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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

El mensaje que llegó en una botella (54 page)

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
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Estuvieron un rato discutiendo las ventajas e inconvenientes del equipo rival, y también hablaron de lo seguros que estaban de ganar el campeonato entre distritos el día de la Ascensión.

Entonces lo dijo.

—Pues para entonces tendréis que buscar a otro en mi lugar —comunicó, haciendo un gesto amplio con los brazos con aire de disculpa—. Lo siento, chicos.

Lo miraron con la acusación de traidor clavada en los ojos. Pasó un rato sin que dijeran nada. Svend masticaba el chicle con más vigor que de costumbre. Tanto él como Birger parecían muy cabreados. No era para menos.

Fue Lars quien rompió el silencio.

—Parece algo serio, René. ¿Qué ha pasado? ¿Alguna movida con la mujer? Joder, siempre lo mismo.

Se oyó un murmullo de unanimidad con ese punto de vista.

—No —objetó, y se permitió una risa breve—. No tiene que ver con ella. No, es que me han nombrado director administrativo de una instalación solar supermoderna en Trípoli, Libia. Pero tranquilos, que volveré dentro de cinco años: lo que dura el contrato. Y para entonces podréis meterme en el equipo de Old Boys, ¿verdad?

Nadie rio, pero tampoco él lo había esperado. Lo que había hecho era un sacrilegio. Lo peor de lo peor que se podía hacer contra el equipo antes de una partida. Porque las cosas que te roían el cerebro estropeaban el efecto de la bola.

Pidió disculpas por elegir ese momento para decirlo, pero en su fuero interno sabía bien que no podía haber otro mejor.

Estaba saliendo ya de la hermandad. Tal como deseaba.

Ya sabía el mal trago que estaban pasando. Jugar a bolos era su evasión. A ninguno lo esperaba un puesto de director al otro lado del océano. Ahora que había establecido la distancia, todos se sentían como ratones en una trampa. También él se había sentido así antes, pero de aquello hacía mucho tiempo ya.

Ahora él era el gato.

44

Había visto la luz del amanecer filtrarse tres veces entre las cajas de mudanza, y sabía que no la vería más.

Antes lloraba de vez en cuando, pero ya no podía. No le quedaban fuerzas ni para eso.

Cuando trataba de abrir la boca los labios se negaban a separarse. Tenía la lengua pegada al paladar. Podían haber pasado veinticuatro horas desde la última vez que pudo reunir saliva suficiente para después tragarla.

La idea de la muerte se le antojaba una liberación. Dormir eternamente, que cesara aquel dolor. Que cesara aquella soledad.

«Deja que se pronuncie sobre la vida quien está ante la muerte; quien sabe que va a ocurrir enseguida; quien ve cómo se le echa encima el momento en que todo se desvanece», dijo una vez su marido con aire burlón, citando a su padre.

¡Su marido! Él, que nunca había vivido, ¿cómo se atrevía a poner en entredicho aquellas palabras? Quizá ella muriera al instante, así le parecía, pero al menos había vivido. Ya lo creo que había vivido.

¿O no?

Trató de recordar cuándo, pero todo se confundía. Los años se le hacían semanas, y recuerdos dispersos daban saltos en el tiempo y en el espacio para fundirse en constelaciones imposibles.

Primero morirá mi cabeza, ahora ya lo sé, pensó.

Ya no notaba su propia respiración. Era tan superficial que ni siquiera notaba el temblor de las fosas nasales. Lo único que temblaba eran los dedos de su mano libre. Aquellos dedos que en días previos habían arañado el cartón de la caja superior hasta abrir un agujero y dar con algo metálico. Pasó cierto tiempo pensando qué podría ser. Pero no se le ocurría nada.

Sus dedos volvieron a temblar. Como si aquellos movimientos fueran guiados por hilos directamente unidos a Dios. Temblaban y se entrechocaban levemente como alas de mariposa.

¿Quieres algo de mí, Dios?, preguntó. ¿Es este nuestro primer contacto antes de que me lleves contigo?

Sonrió en su interior. Jamás había estado tan cerca de Dios como entonces. Ni tan cerca de nada, en general. Y no se sentía asustada ni sola, tan solo cansada. Casi ni sentía ya el peso de las cajas. Solo aquel cansancio.

De pronto sintió un dolor en el pecho. Una punzada tan asombrosamente dolorosa que abrió los ojos con furia en la oscuridad. Se acabó el día: mi último día, pensó en una fracción de segundo.

Por un momento oyó que gemía, mientras los músculos del pecho se le contraían en torno al corazón. Notó que sus dedos se estiraban por los espasmos y que los músculos de su rostro se ponían rígidos.

Ay, qué dolor. Dios mío, déjame morir, rogó una y otra vez hasta que los espasmos de muerte se detuvieron por completo provocando una punzada casi más dolorosa que cuando empezaron.

Durante los siguientes segundos estuvo segura de que su corazón había dejado de latir. De hecho, esperó que la oscuridad llegara de una vez por todas y se la tragara. Luego sus labios boquearon convulsos buscando su última inspiración con un grito sofocado. Y aquel grito sofocado se instaló en el punto de su interior donde se guardaban los últimos restos de su instinto de conservación.

Notó el pulso en la sien. Lo notó en su pantorrilla. Su cuerpo estaba demasiado fuerte para rendirse. Dios no había terminado de ponerla a prueba.

Y el miedo ante el próximo movimiento de él la llevó a rezar. Una oración breve para pedir que no le doliera y que sucediera pronto.

Oyó que su marido abría la puerta y la llamaba por su nombre, pero hacía mucho que no podía articular palabra. Además, ¿de qué iba a servirle?

Notó que sus dedos índice y medio se enderezaban y temblaban. Sintió que se metían por el agujero de la caja de encima, que la punta de sus uñas tocaba aquel objeto metálico que había notado antes. Todavía pulido e irreal, hasta que con una convulsión, que hizo que sus dedos se alargaran y se pusieran rígidos, percibió de pronto que en la fría superficie pulida sobresalía una pequeña uve.

Estuvo un rato tratando de pensar con racionalidad. Trató de diferenciar las cosas para que los impulsos nerviosos del intestino, que se habían detenido, de las células que pedían agua a gritos, de la piel que había dejado de sentir, no nublaran la imagen que intuía que debía comprender. La imagen de un objeto metálico con una pequeña uve.

Sintió una ligera modorra. Otra vez aquella nada que seguía creciendo en su cerebro. Aquel vacío que le venía a intervalos cada vez más cortos.

Luego llegaron las imágenes, impetuosas. Imágenes de objetos pulidos, el botón del menú de su móvil, la esfera de su reloj, el espejo del cajón del baño, saltaron y se pusieron a jugar a las cuatro esquinas. Todas las cosas pulidas que había registrado en su vida luchaban por ocupar un lugar en su mente donde pudieran ser reconocidas. Y de pronto lo vio. El objeto que ella nunca había usado, pero que los hombres solían sacar orgullosos del bolsillo cuando era niña. También su marido había quedado prendado de aquel símbolo de clase en un tiempo pasado, y ahora estaba allí, el mechero Ronson con una uve, abandonado en el fondo de una caja, tal vez con la única finalidad de ayudarla. De ayudarla a generar ideas, incluso a encontrar una salida definitiva a lo poco que le quedaba de vida.

Si pudiera asirlo y encenderlo todo terminaría pronto, pensó. Y todo lo que es suyo desaparecerá conmigo.

En algún lugar de su interior sonrió. La idea era extrañamente vivificante. Si todo ardía, al menos habría dejado un rastro. Habría ocasionado una pérdida en la vida de él de la que nunca podría librarse. Perdería aquello por lo que había cometido sus crímenes.

Qué ironía.

Conteniendo la respiración, siguió arañando el cartón, y se dio cuenta de lo duro que podía ser algo así. Durísimo. Iba pelando pedacitos poco a poco. Como una avispa arañando la superficie de su mesa de jardín. Se imaginaba el polvo de papel deslizándose por su cara. Partículas del tamaño de una cabeza de alfiler que, vistas en conjunto, si sus dedos lo conseguían, esperaba que pudieran hacer que el encendedor se deslizara por el agujero y, si tenía suerte, cayera en su mano.

Al final, cuando el agujero fue lo bastante grande para que el mechero se moviera un par de milímetros, ya no pudo más.

Cerró los ojos y por un instante vio ante sí a Benjamin. Mayor que ahora, ágil y sabiendo hablar. Un chico guapo que corría hacia ella. Con un buen balón de cuero y mirada traviesa. Cómo le habría gustado vivir algo así. Su primera frase bien dicha. Su primer día de escuela. La primera vez que la mirase a los ojos y le dijese que era la mejor madre del mundo.

Tal vez notara la emoción en forma de una leve humedad en el rabillo del ojo, pero estaba allí. La emoción por Benjamin. El chico que iba a vivir sin ella.

Benjamin, que iba a vivir con… él.

¡NO!, gritaba su interior, pero ¿de qué valía?

No obstante, la idea volvía sin parar. Cada vez con mayor intensidad. Él iba a vivir con Benjamin, y era lo último en que iba a pensar ella antes de que su corazón se detuviera al fin.

Sus dedos volvieron a estremecerse, y la uña de su dedo medio agarró un jirón de cartón bajo el mechero, y estuvo arañando con aquel dedo hasta que la uña se rompió. Se había quedado sin su única herramienta. Y se amodorró luchando por hacerse a la idea.

Oyó los gritos de la calle al mismo tiempo que volvía a sonar el móvil en su bolsillo trasero. Se oía más débil ahora. Pronto se agotaría la batería. Conocía los síntomas.

Era la voz de Kenneth. Tal vez estuviera su marido en casa. Tal vez abriera la puerta. Tal vez se oliera algo Kenneth. Tal vez…

Sus dedos se movieron una pizca. Era el único contacto que podía establecer.

Pero la puerta de entrada no se abrió. No hubo ninguna pelea. Lo único que registró fue el móvil sonando, el sonido cada vez más débil, y el mechero que lentamente se deslizaba y caía en su mano.

Se quedó basculando sobre su pulgar. Un movimiento equivocado y resbalaría por su brazo, para desaparecer en la penumbra que tenía debajo.

Intentó abstraerse de los gritos de Kenneth. Intentó ignorar que las vibraciones de su bolsillo trasero se debilitaban. Un pequeño empujón con el índice, y lo habría cogido.

Cuando estuvo segura de que el encendedor estaba donde debía, giró la muñeca cuanto pudo. Quizá no fuera más que un centímetro, pero le hizo bien. Aunque no quedaba vida en los dedos anular y meñique, creía que saldría bien.

Apretó cuanto pudo y cuando pulsó el dispositivo oyó el débil silbido del gas al escapar. Demasiado débil.

¿Cómo iba a poder apretar con fuerza suficiente para que saltara la chispa?

Trató de canalizar lo que le quedaba de fuerza en la punta de su pulgar. Aquel último movimiento voluntario mostraría al mundo cómo había vivido sus últimas horas y dónde había muerto.

Luego apretó. La poca vida que quedaba en ella se concentró en aquella presión. Y la chispa saltó ante ella como una estrella fugaz en la oscuridad, prendió el gas y todo quedó iluminado.

Giró la muñeca hacia atrás el centímetro que le quedaba libre y dejó que la llama lamiera perezosa el lado de la caja. Después soltó su presa y siguió la delgada llama azul que amarilleaba y se extendía. Fue desplazándose sin prisa, como un hilo de luz hacia la parte superior. Por cada centímetro que comía dejaba un rastro negro de hollín. Lo que había estado ardiendo se apagaba. Como un reguero de pólvora hacia la nada.

Al rato la débil llama llegó a la parte superior y se apagó. Solo quedó una raya de brasas grisáceas ardiendo sin llama. Después también aquello desapareció.

Lo oyó gritar y supo que todo había terminado.

No le quedaban fuerzas para volver a encender el mechero.

Cerró los ojos y se imaginó a Kenneth en la calle, delante de la casa. Qué hermanos tan guapos habría podido darle para Benjamin. Qué vida tan plena.

Olisqueó el aire ahumado, y nuevas imágenes atravesaron su mente. Excursiones al lago. Vísperas de San Juan con chicos que eran un año o dos mayores que ella. La fragancia de la fiesta del mercado de Vitrolles aquella vez que estuvo de cámping con su hermano y sus padres.

El olor se acentuó.

Abrió los ojos y vio un resplandor amarillo que en lo alto de la pila de cajas se mezclaba con un chisporroteo azulado.

Justo después, el fulgor de las llamas bajaba aleteando hacia ella.

Estaba ardiendo.

Había oído que casi todos los que morían en incendios perecían intoxicados por el humo, y que para evitarlo había que andar a cuatro patas por debajo del humo.

Ya le gustaría morir intoxicada por el humo. Parecía ser una muerte indulgente y sin dolor.

El problema era que no podía gatear, y que el humo subía también. Las llamas harían presa en ella antes que el humo. Moriría quemada.

Entonces llegó el miedo.

El miedo final, el definitivo.

45

—¡Ahí, Carl! —gritó Assad, señalando un edificio de hormigón color siena en proceso de restauración que daba directamente a Københavnsvej.

«ESTÁ ABIERTO, disculpad el desorden», ponía en una banderola encima de la puerta. Por allí, desde luego, no se podía entrar.

—Carl, gira hacia la galería comercial y luego enseguida a la derecha. Así daremos la vuelta a esa zona de obras —dijo Assad, señalando una zona oscura entre las construcciones nuevas.

Dejaron el coche en el aparcamiento mal iluminado y casi lleno que había a la entrada de la bolera. Había tres Mercedes, ni más ni menos, pero ninguno de ellos tenía aspecto de haber sufrido un accidente.

¿Se puede trabajar la chapa tan rápido?, pensó Carl. Lo dudaba. Entonces pensó en su arma reglamentaria, que estaba en el armero de Jefatura. Debería haberla traído, sin duda, pero ¿quién podía haberlo sabido aquella mañana? El día había sido largo y variado.

Miró el edificio.

Aparte de un cartel con un par de bolas enormes, en la vistosa parte trasera del edificio no había nada que indicase que allí había una bolera.

Tampoco lo había cuando, una vez dentro, se quedaron mirando a una caja de escalera llena de taquillas metálicas parecidas a las consignas de las estaciones. Aparte de aquello, paredes desnudas, un par de puertas sin rótulo y unas escaleras hacia abajo con los colores de la bandera sueca. No había señales de vida en toda la planta.

—Creo que habrá que bajar al sótano, o sea —opinó Assad.

«Gracias por su visita. Vuelva cuando quiera al Club de Bolos de Roskilde: deporte, diversión y emoción», ponía en la puerta.

Las tres últimas palabras ¿se referían al juego de bolos? Por Carl bien podían borrarlas. Para él, los bolos no era ni un deporte, ni diversión ni emoción. Solo agujetas en el culo, cerveza y comida rápida.

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