A mí no tenía que evaluarme. Ya lo había hecho hacía cinco años cuando nos conocimos. Creo que salí bien parado. Quise causar una buena impresión. Eso fue antes incluso de que me enamorara de la elegante, inteligente y superior sobrina de su mujer. Hilaris era el único en todo el Imperio que siempre había creído que Helena podría terminar conmigo. De todos modos, su esposa y él me habían vuelto a recibir ahora como sobrino político, corno si fuera algo natural e incluso un placer.
Hilaris parecía un tipo tranquilo, un poco inocente, con un aire de oficinista, pero yo no me enfrentaría a él a las damas… Bueno, a menos que pudiera jugar con los dados trucados de mi hermano Festo. Manejaba la situación como tenía por costumbre: de un modo curioso, concienzudo e inesperadamente firme.
—He aquí un britano que no ha obtenido mucho beneficio de la civilización romana —había dicho cuando le mostraron el cadáver. Fue entonces cuando añadió secamente—: Aunque supongo que todo depende de lo que uno entienda por civilización.
—¿Te refieres a que se dio cuenta de que su vino estaba aguado? —sonreí burlonamente.
—Mejor será no bromear. —Hilaris no era ningún mojigato y aquello no era una reprobación.
Era un hombre delgado y pulcro, todavía activo y alerta, aunque más canoso y demacrado de lo que yo lo recordaba. Siempre había dado una ligera impresión de tener mala salud. Su esposa, Elia Camila, no parecía haber cambiado mucho desde última visita, pero Flavio Hilaris tenía un aspecto mucho más envejecido y me alegré de haber traído conmigo a mi esposa y a las niñas para que lo vieran siempre que me había sido posible.
Mientras intentaba disimular que lo estaba observando, decidí que él también conocía al hombre muerto que tenía a sus pies. Como diplomático de carrera, también se daría cuenta de por qué aquella muerte iba a causar problemas. Pero, de momento, a mí no iba a decirme lo que sabía.
—Lamento entreteneros, señores —murmuró el centurión. Debía de estar deseando no haber dicho nada. Estaba calculando con cuánta documentación adicional se había enredado, y se había dado cuenta demasiado tarde de que su comandante le iba a armar una buena por involucrar a los poderes civiles.
—Hiciste lo que debías. —Yo nunca había visto que Hilaris eludiera los problemas. Se hacía extraño pensar que aquel hombre había servido en el ejército (Segunda Augusta, mi misma legión, veinte años antes que yo). También formó parte de las fuerzas de la Invasión en una época de pragmáticas relaciones con los habitantes del lugar. Pero tres décadas de cívica burocracia lo habían convertido en aquella poco común y muy prometedora maravilla, un servidor público que seguía las normas. Más raro aún, en lugar de anquilosarse allí inútilmente había llegado a dominar el arte de hacer que las normas funcionaran. Hilaris era bueno. Todo el mundo lo decía.
En cambio, el centurión disimulaba su propia ineptitud moviéndose despacio, hablando poco y haciendo menos aún. Era un hombre de complexión ancha y cuello corto. Estaba de pie con los pies plantados en el suelo, muy separados y los brazos colgando. Llevaba el pañuelo del cuello metido por dentro de la coraza con el desaliño suficiente para expresar desprecio por la autoridad, pero sus botas estaban lustradas y su espada tenía aspecto de estar afilada. Seguro que era uno de aquellos que se pasaban el día sentados, quejándose de sus oficiales superiores. Yo dudaba que se quejara del emperador. Vespasiano era un general militar.
Vespasiano tenía que saber que el ejército estaba lleno de individuos como ése: no tan buenos como les gustaría a los que estaban al mando, pero suficientemente formales para bordear la costa de una lejana provincia donde las fronteras estaban bastante tranquilas y la rebelión manifiesta ya no era un problema. En Britania las legiones no contaban con personal inútil. En una situación realmente difícil; de algo serviría aquel centurión.
Allí sí que teníamos una situación difícil. El centurión lo había intuido, y no se había equivocado. Y en honor a la verdad, había reaccionado adecuadamente. Se había fijado en el círculo blanco alrededor del cuello del muerto, allí donde habitualmente hubiera un torques, y vio los rasguños que el pesado metal retorcido debió de causar cuando el ladrón o ladrones lo arrancaron de un tirón. Se dio cuenta de que se trataba de un asunto serio. No era el robo en sí lo que auguraba problemas, sino el hecho de que en la Britania tribal los pesados torques de oro y electro tan sólo los llevaban al cuello las personas ricas y de alta cuna. Aquel torques, entonces perdido, era un signo de rango. Generalmente la gente de prestigio no tenía una muerte fea y solitaria en una taberna, fuera cual fuese su cultura. Algo estaba pasando. Así que el centurión decidió enviar un mensajero al gobernador.
Era el primer año que Julio Frontino ocupaba allí su cargo. Cuando llegó el mensaje estaba desayunando mientras celebraba una temprana reunión con el que era su brazo derecho. Todos compartíamos la residencia oficial, de manera que yo también me hallaba presente.
—Gayo, ve a ver si reconoces a la víctima —le dijo Frontino a Hilaris, el cual había permanecido en Britania todas aquellas décadas y que por tanto conocía muy bien a todo el mundo. Como el gobernador había trabajado conmigo previamente en la investigación de un asesinato en Roma, añadió entonces—: Parece un asunto de los tuyos, Falco. Deberías acercarte tú también.
De manera que allí estaba yo. Me habían enviado a la escena del crimen como experto en fallecimientos por causas no naturales. Pero yo me encontraba a casi dos mil kilómetros de mi territorio. ¿Cómo iba yo a averiguar el móvil de un asesinato en Britania, o dónde empezar a buscar al asesino? Estaba de vacaciones, y deseaba afirmar que no podía aportar nada. Mi propia misión oficial en Britania había terminado; después había traído a Helena a Londinium para que viera a sus parientes, pero ahora ya estábamos prácticamente de camino a casa.
Entonces, cuando el centurión nos mostró el cadáver empapado, Hilaris se quedó callado y yo me sentí mareado. Enseguida supe que tal vez yo participase directamente en el hecho de que la víctima estuviera allí.
De momento, eso era lo único que sabía.
—Me pregunto quién es. —El centurión empujó suavemente el cadáver con el canto de su bota, evitando hacerlo con la punta, pues habría podido tocar la carne muerta con sus grandes dedos huesudos—. O mejor dicho, quién era —se rió sardónicamente.
El fallecido era un hombre alto y bien alimentado. Las largas greñas que le caían por la cabeza y el cuello y que se enredaban en los bordes de su túnica de lana habían sido en otro tiempo rebeldes mechones de color rubio rojizo. Sus ojos, ahora cerrados, habían brillado de curiosidad y solían deleitarse con peligrosas travesuras. Imaginé que serían azules, aunque no me acordaba. Su piel estaba pálida e hinchada después de haberse ahogado, pero siempre había tenido una complexión clara, con esas cejas y pestañas rojizas que acompañan ese tono particular de piel y cabello. El fino vello de sus antebrazos desnudos empezaba a secarse. Llevaba unos pantalones de color azul oscuro, unas botas caras, un cinturón decorado con agujeros con el que la sencilla túnica quedaba fruncida en gruesos pliegues. No había arma alguna. Todas las veces que lo vi había llevado una larga espada britana.
Siempre estaba haciendo algo. Iba corriendo de un lado a otro, lleno de energía y de un humor ordinario; siempre me abordaba a gritos, con frecuencia lanzaba miradas lascivas a las mujeres. Parecía raro encontrarlo tan inmóvil.
Me agaché y tiré de la tela de una manga para examinarle una de las manos en busca de anillos. Quedaba uno macizo, hecho de oro con vueltas entrelazadas, que quizá estaba demasiado ajustado para sacarlo a toda prisa. Mientras me ponía en pie mi mirada se cruzó un instante con la de Hilaris. Sin duda se había dado cuenta de que yo también conocía la identidad de aquel hombre. Bueno, si lo pensaba un poco, yo acababa de venir de Noviomago Regnensis, por lo que no era de extrañar.
—Es Verovolco —le dijo al centurión sin dramatismo. Yo no comenté nada—. Me encontré con él una o dos veces por asuntos oficiales. Era un cortesano y un posible pariente del gran rey, Togidubno, de la tribu de los atrebates en la costa sur.
—¿Importante? quiso saber el centurión con una medio impaciente mirada de soslayo. Hilaris no respondió. El soldado sacó sus propias conclusiones. Puso mala cara, impresionado.
El rey Togidubno era un viejo amigo y aliado de Vespasiano. Había sido espléndidamente recompensado por sus años de apoyo. En aquella provincia, probablemente, podía hacer valer sus privilegios por encima del gobernador. Podía hacer que se ordenara la retirada de Flavio Hilaris a Roma y que lo despojaran de los honores que tanto le había costado ganarse. Incluso podía hacer que me dieran un golpe en la cabeza y me tiraran a una zanja sin que nadie hiciera preguntas.
—¿Y qué estaba haciendo Verovolco en Londinium? —se preguntó Hilaris. Parecía una pregunta hecha en general, pero tuve la impresión de que iba dirigida a mí.
—¿Más asuntos oficiales? —inquirió el centurión dócilmente.
—No. Yo lo hubiera sabido. E incluso si vino a Londinium por asuntos personales —continuó diciendo el procurador con ecuanimidad—, ¿por qué iba a visitar un establecimiento tan desagradable como éste? —Entonces me miró directamente a mí—. Un aristócrata britano, cargado de valiosas joyas en un agujero como éste, corre el mismo riesgo de que le roben que correría un romano solo. Este lugar es para los lugareños, ¡y hasta ellos han de tener valor para venir!
Rehusé a que me sonsacara y abandoné el patio, agaché la cabeza para entrar en el bar y eché un vistazo a mi alrededor. Para tratarse de una bodega, aquélla carecía de encanto y distinción. La habíamos encontrado a mitad de camino de un corto y estrecho callejón situado en la pendiente de la colina que había justo por encima de los muelles. Unos cuantos estantes toscos sostenían unas jarras. Un par de ventanas con rejas de hierro dejaban entrar un poco de luz. Desde el mugriento suelo con paja esparcida hasta las bajas y oscuras vigas, el bar estaba tan asqueroso como pueden llegar a estarlo estos lugares. Y eso que yo había visto unos cuantos.
Abordé a la mujer que se encargaba de aquel sitio.
—No sé nada —soltó inmediatamente antes de que pudiera preguntarle.
—;Eres la propietaria?
—No. Yo sólo sirvo las mesas.
—¿Fuiste tú quien llamó al centurión?
—¡Pues claro! —La cosa no era tan clara. No me hacía falta vivir en Britania para saber que si hubiese estado en sus manos ocultar aquel crimen, lo hubiera hecho. En lugar de eso, se había dado cuenta de que sin duda iban a echar en falta a Verovolco. Habría problemas y si no daba entonces la impresión de que todo andaba bien iba a ser peor para ella—. Lo encontramos esta mañana.
—¿No te fijaste en él la otra noche?
—Estábamos atareados. Hubo mucha clientela.
La miré con calma.
—¿Qué tipo de clientela?
—La que solemos tener.
—¿No puedes ser más explícita? Quiero decir…
—¡Ya sé lo que quieres decir! —se mofó.
—¿Chicas pecadoras que andan tras marineros y comerciantes? —le espeté igualmente.
—Gente respetable. ¡Hombres de negocios! —Negocios turbios, seguro.
—¿Este hombre estuvo bebiendo aquí la pasada noche?
—Nadie lo recuerda, aunque podría ser que sí. —Tendrían que acordarse. Debió de haber sido la persona de clase más alta entre todos los clientes habituales incluyendo a los respetables hombres de negocios—. Nosotros nos encontramos con que lo habían dejado aquí agitando los pies…
—¡Disculpa! ¿Por qué agitaba los pies?¿Acaso el pobre infeliz estaba aún con vida?
Ella se sonrojó.
—Sólo era una manera de hablar.
—Entonces estaba muerto o no?
—Estaba muerto. Por supuesto que lo estaba.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Qué?
—Si sólo se le veían los pies, ¿cómo podía saber nadie en qué condiciones se encontraba? ¿Podrías haberlo reanimado? Al menos podrías haberlo intentado. Sé que no te molestaste en hacerlo, el centurión tuvo que sacarlo de ahí.
Pareció desconcertada, pero siguió hablando animosamente.
—Era hombre muerto. Estaba clarísimo.
—Sobre todo si tú ya sabías que lo habían metido en el pozo la pasada noche.
—¡Mentira! ¡Todos nos quedamos sorprendidos!
—No tanto como debió de estarlo él —repliqué.
No íbamos a conseguir nada más quedándonos allí. Dejamos al centurión que trasladara el cadáver a un lugar seguro hasta que el gran rey fuera informado. Gayo y yo salimos al callejón, el cual se utilizaba como sumidero al aire libre. Anduvimos con mucho cuidado junto a la basura y vertidos diarios de lo que pasaba por ser una calle. Fue bastante deprimente. Nos hallábamos en un terreno de bancales bajo las dos bajas colinas de grava sobre las que se asentaba Londinium. El área se extendía próxima al río. En cualquier ciudad eso podía ser un problema. Los dos guardaespaldas del procurador nos seguían discretamente, unos soldados de primera línea en misión destacada que iban toqueteando unas dagas. Proporcionaban seguridad… en parte.
Desde el mal adoquinado callejón que comunicaba aquel enclave con las mayores y quizá menos hostiles vecindades oíamos el chirrido de las grúas de los muelles que bordeaban el Támesis. Se percibían los acres olores del cuero, un comercio básico. Algunas ciudades contaban con reglamentaciones según las cuales las curtidurías debían emplazarse en el campo a causa del hedor que desprendían, pero en Londinium, o bien no eran tan exigentes, o no estaban tan bien organizados. Atraídos por la proximidad del río, caminamos hacia él.
Pasamos entre nuevos almacenes de estrechas fachadas que daban a la orilla del río y que iban de sus abarrotados atracaderos de descarga hacia unos largos y sólidos túneles de almacenaje. El muro de contención del río se hallaba bordeado de ellos, como si se hubiera planificado. Una enorme plataforma de madera de reciente construcción hacía las funciones de desembarcadero así como de baluarte contra la marea que se extendía.
Me quedé mirando el río tristemente. El Támesis era mucho más ancho que el Tíber allí en casa, y con su marea alta alcanzaba una anchura de más de mil pasos, aunque con la bajamar se quedaba en un tercio de esa distancia. Al otro lado del embarcadero en el que nos encontrábamos había unas islas cubiertas de juncos que quedarían prácticamente sumergidas con la marea alta cuando, a lo largo de kilómetros hasta el estuario, las marismas del Támesis se desbordaran. Los caminos desde los puertos del sur llegaban hasta allí por la orilla meridional y convergían en un lugar por donde los transbordadores habían atravesado siempre el río. Había un puente de madera que cruzaba desde la isla principal formando un ángulo un poco extraño.