventaja de ser tantos hermanos (nueve) es que llegó un momento en el que los mayores perdieron el control sobre nosotros. Podías desaparecer durante horas sin que nadie te echara de menos. En cierta ocasión, pasé una tarde entera dentro del cuerpo central de aquel armario: una tarde entera al otro lado del espejo. No hay mucho que añadir porque no vi nada. En el otro lado no hay nada, quizá en éste tampoco.