—Comprendo —dijo Rob.
La usó cómodamente una vez más antes de que el carruaje llegara al Yehuddiyyeh. Una vez allí, orientó al conductor hasta su casa y pago bien a ambos por haberle posibilitado llegar, encender las lámparas y enfrentarse a sus mejores amigos y peores enemigos: los libros.
Estaba en una ciudad y rodeado de gente, pero llevaba una existencia solitaria. Todas las mañanas se ponía en contacto con los otros aprendices y todas las tardes se separaba de ellos. Sabía que Karim, Abbas y otros vivían en celdas de la madraza, y suponía que Mirdin y los demás estudiantes judíos habitaban en casas del Yehuddiyyeh, pero ignoraba cómo era su existencia fuera de la escuela y del hospital. Suponía que, al igual que él mismo, se verían desbordados por estudios y lecturas. Estaba demasiado ocupado para sentirse solo.
Sólo pasó doce semanas en la admisión de nuevos pacientes, y luego le asignaron un destino que detestaba: los aprendices de médico se turnaban prestando servicios en el tribunal islámico los días en que el
kelonter
ejecutaba las sentencias.
La primera vez que volvió a la cárcel y pasó cerca de los
carcans
se le revolvió el estómago.
Un guardia lo condujo hasta una mazmorra donde un hombre se revolcaba y gemía. En el sitio donde tendría que haber estado la mano derecha del preso, una cuerda de cáñamo ataba un áspero trapo azul a un muñón, por encima del cual el antebrazo aparecía terriblemente hinchado.
—¿Me oyes? Soy Jesse.
—Sí, señor —musitó el hombre.
—¿Cómo te llamas?
—Soy Djahel.
—Djahel, ¿cuánto hace que te cortaron la mano?
El hombre movió la cabeza, desconcertado.
—Dos semanas —dijo el guardia.
Al quitar el trapo, Rob encontró un relleno de boñiga de caballo. En sus tiempos de cirujano barbero había visto a menudo usar para ese fin la boñiga, y sabía que no solo rara vez resultaba beneficiosa, sino que, con toda probabilidad, era dañina. Así pues, la arrancó.
El extremo del antebrazo cercano a la amputación estaba ligado con otro trozo de cáñamo. Debido a la inflamación, las cuerdas se habían hundido en el tejido, y el brazo empezaba a ponerse negro. Rob cortó la venda y lavó con sumo cuidado y lentamente el muñón. Lo untó con una mezcla de sándalo y agua de rosas, y lo lleno de alcanfor en lugar de la boñiga. Dejó a Djahel refunfuñando, pero aliviado.
Esa fue la mejor parte del día, porque de los calabozos lo llevaron al patio de la cárcel para asistir al inicio de los castigos.
Era prácticamente lo mismo que había presenciado durante su propio confinamiento, salvo que, estando en el
carcan
, tenía la posibilidad de replegarse en la inconsciencia. Ahora permanecía petrificado entre los
mullahs
que entonaban sus preces mientras un guardia musculoso levantaba un alfanje de gran tamaño. El prisionero, un hombre de cara gris condenado por fomentar la traición y la sedición, fue obligado a arrodillarse y apoyar la mejilla contra el bloque.
—¡Amo al sha! ¡Beso sus sagrados pies! —gritó el arrodillado en un vano intento por eludir la condena, pero nadie le respondió, y el alfanje ya silbaba en el aire.
El golpe fue limpio, la cabeza rodó y quedó apoyada contra un
carcan
, con los ojos todavía desorbitados de angustiado terror. Se llevaron los restos y, a continuación, le abrieron la barriga a un joven al que habían encontrado con la esposa de otro. Esta vez el mismo verdugo blandió una daga larga y delgada, y con un tajo de izquierda a derecha destripó eficazmente al adúltero.
Afortunadamente, ese día no había asesinos, a los que también habrían destripado y luego descuartizado para que fueran pasto de perros y aves carroñeras.
Después de los castigos menores, fueron requeridos los servicios de Rob.
Un ladrón que todavía no era hombre se ensució de miedo en los pantalones cuando le cortaron la mano. Había un cazo con resina caliente, pero Rob no la necesitó porque la fuerza de la amputación cerró a cal y canto el muñón, y solo tuvo que lavarlo y vendarlo.
Lo pasó peor con una mujer gorda y plañidera a la que por segunda vez condenaron por mofarse del Corán: la privaron de la lengua. La sangre roja manaba a través de sus gritos roncos y mudos, hasta que Rob logró cerrar un vaso.
En el interior de Rob comenzó a abrirse paso el odio por la justicia musulmana y el tribunal de Qandrasseh.
—Ésta es una de vuestras herramientas más importantes —dijo solemnemente Ibn Sina a los estudiantes.
Levantó un recipiente para la orina cuyo nombre correcto, les informó, era
matula
. Tenía forma de campana, con un pico ancho y curvo destinado al paso de la orina. Ibn Sina había dado instrucciones a un soplador de vidrió para que fabricara los
matulae
de médicos y estudiantes.
Rob ya sabía que si la orina contenía sangre o pus, algo andaba mal.
¡Pero Ibn Sina llevaba dos semanas machacando con la orina! ¿Era poco densa o viscosa? Se sopesaban y discutían las sutilezas del olor. ¿Se presentaba el meloso indicio del azúcar? ¿El olor gredoso sugería la presencia de piedras? ¿La acidez revelaba una enfermedad consuntiva? ¿O meramente evidenciaba la rancia pastosidad de alguien que ha comido espárragos?
¿Era el flujo copioso —lo que significaba que el cuerpo estaba expulsando la enfermedad— o escaso, lo que podía significar que las fiebres internas secaban los líquidos del organismo?
En cuanto al color, Ibn Sina les enseñó a mirar la orina con los ojos de un artista de la paleta: veintiún matices desde el color más claro, pasando por el amarillo, el ocre oscuro, el rojo y el marrón hasta llegar al negro, ponían de manifiesto las diversas combinaciones de
contenta
o componentes no disueltos.
«¿Para qué tanto jaleo con la orina?», se preguntaba Rob, hastiado.
—¿Por qué es tan importante la orina? —preguntó.
Ibn Sina sonrió.
—Proviene del interior del cuerpo, donde ocurren cosas importantes.
El médico maestro les leyó una selección de Galeno, indicativa de que los riñones eran los órganos encargados de filtrar la orina:
Cualquier carnicero lo sabe porque todos los días ve la posición de los riñones y el conducto llamado uretero que va desde cada riñón hasta la vejiga, y estudiando esta anatomía comprende cual es su uso y la naturaleza de sus funciones.
Esa clase encolerizó a Rob. Los médicos no deberían consultar a los carniceros, ni aprender de las ovejas y cerdos muertos la constitución de los seres humanos. Si era tan condenadamente importante saber que ocurría en el interior de hombres y mujeres, ¿por qué no miraban, sin más, en el interior de hombres y mujeres? Si los
mullahs
de Qandrasseh podían salir bien librados de una cópula o de una borrachera, ¿por qué los médicos no se atrevían a hacer caso omiso de los religiosos para adquirir conocimientos? Nadie hablaba de mutilación eterna ni de aceleración de la muerte cuando un tribunal religioso le cercenaba a un prisionero la cabeza, la mano o la lengua o lo destripaba.
A primera hora de la mañana siguiente, llegaron dos guardias palaciegos de Khuff —en un carretón de mulas cargado de comestibles— hicieron un alto en el Yehuddiyyeh en busca de Rob.
—Su Majestad irá hoy de visita, maestro, y solicita tu compañía —dijo uno de los soldados.
«Y ahora, ¿qué?», se preguntó Rob.
—El capitán de las Puertas dice que te des prisa. —El soldado se aclaró discretamente la voz—. Quizá sería mejor que el maestro se pusiera sus mejores galas.
—Tengo puestas mis mejores galas —dijo Rob.
Lo sentaron en la parte de atrás del carro, encima de unos sacos de arroz. Salieron de la ciudad por una vía que transitaban cortesanos a caballo y en sillas de mano, mezclados con toda suerte de carros que transportaban equipos y provisiones. Pese a su humilde posición en la carreta, Rob sentía que su situación era regia, pues jamás lo habían transportado por caminos con la capa de grava recién renovada ni recién regada. Un lado del camino, que según los soldados quedaba reservado al sha, estaba salpicado de flores.
El trayecto concluyó en casa de Rotun bin Nasr, general del ejército, primo lejano del sha Ala y director honorario de la madraza.
—Es ése —dijo a Rob uno de los soldados, señalando a un hombre gordo sonriente, parlanchín y presumido.
La suntuosa finca tenía terrenos extensos. La fiesta comenzaría en un espacioso jardín adornado, en cuyo centro salpicaba agua una gran fuente de mármol. Alrededor se habían dispuesto tapices de seda y oro, y sobre ellos, cojines ricamente bordados. Los sirvientes iban de un lado a otro con bandejas de caramelos, pastas, vinos olorosos y aguas con esencias. Al otro lado de la puerta, en un lado del jardín, un eunuco con la espada desenvainada custodiaba la Tercera Puerta, que llevaba al harén. De acuerdo con la ley musulmana, solo el amo de una casa podía entrar en los aposentos de las mujeres, y a los transgresores se los destripaba, de modo que Rob se apartó prestamente de la Tercera Puerta. Los soldados habían aclarado que no se esperaba que él descargara el carro ni trabajara en ningún sentido, de manera que salió del jardín y entró en una zona abierta, abarrotada de bestias, nobles, esclavos, sirvientes y un ejército de animadores que parecían estar ensayando al mismo tiempo.
Allí vio reunida a una nobleza de cuadrúpedos. Atados a veinte pasos de distancia entre sí, había una docena de sementales árabes blancos —los más hermosos que había visto en su vida—, nerviosos y ufanos, con ojos oscuros de expresión audaz. Sus arreos eran dignos de ser observados de cerca, pues cuatro bridas estaban adornadas con esmeraldas, dos con rubíes, tres con diamantes y tres con una combinación de piedras de colores que no logró identificar. Los caballos estaban cubiertos por largas colgaduras semejantes a mantas, con brocados de oro tachonados de perlas, y atados con trenzas de seda y oro a anillas sobresalientes de gruesos clavos dorados hundidos en el suelo.
A treinta pasos de los caballos había animales salvajes: dos leones, un tigre y un leopardo, espléndidos ejemplares que descansaban en sus propios tapices escarlata, atados con el mismo sistema que los caballos y con un cuenco dorado para el agua a su alcance.
Más allá, media docena de antílopes blancos con cuernos largos y rectos como flechas —¡distintos de los de cualquier ciervo de Inglaterra!— vigilaban nerviosos a los felinos, que a su vez los observaban adormilados.
Pero Rob pasó poco tiempo atento a estas bestias, y no prestó atención a gladiadores, luchadores, arqueros y semejantes; pasó junto a ellos hacia un objeto fenomenal que inmediatamente lo cautivó, hasta que finalmente se detuvo a corta distancia de su primer elefante vivo.
Era más corpulento de lo que esperaba, mucho mayor que las estatuas bronceadas que vio en Constantinopla. La estatura de la bestia superaba en medio cuerpo a la de un hombre alto. Cada pata era una columna gruesa que terminaba en un pie perfectamente redondo. Su piel arrugada parecía demasiado holgada para su cuerpo y era gris, con manchas rosadas parecidas a lunares de liquen en una roca. El lomo arqueado era más alto que la cruz y la grupa, de la que colgaba un rabo semejante a un cordón grueso con el extremo deshilachado. La cabeza era tan formidable que sus ojos rosados se veían comparativamente diminutos, aunque no eran más pequeños que los de un caballo. De la frente inclinada sobresalían dos pequeñas protuberancias, como si unos cuernos se esforzaran infructuosamente en asomar. Cada oreja ondulante era casi tan grande como el escudo de un guerrero, pero el rasgo más extraordinario de ese animal excepcional era su nariz, mucho más larga y gruesa que el rabo.
El elefante era atendido por un indio de osamenta pequeña, con túnica gris, turbante blanco, fajín y pantalones, que respondió a las preguntas de Rob diciendo que él era Harsha, un
mahout
o cuidador de elefantes. La bestia era la montura personal del sha Ala en los combates y se llamaba
Zi
; diminutivo de
Zi-ul-Quarnayn
o «el de los dos cuernos», en honor de las feroces protuberancias óseas, curvas y tan largas como alto era Rob, que se extendían desde la quijada superior del monstruo.
—Cuando vamos a combatir —dijo orgulloso el indio—,
Zi
usa su propia cota de malla y lleva afiladas espadas largas fijas en sus colmillos. Esta entrenado para matar, de modo que la carga de Su Majestad en su elefante heraldo de la guerra basta para congelar la sangre del enemigo.
El
mahout
mantenía ocupados a varios sirvientes, que acarreaban cubos con agua. Estos cubos se vaciaban en una gran vasija de oro en la que el animal succionaba el agua con su nariz, desde la cual la salpicaba en la boca.
Rob permaneció junto al elefante hasta que un redoble de tambores y címbalos anunció la llegada del sha, momento en que regreso al jardín con los demás invitados.
El sha llevaba ropa blanca y sencilla, en contraste con los invitados, que parecían haberse ataviado para tratar asuntos de Estado. Respondió al
ravi zemin
con un asentimiento y ocupó su lugar en una suntuosa butaca, por encima de los cojines, cerca de la fuente.
Los entretenimientos comenzaron con una demostración de espadachines que esgrimían cimitarras con tal fuerza y gracia, que todos los asistentes guardaron silencio y prestaron atención al choque de los aceros, y a los estilizados giros de un ejercicio de combate tan ritual como una danza. Rob notó que la cimitarra era más ligera que la espada inglesa y más pesada que la francesa; requería destreza del duelista en el empuje, y muñecas y brazos fuertes. Lamentó que la exhibición tocara a su fin.