El Mundo Amarillo (6 page)

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Authors: Albert Espinosa

BOOK: El Mundo Amarillo
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5. Y sobre todo reconoce que a veces te equivocas. Y ese 20 % de equivocaciones tienes que reconocerlas y aceptarlas.

Como me decía aquel médico: «Reconocer» es la palabra clave. Debes reconocerte a ti mismo, reconocer cómo eres y reconocer la culpa.

En el hospital nos enseñaron a aceptar que podíamos equivocarnos. Mi médico a veces se equivocaba y siempre aceptó la culpa. El mundo iría mejor si aceptáramos que nos equivocamos, que hemos errado, que no somos perfectos. Mucha gente intenta buscar una excusa a su equivocación, buscar otro culpable, quitarse el muerto de encima, lo que no conocen es el goce de aceptar la culpa. Un goce que tiene que ver con saber que has tomado una decisión equivocada y que lo admites.

Me encantaría ver juicios en los que la gente aceptara la culpa, conductores a quienes pararan y que reconocieran que iban a más velocidad de la permitida.

Es importante que reconozcamos que nos equivocamos para así tomar conciencia de adonde están los errores y no cometerlos más. Quizá muchos tienen miedo al castigo que esto puede suponer, pero el castigo es lo de menos, lo único importante es dar a nuestro cerebro los items correctos.

Undécimo descubrimiento:

«Encuentra lo que te gusta mirar y míralo»

Uauuuuuu.

Exclamación pronunciada por el peloncete Marc, el más joven. Ojos como platos y un coche plateado aparcado a un milímetro de él.

Había un niño de cinco años que ingresó en el hospital con cáncer de tibia. A veces venía con nosotros al sol. El sol era un lugar que habían habilitado al lado del aparcamiento; allí había una canasta de baloncesto y siempre daba el sol.

Era complicado conseguir un pase de sol. Tenías que portarte muy bien. Normalmente nos dejaban estar en el sol de cinco a siete. Me encantaba salir del hospital e ir al sol, hacía que me sintiera bien, sentía como si fuera de viaje a Nueva York; el contraste era enorme. Nos quedábamos esas dos horas tomando el sol, bronceándonos.

El chavalín a veces nos acompañaba. Pero él no se echaba a tomar el sol con el resto. Se quedaba de pie, con los ojos fijos en los coches que aparcaban. Si aparcaban bien, se volvía loco, se le ponían los ojos como platos, sonreía, reía y aplaudía escandalosamente. Si tardaban en aparcar o lo hacían con demasiadas maniobras, se ponía como una furia, se enfadaba y hasta había llegado a dar alguna patada a un coche.

No sé de dónde le venía esa pasión por los coches pero con el tiempo dejamos de tomar el sol y le mirábamos a él. Era un espectáculo digno de ver. Era pasional, inteligente, observador; era un enigma para nosotros.

Creo que no miraba coches, miraba movimientos, tiempos, giros, elegancia. Eso le volvía loco: las formas, la energía del giro, la dulzura de un buen aparcamiento.

A los pocos meses le detectaron metástasis en los dos pulmones. Aquel día bajamos al sol juntos. Él no tenía pase pero logramos colarlo con un pase falso que se había dejado un compañero.

Sabía que se lo pasaría bien mirando coches. Estuvimos casi las dos horas del sol mirando cómo aparcaban. Cuando volvíamos al hospital le pregunté: «¿Por qué te gusta tanto mirar coches, Marc?». Me miró y contestó: «¿Por qué os gusta tanto mirar el sol?». Yo le dije que no mirábamos el sol sino que el sol era lo que nos proporcionaba… que nos bronceábamos… que era agradable… que… La verdad es que no sabía por qué mirábamos el sol.

No juzgar; ésa fue la gran lección que aprendí ese día de aquel niño. El miraba coches y yo miraba soles. Yo me quedaba muy quieto y él se volvía loco con lo que veía. Seguro que sus coches le daban tanto como a mí me daba el sol: color, salud y felicidad. Supongo que ver aparcar te da cosas también. Lo importante no es qué miras, sino qué te transmite mirar.

Aquel día me enfurecí mucho, lloré tanto aquella noche… No deseaba que aquel niño muriese en unos meses. Aquel chaval, su mirada de las cosas tenía que sobrevivir, llegar a dirigir países, a liderar hombres. Algo había en su pasión que me encandilaba. No supe qué fue de él. Así que confío que esté donde esté siga mirando con pasión.

Ya no he vuelto a juzgar. Tan sólo a gozar con las pasiones ajenas. Tengo amigos que miran sonidos de pájaros, paredes y hasta ondas de móviles.

Encuentra lo que te gusta mirar y míralo.

Duodécimo descubrimiento:

«Comienza a contar a partir de seis»

Modifica tu cerebro.

Sentencia que me dijo un neurólogo con pijama azul justo antes de que me hicieran un tac.

Me han hecho tres tacscerebrales. Hay que estar muy quieto. Intento no pensar en nada personal, me da miedo que la máquina lo imprima. Ya sé que estas máquinas no imprimen, pero me da la sensación de que todo queda registrado, así que no pienso en nada.

Un verano, el del mundial en el que triunfó Lineker, yo llevaba tres horas esperando en la sala de un hospital y lo único que pensaba era que me estaba perdiendo un partido de semifinales. Estaba seguro de que cuando me hicieran el tac se vería a Lineker, sus goles y a toda la hinchada vibrando.

Allí había un señor que me miraba. Era un señor de ojos pequeñitos. Llevaba un pijama azul, como yo. Enseguida empezamos a hablar: «Cómo tardan. ¿Es para un tac?». Son preguntas que unen en una sala de espera.

Nos acercamos. Ninguno fue donde se encontraba el otro, sino a un sitio nuevo. Me dijo que era neurólogo. Y la conversación se centró en el cerebro, en el famoso 10% que utilizamos. A mí es algo que siempre me ha preocupado, tengo muchas ganas de que nuestros sucesores lleguen a usar el 30 o el 40. Al fin y al cabo seremos recordados como los que utilizábamos un 10%: están los de los palos, los de las piedras y los del 10%, ésos somos nosotros. Hemos avanzado mucho, pero para los del siglo xxx seremos como para nosotros son ahora los hombres primitivos.

Ese neurólogo me dijo que para conseguir más capacidad cerebral tan sólo había que modificar el cerebro.

Si tú le dices a un chaval de quince años las palabras modificar y cerebro, ganas su atención inmediatamente. ¿Cómo se hace? Yo quiero.

Me habló de números. Fue un ejemplo sencillo. Me enseñó cuatro objetos; en este caso eran cuatro revistas. Me pidió que las contara. Le dije que eran cuatro. Me preguntó: «¿Has tenido que pensar?». Contesté que no, que era sencillo. Comencé a dudar de que fuera neurólogo, se parecía más a un paciente de la planta 8 (la de psiquiatría). Me mostró cinco revistas y me dijo que las contara. De repente me di cuenta de que mi cerebro se había puesto en marcha. Estaba contando, no podía hacerlo sin contar. Me sonrió, sus ojos se achinaron más todavía: «Cuentas, ¿verdad?». Lo miré alucinado.

Me explicó que a partir de cinco, nuestro 10 % de cerebro se pone a contar. La manera de ejercitarlo es que comience a contar a partir de siete; luego a partir de ocho. Así lo obligaremos a ampliar su capacidad, a que más neuronas se pongan en marcha a la vez. Modificarlo poco a poco, para que no sea tan vago, hasta que no notemos cómo se pone en marcha.

Quería más. Me habló de que cuando ves a nueve personas es cuando tienes sensación de grupo. Hasta ocho no le das valor, pero a partir de nueve tu cerebro lo identifica como una pequeña multitud. Maneras de modificar tu cerebro: que empiece a pensar en multitud a partir de quince o de veinte.

Eso era como cambiar la configuración de fábrica, la que viene de serie. ¿Se podía hacer? Me replicó que se trataba de un cerebro, por lo que la configuración de fábrica no existía y todos los cambios eran posibles.

Me llamaron para que entrase en el tac. Supe que cuando saliera ya no lo encontraría. Esto ocurría a menudo en el hospital; te marchabas un minuto y aquél con el que habías conectado, había desaparecido.

Me despedí gritando: «¡Voy a conseguir un cerebro del 15 % o del 20 %!». Me devolvió la sonrisa. Instantes antes de que cerraran la puerta donde tenían que practicarme la prueba reconocí una tristeza, una inmensa tristeza que se desprendía de él. No sé qué era, pero me hizo tambalear; sin duda, aquel hombre irradiaba algo.

Me eché en el tac y me pidieron que no me moviese. Recuerdo que aquel día fue el primero que comencé a modificar mi cerebro. Siempre que él da algo por hecho yo se lo rebato y modifico lo que él cree que es la respuesta correcta. Mantengo un diálogo y cambio lo que viene de serie.

Con el tiempo, he averiguado que aquel hombre no estaba triste, estaba muy feliz. Mi cerebro creyó que aquella mirada perdida, cabizbaja, irradiaba tristeza. Es lo que viene de fábrica. Pero en realidad era de felicidad, la felicidad de escuchar cómo un chaval de quince años gritaba la frase en la que más creía.

¿Sirve este descubrimiento para la vida real? No es que sirva, es que es muy efectivo; podría definirse también como que no sigas a rajatabla lo primero que pienses. Piensa bien en lo que piensas. Busca, no te conformes con el primer pensamiento.

Es posible modificar tu cerebro. Yo he conseguido que mi cerebro cuente a partir de seis; quizá parece poco, pero yo estoy muy orgulloso.

Así que no creas nada que venga de serie. Ponlo en tela de juicio y tu vida mejorará.

Decimotercer descubrimiento:

«La búsqueda del sur y del norte»

Si los sueños son el norte y se cumplen, tendrás que ir hacia el sur.

Una enfermera en la UVI mientras acariciaba mi pelo y yo notaba que tan sólo tenía un pulmón.

Este consejo habla por sí mismo.

No deseo alargarme en algo que creo que es tan evidente.

¿Dónde lo oí? En la UVI. Acababa de salir de la operación de pulmón y había perdido capacidad pulmonar, un pulmón había desaparecido. ¿Qué debieron de hacer con el pulmón? Siempre me lo he preguntado.

Una enfermera se acercó y me miró. Me acarició el pelo. Me gustó mucho. A través de la mascarilla intenté agradecerle el mimo, pero seguro que mi rostro, atontado por la anestesia, debía expresar lo contrario.

Estaba hablando con otra enfermera que me acariciaba el pulgar del único pie que me quedaba. Te juro que no me lo invento. Tuvo un aspecto sexual, pero fue precioso despertar después de perder un pulmón y recibir tanto cariño.

La chica joven le dijo a la mayor: «Los sueños son el norte de todo el mundo. Si los cumples tendrás que ir al sur».

¡Me fascinó tanto esa frase! Casi me quedé sin aire… por suerte tenía un respirador, así que no tuve que preocuparme.

Se fueron y pensé: «Cuánto norte me queda por recorrer y cuánto sur conquistaré cuando cumpla mis sueños».

En mi vida fuera del hospital lo puse en práctica. A veces, si tienes suerte de cumplir tus sueños, ves cómo llegas al norte. Mentalmente veo la parte norte de mi vida, entonces busco otro sueño y me digo: «Éste debe de estar al sur».

Lo sé, estaba anestesiado y me tocaban dos enfermeras. ¿Deberías creer en este consejo tan influenciado por circunstancias externas? Respuesta: éste quizá es el que más debas seguir porque es el que más dentro me llegó.

Sur y norte. Sólo eso. Busca el sur, busca el norte. No dejes de ir de uno a otro.

Decimocuarto descubrimiento:

«Escúchate enfadado»

Mi padre no tiene coche pero los sábados vamos al depósito a gritar al guardia que hay allí. Es divertido.

Jordi, un pelón curioso porque jamás se le cayó el pelo. Una rara avis donde las haya.

A veces hay que desahogarse. Es ley de vida. Echar tres o cuatro gritos al aire. O eso o explotamos.

Había en el hospital un pelón que nos comentaba que a veces iba con su padre a los depósitos de coches; allí, su padre le gritaba al policía de turno. Le decía que era una vergüenza que se llevasen su coche, que quisieran hacerle pagar 120 euros; chillaba y ponía el grito en el cielo. A los diez o doce minutos, volvían al coche y se marchaban. Jamás se les había llevado el coche, la grúa; simplemente el padre había encontrado un lugar donde desahogarse. ¿Un lugar equivocado? Seguramente, el pobre policía de turno no merecía aquella explosión de rabia. A veces pienso en esos policías o en la gente que trabaja en maletas perdidas del aeropuerto. ¿Dónde deben de ir a desahogarse? ¿Qué ganas pueden tener de ir al trabajo cada mañana?

Creo que el padre del pelón Jordi (un pelón que tenía pelo; raro, raro) fue a un lugar equivocado; seguro hay formas más sencillas de desahogarse. En el hospital a veces gritábamos a una grabadora. Se le ocurrió a uno de los MIR que venía a vernos cada sábado. Era joven y con ganas de cambiar el mundo. Ahora es jefe de departamento y la coraza que se ponen la mayoría de los médicos ha hecho que se olvide de todo ello. Pero ahí estoy yo para recordárselo. Es bueno que te recuerden todo lo bueno que hacías.

El MIR traía una grabadora y nos desahogábamos por turnos. Decíamos todo lo que nos enfurecía. Y a veces eran muchas las cosas que nos sacaban de nuestras casillas. Es terrible cuando piensas que van a darte un pase de fin de semana y al final no te lo conceden. Entonces gritábamos, expulsábamos todo lo que nos ahogaba y nos daba mal rollo. Otros no decían nada, tan sólo te miraban.

Luego el MIR nos hacía escuchar la grabación. Siempre era un momento fascinante: escucharte gritando, escucharte enfadado, pareces un loco, un paranoico. De repente, todo lo que te parecía con sentido, todo lo que habrías defendido un segundo antes, te parecía sin fundamento. Es como si tu enfado se disipara con el eco de tu rabia.

El eco de la rabia tiene ese poder: el poder de minimizar el enfado, el poder de mostrarte lo absurdo que es pegar cuatro gritos y salirte de tus casillas.

¿Qué mejor que ser tú mismo quien deba soportar tus gritos? Pruébalo, te sentirás mejor, y poco a poco dejarás de gritar, de enfadarte y, sobre todo, no le gritarás a otra persona. Verás qué absurdo eres cuando te pones así.

Decimoquinto descubrimiento:

«Hazte pajas positivas»

Uno es lo que es después de una paja.

Fisioterapeuta que no logró que tuviese cuadriceps pero que era divertido como pocos.

Soy un gran defensor de las pajas. Hace unos años escribí una obra que se llamaba El Club de las Pajas. Mi pasión por las pajas proviene de la mala prensa que tienen. Siempre se habla de ellas con coña, con humor, como chiste, como una cuestión de segunda división.

A mí me intrigan mucho las pajas, sobre todo lo que se esconde tras ellas. A veces es pasión no conocida, a veces amor desmesurado, a veces sexo, a veces vergüenza, a veces deseos ocultos. Las pajas siempre dan más información de una persona que todos los datos que preguntemos.

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