Al otro lado de la grieta, Haplo soltó una maldición, pero no había tiempo que perder. Comprobó que el machete que había extraído del muerto en los pasadizos seguía en su cinto y se aseguró de que estuviera bien sujeto. Tensó los músculos de las piernas y se lanzó al vacío, surcando el aire por encima del magma hasta aterrizar como una mosca en el muro, en la roca lisa y sin resaltes debajo de donde estaba Alfred. De inmediato, empezó a resbalar. Al otro lado de la grieta, el perro soltó unos sonoros ladridos.
Alfred alargó las manos, agarró al patryn por las muñecas cubiertas de runas y tiró de ellas. Una punzada de dolor le subió por el espinazo, sus músculos se estiraron y sus pies resbalaron sobre el resalte de roca que ocupaba. Estaba perdiendo el equilibrio. Tenía que soltar a Haplo so pena de resbalar de la repisa.
Pero se negó a darse por vencido. Buscó dentro de sí y encontró unos recursos físicos que nunca había sabido que poseía. Continuó sosteniendo al patryn y, en un último y desesperado esfuerzo, tiró de él con todas sus fuerzas. Los pies le resbalaron, pero no antes de que hubiera alzado a Haplo a la plataforma.
El patryn se agarró a las rocas y a Alfred, permaneció colgado unos instantes más para recobrar el aliento y terminó de arrastrar el resto del cuerpo sobre el saliente rocoso. Sin previo aviso, el perro cruzó el vacío en un grácil salto y aterrizó junto a los dos, casi desalojándolos del resalte. El animal los miró con ojos brillantes, visiblemente lleno de un inmenso orgullo.
—¡Están cruzando más naves! —informó Jonathan desde arriba—. ¡Tenemos que darnos prisa!
A Alfred le dolía todo el cuerpo. Los músculos lo mortificaban, y notaba en un costado un dolor como si alguien le clavara un puñal. Estaba lleno de cortes y magulladuras y se preguntó si tendría fuerzas para caminar siquiera, y mucho menos para escalar el trecho siguiente. Y no sólo eso: ¿cuántos segmentos más de aquel coloso les quedaban por cruzar? ¿Cuántos precipicios, tal vez más anchos que aquél? Cerró los ojos, tomó aire profundamente —aunque no sirvió de ningún alivio para sus pulmones ardientes— y se dispuso a continuar, con gesto agotado.
—Supongo que debo darte las gracias... —empezó a decir Haplo en su habitual tonillo sarcástico.
—¡Olvídalo! ¡No quiero tu agradecimiento! —le gritó Alfred. Le sentó bien gritar. Le agradó la sensación de estar furioso y dejar ir la cólera—. ¡Y no te sientas obligado a recompensarme por haber salvado tu maldito pellejo, porque no es preciso que lo hagas! ¡He hecho lo que tenía que hacer, y basta!
Haplo miró a Alfred con absoluto asombro. Después, los labios del patryn empezaron a torcerse. Intentó controlarse, pero también él estaba cansado. Se echó a reír. Y siguió riéndose hasta verse obligado a apoyarse en la pared de roca para sostenerse; siguió riéndose hasta que le saltaron las lágrimas. Tras palparse la sangre que le caía de un corte en la frente, Haplo se contuvo, sonrió y movió la cabeza.
—Es la primera vez que te oigo soltar un juramento, sart... —hizo una breve pausa y se corrigió—: ... Alfred.
Habían cruzado sanos y salvos una de las grietas, pero sólo era la primera de muchas más. Las naves dragones de los muertos, impulsadas a vapor, avanzaban traqueteando por el magma, negras contra el rojo ardiente. Alfred avanzó por la columna e hizo un esfuerzo por no mirar hacia las naves y por no pensar en la próxima hendidura que tendría que saltar. Se limitó a poner un pie delante del otro, una y otra y otra vez...
—¡No conseguiremos llegar a la orilla a tiem...
—¡Chist! ¡Quietos! ¡Deteneos! —susurró Haplo, interrumpiendo a Jonathan a media frase.
Alfred volvió la cabeza a un lado y otro con gesto espasmódico. La alarma que sonaba en la voz del patryn lo despertó del letargo en que se habían sumido su cuerpo dolorido y su mente desesperada. Las runas tatuadas en la piel de Haplo se iluminaron, y su habitual color azul quedó teñido de púrpura por el fulgor rojo del magma. El perro permaneció junto a su amo, gruñendo, con el pelaje del lomo erizado y las patas rígidas. Alfred miró hacia atrás frenéticamente, esperando encontrar una horda de muertos avanzando tras sus pasos por el coloso caído.
Nada. Nadie los perseguía. Nada les obstruía el paso delante. Pero algo andaba mal. El mar se movía, se juntaba y se alzaba... ¿Una ola de marea? ¿De magma? Miró con más atención el mar e intentó convencerse de que era una ilusión óptica.
¡Ojos! Unos ojos lo miraban. Unos ojos en el mar. Unos ojos
del
mar. Una feroz cabeza roja asomó de las profundidades del magma y se deslizó hacia ellos. Los ojos, fijos, sin un parpadeo, mantuvieron al grupo bajo constante vigilancia. Eran unos ojos enormes. Alfred podría haber entrado en las negras rendijas que tenía por pupilas sin necesidad de agachar la cabeza.
—¡Un dragón de fuego! —exclamó Jonathan con un jadeo.
—Así es como termina todo... —musitó Haplo.
Alfred estaba demasiado cansado para reaccionar. De hecho, su primer pensamiento fue de alivio. No tendría que saltar ninguna otra maldita grieta.
Lisa y afilada como una punta de lanza, la cabeza del dragón se estiró hacia lo alto. Tenía un cuello largo, estrecho y grácil, rematado por una crin espinosa que recordaba las estalagmitas. Cuando el cuerpo asomó del mar, las escamas despidieron un resplandor rojo muy intenso pero, al contacto con el aire, se enfriaron de inmediato y se volvieron negras con un fulgor rojizo latente en su interior, como las brasas apiladas en una chimenea.
—No tengo la fuerza necesaria para luchar con él —exclamó Haplo.
Alfred movió la cabeza en gesto de negativa. Él no tenía fuerzas para hablar, siquiera.
—Tal vez no sea necesario —apuntó Jonathan—. Sólo atacan cuando se sienten amenazados.
—Pero nos tienen muy poco amor —añadió el príncipe—, como he comprobado personalmente.
—Tanto si nos ataca como si no, un retraso nos resultaría fatal —intervino Haplo.
—Tengo una idea —dijo Jonathan. El duque avanzó lenta y pausadamente por la roca del coloso caído hacia el dragón recién aparecido—. No hagáis movimientos o gestos amenazadores.
El inmenso dragón lo miró, pero sus ojos como ascuas mostraron mucho más interés por el fantasma del príncipe.
—¿Qué eres tú?
La bestia se dirigía al príncipe, sin hacer caso de Jonathan ni del resto del grupo que ocupaba la columna derruida. Haplo le puso la mano en la testuz al perro, ordenándole silencio; el perro se estremeció, pero obedeció a su amo.
—No he visto nunca nada como tú.
Las palabras del dragón eran perfectamente inteligibles, muy claras, pero no eran pronunciadas en voz alta. El sonido parecía recorrerlo a uno por dentro, como la sangre, pensó Haplo.
—Soy lo que siempre estuve destinado a ser —proclamó el fantasma.
—Es cierto. —Los ojos como rendijas se pasearon por el grupo por unos instantes—. ¡Y un patryn, también! Encallado en una roca. ¿Qué más viene ahora? ¿El cumplimiento de la profecía?
—Estamos en una situación desesperada, señora —dijo Jonathan con una profunda reverencia—. Mucha de la gente de la ciudad de Necrópolis ha muerto...
—¡Muchos de los míos han muerto también! —El dragón emitió un siseo y su negra lengua asomó entre los labios—. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—¿Ves esas naves que cruzan el mar de Fuego? —Jonathan las señaló, pero el dragón no se dignó volver la cabeza. Era evidente que sabía muy bien qué estaba sucediendo en su mar—. Llevan lázaros y ejércitos de muertos...
—Lázaros. —Las rendijas de los ojos del dragón se estrecharon aún más—. Ya es bastante malo que los muertos caminen... ¿Quién ha traído lázaros a Abarrach?
—He sido yo, señora —repuso Jonathan, y apretó las manos, con los dedos entrelazados, guardando el dolor para sí.
—¡Entonces, no tendréis ninguna ayuda de mí! —Los ojos del dragón emitieron un destello de rabia—. ¡Que el mal que habéis traído a este mundo os lleve con él!
—El sartán es inocente de su acto, señora. Éste ha sido consecuencia de su amor —declaró el fantasma del príncipe—. Su esposa murió, sacrificando su vida por él. Y él no pudo soportar la idea de perderla.
—Locura, pues. Pero locura criminal. No quiero saber nada más...
—Quiero poner remedio a lo hecho, señora —declaró Jonathan—. Me ha sido concedido el saber para lograrlo. Ahora, estoy tratando de reunir el valor necesario... —Se quedó sin palabras. Se le hizo un nudo en la garganta y tomó aire profundamente. Con las manos aún más apretadas, consiguió añadir—: Mis compañeros y yo debemos alcanzar la otra orilla antes que los lázaros y los muertos que los siguen.
—Y quieres que os transporte... —dijo el dragón.
—¡No...! —Alfred se estremeció de pies a cabeza.
—¡Calla! —Haplo cerró su mano en torno al brazo del sartán para hacerlo callar.
—Si nos hicieras tal honor, señora... —Jonathan hizo una nueva reverencia.
—¿Cómo puedo estar segura de que harás lo que dices? Quizá sólo empeores las cosas.
—Es de él de quien habla la profecía —anunció el príncipe.
Haplo notó un escozor en la mano que agarraba a Alfred. Éste vio cómo el patryn apretaba los labios y fruncía las cejas con aire de frustración. Sin embargo, el patryn guardó silencio. Su principal preocupación en aquel momento era alcanzar su nave sano y salvo.
—¿Y tú estás con él en esto? —inquirió el dragón.
—Sí. —El cadáver del príncipe Edmund se irguió, majestuoso, con el fantasma por brillante sombra a su espalda.
—¿Y el patryn, también?
—Sí, señora. —La respuesta de Haplo fue breve, lacónica. ¿Qué más podía decir con aquellos ojos encendidos fijos en él?
—Os llevaré. Daos prisa.
El dragón se deslizó más cerca del coloso caído, y su cabeza y su cuello de crin espinosa se elevaron sobre las minúsculas siluetas que miraban desde abajo. Un cuerpo sinuoso y serpenteante se alzó del mar y mostró su lomo plano, con una hilera de espinas a lo largo de todo el espinazo. Detrás del cuerpo, a una distancia increíble, se podía observar el extremo de una cola espinosa chapoteando en la lava.
Jonathan descendió rápidamente, agarrado a una de las espinas y ayudándose de ella para sostenerse sobre el lomo. Después bajó el príncipe, cuyo brillante fantasma guió los pasos del cadáver. A continuación fue Alfred. El sartán tocó la crin con precaución, esperando encontrarla caliente. Sin embargo, las escamas estaban completamente frías, duras y brillantes como cristal negro.
Alfred había montado a lomos de un dragón en Ariano y, aunque el enorme dragón del mar de Fuego era considerablemente distinto de los del mundo del Aire, no se sintió, ni mucho menos, tan asustado como esperaba. Sólo Haplo y el perro permanecieron en la columna. El patryn contempló con cautela a la inmensa bestia y volvió la vista hacia los fragmentos de columna que tenía delante, como si calculara cuál sería la mejor decisión. El perro gemía, acurrucado tras su amo, procurando evitar en todo instante los ojos del dragón.
Alfred sabía lo suficiente sobre el Laberinto para entender el miedo del patryn, el dilema en que se hallaba. Los dragones del Laberinto eran fieras inteligentes, malévolas y mortíferas, en las que no había que confiar jamás y que debían ser evitadas en todo instante. Pero las naves impulsadas a vapor que transportaban a los muertos se hallaban ya en el centro del mar de magma; Haplo tomó una decisión y saltó al lomo del dragón.
—¡Perro, aquí! —gritó acto seguido.
El animal corrió en una dirección y otra junto al borde de la columna, hizo un amago de saltar, se arrepintió en el último momento y volvió a correr arriba y abajo por la columna cubierta de runas, entre gañidos.
—¡Deprisa! —avisó el dragón.
—¡Perro! —repitió Haplo, haciendo chasquear los dedos.
El animal se sobrepuso al temor y efectuó un salto desesperado que lo llevó directamente a los brazos de Haplo, al que casi derribó.
El dragón se separó de la columna con tal rapidez que pilló a Alfred por sorpresa. Se había soltado de la crin y estuvo a punto de resbalar del lomo. Asiéndose de una espina más alta que él, se agarró a ella con ambas manos.
El dragón de fuego surcó el magma con la misma facilidad con que sus congéneres de Ariano volaban por el aire. Para avanzar por la lava, efectuaba movimientos serpenteantes y se ayudaba del impulso de su poderosa cola para propulsar hacia adelante el gigantesco cuerpo sin alas. El viento cálido que producía su avance echó atrás los finos cabellos que le quedaban en la cabeza a Alfred y agitó su túnica. El perro no dejó de aullar durante toda la travesía.
La enorme bestia surgida del magma avanzó en un rumbo que cortaba la trayectoria de las naves y aceleró por delante de ellas. A gusto en su elemento, el dragón alcanzó una velocidad formidable. Las embarcaciones de hierro no podían igualarla, pero ya habían dejado bastante atrás el centro del mar de lava. El dragón se vio obligado a acercarse a la flota y pasó a corta distancia de la proa de la nave insignia. Los muertos los vieron y una lluvia de flechas cayó sobre ellos, pero el dragón navegaba demasiado deprisa como para que los arqueros pudieran hacer diana.
—Mi pueblo... —anunció el cadáver de Edmund con su voz hueca.
El ejército de los muertos de Kairn Telest se hallaba desplegado en los muelles de Puerto Seguro, dispuesto para enfrentarse al ejército de cadáveres de Necrópolis y rechazarlo antes de que pudiera establecer una cabeza de playa.
La estrategia de Baltazar era la acertada, pero el nigromante no tenía idea de la existencia de los lázaros ni había recibido noticia de lo sucedido en Necrópolis. Se había preparado para una guerra entre ciudades, pero no sabía que, ahora, la guerra era entre los vivos y los muertos. No tenía la menor sospecha de que él y los suyos se contaban entre los últimos seres vivos de Abarrach y de que, muy pronto, tal vez tendrían que luchar en defensa de su vida contra sus propios muertos.
—Vamos a conseguirlo —apuntó Haplo—, pero no por mucho. —Volvió la vista hacia Alfred y le dijo—: Si quieres volver conmigo a través de la Puerta de la Muerte, ve directo a la nave. El duque y yo llegaremos enseguida.
—¿El duque? —repitió Alfred con perplejidad—. No, Jonathan no vendrá con nosotros. Al menos, voluntariamente. —Y, entonces, el sartán lo entendió—. ¿No estarás pensando en ofrecerle una opción, verdad?
—Pienso llevar al nigromante al Nexo. Si vienes conmigo, corre a la nave. Deberías darme las gracias, Alfred —añadió el patryn con una tétrica sonrisa—. Te estoy salvando la vida. ¿Cuánto tiempo crees que sobrevivirías aquí?