—¿Cómo?
Diez créditos. Cincuenta dólares si no tienes créditos del CD. No me mires de ese modo, chaval. Si no me pagas, te vas en la nave de Tanith. Quizá te arreglen las cosas allí, quizá no; pero llegarás tarde a presentarte a la Base. Lo mejor es que me des algo a mí.
John mostró una moneda de veinte dólares.
—¿Eso es todo lo que tienes? —le preguntó el empleado—. Vale, vale. Tendré que conformarme.
Tecleó un código en un teléfono y, un minuto más tarde, un suboficial con un mono azul de la Armada Espacial del CoDominio apareció en la jaula.
—¿Qué necesitas, Sonrisas?
—Tengo a uno de los vuestros. Un guardiamarina. Se ha metido entre los colonos.
El prisionero rió y John luchó por controlarse. El suboficial contempló a Sonrisas con disgusto.
—¿Sus órdenes, señor? —preguntó.
John le entregó los papeles, temeroso de no volverlos a ver más. El marino los ojeó:
—¿John Christian Falkenberg?
—Sí.
—Gracias, señor. —Se volvió hacia el prisionero—. Dame.
—Uf. Puede permitírselo.
—¿Quieres que llame a los Infantes de Marina, Sonrisas?
—¡Jesús, sois todos unos chulos…! —El provisional sacó la moneda del bolsillo y la entregó.
—Por aquí, señor, por favor —dijo el marino. Se inclinó para recoger el petate de John—. Y aquí está su dinero, señor.
—Gracias. Quédeselo.
El suboficial asintió con la cabeza.
—Gracias, señor. Sonrisas, si vuelves a sacarle una mordida a uno de los nuestros haré que los Infantes de Marina te busquen cuando estés fuera de servicio. Vamos, señor.
John siguió al espacionauta fuera del cubículo. El suboficial le doblaba en edad, y nadie antes había llamado a John «señor». Esto le daba una sensación de hallarse ya en su lugar, de pertenecer, de haber encontrado algo que había estado buscando durante toda su vida. Incluso las pandillas callejeras eran algo que le había estado vedado, y los amigos con los que se había criado, siempre parecían formar parte de la vida de algún otro, no de la suya. Ahora, en breves segundos, parecía haber hallado… ¿hallado el qué?, se preguntó.
Fueron por estrechos pasillos blanqueados y luego salieron al brillante sol de Florida. Una estrecha pasarela llevaba a la parte delantera de una enorme nave de aterrizaje alada, que flotaba al extremo de un largo muelle, repleto de colonos y guardas que maldecían.
El suboficial habló brevemente con los Infantes de Marina colocados de centinelas en la entrada de oficiales y luego, cuidadosamente, saludó al oficial que estaba en la parte superior de la pasarela de subida. John sentía deseos de hacer lo mismo, pero sabía que uno no saludaba cuando iba con ropa civil. Su padre le había hecho leer libros de Historia Militar y sobre las costumbres del Servicio, tan pronto como había decidido encontrarle a John una plaza en la Academia.
El charloteo de los colonos llenó el aire hasta que se hallaron en el interior de la nave. Cuando la compuerta se cerró tras ellos, el último sonido que oyeron fueron las maldiciones de los guardas.
—Si me hace el favor, señor. Por aquí. —El suboficial le llevó a través de un laberinto de pasillos de acero, compuertas de presión, escalerillas, cañerías, pasarelas de alambre y otras visiones a las que no estaba acostumbrado. Aunque la manejaba la Armada del CD, la mayor parte de la nave pertenecía a la OfRed, y hedía. No había portillos que diesen al exterior y, tras unos giros, John estuvo totalmente perdido.
El suboficial le llevó a buen paso, hasta que llegó a una puerta que no parecía diferente a las demás. Apretó un botón que había en un panel en el exterior de la misma.
—Adelante —contestó el panel.
El compartimento contenía ocho mesas, pero sólo a tres hombres, todos ellos sentados en la misma mesa. En contraste con los grises pasillos de afuera, el compartimento casi era alegre, con pinturas en las paredes, mobiliario tapizado y lo que parecían ser alfombras.
El escudo del CoDominio colgaba en la pared opuesta: el águila estadounidense y la hoz y el martillo soviéticos; rojo, blanco y azul; estrellas blancas y estrellas rojas.
Los tres hombres sostenían copas y parecían relajados. Todos vestían ropas civiles, no muy diferentes a las de John, excepto en que el hombre de más edad llevaba una túnica más conservadora. Los otros parecían de la misma edad que John; quizá un año más, pero sólo eso.
—Uno de los nuestros, señor —anunció el suboficial—. Un nuevo guardiamarina, que se lió entre los colonos.
Uno de los jóvenes se echó a reír, pero el hombre mayor le cortó con un gesto de la mano.
—De acuerdo, contramaestre. Gracias. Entre, que no mordemos.
—Gracias, señor —dijo John. Se agitó nervioso en la puerta, preguntándose quiénes serían aquellos hombres. Probablemente oficiales del CD, decidió. El suboficial no actuaría con aquella deferencia hacia alguien que no lo fuese. Asustado como estaba, su mente analítica continuaba funcionando y sus ojos recorrían el compartimento.
Decididamente eran oficiales del CD que volvían a la Base Luna tras un permiso o, quizá, un turno de servicio a gravedad normal. Naturalmente por eso usaban ropa civil: el llevar el uniforme del CD estando en la Tierra y fuera de servicio, era pedir que lo asesinaran a uno.
—Teniente Hartmann, a su servicio —se presentó el hombre de más edad—. Y los guardiamarinas Rolnikov y Bates. Sus órdenes, por favor.
—John Christian Falkenberg, señor —dijo John—. Guardiamarina. Bueno, supongo que soy un guardiamarina, pero no estoy seguro. No he jurado bandera ni nada de eso.
Los tres hombres rieron al oír aquello.
—Ya lo hará, caballero —le dijo Hartmann. Tomó las órdenes de John—. Pero, de todos modos, es usted uno de los malditos, con jura o sin ella.
Examinó la hoja de plástico, comparando el rostro de John con la fotografía, y leyendo luego las líneas de abajo. Dio un silbido.
—Gran senador Martin Grant. Recomendado nada menos que por el amigo de la Armada. Con él guiando sus pasos, no me sorprendería que en unos años me superase usted en rango.
—El senador Grant fue un antiguo alumno de mi padre —explicó John.
—Ya veo.— Hartmann le devolvió las órdenes e hizo un gesto para que John se sentase con ellos. Luego se volvió hacia otro de los guardiamarinas—. En lo que a usted se refiere, señor Bates, no consigo ver qué le ha parecido divertido. ¿Qué tiene de cómico el que uno de sus hermanos oficiales se encuentre perdido entre los colonos? ¿Nunca se ha perdido usted?
Bates se agitó, incómodo. Su voz tenía un tono agudo, y John se dio cuenta de que Bates no era mayor que él.
—¿Por qué no les mostró a los guardas su tarjeta de estatus como Pagador de Impuestos? —inquirió Bates—. Entonces le hubieran llevado ante alguien responsable, ¿no?
Hartmann se alzó de hombros.
—Porque no tengo esa tarjeta —dijo John.
—Hum. —Hartmann pareció apartarse, aunque no se movió del sitio. Al fin dijo—: Bueno, no acostumbramos a tener oficiales de familias de ciudadanos…
—No somos ciudadanos —le explicó rápidamente John—. Mi padre es un catedrático universitario del CoDominio, y yo nací en Roma.
—¡Ah! —comentó Hartmann—. ¿Vivió mucho tiempo allí?
—No, señor. Padre prefiere ser un miembro provisional de las Facultades. Hemos vivido en muchas ciudades universitarias —ahora la mentira ya resultaba fácil, y John pensaba que, después de contarla tantas veces, hasta el profesor Falkenberg se la creía él mismo. Pero John lo conocía mejor que eso: había visto a su padre desesperado por ganar respetabilidad pero siempre, siempre, buscándose demasiados enemigos.
Es demasiado directo y demasiado honesto. Ésa es una explicación. Es un jodido hijo de puta que no sabe llevarse bien con nadie. Esa es otra. Ya he vivido demasiado con esta situación, para que siga importándome. Pero hubiera sido bonito tener un hogar. Creo.
Hartmann se relajó un tanto:
—Bueno, sea cual sea la razón, señor Falkenberg, hubiera sido mejor para usted que hubiera arreglado las cosas para nacer como Pagador de Impuestos de los Estados Unidos. O miembro del Partido en la Unión Soviética. Infortunadamente, tanto usted como yo estamos condenados a permanecer en los rangos inferiores del cuerpo de oficiales.
Había una pizca de acento en la voz de Hartmann, pero John no podía acabar de situarlo. Desde luego era alemán; había muchos alemanes en las Fuerzas Armadas del CD. Pero éste no era el alemán habitual; John había vivido lo bastante en Heidelberg, como para aprender muchas variantes del idioma alemán. ¿Alemán oriental? Posiblemente.
Se dio cuenta de que los demás estaban esperando que dijera algo:
—Pensaba, señor, que había igualdad dentro de los Servicios Armados del CD.
Hartmann se alzó de hombros.
—En teoría, sí… En la práctica, siempre parecen ser estadounidenses o soviéticos los almirantes y los generales, incluso los capitanes con mando de nave. Y no es por preferencia del cuerpo de oficiales, señor. Entre nosotros no tenemos países de origen, ni política. Nunca. La Flota es nuestra patria, nuestra única patria —miró a su vaso—. Señor Bates, necesitamos más bebida, y un vaso para nuestro nuevo camarada. Rápido.
—Sí, señor. —El regordete guardiamarina salió del compartimento, pasando por el desatendido bar. Un momento más tarde regresó con una botella de whisky americano y un vaso vacío.
Hartmann llenó el vaso y lo empujó hacia John.
—La Armada le enseñará muchas cosas, señor guardiamarina John Christian Falkenberg. Una de ellas es a beber. Todos bebemos demasiado. Otra cosa que le enseñará es el porqué bebemos. Pero, antes de que aprenda el porqué, tiene que aprender el cómo.
Alzó el vaso. Cuando John levantó el suyo y dio un traguito, Hartmann frunció el ceño:
—Más —dijo, y el tono lo convirtió en una orden.
John se bebió la mitad del whisky. Llevaba años bebiendo cerveza, pero su padre no le dejaba beber alcoholes destilados muy a menudo. No le supo bien, y le quemó la garganta y el estómago.
—Bien, ¿y por qué se ha unido usted a nuestra noble hermandad? —preguntó Hartmann. Su voz llevaba una advertencia: usaba palabras burlonas, pero bajo las mismas había algo más serio… quizá no se estuviera burlando en absoluto del Servicio, cuando lo estaba llamando hermandad.
John esperaba que no fuera burla. Nunca había tenido hermanos. Nunca había tenido amigos, ni una casa; y su padre era un duro maestro, que le había enseñado muchas cosas, pero que nunca le había dado afecto… o amistad alguna.
—Yo…
—Honestidad —le advirtió Hartmann—. Le voy a contar un secreto, el secreto de la Flota. Nunca mentimos a los nuestros.
Miró a los otros dos guardiamarinas y éstos asintieron con la cabeza, Rolnikov algo divertido, Bates muy serio… como el que está en la iglesia.
—Ahí afuera —le dijo Hartmann —, ahí mienten, y se engañan y se utilizan los unos a los otros. Con nosotros no sucede así. Somos utilizados, sí. Pero sabemos que nos utilizan, y somos honestos los unos con los otros. Es por esto por lo que nuestros hombres nos son leales. Y por eso nosotros somos leales a la Flota.
Y esto es significativo, pensó John, porque Hartmann había mirado a la bandera del CoDominio que había en la pared, pero no había dicho nada en absoluto del CD. Sólo de la Flota.
—Estoy aquí porque mi padre quería echarme de casa y pudo lograr una plaza para mí —masculló John.
Encontrará otra razón, o no seguirá con nosotros —le dijo Hartmann—. Beba.
—Sí.
—La respuesta correcta es: “Sí, señor”.
—Sí, señor. —John bebió hasta el fondo.
Hartmann sonrió.
Muy bien.—Volvió a llenar su vaso, luego los demás—. ¿Cuál es la misión de la Armada del CoDominio, señor Falkenberg?
—¿Señor? El cumplir con los deseos del Gran Senado…
—No. Es el existir. Y, existiendo, mantener alguna medida de paz y orden en este rincón de la Galaxia. El ganar el bastante tiempo para que los hombres puedan llegar lo bastante lejos de la Tierra como para que, cuando esos locos de atar se maten entre sí, no hayan matado a toda la raza humana. Y ésa es nuestra única misión.
—¿Señor? —El guardiamarina Rolnikov habló con tono preocupado y perentorio—. ¿Tiene que beber tanto, teniente?
—Sí, tengo —le contestó Hartmann—. Le doy las gracias por su preocupación, señor Rolnikov; pero, como puede usted ver, por el momento sólo soy un pasajero. El Servicio no tiene ninguna norma en contra del beber, ninguna en absoluto. Hay una fuerte prohibición en contra del no estar en condiciones de cumplir con los deberes propios, pero ninguna que prohíba el beber. Y, por el momento, no tengo obligaciones. Excepto una — alzó el vaso—: Hablarle a usted, señor Falkenberg, y decirle la verdad, para que así o huya, o quede condenado a estar con nosotros el resto de su vida, pues nosotros nunca mentimos a los nuestros.
Se quedó en silencio por un momento, y John se preguntó lo borracho que realmente debía estar. El oficial parecía estar considerando sus palabras, mucho más cuidadosamente de lo que jamás había hecho su padre cuando bebía.
—¿Qué sabe usted de la Historia de la Armada del CoDominio, señor Falkenberg? — preguntó Hartmann.
Probablemente más que usted, pensó John. La clase de padre sobre el crecimiento del CoDominio era famosa.
Empezó con la
détente
, y pronto hubo una trama de tratados formales entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Los tratados no acabaron con la enemistad básica entre esas grandes potencias, pero el interés común era mayor que las diferencias; pues obviamente era mucho más interesante que sólo hubieran dos grandes potencias que el que hubiesen… —no, Hartmann no deseaba escuchar la disertación del profesor Falkenberg—. Muy poco, señor.
Fue formada a partir de la Legión Extranjera francesa —dijo Hartmann—. Una legión de extranjeros, para luchar por una alianza artificial de dos naciones, que se odian la una a la otra. ¿Cómo puede un hombre entregar su alma y su vida a algo así, Falkenberg? ¿Qué corazón tiene una alianza de este tipo? ¿Qué hay que pueda exigir la alianza de un hombre?
—No lo sé, señor.
—Ni tampoco ellos. —Hartmann hizo un gesto hacia los otros guardiamarinas, que estaban apoyándose cuidadosamente en el respaldo de sus asientos, actuando como si estuvieran escuchando… o como si no lo estuvieran; John no podía decidirse por cuál de las dos cosas. Quizá pensasen que Hartmann estaba totalmente borracho. Y, sin embargo, aquélla había sido una buena pregunta.