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Authors: Juan José Millás

BOOK: El mundo
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Nos colocábamos la chaqueta del pijama sobre la camiseta de tirantes, que era una segunda piel, y nos metíamos tiritando en la cama. A veces me masturbaba, no tanto por placer como por la curiosidad de que de un cuerpo yerto saliera un jugo caliente. Cuando las heladas alcanzaban una crueldad insoportable, se preparaban botellas de gaseosa con agua hirviendo para introducirlas entre las sábanas. A mí me daban pánico porque a veces estallaban. En el colegio circulaban leyendas según las cuales el estallido, si te masturbabas, coincidía con la eyaculación, de modo que durante unos instantes se confundía una cosa con otra. Para que no estallaran, metíamos dentro una alubia. Aunque de mayor averigüé que aquel remedio carecía de base científica, nadie recuerda que reventara una botella sometida a este tratamiento.

Una vez a la semana tocaba limpieza general del cuerpo. El cuarto de baño era una estancia destartalada y fría, fría, fría. Tenía una bañera con patas, pero nos lavábamos en un barreño que mamá colocaba en el centro de la habitación. He empezado a decir «mamá» ahora, tan mayor, pero siempre he dicho «mi madre». Mamá, pues, colocaba un barreño de agua hirviendo en el centro del cuarto de baño. Como era imposible desnudarse allí sin perecer, prendía un plato lleno de alcohol cuya llama, casi invisible, proporcionaba un calor tan intenso como fugaz. Aprendí entonces que el aire caliente tiene la propiedad de ascender hacia las capas altas de la atmósfera. El aire templado por el alcohol subía, pues, hacia el hondo techo y el frío procedente del suelo te envolvía de nuevo en seguida, como un sudario. Pero durante los segundos de calor el cuerpo era feliz.

Mi padre (todavía no me sale el «papá», pero estamos empezando) calentaba el taller con una de esas estufas redondas, de hierro fundido, como la que teníamos en el cuarto de estar y que, alimentada con carbón, se ponía al rojo vivo. Qué expresión, rojo vivo. Se llama así, supongo, porque es un rojo dinámico, agresivo, elocuente, vivaz. A veces, el hierro daba la impresión de transparentarse, pero se trataba de una alucinación proporcionada por aquellas tonalidades violentas.

Como las habitaciones eran grandes y los techos altos, sólo notabas el calor en la parte del cuerpo expuesta a la estufa. Se daba el caso de tener la cara ardiendo y la nuca helada, o al revés. Era un mundo hecho a la mitad: teníamos la mitad del calor que necesitábamos, la mitad de la ropa que necesitábamos, la mitad de la comida y el afecto que necesitábamos para gozar de un desarrollo normal, si hay desarrollos normales. De algunas cosas, sólo teníamos la cuarta parte, o menos.

Mi padre se pasaba las horas muertas en el taller, ensimismado sobre un circuito eléctrico, canturreando tangos. Se sentaba en un taburete muy alto, como los de aparejador, con la estufa colocada a su espalda. Un día, un hermano mío y yo nos encontrábamos allí, castigados por algo, cuando pasó cerca de nosotros un gato (había tantos como ratas) al que mi hermano cogió e introdujo en una media de nylon desechada que había ido a parar al taller. No sé cómo logró hacerlo sin que el animal se quejara. Pero lo cierto es que lo consiguió y remató la tarea con un nudo. Después arrojó aquel raro embutido debajo de la mesa, a los pies de mi padre, como si fuera una bomba que estalló, literalmente, pues al animal le dio un ataque de desesperación y se liberó de la media como una llama negra, colocándose en uno de los extremos del taller en posición de ataque. Mi padre hizo volar el circuito en el que trabajaba por los aires. Se asustó tanto que, en vez de reñirnos, todavía pálido, nos explicó que los gatos eran mucho más peligrosos que los perros. Saltaban, dijo, sobre la cabeza de sus víctimas, de donde no había forma de apearlos, y le arrancaban los ojos en un suspiro. El suelo del taller estaba roto, como todo lo demás, y lleno de limaduras frías.

Todo estaba roto. Cuando yo nací, el mundo no estaba roto todavía, pero no tardaría en estarlo.

Soy el cuarto de una familia de nueve. Me preceden una chica y dos chicos. Cada uno se lleva con el anterior quince o dieciséis meses. Nací en Valencia, donde pasé los seis primeros años de mi vida, antes del traslado a Madrid. De Valencia recuerdo, el sol, la playa y algunas secuencias inconexas, como pedazos de película rescatados de un rollo roto:

Me veo, por ejemplo, de la mano de mi madre. Estamos en un mercado donde ella adquiere algo que paga con las monedas que extrae de un monedero negro, con el cierre de clip. Pienso que en ese recipiente lleva el dinero que le han dado (¿el Gobierno?, ¿Dios?) para toda la vida y se me ocurre que es una irresponsabilidad sacarlo a la calle. Si lo perdiera o se lo robaran, qué sería de nosotros.

Ahora estoy en un sitio alto, quizá en la cama de arriba de una litera. Hay a mi alcance unas cortinas que dividen el espacio en dos partes. Sé que no debo ver (ni oír) lo que ocurre al otro lado de las cortinas, pero no puedo dejar de hacerlo. Aunque no comprendo lo que veo (ni lo que oigo), me da miedo.

En otro de esos trozos de película hay un pasillo en uno de cuyos extremos estoy yo con mi madre. Ella permanece agachada detrás de mí, cogiéndome de la cintura. Me pregunta al oído, riéndose, quién creo yo que es la persona que se encuentra al otro extremo del pasillo, detrás de las cortinas que limitan el recibidor. Las cortinas tiemblan ligeramente. Todo está oscuro, en blanco y negro. Yo sé que es mi padre el que las hace temblar, pero también sé que es un hombre. Hay ocasiones en las que papá es sólo papá y ocasiones en las que es sólo un hombre. Cuando sólo es un hombre, como ahora, me da miedo. Mi madre me empuja para que corra a abrazarle y yo me echo a llorar porque no quiero abrazar a aquel hombre.

No todo el caudal de esta época está formado por imágenes inconexas. Es verano, sábado o domingo, y mi madre, mamá, está preparando la comida para ir a la playa. Esa noche he soñado que al hacer un hoyo en la arena encontraba una peseta. Se lo cuento a mi madre, que va de un lado a otro de la cocina, colocando cosas, y no sé si me escucha. Luego estamos en la playa, debajo de una sombrilla. Mis hermanos han corrido al agua. Mi madre dice que por qué no hago un hoyo, a ver si encuentro la peseta del sueño. Me pongo a escarbar y al poco aparece, en efecto, la moneda, el tesoro.

Todos los días de mi vida recordé esta historia que implicaba la realización de un sueño. Me la contaba a mí mismo una y otra vez, como si no comprendiera su sentido. Muchos años después, tumbado en el diván de una dulce psicoanalista, una mujer llamada Marta Lázaro, la volví a contar, volví a contarme la historia de aquel sueño realizado y de súbito, para no ahogarme por la emoción, tuve que incorporarme: acababa de descubrir que mi madre, mamá, había escondido aquella moneda en la arena antes de sugerirme que hiciera el hoyo. En el instante de este segundo descubrimiento, mi madre llevaba más de un año muerta y ocupaba casi todas las horas de mi análisis. La anécdota está atribuida a un personaje de
La soledad era esto,
publicada en 1990.

Otra imagen de la playa: voy por la arena solo, corriendo entre los cuerpos tumbados al sol. Uno de esos cuerpos reclama mi atención. Pertenece a un hombre vestido con pantalones y camisa blancos. Lleva unos zapatos, también blancos, de los de rejilla, y se tapa la cara con un sombrero del mismo color. Duerme. Me quedo mirándolo, extrañado. En esto, viene un poco de aire que le descoloca el sombrero y veo su rostro. Es mi padre, pero sobre todo es un hombre. Salgo corriendo, espantado, hacia donde se encuentra mi madre, pero no le digo que papá está allí a unos metros de nosotros, como si no nos perteneciera o no le perteneciéramos. No sé qué hacía allí.

Otro día, también en la playa, hemos alquilado un patín, esa embarcación rudimentaria compuesta por dos flotadores paralelos unidos por cuatro o cinco travesaños. Estamos sobre él, en equilibrio inestable, mis hermanos y yo, además de papá. De repente, al imaginar el abismo que se abre debajo de nosotros, tengo un ataque de pánico. Quiero volver a la orilla. Mi padre me coge del brazo, me aprieta muy fuerte y me mira como si me quisiera matar, como si me fuera a matar. Se ha convertido en un hombre. Esa noche, en la cama, tengo la fantasía de que me peleo con él y le venzo.

Todavía un poco más de Valencia: Voy al colegio de la mano de mi madre (la mano de mi madre, ¿cuántas veces ha de emplear esta expresión un hombre que relata su vida?). Voy, pues, de la mano de mi madre. Todos los días nos cruzamos con otra madre que lleva de la mano a su hijo ciego, quizá, pienso yo, a un colegio especial, de alumnos ciegos y profesores ciegos. Los imagino moviéndose como bultos por las estancias de ese centro especial. No sé por qué, me viene a la cabeza la idea de que entre todos esos niños hay uno que, aunque finge ser ciego, ve. Me estremece la idea. Todavía ahora, al imaginar a ese crío impostor en clase, en el comedor, en el recreo, siento una incomodidad inexplicable. El caso es que cuando nos cruzamos con el niño que no ve, yo cierro los ojos y camino algunos metros a ciegas para intentar averiguar qué siente el niño ciego, cómo es su universo, de qué manera percibe los peligros. Pero los abro en seguida, aterrado. Un día se me ocurre la idea de que mientras yo permanezco con los ojos cerrados, el niño ciego ve, de modo que empiezo a cerrarlos con frecuencia, en clase de matemáticas, de geografía, durante la comida, en el recreo, también en el pasillo de casa, en el cuarto de baño, en la cocina… Tengo la convicción absurda de que entre ese niño y yo hay un vínculo misterioso que nos obliga a compartir la vista. Llega así un momento en el que paso casi la mitad del día con los ojos cerrados. Las monjas empiezan a llamarme la atención; mi madre me pregunta si me ocurre algo; empiezo a producir inquietud a mi alrededor. Poco a poco, abandono esta costumbre. Un día, dejamos de cruzarnos con el niño ciego. Me olvido de él. Muchos años más tarde, ya convertido en escritor, me acuerdo de aquella historia y decido hacer un reportaje sobre los ciegos. Para ello, paso una jornada en su compañía, con los ojos tapados por un antifaz. Lo hago para que el niño ciego de mi infancia pueda ver el mundo, sin interrupciones, durante un día entero. Caso cerrado, deuda cancelada. Ya no debo sentirme culpable de ver.

El colegio, en Valencia, era de monjas. Dejábamos los abrigos, al llegar, dentro de un armario. Durante la jornada, pensaba a veces en él, en el abrigo dentro del armario. Me parecía que las prendas de vestir tenían un poco de vida y que estaban deseando que volviéramos a rescatarlas de la oscuridad. No recuerdo cómo aprendí a leer, me recuerdo leyendo en un libro de texto algo sobre don Pelayo. Se me quedó ese nombre, don Pelayo. Por lo demás, pronunciaba muy mal. En casa me llamaban
lengua de trapo.
A veces me miraba la lengua en el espejo, para comprobar que era de carne.

Pero cuando dejaba de mirarla, la sentía realmente como un pedazo de fieltro. En más de una ocasión, la pasé por encima de las chaquetas, de los pantalones, de la ropa interior de mis hermanas y mi madre, convencido de que, al ser de trapo, poseía cualidades especiales para apreciar el sabor de aquellas prendas. Mi dificultad para pronunciar determinadas letras hacía gracia a los mayores. En las reuniones familiares me pedían que recitara poesías subido a una silla.

Cuando entraba en clase una monja determinada, cuyo nombre no recuerdo, yo notaba entre las ingles un movimiento anormal que sólo podía tratarse de una forma muy primaria de excitación venérea. El sexo.

El viaje de la familia a Madrid marcó un antes y un después, no sólo porque después fuimos pobres como ratas, o porque antes no hiciera frío, sino porque gracias a aquel corte sé perfectamente a qué etapa corresponde cada recuerdo. En la etapa de antes, una noche de Reyes vi, mientras me desnudaba, a un rey mago al otro lado de la ventana. Observé que mis hermanos no se habían dado cuenta y no dije nada.

Hay un momento en la etapa de antes de Madrid en el que se empieza a hablar del viaje. Parece que nos vamos de Valencia, pero la información se nos da de forma harto contradictoria. Las bocas de los adultos dicen cosas que sus ojos desmienten. Lo que aseguran las bocas es que se trata de mejorar. Madrid es la capital, un lugar en el que las oportunidades se multiplican, en el que hay de todo (pronto advertiría que no había playa, ni mar, ni calor, entre otras cosas esenciales), en el que uno puede llegar a ser lo que quiera. Estos mensajes van dirigidos sobre todo a mis hermanos mayores. Yo soy un oyente residual que escucha voces cuyos significados desconoce, aunque soy quizá el único capaz de advertir el contraste entre el mensaje de las bocas y el de los ojos.

Se trataba, en realidad, de un viaje desesperado. Una de las noches anteriores a la partida estoy en la cama, despierto. Se abre la puerta y entran mis padres. Me hago el dormido. Mis hermanos lo están. Mis padres nos dan un beso y vuelven a salir de la habitación, pero se dejan la puerta abierta.

Están quitando los cuadros del pasillo. Mi madre, con un rencor inconcebible, pide a mi padre que arranque también las alcayatas, que no deje nada, aunque destroce la pared. Impresiona escuchar su rabia, su amargura, su desesperación. Quizá su miedo. El miedo de los mayores produce pavor en los pequeños.

Viajamos en un tren con los asientos de madera. Llegamos a Madrid muy tarde, por la noche, y dormimos en una pensión de Atocha. Mi padre, mis hermanos y yo ocupamos una habitación enorme, con camas muy altas, de hierro. En la habitación hay un lavabo en el que mi padre, antes de acostarse, orina. Al darse cuenta de que lo estoy observando con extrañeza, se vuelve y me dice:

—Todo el mundo hace esto en las pensiones.

Al día siguiente vamos a la casa, tomamos posesión de ella. Es verano, de manera que no tenemos frío, todavía no. La casa se encuentra lejos, en una calle llamada de Canillas, dentro de un barrio conocido por el nombre de Prosperidad. Se trata de un suburbio, pero todavía no sabemos qué es un suburbio, por lo que tampoco captamos la contradicción. Los críos nos entusiasmamos al ver aquel jardín, aquel patio, aquellos cuartos traseros llamados talleres. No nos cansamos de subir y bajar las escaleras, de abrir puertas, de descubrir rincones nuevos. La llegada, de momento, confirma lo que decían las bocas. No tardaría mucho en cumplirse lo que expresaban los ojos.

Durante el verano, para que no le molestáramos, nuestro padre nos obligaba a leer el Quijote por turnos, sentados en un banco del taller. Aquel modo de entrar en contacto con la obra de Cervantes fue un desastre. Cuando podíamos, nos escapábamos a la calle. Pero la calle era un territorio prohibido. Pronto se nos notificó un secreto: nosotros no pertenecíamos a la clase social de los chicos que jugaban en la calle. No debíamos mezclarnos con ellos. ¿Dónde estaban entonces los que pertenecían a la nuestra? En otros lugares, en otros barrios a los que no podíamos acudir porque carecíamos de la ropa adecuada, de los zapatos adecuados, del dinero preciso. Habíamos caído en una condición infernal. Valencia, desde la distancia, se convirtió entonces no sólo en un espacio luminoso, cálido y con mar, sino en el Paraíso Perdido.

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