Authors: Juan José Millás
Aquel Miércoles de Ceniza me acordé mucho del Vitaminas, cuya muerte había devenido en una mutilación. Yo continué andando sin sangrar, sin dolor aparente, como una mosca o una araña a la que arrancas una pata. Pero cualquier mirada atenta habría percibido que me faltaba algo. Ese año, en el colegio, me colocaron en las últimas filas, al lado de una de las ventanas que daban al patio. Delante de mí había un crío que tenía una protuberancia extraña en la nuca. Creo que se llamaba Jesús. Un día me contó que le habían quitado un trozo de piel del muslo para colocárselo dentro del oído, sustituyendo a un tímpano dañado. Como llevábamos pantalones cortos, se subió un poco los bordes para mostrarme la zona de donde habían tomado la piel. Se apreciaba, en efecto, un rectángulo de carne más vulnerable de lo normal. Más rosada.
Durante las clases, yo miraba por la ventana y me perdía en ensoñaciones. Mientras el profesor hablaba, imaginaba historias a las que cada día añadía nuevos ingredientes, prestándoles una solicitud artesanal. Las trabajaba con el cuidado con el que un carpintero repasa los bordes de un mueble o un electricista modifica un circuito. Imaginar historias se convirtió en una enfermedad. No hacía otra cosa. Por lo general, disponía de tres o cuatro argumentos a los que daba vueltas alternativamente para completarlos o perfeccionarlos. Y yo vivía dentro de cada uno de esos argumentos que en ocasiones se trenzaban para dar lugar a una historia de mayores dimensiones.
Parecía que estaba en clase, en casa, en la calle, pero siempre me encontraba en una dimensión distinta, puliendo una fábula con el empeño con el que la termita construye túneles en la madera. Me movía dentro de esos túneles con la agilidad con la que el topo recorre el laberinto de galerías excavadas debajo de la tierra, aunque sin dejar de prestar atención a lo que ocurría en la superficie, pues más de una vez me sacó violentamente de mis ensoñaciones un grito del profesor. La comparación con la termita y el topo es oportuna porque yo abría realmente en la superficie de la existencia agujeros por los que me colaba para vivir dentro. Vivía en un hormiguero con un solo habitante, yo, que era el protagonista de las historias en las que me refugiaba. Pero las galerías subterráneas se construyen también para escapar de algún sitio. Yo huía, a través de ellas, del barrio, de la familia, de aquella vida que, incluso sin haber conocido otras, no valía la pena.
Por supuesto, suspendía todas las asignaturas, incluida la gimnasia. No podía estudiar, no era capaz de atender en clase ni de organizarme en casa. Había en los libros de texto, o en mí, una suerte de opacidad que nos hacía incompatibles. Dicho en términos actuales, teníamos problemas de conectividad. Aunque pasaba mucho tiempo delante de ellos, a los cinco minutos de haberlos abierto ya me había fugado a través de una trampilla imaginaria por la que se accedía al sótano, donde excavaba nuevas galerías narrativas, nuevas extensiones argumentales por las que avanzaba a ciegas, como un animal sin ojos. Con frecuencia, al mismo tiempo de inventar historias, dibujaba rostros de manera mecánica en el margen de las páginas de los libros de texto. Rostros de perfil y rostros de frente, con barba o sin ella, con bigote o sin él. Siempre con los ojos abiertos y la boca entreabierta, con las cejas un poco fruncidas y con el pelo peinado hacia atrás. Siempre hombres. En cada página cabían quince o veinte rostros. Dibujé miles de ellos que se perdieron con los libros de texto, dónde estarán ahora. Soy muy mal dibujante, pero tengo un repertorio notable de rostros (todos procedentes de aquella época) que aún sería capaz de reproducir. No sé por qué hacía aquello.
Nunca he logrado encontrarle una explicación.
En invierno, los días eran cortos. Cuando volvía a casa por las tardes ya era de noche. Desde el colegio a casa habría veinte minutos si regresaba por el borde del barrio, a través de los descampados, y unos quince si lo hacía por el interior, a través de una serie de calles cortas y torturadas, como los conductos de un sistema digestivo. De noche, el descampado daba miedo, de modo que elegía la segunda posibilidad. Con frecuencia, volvía solo, para continuar imaginando historias por el camino. A veces, sin darme cuenta, hablaba solo. Iba con una cartera de mano muy vieja, heredada de alguno de mis hermanos, y vestido con las ropas que se les quedaban pequeñas a los mayores. Era un niño de segunda mano prácticamente en todos los sentidos. Si cierro los ojos, puedo ver dentro de mi cabeza una calle iluminada por farolas de gas. La calle está dentro de mí, pero yo también estoy dentro de la calle y ambas cosas son posibles de forma simultánea. El cine ha reproducido muy bien la atmósfera moral de las farolas de gas, cuya luz, paradójicamente, es una gran generadora de tinieblas. Tu propia sombra, bajo aquellos fanales, se convertía en la sombra de Hyde, aunque entonces no sabíamos quién era Hyde. Es pleno invierno y llevo una camiseta de manga larga, una camisa, un jersey y una bufanda. Sobre todo ello, intentando contenerlo o someterlo a cierta unidad, me han puesto la chaqueta de uno de mis hermanos mayores, ligeramente arreglada para que se adapte a mi cuerpo. Se trata de una chaqueta de tres botones, ninguno igual a otro, pues se han ido sustituyendo a medida que se caían por el primero que se encontraba en el cesto de la costura. A lo mejor ha nevado y las aceras están llenas de nieve sucia. O ha llovido y el empedrado irregular de la calle brilla a la luz del gas.
Un día, volviendo del colegio, tropecé con una obra protegida por una valla de hierro. Los obreros, antes de irse, habían colgado un farol de carburo para avisar a los transeúntes del peligro.
No había nadie más en ese instante en la calle, de modo que cogí una piedra y la arrojé contra la lámpara de carburo, que cayó al suelo rompiéndose con singular estrépito. En ese instante, se materializó frente a mí un señor que me preguntó por qué lo había hecho. Me quedé mirándolo sin responder. Durante unos instantes terribles el señor y yo nos miramos sin decirnos nada. Finalmente, él hizo un gesto de censura y desapareció.
¿Por qué hice aquello? Tal vez porque mis padres se pasaban la vida discutiendo. Tal vez porque era el último de la clase. Tal vez porque éramos pobres como ratas. Tal vez porque siempre cenábamos acelgas. Tal vez porque no tenía unos guantes con los que evitar los sabañones. Tal vez porque nunca, durante aquellos años, estrené una camisa, unos pantalones, una chaqueta, ni siquiera, creo, unos zapatos. Tal vez porque Dios no se me aparecía. Podría llenar una página de talveces. En la actualidad paseo todas las mañanas por un parque cercano a mi casa. A la entrada del parque hay una marquesina de autobús que los lunes, indefectiblemente, aparece rota a pedradas. La rompen durante el fin de semana los jóvenes que vuelven de divertirse. Es su último acto de afirmación antes meterse en la cama. ¿Por qué lo hacen? ¿Qué destrozan al destrozar la marquesina? ¿Qué rompía yo al romper el farol de carburo?
Cuando llegué a casa me temblaban las piernas, pues si el señor que me había sorprendido me hubiera llevado a la comisaría, habría acabado en la cárcel, que era, por otra parte, mi destino.
Bauticé a aquel individuo como el señor Tálvez por razones obvias, acentuando la «a» porque la palabra sonaba mejor como llana que como aguda. Tálvez. Durante unos ejercicios espirituales, en aquella época, un cura nos dijo que Dios se manifestaba sobre todo en las cuestiones aparentemente pequeñas de la vida cotidiana. Nada más escuchar aquello sentí un escalofrío. Comprendí que el señor Tálvez era Dios. Lo fuera o no, su curiosa actuación cambió mi vida. Nunca volví a cometer un acto incívico, no ya por miedo a que se me apareciera, sino por temor a decepcionarle. Un buen educador (también un buen padre) debería ser capaz de llevar a cabo intervenciones de este tipo, tan indoloras, pero tan eficaces, tan oportunas y precisas. Tálvez no ha dejado de aparecerse nunca. Aún hoy, cuando estoy a punto de hacer algo que no debo, se manifiesta dentro de mi cabeza preguntándome por qué. Hace años empecé a escribir una novela en la que convertí a este individuo en una especie de superhéroe que se aparecía a los jóvenes en momentos decisivos de su vida, pero la dejé a medias, en parte porque me dio la impresión de que lo devaluaba al presentarlo de ese modo; en parte, supongo, porque me molestaba compartirlo. Tálvez llevaba un sombrero de ala, un abrigo gris, una camisa blanca y una corbata negra.
En casa, hasta que llegaba la hora de meterse en la cama, nos reuníamos todos en el salón, pues el resto de las habitaciones estaban tomadas por el frío, y abríamos los libros sobre una gran mesa para fingir que estudiábamos. Mi madre cosía con la radio puesta, pero nos prohibía, incongruentemente, escucharla. El salón estaba en el piso de arriba o en el de abajo, indistintamente, según la época, pues ya he dicho que las habitaciones cambiaban de función con alguna frecuencia, en busca de un ordenamiento de tipo práctico o moral con el que nunca dimos. Yo abandonaba a veces la estancia, como si fuera al cuarto de baño, y acudía a una de las habitaciones que daban al patio, a través de cuya ventana, desde la oscuridad, podía observar a mi padre en su taller, iluminado por una luz amarilla. Allí estaba, él solo, trabajando en sus circuitos eléctricos con la misma tenacidad que yo en mis historias. Habría dado cualquier cosa por que fuera comunista o agente de la Interpol.
De la Interpol no podía ser porque parecía inverosímil que hubiera dos agentes en la misma calle. Y comunista tampoco, eso era evidente. Si mi padre llevaba una doble vida, lo hacía al modo en que la llevaba yo con mis historias. En todo caso, al observarle a través de la ventana, mientras escuchaba discutir a mi madre o a mis hermanos por encima de las voces de la radio, comprendía que yo no era uno de ellos.
Yo no era uno de ellos. Empecé entonces a aproximarme al padre del Vitaminas, que vivía en nuestro mundo sin pertenecer a él, como un infiltrado. El padre del Vitaminas se llamaba Mateo, sin duda un nombre de guerra para pasar inadvertido, pues resultaba demasiado vulgar para un espía.
Cuando mi madre me mandaba a «Casa Mateo» a comprar esto o lo otro, yo me hacía el remolón en la tienda, dejando que se me colara todo el mundo, con la esperanza de que en algún momento nos quedáramos solos él y yo. Quería decirle que sabía de su pertenencia a la Interpol, pero que no se preocupara porque mis labios estaban sellados. Le pediría también que me permitiera colaborar con él, sustituyendo a su hijo en las labores de información. Tenía preparado un discurso muy económico, casi telegráfico, para que me diera tiempo a soltarlo antes de que entrara en la tienda una mujer o, lo que era peor, otro niño con un recado. Tuve tres o cuatro oportunidades, pero llegado el momento se me secaba la garganta, se me bloqueaban los músculos del pecho, me quedaba pálido, de modo que apenas lograba balbucear, frente a la extrañeza del tendero, el encargo de mi madre.
Preparé entonces una hoja en la que, imitando el lenguaje seco y preciso del Vitaminas, describía los movimientos de la gente del barrio. Fulano entra los martes y los viernes a las siete y media en el número setenta y cinco de la calle y sale con un paquete debajo del brazo. El Vitaminas me había enseñado que en este tipo de informes era muy importante no especular, no opinar, no interpretar.
Eso quedaba para los expertos. Un buen agente de información sólo relataba actitudes objetivas, hechos. No me estaba permitido aventurar si en ese paquete había un bocadillo o una bomba. Ya lo averiguarían los expertos enviados al barrio para tal fin. En la segunda cara de la hoja anoté las matrículas de los coches que habían pasado por la calle durante el tiempo que había dedicado a la vigilancia. Esto fue una iniciativa mía, pues al Vitaminas no se le había ocurrido o su padre no se lo había pedido. Hice varios borradores en hojas cuadriculadas, que arranqué del cuaderno de matemáticas, y pasé la versión definitiva a limpio sobre una cuartilla que tomé del despacho de mi padre. Jamás había presentado en el colegio un trabajo tan pulcro, tan ordenado, con una letra tan precisa. Doblé la cuartilla varias veces y la guardé en el bolsillo del pantalón, a la espera de una oportunidad.
En aquella época se producían apagones con frecuencia. En casi todas las habitaciones de las casas había una vela, erguida sobre su propia materia en un plato de postre o en el interior de una taza de café.
En la tienda de Mateo había varias, estratégicamente situadas para alumbrar el establecimiento cuando se iba la luz. Eran, al contrario de las de las casas particulares, anchas y altas, como las de las iglesias. Había una en cada extremo del mostrador y cuatro o cinco distribuidas por las estanterías del negocio. Un día me encontraba en la tienda cuando se fue la luz. Además de Mateo y yo mismo, sólo había dentro del establecimiento una señora. El apagón sucedió mientras atendía a la señora.
Tras unos segundos de espera (a veces el apagón duraba lo que un parpadeo), escuché un arañazo y apareció un fósforo encendido entre los dedos del agente de la Interpol, que prendió con él las velas de los dos extremos del mostrador antes de continuar atendiendo a la señora, mientras hacía algún comentario sobre la frecuencia de aquellos apagones. La tienda se convirtió en un depósito de sombras en las que las llamas de las velas apenas abrían un par de grietas luminosas. A la luz de aquellas grietas, observé el rostro del tendero y calibré la habilidad con la que, en efecto, tenía recortado el lado derecho del bigote de manera que pareciera que sonreía permanentemente. Era sin duda el rostro de un seductor que contrastaba con el guardapolvo de color gris que constituía su disfraz de tendero. Sentí por él, en aquellos instantes, una admiración sin límites.
Cuando terminó de despachar a la señora y nos quedamos solos, le pedí un cuarto de galletas hojaldradas, tal como me había encargado mi madre. Mientras las preparaba, saqué del bolsillo mi informe y se lo pasé con un ataque de pánico, confiando en que la oscuridad reinante le impidiera apreciar los efectos calamitosos que el miedo y la vergüenza estaban provocando en todo mi organismo. Mateo debió de creer que se trataba de una lista de artículos preparada por mi madre, lo que no era infrecuente, de modo que desplegó el papel, se acercó a la luz de una de las velas, donde su rostro y su calva adquirieron un brillo diabólico, y comenzó a leer en voz baja. Al tiempo que leía iba digiriendo o tratando de digerir la sorpresa, porque tardó mucho en ver toda la hoja (para mí, una eternidad), como si intentara dilatar la respuesta a aquella acción que comprometía su trabajo de espía. Finalmente, sin mirarme, volvió a doblar la hoja en varias partes, como yo se la había entregado, abrió el cajón de la enorme caja registradora y la guardó en lo que a mí me pareció un compartimiento secreto.