—¿Qué quiere decir esto? —se preguntó el cazador de serpientes, bastante inquieto.
Transcurrió otra media hora durante la cual la temperatura continuó elevándose. Parecía como si surgieran llamaradas de fuego de las rocas. Muy pronto aquel calor se hizo insoportable.
—¿Querrán asarnos? —preguntó el maharata.
—No comprendo nada —confesó Tremal-Naik.
—¿Pero de dónde viene este calor? Si continúa así nos abrasaremos.
—Apresurémonos.
Reanudaron los sondeos, pero dieron toda la vuelta a la caverna sin haber descubierto ningún pasaje. Sin embargo, en un ángulo, la roca resonaba como si estuviese vacía. Se podía atacarla con los cuchillos y excavar una galería.
Los dos indios volvieron junto a la joven, pero ésta dormía. Cambiaron brevemente impresiones sobre lo que debían de hacer y decidieron proceder inmediatamente a su liberación.
Empuñando los cuchillos, asaltaron vigorosamente la roca, pero en seguida tuvieron que descansar. La temperatura había llegado a ser ardiente y se morían de sed.
—¿Tendremos que morir en esta gruta? —se preocupó Tremal-Naik, lanzando una mirada desesperada sobre las rocas que poco a poco se calcinaban.
En aquel instante un misterioso murmullo se dejó oír sobre sus cabezas y un enorme pedazo de roca se desprendió de la bóveda, cayendo a tierra con gran estrépito. Casi simultáneamente de aquella grieta fluyó furiosamente un gran chorro de agua.
—¡Estamos salvados! —se regocijó Kammamuri.
—¡Tremal-Naik! —gritó la joven, despertada por el ruido.
El indio acudió hacia ella.
—¿Qué quieres? —le preguntó.
—Me ahogo… me falta aire. ¿Qué es este intenso calor que me reseca? ¡Un sorbo de agua, Tremal-Naik, dame un sorbo de agua!
El cazador de serpientes la tomó en sus robustos brazos y la llevó cerca de la cascada, donde el maharata y el tigre bebían a largos sorbos.
Con las manos hizo una especie de cuenco que llenó de agua y acercó a los labios de la jovencita diciéndole:
—Bebe, Ada; hay para todos.
Le dio varias veces de beber y luego a su vez apagó su sed.
De repente el tigre lanzó un ronco rugido, y luego cayó pesadamente al suelo, debatiéndose furiosamente. Kammamuri, aterrorizado, acudió a la fiera, pero de repente las fuerzas le faltaron y también cayó él boca arriba con los ojos desorbitados, las manos contraídas y los labios cubiertos de espuma.
—¡Pa…trón! —balbuceó con apagada voz.
—¡Kammamuri! —gritó Tremal-Naik. ¡Gran Siva…! ¡Ada…! ¡Oh, mi Ada…!
La jovencita, como el tigre y Kammamuri, tenía los ojos desorbitados, espuma en los labios y las facciones espantosamente alteradas. Agitó las manos intentando agarrarse al cuello del indio, abrió la boca como si quisiera hablar y luego cerró los ojos y se quedó rígida. Tremal-Naik la sostuvo y lanzó un grito desgarrador.
—¡Ada…! ¡Socorro…! ¡Socorro…!
Fue su último grito. Se le ofuscó la vista, se le quedaron rígidos los músculos, una violenta convulsión lo sacudió de pies a cabeza y vaciló, se volvió a alzar, y luego cayó como fulminado sobre las ardientes piedras de la caverna.
Casi en el mismo instante se oyó un estallido y una turba de indios se precipitó en la gruta.
Era una magnífica noche de agosto, una verdadera noche tropical.
La brisa era tibia, dulce, invadida por el suave perfume de los jazmines, los fiambagas, los musendas y los nagatampos.
Allá arriba, en un cielo purísimo, de un azul índigo, constelado por miríadas de centelleantes estrellas, la luna seguía su curso, iluminando fantásticamente la corriente del Hugli, que transcurría como una inmensa cinta de plata a través de las interminables llanuras del delta gangético.
Bandadas de marabúes aleteaban sobre la corriente, posándose en una u otra orilla, a los pies de los cocoteros, los artocarpos, los bananos y los tamarindos, que curvaban con gracia sus ramas por encima de las olas.
Un silencio fúnebre y misterioso reinaba por doquier, interrumpido de vez en cuando por una bocanada de aire que hacía zurrir las frondas de los árboles, o por el aullido agudísimo y melancólico del chacal que vagaba por las orillas del río o por el graznar de cuervos y marabúes.
Aunque la hora era bastante avanzada y pese a que mil peligros se escondían en las sombras de la noche, un hombre estaba tumbado al pie de un gran tamarindo.
Tendría entre los treinta y cinco o cuarenta años y llevaba el uniforme de capitán de cipayos, rico en adornos de oro y plata. Era de alta estatura, cuerpo robusto, carnación bronceada pero bastante menos oscura que la de los indios. Se adivinaba en él al europeo que durante muchos años ha estado expuesto a los calores del sol tropical.
Su rostro era soberbio, pero su frente estaba surcada por arrugas precoces. Sus ojos eran grandes, melancólicos, pero a veces centelleaban con gran osadía.
De vez en cuando alzaba la cabeza, miraba fijamente al gran río y hacía un gesto de impaciencia.
Había transcurrido ya media hora cuando en lontananza resonó una detonación. El capitán alargó la mano derecha hacia una rica carabina con arabescos de plata y nácar, saltó rápidamente en pie y descendió a la orilla, agarrándose a las raíces del tamarindo que salían, como serpientes, de la tierra. Por el norte había aparecido un punto negro que iba gradualmente aproximándose; alrededor de él centelleaba el agua sacudida por los remos.
—Aquí están —murmuró el capitán.
Alzó la carabina por encima de su cabeza y disparó. Un relámpago zigzagueó sobre el punto negro y resonó una segunda detonación.
—Todo va bien —concluyó el capitán. —Espero esta vez saber algo.
Al cabo de diez minutos la barca, un esbelto y bellísimo
murpunky
conducido por seis indios provistos de largas pagallas y guiado por un sargento de cipayos, llegó a pocas brazas de la orilla. Con unos pocos golpes de remo se encalló profundamente entre las hierbas.
El sargento saltó diligentemente a tierra saludando militarmente.
—Bharata, ven conmigo —le dijo el capitán, y condujo al indio bajo el tamarindo.
—¿Estamos solos? —preguntó el sargento.
—Completamente solos —afirmó el capitán. —Puedes relatarme lo que quieras.
—Dentro de una hora Negapatnan estará aquí.
—¿Entonces lo han cogido? —preguntó el capitán con emoción. —Creía que me había engañado.
—Es cierto, capitán. El muy miserable estaba encerrado desde una semana antes en los subterráneos del fuerte William.
—¿Están seguros de que es un estrangulador?
—Segurísimos, y es uno de los jefes más poderosos.
—¿Ha confesado algo?
—Nada, capitán.
—¿Cómo lo aprehendieron?
—El bribón se había escondido en los alrededores del fuerte William y allí esperaba a sus presas. Ya habían caído seis soldados bajo su infalible lazo y sus cadáveres se habían encontrado desnudos y con el misterioso tatuaje en el pecho. El capitán Hall, hace unos siete días, se puso en campaña con algunos cipayos, resuelto a descubrir al asesino. Después de dos horas de infructuosas búsquedas se detuvo bajo la fresca sombra de un borazo para descansar un poco. De repente sintió un lazo que le caía sobre la cabeza y que le apretaba el cuello. Se puso en pie agarrando fuertemente la cuerda y se lanzó sobre el estrangulador demandando socorro. Los cipayos no estaban lejos. Cayeron sobre el indio que se debatía furiosamente, rugiendo como un león, y lo derribaron por tierra.
—¿Y dentro de una hora ese hombre estará aquí? —preguntó el capitán Macpherson.
—Sí, capitán —respondió Bharata.
—¡Por fin!
—¿Queréis saber alguna cosa por él?
—Sí —exclamó el capitán, que se había puesto triste.
—Tenéis algún gran dolor que intentáis esconderme —dijo el sargento—. ¿Por qué no relatármelo todo? Quizás podría seros útil.
El capitán no respondió en seguida. Se había quedado bastante lúgubre y las lágrimas humedecieron sus ojos. Después dijo:
—Mi buen Bharata, es justo que lo sepas todo.
Se levantó, dio tres o cuatro pasos con la cabeza inclinada sobre el pecho y luego volvió a sentarse al lado del sargento.
—Era el año 1853 —empezó con voz que en vano se esforzaba para que sonase firme. —Mi mujer había muerto hacía bastantes años, a causa del cólera, y me había dejado una muchacha, bella, con los cabellos castaños y ojos grandes y dulces.
Permaneció algunos instantes en silencio como si le supusiera demasiada fatiga continuar; luego prosiguió.
—Una mañana la población de Calcuta se encontró presa de un vivo temor. Los
thugs,
o estranguladores como se dicen, habían fijado en los muros y en los troncos de los árboles unos manifiestos en los que advertían a los habitantes que su diosa requería una muchacha para su pagoda. Sin saber por qué, me vi acometido por un gran temor; presagié una desgracia inminente. Aquella misma tarde hice embarcar a mi hija y la recluí dentro de los muros del fuerte William, seguro de que los
thugs
no llegarían hasta ella.
Miró fijamente a los ojos del sargento y concluyó:
—Tres días después, mi Ada se despertaba con el tatuaje de los estranguladores en los brazos.
—¿Había penetrado en el fuerte un
thug
?
—Es indudable.
—¿Tienen quizás afiliados entre nuestros cipayos?
—Su secta es inmensa, Bharata, y tienen afiliados en toda la India, en Malasia e incluso en China. Yo, que no había conocido jamás el temor, aquel día lo experimenté por primera vez. Comprendí que mi hija había sido elegida por la monstruosa diosa y redoblé la vigilancia. Comíamos juntos, yo dormía en la estancia contigua, y tenía centinelas que vigilaban día y noche ante su puerta. Todo fue inútil; una noche mi hija desapareció.
—¡Vuestra hija desapareció! ¿Pero cómo…?
—Los estranguladores habían desquiciado una ventana, habían entrado y la habían raptado. Los afiliados habían vertido un poderoso narcótico en nuestro vino y nadie oyó nada ni se dio cuenta de nada.
El capitán, presa de una indecible emoción, calló un momento.
—La busqué durante largos años —prosiguió, —pero no logré encontrar ni siquiera sus huellas. Los estranguladores la habían llevado a su inaccesible guarida. Cambié mi nombre y adopté el de Macpherson, para actuar mejor, y emprendí una campaña despiadada contra ellos, pero todo fue en vano. Han transcurrido cuatro largos años y mi hija está todavía en poder de esos hombres…
En la lejanía se oyó un toque de trompeta. Ambos se alzaron precipitadamente corriendo hacia el río.
—¡Aquí están! —gritó Bharata.
De los labios del capitán Macpherson surgió una especie de sordo rugido y en sus ojos centelleó un relámpago de feroz alegría.
Se apresuró hacia la orilla y distinguió, a quinientos o seiscientos metros de distancia, una gran canoa que descendía con rapidez por la corriente. A bordo se distinguían algunos cipayos con las bayonetas caladas en las carabinas.
—¿Lo ves? —preguntó rechinando los dientes.
—Sí, capitán —respondió Bharata. —Está sentado a popa entre dos cipayos, bien encadenado.
La gran lancha fue a tomar tierra cerca del capitán. Desembarcaron seis cipayos de bronceados y altivos rostros. Detrás de ellos descendieron otros dos cipayos que tenían fuertemente agarrado por los brazos al estrangulador Negapatnan.
Era éste un indio de casi seis pies de altura, delgado y ágil. Su rostro era torvo, barbudo, de color de cobre, y sus pequeños ojos brillaban como los de una serpiente colérica.
En medio del pecho tenía tatuada, en azul, la serpiente con cabeza de mujer, rodeada por muchos signos indescifrables. Al divisar al capitán Macpherson el
thug
se estremeció; una profunda arruga cruzó su frente.
—¿Me conoces? —preguntó el capitán, a quien no se le había escapado aquel estremecimiento, por rápido que hubiera sido.
—Tú eres el padre de la Virgen de la pagoda sagrada —respondió el indio. —Eres el capitán Harry Corishant.
—No, el capitán Harry Macpherson.
—Porque has cambiado de nombre.
—¿Sabes por qué te he hecho traer aquí?
—Supongo que será para hacerme hablar, pero será un intento inútil.
El capitán Macpherson recogió su carabina, la montó y se puso a la cabeza de la pequeña columna, tomando un sendero abierto a través de un bosque de nagatampos, bellísimos árboles con cuyas flores se adornan las muchachas elegantes de Bengala y cuya madera es tan dura que le ha valido el nombre de «madera de hierro».
Apenas habían recorrido un cuarto de milla sin encontrar a nadie cuando en medio del bosque se oyó el aullido del chacal.
Al oírlo, Negapatnan alzó vivamente la cabeza y lanzó una rápida ojeada bajo los árboles. Los cipayos que caminaban a sus lados emitieron una sorda exclamación.
—Estad en guardia, capitán —dijo Bharata. —El
thug
ha advertido algo.
—¿Quizá la presencia de amigos?
—Puede ser.
Se oyó el mismo grito pero más fuerte que antes. El capitán Macpherson se volvió a la derecha del sendero.
—¡Eso no es un chacal! —exclamó.
—Estad en guardia —repitió el sargento. —Es una señal.
—Apretemos el paso.
El destacamento reanudó la marcha, con las carabinas dirigidas a ambos lados del sendero.
Diez minutos después llegaba, sin más alarmas, ante la morada del capitán Macpherson.
La villa del capitán Harry Macpherson se erguía en la orilla izquierda del Hugli, ante una pequeña bahía en la que flotaban bastantes
gonga
y algunos
mur-punky.
Era uno de esos palacetes que en la India se llaman
bungalows,
elegante, comodísimo, con un solo piso elevado sobre unos cimientos de ladrillo y coronado por un techo piramidal.
Una galería cuya parte superior correspondía a una amplia terraza giraba en todo su alrededor, resguardada del sol por espesas esteras de fibra de coco. A derecha e izquierda se extendían pequeños edificios y cobertizos destinados a las cocinas, la despensa, las cuadras y los alojamientos de los cipayos, sombreados por
tara, latinia
y no pocos
pipal
y
nim,
árboles de enorme tronco y de follaje espeso y bajo que hoy han desaparecido en gran parte de las llanuras del delta gangético.