El misterio de la jungla negra (7 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El misterio de la jungla negra
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—Bien —preguntó Aghur, con ansiedad, mirando atemorizado al amo que yacía exánime en brazos del maharata—. ¿Qué le ha pasado?

—Lo han apuñalado. Pero ya te contaré después. Ahora date prisa, construye una camilla y partamos; dentro de poco se pondrán a perseguirnos.

Aghur no quiso saber más. Sacó el cuchillo, cortó seis o siete ramas, las ató con fibras vegetales y sobre aquella rudimentaria camilla amontonó unas cuantas brazadas de hojas. Kammamuri levantó lentamente al jefe, que aún no había vuelto en sí, y lo colocó encima.

—Vamos y silencio —ordenó Kammamuri—. ¿Tienes la barca?

—Sí, está embarrancada en la arena — contestó Aghur.

—¿Están cargadas tus pistolas?

—Las dos.

—Adelante, entonces, y mantén los ojos abiertos.

Los dos indios levantaron la camilla y se pusieron en marcha, precedidos por el perro, siguiendo un estrecho sendero abierto en medio de la jungla. En quince minutos llegaron al río, en el que flotaba la embarcación. Al subir a ella Punthy ladró.

—Cállate, Punthy —dijo Kammamuri, cogiendo los remos.

En vez de obedecer, el perro apoyó las patas en el borde de la embarcación y redobló sus ladridos. Parecía muy excitado.

Los dos indios miraron hacia la jungla, pero no vieron nada. Sin embargo, Punthy debía de haber oído algún ruido.

Colocaron las pistolas en los bancos, cogieron los remos y se alejaron de la orilla remontando el río. No habían recorrido todavía trescientos brazos cuando el perro se puso de nuevo aladrar rabiosamente.

—¡Alto! —gritó una voz autoritariamente.

Kammamuri se volvió empuñando una de las pistolas. En la orilla que habían abandonado había un colosal indio con el lazo en la mano derecha y el puñal en la izquierda.

—¡Alto! —repitió en tono de mando.

En vez de obedecer, Kammamuri disparó. El indio se dobló sobre sí mismo agitando los brazos y desapareció entre los matorrales.

—Vamos, Aghur, ¡rema! —gritó el maharata.

Y el bote se deslizó rápidamente sobre el agua mientras una voz potente, amenazadora, gritaba desde la orilla de la isla maldita:

—¡Nos volveremos a ver!

MANCIADI

Comenzaba a romper el alba por oriente cuando la canoa llegó a la orilla de la jungla negra. No parecía haber sucedido nada nuevo. Sobre la cabaña algunos gigantescos
arghillah
(grandes aves, semejantes a las cigüeñas, que se alimentan de carroña), inmóviles sobre sus largas pata amarillentas, y el tigre, el fiel Darma, que daba vueltas a su alrededor sin alejarse jamás.

—Bien —murmuró Kammamuri. —Los malditos no han visitado estos lugares. ¡Darma!

Ante aquella llamada el tigre se lanzó hacia la orilla emitiendo un sordo gruñido.

Kammamuri y Aghur se apresuraron a desembarcar y trasladaron al patrón a la cabaña, acomodándolo en una confortable hamaca. El tigre y el perro se quedaron en el exterior vigilando.

—Examina la herida, Aghur —dijo Kammamuri.

El bengalí retiró la venda y observó atentamente el pecho del pobre Tremal-Naik. En su frente se dibujó una arruga.

—Es grave —dijo. —El puñal ha penetrado muy profundamente.

—¿Se curará?

—Así lo espero. ¿Pero por qué lo han apuñalado?

—Es difícil decirlo. Sabes que el patrón quería volver a ver su visión y cuando llegó a la isla se le metió en la cabeza encontrar a aquella criatura. Parecía como si supiera dónde se escondía, porque me ordenó volver a la cabaña y partió solo. Veinticuatro horas después lo encontré en la jungla sumergido en un mar de sangre: lo habían apuñalado.

—¿Pero quién?

—Los hombres que habitan la isla y que quizá vigilan a esa mujer

¿Los has visto tú?

—Con mis propios ojos.

¿Eran hombres o espíritus?

—Creo que eran hombres. Me lanzaron un lazo al cuello para estrangularme y maté a dos o tres de ellos. Si hubieran sido espíritus no habrían muerto.

—Es extraño —comentó Aghur, pensativo—. ¿Y qué hacen esos hombres? ¿Por qué matan a la gente que desembarca en su isla?

—No lo sé, Aghur. Sé que son hombres terribles y que adoran a una divinidad que exige muchas víctimas.

—¿Crees que se dejarán ver en nuestra jungla?

—Así lo temo. Aghur: aquel hombre ha gritado: «¡Nos volveremos a ver!»

—Peor para ellos. El tigre no los dejará aproximarse.

—Ya lo sé, pero vigilemos atentamente. En el aire hay nubes que amenazan tempestad.

Kammamuri volvió al lado de Tremal-Naik para aplicar en la herida una nueva cataplasma de hierbas y Aghur se sentó delante de la cabaña, con el tigre y el perro acurrucados a su lado.

El día transcurrió sin incidentes. Tremal-Naik sufrió todavía algunos accesos de delirio, durante los cuales le brotó varias veces de los labios el nombre de Ada. La imagen de la desventurada joven que había dejado sin defensa en manos de aquellos terribles fanáticos debía de atormentarle como una pesadilla.

En seguida cayó de nuevo en una especie de sopor que se prolongó hasta el ocaso del sol. Los dos indios, aunque ardían en deseos de interrogarlo para saber algo sobre los que le habían apuñalado, optaron por no cansarlo.

Cuando las tinieblas extendieron su negro velo sobre la jungla, Aghur fue el primero en montar la guardia, en el exterior de la cabaña, armado hasta los dientes. El perro se había acurrucado a sus pies con los ojos fijos hacia el sur.

A medianoche nadie había aparecido; pero el perro se había puesto en pie varias veces olfateando el aire y dando signos evidentes de inquietud. Quizá presentía algo insólito; podía ser incluso la proximidad de algún ser humano o quizá también de algún animal salvaje.

Estaba a punto de despertar a Kammamuri, que debía substituirlo, cuando Punthy se levantó ladrando, con la cabeza vuelta hacia el río, signo evidente de que por aquella parte sucedía algo. Al mismo tiempo, el tigre apareció en el umbral de la cabaña dejando oír un sordo gruñido.

—¡Kammamuri! —llamó Aghur, preparando las armas.

El maharata, que dormía con un ojo abierto, llegó hasta él.

—¿Qué sucede? —preguntó, alarmado.

—Nuestros animales han sentido algo y están inquietos.

—¿Has oído algún rumor?

—Absolutamente nada.

—Sostén al perro y escuchemos.

Aghur se apresuró a obedecer.

De improviso hacia el río se oyó gritar:

—¡Socorro! ¡Socorro…!

El perro se puso a ladrar furiosamente.

¡Socorro…! —repitió la misma voz.

—¡Kammamuri! —exclamó Aghur. —Alguien se ahoga.

—¡Debemos ayudarle!

—¡Pero no sabemos quién es!

—¡No importa: a la orilla! Pero será mejor que preparemos las armas y estemos atentos. Nunca se sabe lo que puede ocurrir. Tú Darma, permanece aquí y destroza sin piedad a cualquiera que se aproxime a nosotros.

El tigre pareció comprenderle porque se recogió en sí mismo con los ojos llameantes, pronto a lanzarse sobre el primer llegado. Los dos indios corrieron hacia la orilla, precedidos por Punthy, que continuaba ladrando furiosamente, y miraron hacia el río, negro como si fuera tinta.

—¿Ves algo? —pregunto Kammamuri a Aghur, que se había inclinado sobre la corriente.

—Sí, me parece distinguir algo que va a la deriva.

¡Hola! —gritó Kammamuri—. ¿Quien llama?

¡Salvadme! —respondió una débil voz.

No había tiempo para dudar. Los dos indios saltaron a la canoa y se dirigieron rápidamente hacia el náufrago.

En seguida se dieron cuenta de que el objeto negro que iba a la deriva era el tronco de un árbol al que se había asido un hombre. En pocos instantes lo alcanzaron, tendiendo las manos al náufrago, que las aferró con la fuerza de la desesperación.

Los dos indios subieron a bordo de la canoa al desconocido y se inclinaron hacia él observándolo con curiosidad. Era un hombre de su raza, de estatura inferior a la media, color bastante más oscuro, extraordinariamente delgado, pero con los músculos bastante pronunciados, indicio seguro de una fuerza nada común. Tenía contusiones en la cara y su túnica amarilla, estrechamente cerrada estaba manchada de sangre.

—¿Cómo te encuentras? ¿Estas herido? —le preguntó Kammamuri apresuradamente

El hombre lo miró atentamente con unos ojos que manifestaban extraños reflejos

—Creo que sí —murmuró. —Pero se trata de algunos arañazos.

—¿De dónde vienes?

—De Calcuta.

—¿Cómo te llamas?

—Manciadi.

—¿Pero como te encuentras aquí?

El bengalí, con acento que demostraba temor, preguntó a su vez:

—¿Quién habita estos lugares?

—Tremal-Naik, el cazador de serpientes —respondió Kammamuri.

Manciadi comenzó a temblar.

—Hombre feroz —balbuceó.

Aghur y el maharata se miraron entre sí con sorpresa.

—Estás loco —dijo Aghur.

—Loco… ¿No sabes que sus hombres me persiguieron como si fuera un tigre?

—¿Sus hombres te persiguieron? ¡Pero si somos nosotros sus compañeros…! Nosotros no hacemos mal a nadie, pero te advierto que si no hablas claro te aplasto el cráneo con la culata de mi carabina. ¿Por qué te encuentras aquí?

—Soy un pobre indio y vivo cazando. Un capitán de cipayos me prometió cien rupias por una piel de tigre y vine aquí para buscarla.

—Continúa.

—Ayer por la noche arribé a la orilla opuesta del Mangal y me escondí en la jungla. Después se me echaron encima varios hombres y un lazo apretó mi cuello.

—¡Ah! —exclamaron los dos indios—. ¿Has dicho un lazo?

—Sí —confirmó el bengalí.

¿Has visto a aquellos hombres? —preguntó Aghur.

—Sí, como os veo a vosotros.

¿Qué tenían en el pecho?

—Me parece haber visto un tatuaje.

—Eran los de Raimangal —dijo Kammamuri—. Continúa.

—Empuñé el cuchillo —prosiguió Manciadi, que todavía temblaba de espanto. —y corté la cuerda. Corrí mucho tiempo, perseguido de cerca, y cuando llegué al río me eché a él de cabeza. Pero la corriente me arrastró y cuando topé con aquel tronco me agarré a él y así he llegado hasta aquí.

El maharata pensó un momento y luego preguntó:

—¿Has dicho que eres cazador?

—Sí, y valiente.

—¿Quieres venir con nosotros?

Un extraño relámpago brilló en los ojos del bengalí.

—Nada me parecería mejor —se apresuró a decir. —Estoy solo en el mundo.

—Está bien, te adoptamos. Mañana te presentaré al amo.

Los dos indios, que mientras tanto habían llevado la canoa a la pequeña cala, desembarcaron. Punthy se lanzó contra el bengalí ladrando rabiosamente.

—Silencio, Punthy —dijo Kammamuri reteniéndolo. —Es uno de los nuestros.

El perro, en lugar de obedecer, se puso a gruñir amenazadoramente.

—Este animal me parece que no es demasiado cortés —dijo Manciadi, esforzándose por sonreír.

—No tengas miedo de Punthy; te defenderá, amigo —le tranquilizó el maharata.

Amarrada la canoa, llegaron a la cabaña ante la cual vigilaba el tigre. Extrañamente, también él se puso a gañir de forma nada amable, mirando de través al recién llegado.

—¡Oh! —exclamó éste espantado—. ¡Un tigre!

—Está domesticado. Quédate aquí: voy a ver al patrón.

Kammamuri y Aghur entraron en la cabaña. Tremal-Naik dormía profundamente y soñaba, porque de sus labios salían palabras entrecortadas.

—No vale la pena despertarlo —susurró Kammamuri volviéndose hacia Aghur. —Ya le hablaremos mañana del recién llegado. ¿Qué te parece ese Manciadi?

—Tiene aspecto de ser un buen hombre y creo que nos ayudará valiosamente.

—Yo también lo creo. Le encargaremos a él que vigile hasta mañana.

Aghur tomó una sopera de
cangi,
sopa muy densa de arroz, y se la llevó a Manciadi, que se puso a comer con voracidad de lobo. Después de haberle recomendado que se mantuviera bien vigilante y que diera la alarma en cuanto olfatease algún peligro, Aghur se apresuró a volver a entrar en la cabaña cerrando la puerta para mayor precaución.

Apenas había desaparecido cuando Manciadi se puso en pie. Sus ojos se habían encendido de improviso y en sus labios se dibujaba una sonrisa satánica.

Se acercó a la cabaña y apoyó su oreja contra ella escuchando con profundo silencio. Estuvo así bastante tiempo y luego partió con la rapidez de una flecha para detenerse una media milla más allá.

Acercó sus dedos a los labios y emitió un agudo silbido. Del sur le respondieron otros dos silbidos y luego la jungla volvió a su silencio y misterio.

EL ESTRANGULADOR

Habían transcurrido veinte días y Tremal-Naik, gracias a su robusta constitución y los asiduos cuidados de sus dos compañeros, se curaba rápidamente. La herida ya estaba cerrada y él podía levantarse. Pero se mostraba siempre taciturno e inquieto.

Kammamuri y Aghur se esforzaban en vano en levantar su moral, porque su amo estaba afligido por el pensamiento de que quizás Ada corría serios peligros.

Manciadi, que había entrado definitivamente a formar parte de la pequeña comunidad, se limitaba a hacerse útil cazando para todos.

En la mañana del vigésimo primer día en la cabaña ocurrió un acontecimiento que debía tener funestas consecuencias.

Kammamuri se había levantado con el primer rayo de sol. Visto que Tremal-Naik dormía con un sueño tranquilo, se dirigió hacia la puerta para despertar a Manciadi, que reposaba fuera, bajo un pequeño techo de cañas de bambú. Levantó la tranca y empujó el postigo, pero con gran sorpresa por su parte éste no se abrió: algo lo impedía en el exterior.

—¡Manciadi! —llamó el maharata.

Nadie respondió a su llamada. En la mente del maharata brotó la sospecha de que sus comunes enemigos lo habían estrangulado.

Arrimó un ojo a la hendidura de la puerta y se dio cuenta de que el objeto que la impedía abrirse era un cuerpo humano. Mirando con mayor atención reconoció justamente a Manciadi.

¡Oh…! —exclamó—. ¡Aghur! ¡Ven aquí inmediatamente!

El indio se apresuró a acudir a la llamada de su compañero.

—Aghur —dijo el maharata, turbado—. ¿Has oído algo esta noche?

—Absolutamente. ¿Por qué?

¡Han matado a Manciadi!

—¡Es imposible! —exclamó Aghur. —Darma y Punthy no se han mostrado inquietos.

—Y sin embargo debe de estar muerto. No responde ni se mueve y está tendido ante la puerta.

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