Read El mercenario de Granada Online
Authors: Juan Eslava Galán
En la plaza de armas de san Cristóbal, bajo un terraplén empedrado, una escalera en recodo descendía al polvorín. Un centinela guardaba la entrada.
—¿Dónde está el de Madrid?— le preguntó Perales.
—Durmiendo abajo, al fresquito.
—Dile que estoy aquí.
No fue necesario. Ya salía del agujero Francisco Ramírez de Madrid, un hombre membrudo, alto, con el pelo gris cortado al rape y profundas arrugas en el rostro.
Se sacudió unas briznas de paja de la camisa y saludó a Perales.
—¿Qué se ofrece a micer Alonso?
—Recado del rey: este hombre que dice que sabe algo de cañones y ha accedido a echarte una mano.
Ramírez de Madrid entornó la mirada y observó los rasgos del forastero.
—¿Eres el… el herrero turco?— preguntó incrédulo señalando con el gesto los distantes muros de Gibralfaro donde hubiera esperado encontrarlo y no a dos pasos de él.
Orbán asintió.
—Te creía más viejo y… bueno, más alto.
Orbán hizo un gesto de resignación:
—Esto es lo que soy.
Ramírez de Madrid contempló con interés al hombre que lo había humillado y lo había derrotado, al demonio que le desmontó Las siete hermanas Jimenas.
—¡Eres un artillero notable!— le sonrió cordialmente—. Mi enhorabuena, me alegro de que, después de todo, no te rebanen el pescuezo.
—¿Rebanen?
El castellano de Orbán era todavía vacilante. No entendía algunas palabras. Ramírez de Madrid se pasó por el gaznate la uña del pulgar.
—Rebanar, cortar, ¿entiendes?
Orbán asintió.
—Parece que no me van a rebanar. Por ahora.
Los dos hombres simpatizaron inmediatamente. Después de interesarse por las circunstancias de su fuga, Ramírez de Madrid le formuló algunas preguntas profesionales.
—¿Me quieres explicar ahora qué es eso de mojar la pólvora y secarla al sol? ¿Qué clase de magia empleas?
Orbán comprendió. Los espías de Fernando habían referido las misteriosas prácticas del búlgaro.
Todo el mundo sabía que la pólvora se debilita cuando se humedece. La mayor preocupación de los artilleros era precisamente mantenerla seca a pesar de que, a menudo, tenían que almacenarla en húmedas cuevas subterráneas. El herrero búlgaro, sin embargo, la mojaba aposta para luego secarla al sol, otra práctica peligrosa porque la pólvora se inflama fácilmente.
—No es ningún misterio, ni brujería— explicó Orbán—. Es una práctica que usamos en mi tierra, la de apellar la pólvora para que los componentes se igualen y ardan mejor.
Ramírez de Madrid comprendió.
—Eso le va a interesar mucho al maestre Hancé, nuestro polvorista. Cuando me desmontaste Las siete hermanas Jimenas creí que usabas una bombarda nueva— se rió de buena gana.
—Mi abuelo decía que a la pólvora hay que tratarla con mimo, acariciándola como se acaricia el reverso de las orejas de una mujer.
Descendieron charlando al campamento. Los artilleros disponían de sus propias tiendas junto a los depósitos, en la pendiente umbría del cerro de san Cristóbal. Ramírez de Madrid presentó a los otros artilleros de Fernando:
—Maese Colín, Borgoñón, un consumado maestro a pesar de su juventud; Diego de Olys, Martín de Toledo, castellanos; Juan de Púnzales, asturiano; Fernando de Sevilla; los hermanos Arriarán, vascos.
Maese Hancé estaba ciego. Palpó las manos de Orbán.
—¿Tú eres Urbano, el búlgaro?— preguntó con un fuerte acento teutón.
—Sí, maestro— respondió Orbán.
—Yo conocí a tu abuelo en Valaquia. Me enseñó algunas cosas.
Ramírez de Madrid envió a dos aprendices a la taberna por vino y cecinas. Los artilleros pasaron la tarde bebiendo y charlando de la profesión, de fundiciones, de metales, de compuestos, de antiguas campañas. Los artilleros constituían un cuerpo aparte, mitad brujos, mitad herreros, hombres de distintas procedencias que el azar había juntado bajo las banderas de Fernando. Se les hizo de noche.
En la cama con su esposa, Ramírez de Madrid recordó que el búlgaro había comparado la suavidad de la pólvora con la piel de la mujer. Acarició con sus dedos de alambre el reverso de las orejas de doña Beatriz Galindo y la delicada juntura donde se unían con el cráneo. Descubrió que allí la piel era especialmente fina y sensitiva. Beatriz se rió y se estremeció.
—Francisco, ¿qué juego es éste? Me haces cosquillas…
Al volverse, llevaba el bridal abierto y mostraba sus pechos valentones y grávidos, con los pezones oscuros y rugosos.
—¿Qué tal el turco?— preguntó Fernando al maestro Ramírez de Madrid, al día siguiente.
—No está mal, señor. Se ve que quiere aprender.
—Me place— comentó el rey.
—Sí, señor— dijo Ramírez de Madrid—. Uno, por viejo que sea, no deja de aprender.
Al día siguiente de su llegada al campamento, Isabel recibió la visita de Beatriz Galindo, la mujer de Francisco Ramírez de Madrid. Beatriz era dama de la reina Isabel y la instructora de sus hijas, las infantas, en latín y griego. Gozaba de gran influencia en la corte y, sin embargo, era una persona sencilla. Las dos mujeres conversaron largamente y se contaron sus vidas. Isabel le pidió a Beatriz que intercediera ante la reina por el herrero búlgaro.
—El herrero está ahora al servicio de Fernando. No temas por él. ¿Lo amas?
Titubeó Isabel antes de asentir con la cabeza.
—En ese caso, quizá deberíais casaros— sugirió Beatriz.
—Él no es cristiano— indicó Isabel—. Tampoco moro— se apresuró a aclarar.
—Eso lo arregla la bendición de un obispo— dijo Beatriz Galindo—. Y si algo sobra en este campamento son obispos.
—Tendré que decírselo.
—No tengas demasiada prisa— aconsejó Beatriz—. Permítele primero que se acostumbre a vivir entre nosotros. Convéncelo despacio. Tómate tu tiempo. ¿No dices que es viudo? Ahora tú eres su mujer. Que se olvide de su tierra, aquí puede prosperar en las herrerías de Fernando, porque después de esta guerra vendrán otras y otras. Un buen herrero tiene mucho porvenir en Castilla.
Orbán ascendió rápidamente en el campamento cristiano. Al principio su procedencia turca y el hecho de que hubiera trabajado con los moros despertaban ciertos recelos, pero éstos se disiparon cuando demostró su capacidad de trabajo y sus conocimientos, que superaban los de muchos de los polvoreros y artilleros del parque cristiano.
En aquel tiempo, las herrerías de Fernando no daban abasto para forjar y fundir bombardas, pasavolantes y otros ingenios. Los agentes de Fernando recorrían la cristiandad buscando maestros fundidores. Mientras tanto, el rey, impaciente como era, urgía a Ramírez de Madrid para que construyera hornos de fundir.
El artillero mayor, consciente de los enormes problemas técnicos, no compartía el optimismo de su rey.
—No va a ser fácil lo de instalar una fundición aquí, señor— le advertía—. Quizá se rinda la ciudad antes de que veamos los cañones.
—Eso no importa. Los llevaremos a la próxima ciudad. Hay que conquistar todo el reino.
—Señor, carecemos de los elementos necesarios para fundir.
—Tan sólo dime lo que necesitas: ¿cuántas cargas de ladrillo para los hornos, cuántos operarios, cuántos mulos, cuánto hierro? Lo pones por escrito y se lo das a mi mayordomo.
Francisco Ramírez de Madrid llamó a Orbán y le explicó el proyecto.
—Tú sabes de hornos, Orbán. Haz el cálculo.
Dos días después Orbán había calculado el material necesario para construir el primer horno y había dibujado un plano del ingenio medido en palmos y en varas castellanas.
Francisco Ramírez de Madrid se lo presentó a Fernando.
—He calculado lo que me pedías, señor. Aquí tienes el primer horno y la lista de materiales necesarios.
—Dáselo al mayordomo. Empieza el horno mañana mismo. Que te entreguen todo lo necesario.
Así pasó la primera semana. El domingo siguiente, después de la misa, llegó al campamento un pesado carromato tirado por tres pares de bueyes, un armatoste pintado de verde, con las ruedas gruesas reaprovechadas de un armón y una chimenea de chapa.
El boyero, un sajón rubio picado de viruelas, preguntó a los guardias dónde quedaba el campamento de los herreros, y cuando llegó al lugar indicado detuvo su carromato en medio de la plaza que formaban las tiendas y barracones.
Una pequeña multitud de curiosos se congregó ante el armatoste. Se abrió una puerta lateral y apareció un hombre entre robusto y gordo, muy alto, vestido con calzones de cuero y botas militares de dos vueltas. En la cabeza llevaba una gorra de terciopelo carmesí, adornada con un joyel, que dejaba escapar una pringosa cabellera pelirroja. Detrás de él salió una gorda rubia de formas opulentas, guapa. Algunos testigos se dieron con el codo.
—¡Se trae una buena soldadera!— comentó Arriarán, el mellizo vasco, al que entusiasmaban las hembras de gran alzada.
—¡Qué coño soldadera, animal!— lo reprendió su hermano—. ¿No ves lo bien calzada que va? Será su señora.
—¿Dónde está Ramírez de Madrid?— preguntó el gigante.
—¿Quién lo busca?— inquirió el propio Ramírez de Madrid al que un paje había avisado de la extraña visita.
—Soy micer Ponce, bombardero y polvorista, y ésta es Leonor de Haustenhoffa, mi mujer.
Hacía tiempo que esperaban a micer Ponce, el famoso maestro fundidor de Milán, Salzburgo y Lieja.
—¡Loado sea Dios que te trae a nuestras puertas!— exclamó el artillero mayor—. Yo soy Ramírez de Madrid. El rey me había avisado de vuestra venida, pero no os esperaba todavía.
—El rey me metió mucha prisa y aquí estoy. ¿He oído que están haciendo ya los hornos?
—Estamos en ello.
—¡Mal hecho! ¿Qué trazas estáis siguiendo, si no sabéis cómo se hace un horno?
—Hay entre nosotros un herrero turco, Orbán, que ha diseñado el horno.
—¡Quiero verlo!
Mientras la rubia Leonor se instalaba, con otras dos criadas que viajaban en el fondo del carromato, Ramírez de Madrid llevó a micer Ponce al lugar donde se construía el horno. Allí estaba Orbán, atento al trabajo de los albañiles y los mezcladores. Ramírez de Madrid hizo las presentaciones.
Micer Ponce había oído hablar del búlgaro y estaba celoso de su fama. Miró el horno, más pequeño que los que él diseñaba, escupió al suelo y dijo:
—¡Ese horno tan chico no vale una mula coja! Todo lo más para fundir tuberías.
Orbán ignoró la ofensa y miró al rubio con más curiosidad que cólera.
—Sin embargo de él saldrán cañones tan buenos como los de un horno mayor— replicó con aplomo—. Sólo que yo haré tres cañones en el tiempo que tú inviertas en hacer dos.
Micer Ponce tuvo un repunte de ira, que dominó. Miró al herrero turco, que abultaba la mitad que él y sonrió condescendiente:
—Si de aquí sale un cañón comparable a los míos me rapo la cabeza y la barba aunque me quede más feo que un león pelado.
Desde entonces el taller de Orbán se llamó «el de la mula coja» y el de micer Ponce, «el del león pelado». A pesar de la rivalidad inicial, no se llevaron mal. Entre los herreros se establecía rápidamente la estrecha camaradería de un oficio en el que más de la mitad de los maestros morían en accidentes de pólvora.
Aquella misma tarde Ramírez de Madrid convocó una asamblea de maestros fundidores para tratar de los nuevos cañones. Respetuoso con el rango y la edad, cedió la palabra a micer Ponce para que hablara el primero:
—Lo fácil sería hacer cañones de bronce— dijo el gigante rubio—, pero me dicen que no disponemos de estaño suficiente ni sabemos cuánto se tardaría en traerlo. Así pues, hay que irse al hierro. Lo malo del hierro es que alcanza el punto de fusión un tercio más elevado que el bronce y eso un horno normal raramente lo consigue. Yo lo he visto en Como, en Brescia y en Milán, pero allí usan unos ladrillos especiales y un diseño tan complicado que está fuera de nuestro alcance
[2]
. Yo más bien soy partidario de que no perdamos el tiempo y construyamos cañones de forja.
—¿Qué opina Orbán?— preguntó Ramírez de Madrid.
Orbán se puso en pie educadamente, como hacen los búlgaros cuando hablan en asamblea.
—El punto de la fusión puede alcanzarse con menos fuego si aumentamos la proporción de cola negra en el hierro
[3]
.
—¡Paparruchas!— exclamó Ponce, despreciativo—. ¡Pérdidas de tiempo! Hay que irse a la forja.
—La forja puede parecer más fácil— replicó Orbán—, pero en el hierro forjado la mitad se pierde en escoria; en el fundido no se desperdicia casi nada.
Los dos hombres se enzarzaron en una discusión técnica que a duras penas podían entender los presentes.
—Si se aumenta la proporción de cola negra— dijo Orbán—, la temperatura de fusión desciende. Con tres medidas de cola negra, en lugar de una, se funde el hierro a un punto intermedio entre el bronce y el hierro puro.
—El hierro fundido parece más sólido— replicó Ponce—, pero eso es una ilusión. La verdad es que es muy duro pero frágil y una vez solidificado tiende a encogerse y no se puede forjar ni limarse.
—Estás en lo cierto— reconoció Orbán—, pero esos defectos se pueden evitar con un tratamiento adecuado.
—¿Qué tratamiento?— saltó Ponce, retador—. No existe ningún tratamiento. ¡Si existiera hace tiempo que lo habría adoptado yo!
Orbán se sonrió para sus adentros recordando las palabras de su abuelo: «No te ensoberbezcas nunca, Orbán, porque siempre habrá un herrero que sepa más que tú.» A Ponce nunca le habían administrado el sabio consejo y ahora, en su vejez, encontraba un herrero más perito que le haría tragarse sus palabras. No obstante procuró rebatirlo con delicadeza, evitando ofender.
—Si se calienta nuevamente, al tiempo que se aplica un aire muy oxidante— explicó—, se elimina la cola negra y aumenta la maleabilidad para que pueda trabajarse con el martillo.
—¿Y cómo se consigue ese aire oxidante?— replicó micer Ponce.
—Por medio de fuelles, naturalmente.
—Eso lo he visto probar en Lieja y lo han probado en la farga catalana y en algunos monasterios cistercienses; los fuelles no funcionan: soplan, y en lo que tardan en recuperarse se interrumpe el proceso.
—Porque no conocen el fuelle continuo.
El gigante rubio se arrancó la gorra de terciopelo y la estrujó entre las manazas. Lo sublevaba la insistencia del búlgaro.