Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Carl dio una palmada en el hombro a su compañero y miró más allá.
—Eso puede esperar. Siempre podéis poneros en contacto conmigo. Si empezáis con la gente que trabaja aquí, yo hablaré con los cuatro compañeros de equipo.
Tuvieron que dejarlo marchar. Al fin y al cabo, tenía razón.
Carl saludó con la cabeza a Lars Brande, que parecía bastante impresionado. Dos compañeros desaparecidos de un plumazo. Navajazos y muerte. Su equipo, deshecho. Gente que creía conocer lo había traicionado de manera imperdonable.
Sí, estaba conmocionado, igual que su hermano y el pianista. Los rostros de los tres estaban mudos, tristes.
—Necesitamos saber quién es en realidad René Henriksen, así que pensad. ¿Podéis ayudarnos? Cualquier cosa vale. ¿Tiene hijos? ¿Cómo se llaman? ¿Está casado? ¿Dónde trabaja? ¿Dónde hace las compras? ¿Ha traído alguna vez pasteles de una pastelería concreta? ¡Pensad!
Tres de los compañeros de equipo no reaccionaron, pero el cuarto, el mecánico, al que llamaban Acelerador, se removió un poco. No parecía tan afectado como los demás.
—De hecho, alguna que otra vez me ha extrañado que nunca hablara de su trabajo —declaró—. Los demás sí que hablábamos.
—Ya. ¿Y…?
—Pues que parecía tener más dinero que nosotros, así que debía de tener un buen trabajo, ¿no? Igual pagaba más rondas de cerveza que los demás al terminar los torneos. Sí, no cabe duda de que tenía más dinero que nosotros. Basta con mirar su bolsa.
Señaló detrás del taburete en que estaba sentado.
Carl giró la cabeza y bajó la vista a una extraña bolsa compuesta de varios compartimentos cosidos.
—Es una Ebonite Fastbreak —explicó el mecánico—. ¿Cuánto crees que vale un cacharro así? Por lo menos mil trescientas coronas. Debería ver la mía. Por no hablar de sus bolas, son…
Carl no lo escuchó más. Era sencillamente increíble. ¿Por qué no habían pensado en eso antes? La bolsa estaba allí.
Empujó el taburete a un lado y sacó la bolsa. Era como una maleta pequeña con ruedas, pero con todo tipo de compartimentos.
—¿Estás seguro de que es suya?
El mecánico asintió en silencio. Algo sorprendido por que se tomara tan en serio esa información.
Carl hizo un gesto con la mano a los compañeros de Roskilde.
—Guantes de goma, ¡rápido! —gritó.
Uno de ellos le dio un par.
Carl notó que el sudor de su frente empezaba a gotear sobre la bolsa azul mientras la abría. Era como penetrar en una cámara mortuoria olvidada hace tiempo.
Lo primero que vio fue una bola de muchos colores. Pulida y muy moderna. Después otro par de zapatos. Una latita de polvos de talco. Un pequeño frasco de aceite de menta japonés.
Levantó el frasco ante los compañeros de equipo.
—¿Para qué empleaba esto?
El mecánico lo miró.
—Era una costumbre suya. Antes de empezar, se metía una gota de ese mejunje en cada fosa nasal. Debía de pensar que le daba más oxígeno. Algo de la concentración; pero debería probarlo, es una mierda.
Carl fue abriendo los otros compartimentos. Una bola en uno de ellos, y el otro vacío. Eso era todo.
—¿Puedo mirar, entonces, yo también? —quiso saber Assad cuando Carl retrocedió un poco—. ¿Y los compartimentos delanteros? ¿Has mirado ahí?
—Eso iba a hacer —replicó Carl. Con la mente ya en otra parte.
—¿Sabéis dónde ha comprado esta bolsa? —preguntó sin mirar a nadie.
—Por internet —dijeron tres voces a la vez.
Joder, en la red. Puñetera red.
—¿Y los zapatos y el resto? —quiso saber, mientras Assad sacaba un bolígrafo del bolsillo y empezaba a hurgar en uno de los agujeros de la bola.
—Lo compramos todo por internet, es más barato —explicó el mecánico.
—¿Nunca hablabais de vuestra vida privada? ¿De vuestra infancia o juventud, de cuándo empezasteis a jugar? ¿De la primera vez que pasasteis de doscientos puntos?
Decid algo, cretinos. Esto no puede ser.
—No. De hecho, solo hablábamos de lo que íbamos a hacer en cada momento —continuó el mecánico—. Y al terminar la sesión hablábamos de cómo había ido.
—Toma, Carl.
Carl miró el papel que le tendía su ayudante. Estaba muy arrugado y duro como la madera.
—Estaba en el fondo del agujero para el dedo pulgar —indicó Assad.
Carl miró a su ayudante. Sentía vacío en el coco. ¿En el agujero del dedo pulgar, había dicho?
—Ah, sí —recordó Lars Brande—. Es verdad. René forraba el fondo del agujero del dedo pulgar. Sus pulgares eran bastante cortos, y tenía la obsesión de que el dedo debía estar en contacto con la base. Decía que sentía mejor la bola cuando la agarraba.
Su hermano Jonas metió baza.
—Tenía muchos rituales. El aceite de menta, forrar el agujero del pulgar, el color de las bolas. Por ejemplo, era incapaz de jugar con bolas rojas. Decía que distraían su concentración en los bolos al balancear el brazo.
—Sí —añadió el pianista, que hablaba por primera vez—. Y se quedaba tres o cuatro segundos sobre una pierna antes de coger carrerilla. No deberíamos llamarlo Tres, sino la Cigüeña. Más de una vez hemos bromeado con ello.
Rieron un poco. Después se callaron.
—Este es el de la otra bola —dijo Assad, tendiéndole otro pedazo de papel—. Lo he sacado, o sea, con mucho cuidado.
Carl alisó los dos papeles sobre el mostrador del bar.
Después alzó la vista hacia Assad. ¿Qué diablos iba a hacer sin él?
—Parecen recibos, Carl. Recibos de un cajero automático.
Carl hizo un gesto afirmativo. Algunos empleados de banco iban a tener que hacer horas.
Un bono de Kvickly y dos recibos de cajero automático del Danske Bank. Tres papelitos insignificantes.
La caza continuaba.
Respiró con tranquilidad. Así era como mantenía activos los mecanismos de defensa del cuerpo. Si la adrenalina se metía en sus venas, el corazón latía más deprisa, y no tenía ninguna necesidad de eso, ya manaba suficiente sangre de su cadera.
Analizó la situación.
Lo primero, que había escapado. No comprendía cómo se le habían podido acercar tanto, pero ya lo analizaría después. Lo más importante ahora era que no apareciera nada en el retrovisor que indicara que lo perseguían.
La cuestión era cuál sería el siguiente movimiento de la Policía.
Había miles de Mercedes como el que conducía él. Solo la cantidad de taxis reconvertidos era enorme. Pero si ponían controles en los accesos a Roskilde, sería fácil detener a todos los Mercedes.
Por eso tenía que darse prisa. Llegar a casa cuanto antes. Meter el cadáver de su mujer en el portamaletas y llevarse las tres cajas de mudanza más comprometedoras. Cerrar la casa con llave y largarse a la casa junto al fiordo.
Aquella sería su base durante las próximas semanas.
Y si debía salir al exterior, tendría que maquillarse. Solía protestar cuando ganaban trofeos y les sacaban fotos de equipo, y las más de las veces las evitaba. Pero aun así encontrarían fotos suyas si buscaban lo bastante. Seguro que las encontrarían.
Por eso, pasar un par de semanas aislado en Vibegården era de todas todas una buena idea. Descomponer los cadáveres, y largo.
Tendría que dar por perdida la casa de Roskilde, y Benjamin tendría que vivir con su tía. Cuando llegara la hora ya lo recuperaría. Dos o tres años en el archivo de la Policía, y el caso empezaría a almacenar polvo.
Había sido previsor, y en Vibegården tenía cosas para utilizar en un caso como aquel. Nueva documentación, mucho dinero. No como para poder darse la vida padre, pero suficiente para vivir bien en un lugar apartado hasta empezar algo nuevo. Tampoco le vendrían mal un año o dos de paz y tranquilidad.
Volvió a mirar por el retrovisor y echó a reír.
Le habían preguntado si sabía cantar.
—Claro que sé cantaaaaar —cantó, y la cabina se puso a retumbar. Pensó en las reuniones comunitarias de la Iglesia Madre en Frederiks. Era cierto, todos se acordaban si alguien desafinaba. Por eso lo hacía él. Así la gente creía que sabía algo importante de uno, pero no era cierto.
Porque en realidad tenía una voz mejor que la media.
Pero había una cosa que debía hacer. Debía encontrar un cirujano plástico que le quitara la cicatriz que tenía tras la oreja derecha. Donde se incrustó el clavo cuando lo sorprendieron espiando a su hermanastra. ¿Cómo diablos sabían lo de la cicatriz? ¿En algún momento no la había tapado con suficiente maquillaje? Era algo que hacía desde que el chico raro que mató una vez le preguntó cómo se la había hecho. ¿Cómo se llamaba el chico? Ya casi ni distinguía entre sus víctimas.
Olvidó aquello y se centró en lo sucedido en la bolera.
No iban a encontrar sus huellas dactilares en su agua mineral, si es lo que pensaban, porque las había borrado con una servilleta mientras interrogaban a Lars Brande. Tampoco encontrarían huellas en sillas ni mesas, ya se había cuidado bien de ello.
Sonrió para sí un momento. No, había pensado bien las cosas.
Fue entonces cuando pensó en su bolsa de bolos. Fue entonces cuando pensó que habría huellas dactilares en sus bolas, y que en los agujeros de las bolas para el pulgar había metido recibos que podían llevarlos hasta su casa de Roskilde.
Respiró hondo y volvió a tomárselo con calma para no sangrar demasiado.
Chorradas, se dijo. No van a encontrar los recibos. Al menos, no enseguida.
No, había tiempo suficiente. Tal vez encontraran su casa de Roskilde pasados uno o dos días. De momento solo necesitaba media hora.
Torció hacia el camino de entrada y vio al joven en el césped delante de su casa. Llamaba a Mia a gritos.
Otro contratiempo.
Tengo que eliminarlo rápido, pensó, y sopesó aparcar en una de las calles laterales.
Buscó a tientas la navaja ensangrentada en la guantera y la sacó.
Después pasó sin prisas ante la casa, mirando hacia el otro lado. El pavo sonaba como un gato en celo con sus gritos de añoranza. Mia ¿prefería de verdad a aquel crío?
Fue entonces cuando reparó en los dos viejos que vivían enfrente mirando por la rendija de las cortinas. Tenían muchos años a sus espaldas, pero su curiosidad seguía intacta.
En ese momento, aceleró.
No podía hacer nada. Había demasiados testigos para atacar al joven.
Tendrían que encontrar el cadáver en la casa, no había más remedio. Pero aquello no iba a servir de mucho. De todas formas, la Policía sospechaba de él por cosas graves: no sabía por cuáles, pero desde luego, graves.
Puede que encontrasen también una caja de mudanzas con catálogos de casas de veraneo en venta, pero ¿de qué les iba a servir? Si es que no sabían nada. No existían papeles que certificasen cuál de ellas había decidido comprar hacía mucho tiempo.
No, no le parecía una amenaza real. Las escrituras de Vibegården estaban allí, en la caja, junto con el dinero y los pasaportes. No se sentía presionado.
Bastaba que detuviera la hemorragia y no lo parasen en un control por el camino. Así todo saldría bien.
Cogió el botiquín de primeros auxilios y se desvistió de cintura para arriba.
Las heridas eran más profundas de lo que había creído. Sobre todo la última. Y eso que había calculado la fuerza con la que tirar del brazo del Papa, pero no la poca resistencia que opondría.
Por eso sangraba tanto. Y por eso tendría que sacrificar algo de tiempo para borrar las huellas del asiento delantero del Mercedes antes de venderlo.
Sacó la jeringa y la ampolla de anestesia local y aplicó alcohol a las heridas. Después se puso la inyección.
Estuvo un rato en la sala mirando alrededor. Esperaba que no encontrasen Vibegården. Era justo allí donde se sentía más en casa. Libre del mundo, libre de sus engaños y traiciones.
Preparó la aguja y el hilo. Pasado un minuto, pudo meter la aguja en el borde de las heridas sin notarla.
Un par de cicatrices más para el cirujano, pensó, y se echó a reír.
Cuando terminó observó lo que había cosido y volvió a reír. No quedaba muy bonito, pero había detenido la hemorragia.
Aplicó a las heridas una compresa de gasa con esparadrapo y se tumbó en el sofá. Cuando estuviera listo saldría y mataría a los niños. Cuanto antes lo hiciera, antes se descompondrían los cadáveres y antes podría marcharse otra vez.
Dentro de diez minutos iría al anexo a por el martillo.
Pasados veinte minutos ya sabían quién había sacado dinero del cajero y dónde vivía. Se llamaba Claus Larsen y vivía tan cerca que podrían llegar allí en menos de cinco minutos.
—¿En qué piensas, Carl? —preguntó Assad cuando Carl entró en la rotonda de Kong Valdemars Vej.
—Pienso que menos mal que tenemos a unos compañeros detrás que llevan su arma reglamentaria.
—Entonces, crees que va a ser necesario.
Carl asintió con la cabeza.
Se metieron por la zona de villas y ya a cien metros de la casa vieron a un hombre gritando en la semipenumbra de la calle escasamente iluminada.
Desde luego, no era el que buscaban. Era más joven, más delgado y estaba desesperado a más no poder.
—¡Ayúdenme, deprisa! ¡Ahí arriba hay fuego! —gritó cuando se le acercaron corriendo.
Carl vio que sus compañeros del coche de atrás frenaban y pedían ayuda, pero seguro que la pareja de ancianos vecinos que estaban con la bata puesta en la acera de enfrente ya lo habían hecho.
—¿Sabes si hay alguien en la casa? —gritó.
—Creo que sí. En esa casa pasa algo muy raro —aseguró el joven entre jadeos—. Llevo varios días llamando a la puerta, pero no abren, y cuando llamo al móvil de mi amiga, que se llama Mia, lo oigo sonar arriba, pero no lo coge.
Señaló hacia una ventana abuhardillada y se llevó la mano a la frente, espantado.
—¿Por qué ARDE ahora? —gritó.
Carl alzó la vista hacia las llamas, que ahora se veían con claridad en la ventana abuhardillada del primer piso, justo encima de la puerta de entrada, que había señalado el joven.
—¿No has visto a un hombre entrar en la casa hace poco? —preguntó.
El tipo sacudió la cabeza, no podía estar quieto.
—Voy a echar la puerta abajo. ¡Yo la echo! —gritó, desesperado—. La echo abajo, ¿vale?
Carl miró a sus compañeros. Hicieron un gesto afirmativo.
Era un muchachote fuerte. Bien entrenado y que sabía lo que hacía. Cogió carrerilla, y en el instante en que llegó a la puerta saltó en el aire y golpeó fuerte la cerradura con el talón. Gimió en voz alta y soltó una sarta de juramentos cuando cayó al suelo y la puerta seguía intacta.