Read El método (The game) Online

Authors: Neil Strauss

Tags: #Ensayo, Biografía

El método (The game) (17 page)

BOOK: El método (The game)
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Ella salió del baño y volvió a la habitación.

¡Había vuelto a fastidiarla!

Acabé de lavarme yo mismo, salí de la bañera, me sequé y volví a ponerme la misma ropa sucia. Me senté en el borde de la cama de la gemela que me había lavado la espalda y hablamos. Decidí que intentaría adaptar la
técnica
de cambio de fase a un grupo de dos. Le dije a la otra gemela que viniera a sentarse con nosotros.

—Qué bien oléis —empecé. Después, poco a poco y una a una, les mordisqueé el cuello mientras les daba un tirón de pelo. Pero ni aun así conseguí que la cosa se pusiera en marcha. ¡Tenían tan poca iniciativa!

Después hice que cada una me masajeara una mano mientras hablábamos de su espectáculo de
striptease
; no iba a darme por vencido tan fácilmente.

—¿Sabes una cosa graciosa? —me dijo una de las gemelas—. Expresamos todo nuestro cariño en el escenario. En la vida real, nunca nos abrazamos; casi ni nos tocamos. Creo que nuestra relación es más fría que la de la mayoría de las hermanas.

Me fui del hotel sin haber conseguido nada. De camino a mi casa, pasé a ver a Extramask, que todavía vivía con sus padres.

—No entiendo nada —le dije—. ¿No me dijiste que se acostaban juntas con los tíos?

—Te estaba tomando el pelo. Creía que ya te habías dado cuenta.

Extramask había quedado en verse con la mujer de la cara de pan a la que había conocido en la fiesta. Por alguna razón, las mujeres de rostro ancho solían encontrar atractivo a Extramask.

Pasamos dos horas tumbados en el suelo, hablando de la Comunidad y de nuestros progresos. Desde la adolescencia, siempre que tenía la oportunidad de pedir un deseo (al caérseme una pestaña, al ver las 11.11 en un reloj digital o al soplar las velas de mi tarta de cumpleaños), además de los típicos deseos, como ser feliz y paz para el mundo, pedía el don de atraer a las mujeres. De hecho, siempre había tenido fantasías sobre la aparición de un potente haz de energía seductora que entraba en mi cuerpo como un rayo y me volvía irresistible a los ojos de las mujeres. Pero, en vez de eso, la capacidad de seducción me había llegado como una ligera llovizna y yo corría de un lado a otro con un cubo, intentando coger cada gota.

En esta vida, la mayoría de la gente tiende a esperar a que le lleguen las cosas buenas y, al hacerlo, las pierden. Por lo general, aquello que más deseas no suele caerte encima; cae en algún sitio a tu alrededor, y tú tienes que darte cuenta de que está ahí y tienes que levantarte y que invertir el tiempo y el esfuerzo necesarios para conseguirlo. Y no es que sea así porque el universo es cruel. Las cosas funcionan así porque el universo es listo y sabe que los humanos no apreciamos las cosas que nos caen del cielo sin esfuerzo.

No me quedaba más remedio que coger de nuevo el cubo y seguir trabajando. Así que decidí seguir los consejos de Mystery. Me operé la vista, liberándome de una vez por todas de mis gafas. Además, me blanqueé los dientes, me apunté a un gimnasio y empecé a hacer surf, que no sólo es un gran ejercicio cardiovascular, sino también una buena manera de ponerse moreno. En cierta forma, hacer surf era como
sargear
: hay días que coges todas las olas y te crees que eres el mejor y otros que no coges ni una sola y te sientes como si fueses el peor surfista del mundo. Pero, de una manera o de otra, cada día que sales aprendes algo nuevo y mejoras un poco. Y eso es lo que hace que vuelvas a intentarlo una y otra vez.

Pero yo no me había incorporado a la comunidad para mejorar mi aspecto. Lo que tebía que hacer era completar mi transformación mental, y eso iba a ser mucho más difícil. Antes de ir a Belgrado había aprendido, de forma autodidacta, las palabras, las habilidades y el lenguaje corporal de un hombre con carisma. Ahora debía desarrollar mi fuerza interior, la seguridad en mí mismo, mi autoestima. Si no lo hacía, sólo sería un impostor y las mujeres me descubrirían inmediatamente.

Dentro de dos meses iba a volver a hacer de
ala
de Mystery en Miami y quería dejar a los alumnos boquiabiertos. Mi meta era superar la demostración que dio Mystery en la discoteca Ra de Belgrado. Así que me propuse un
objetivo
: durante los dos meses que me quedaban conocería a los MDLS de mayor prestigio en la Comunidad. Tenía la intención de convertirme en una máquina de seducir, diseñada a partir de las
técnicas
de los mejores. Y ahora que, como
ala
de Mystery, había adquirido cierto estatus en la comunidad, no me resultaría difícil acceder a ellos.

CAPÍTULO 2

Decidí que la primera persona de la que quería aprender era de Juggler. Sus escritos en el foro de Internet siempre me habían intrigado. Juggler les aconsejaba a los
TTF
que, para superar sus miedos, intentaran convencer a un mendigo de que les diera una moneda o llamaran a un número escogido al azar y pidieran a quien contestara que les recomendara una película. A otros les decía que se pusieran el listón cada vez más alto y que, para hacer más difícil el sargueo, condujeran Impalas del 86 y dijeran que trabajaban como basureros. Juggler era único. Y acababa de anunciar su primer taller. Gratis.

Además de sus magníficas tarifas, una de las razones por las que Juggler había ascendido tan rápido en la Comunidad era por su manera de escribir. Juggler tenía un don como escritor. Las narraciones de sus experiencias no se parecían en nada a los garabatos desordenados de un estudiante de bachillerato en perpetuo conflicto con su testosterona. Así que, cuando llamé a Juggler para plantearle la posibilidad de incluir uno de sus escritos en el libro, él me dijo que prefería escribir algo nuevo: por ejemplo, la historia de cómo me ganó para su causa durante su taller de San Francisco.

Parte de Sargeo
— La seducción de Style

por Juggler

Apagué el móvil. «Style habla muy de prisa», le dije al gato de mi compañero de apartamento, que entiende de estas cosas y es mi cómplice a la hora de traer chicas a casa. (La frase «¿Quieres venir a casa a ver mi gato haciendo saltos mortales?» casi nunca fallaba.)

Ésa fue mi primera impresión de Style como persona real. Dos semanas después, yo estaba esperándolo en un restaurante del muelle turístico de San Francisco, haciendo una lista mental de todo lo que podía salir mal. Ignoré al camarero que intentaba servirme otra cerveza mientras rezaba: «Por favor, oh, diosa y santa patrona de los maestros de la seducción y, en general, de todos los hombres que luchan en todo momento por acostarse con una mujer, no permitas que Style resulte ser un tipo raro».

Hablar muy rápido suele ser un síntoma de inseguridad. Las personas que creen que a los demás no les interesa lo que piensan hablan de prisa por miedo a perder la atención de quien los escucha. Otras personas están tan enamoradas de la perfección que tienen dificultades a la hora de expresar todo con pelos y señales, y hablan rápido continuamente con la esperanza de conseguirlo. Ese tipo de personas suelen convertirse en escritores. Ésas eran las opciones: o bicho raro o escritor. Y yo esperaba que fuese lo segundo. Buscaba un amigo y un igual en el mundo de la seducción, no un discípulo más.

Había oído hablar de Style por primera vez en internet. Con el tiempo, ambos habíamos llegado a admirar el estilo del otro. Style escribía con estilo y con elocuencia. Parecía ser una persona positiva y ávida por compartir sus experiencias con los demás. En cuanto a lo que él veía en lo que yo escribía, sólo puedo suponerlo.

Style entró en el restaurante al trote. ¿De verdad llevaba zapatos de plataforma? Durante unos segundos me sostuvo la mirada con una gran sonrisa y el punto justo de nerviosismo como para resultar entrañable; una pose que, sin duda, era deliberada. Relativamente bajo, con la cabeza afeitada y un tono de voz suave, nadie hubiera sospechado nunca que fuera un maestro de la seducción. Concentré toda mi atención en él; ese chico tenía futuro.

Pero todavía tenia que descubrir sus debilidades. Y eso es algo que se descubre a medida que vas conociendo mejor a alguien. Como un periodista de una revista sensacionalista, buscamos tanto grandeza como debilidad, pues ambas cosas pueden ser explotadas. Nunca nos sentimos cómodos con aquellas personas que no tienen puntos débiles, y la sutileza de Style no era en realidad una debilidad. Puede que su debilidad fuese una excesiva confianza en su capacidad para conseguir que las personas se sinceraran con él. Y eso no es precisamente lo que se dice una terrible debilidad; sea como fuere, era la única que hasta ese momento había encontrado en él. Ésa y, quizá, una extraña falta de seguridad en sí mismo que no tenía ningún sentido. Era como si Style pensara que carecía de algo, de un algo que lo completaría. Pero, al parecer, lo estaba buscando fuera de él. Cuando lo más probable es que estuviese en su interior. Realmente, Style era un bien tipo.

Después de comer hicimos lo que hacen todos los maestros de la seducción en San Francisco: fuimos al museo de arte moderno.

Al llegar, Style y yo nos separamos, como dos comandos de una brigada de seducción. En la sección de nuevos medios de expresión, iluminada por una tenue luz, me fijé en una atractiva veinteañera. Era pequeña. Me encantan las mujeres pequeñas. Hay algo en su aparente fragilidad que resulta muy excitante. Decidí sentarme a su lado para ver una proyección de vídeo. La imagen volvía a empezar cada minuto aproximadamente; pétalos blancos cayendo delicadamente de pobladas ramas.

La altura puede intimidar, y yo soy alto y delgado como el espantapájaros de
El mago de Oz
. Cuando me senté, la veinteañera sin duda se sintió aliviada. Nuestras miradas se cruzaron; la suya era verde almendra, la mía estaba enrojecida por el
jet lag
. Las mejores seducciones son aquellas en las que es ella quien da el primer paso. Para ser un buen seductor tienes que llevar la voz cantante, pero también tienes que saber dejarte llevar por la mujer. En ese momento me di cuenta de que lo que quería era que ella me cogiese de la mano y me llevase al campamento secreto que debía de tener en el bosque. Quería que me enseñase algún truco de magia. Quería que me leyese poemas picantes escritos en las servilletas de papel de los cafés.

Clac, clac, clac, clac.

Podía oír el ruido de las pisadas de Style detrás de la mampara que dividía la larga sala. Yo no quería que nos viera. No es que no lo apreciara; al contrario. Lo que pasaba era que las vibraciones entre la veinteañera y yo, rodeados de aquellos pétalos blancos que no dejaban de caer, eran tan… maravillosas. Además, yo soy un lobo y esa pequeña potrilla era mía. Si Style se acercaba, tendría que morderle.

Las primeras palabras que le diriges a una mujer apenas tienen importancia. Algunos hombres me dicen que no saben qué decir o, al contrario, que siempre tienen preparada una buena
frase de entrada
. Yo les digo que le están dando demasiadas vueltas, que ellos no son tan importantes. Yo tampoco lo soy. Ninguno hemos tenido nunca una idea genial. Debemos renunciar a nuestro afán de perfección. En lo que a las frases de entrada se refiere, la realidad es que basta con un gruñido, o con un pedo.

—¿Qué tal estás? —le dije.

Es una de las entradas que más uso. Es algo que podrías oír en cualquier momento, incluso haciendo la compra. En el noventa y cinco por ciento de los casos la gente responde con algún monosílabo evasivo: «Bien». El tres por ciento de las personas transmiten entusiasmo en sus respuestas: «Muy bien» o «Fenomenal». Aléjate de esas personas; no están bien de la cabeza. Y el dos por ciento responde con honestidad: «Fatal. Mi marido acaba de dejarme. Se ha liado con la secretaria de su profesor de yoga. ¡Qué zen!». A esas mujeres no hay mas remedio que adorarlas.

Mi potrilla respondió:

—Bien.

Su voz resultaba grave para un cuerpo tan pequeño. Debía de haber estado gritando durante todo el concierto de Courtney Love. A mí no me va mucho el rock ensordecedor; prefiero la música de ascensor. Pero se lo perdoné. Nunca someto a las mujeres a un tercer grado. De hacerlo, sólo conseguiría reducir el número de mis conquistas. Lo único que me importa es que me traten bien. La miré con evidente interés. Ella se dio por aludida. —¿Y tú, como estas? —me preguntó. Yo medité la respuesta.— Estoy bastante bien. Me daría a mi mismo un ocho.

Siempre me doy un ocho. A veces incluso un ocho y medio.

A partir de ese momento, hay dos maneras de proseguir una conversación. Puedes hacer preguntas como: ¿de dónde eres?; ¿sabes retorcer la lengua?, o ¿crees en la reencarnación? O puedes hacer afirmaciones: vivo en Ann Arbor, Michigan, donde hay conciertos de heladerías; o tuve una novia que sabía hacer un caniche doblando la lengua, o el gato de mi compañero de piso es la reencarnación de Richard Nixon.

A los veinte años, yo ya había dedicado mucho tiempo a intentar conocer a las chicas utilizando todo tipo de preguntas: preguntas que no necesitaban respuesta, preguntas inteligentes, preguntas extrañas, preguntas de corazón con hermosos envoltorios. Pensaba que las chicas apreciarían mi interés, pero todo lo que lograba era que me ignorasen o que me mostrasen el dedo corazón. No se seduce interrogando. Seducir es preparar el terreno para que dos personas puedan mostrarse la una a la otra.

Sólo los viejos amigos hablan entre sí a base de afirmaciones. Las afirmaciones pertenecen al mundo de la intimidad, de la confianza y la generosidad. Los amigos íntimos comparten su intimidad, y sus intercambios verbales tienen perfecto sentido metafísico. Confía en mí. No tienes que pasarte una noche tras otra mirando la Vía Láctea tumbado en la hierba para descifrarlo todo. Eso ya lo he hecho yo por ti.

—Este vídeo me hace sentir paz —le dije a la veinteañera—. Me siento como si me dejase caer sobre un gran montón de hojas. Deberían llenar el suelo de hojas. Eso sí que sería arte.

Ella sonrió.

—Cuando era pequeña, en otoño, mi hermano siempre me tiraba sobre las hojas.

Yo me reí. Resultaba gracioso imaginarme a aquella diminuta chica cayendo sobre un enorme montón de hojas.

—Tengo un amigo que segura poder adivinar la personalidad de cualquier persona en función de la edad y el género de sus hermanos —comenté.

—¿Quieres decir que, al tener un hermano mayor, yo debería ser un poco marimacho? —dijo mientras se ajustaba la hebilla de Harley Davidson del cinturón—. Eso es una idiotez.

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