EL MAR DE FUEGO, ABARRACH
El príncipe Edmund anunció a su pueblo dónde se proponía ir y por qué. La gente lo escuchó con muda tristeza, temerosa de perder a su príncipe pero consciente de que no había otra solución.
—Baltazar será vuestro líder en mi ausencia —se limitó a anunciar Edmund al final de su alocución—. Seguidlo y obedecedlo como haríais conmigo.
Edmund partió envuelto en silencio. Nadie encontró palabras para despedirlo con una bendición. Aunque en sus corazones temían por él, era aún más profundo el miedo que tenían a una muerte acerba y terrible, de modo que lo dejaron marchar en silencio, sofocadas las voces bajo su propio sentimiento de culpa.
Baltazar acompañó al príncipe hasta la boca de la caverna, sin dejar de insistir a éste para que llevara al menos una escolta personal, formada por los más fuertes y valientes entre los muertos recientes, en su viaje a Necrópolis. Edmund se negó en redondo.
—Acudimos a presencia de nuestros hermanos en son de paz. La escolta daría a entender desconfianza.
—Llámalo guardia de honor —insistió Baltazar—. No está bien que Su Alteza vaya sin servidores. Dará una impresión de..., de...
—De lo que soy —terminó la frase Edmund con voz lúgubre—. Un pobre. Un príncipe de los famélicos, de los indigentes. Si el precio que debemos pagar para encontrar ayuda para nuestro pueblo es humillar nuestro orgullo ante ese dinasta, con gusto me postraré de rodillas a sus pies.
—¡Un príncipe de Kairn Telest, postrado de rodillas! —Las negras cejas del nigromante formaron un apretado nudo sobre sus ojos sombríos.
Edmund hizo un alto y se volvió hacia su acompañante.
—Podríamos habernos mantenido firmes y erguidos en Kairn Telest, Baltazar. Claro que nos habríamos quedado congelados en esa postura, pero...
—Su Alteza tiene razón. Te ruego que me perdones, Edmund —Baltazar exhaló un profundo suspiro—. De todos modos, no me fío. Reconócelo en tu fuero interno, mi príncipe, aunque te niegues a admitirlo delante de mí o de cualquier otro. Esa gente destruyó nuestro mundo deliberadamente. Nuestra presencia en su tierra es un reproche a su actuación.
—Mejor todavía, Baltazar. El sentimiento de culpa ablanda el corazón...
—O lo endurece. Ten cuidado, Edmund. Ándate con cautela.
—Lo haré, mi querido amigo, lo haré. Y, al menos, no haré el viaje completamente solo. —El príncipe dirigió la vista hacia Haplo, que aguardaba ocioso contra la pared de la caverna, y hacia Alfred, concentrado en sacar el pie de una grieta del suelo. El perro se sentó sobre sus cuartos traseros a los pies de Edmund y movió el rabo.
—Es cierto —asintió Baltazar secamente—. Y, por alguna razón, la compañía que llevas aún me gusta menos. No confío en ese par de forasteros ni un ápice más que en ese llamado dinasta... Está bien, está bien, ya no diré nada más. Sólo adiós. ¡Adiós, Alteza!
El nigromante estrechó con fuerza entre sus brazos al príncipe. Edmund le devolvió el abrazo con gran afecto y los dos hombres se separaron. Uno continuó avanzando hacia el exterior de la caverna; el otro se quedó atrás, contemplando cómo el fulgor rojizo del mar de Fuego bañaba al príncipe con su luz mortecina. Haplo emitió un silbido y el perro se apresuró a volver al trote junto a su amo.
El trío llegó a Puerto Seguro sin incidentes, si se descontaban los altos para rescatar al nervioso Alfred de los sucesivos apuros en que consiguió meterse a lo largo del camino. Haplo, impaciente, estuvo a punto de ordenar al sartán que utilizara su magia para flotar como había hecho para entrar en la caverna, que dejara que la magia llevara sus torpes pies por encima de rocas y grietas.
Sin embargo, el patryn guardó silencio. Tenía la impresión de que sus poderes mágicos y los de Alfred eran muy superiores a los de todos cuantos había conocido en aquel mundo, y no quería que nadie supiera hasta qué punto eran poderosos. Invocar una multiplicación de peces los había dejado asombrados y, para él, era un hechizo que hasta un niño podía realizar. Haplo recordó una máxima: no mostrar nunca un punto débil a un enemigo; no revelarle nunca un punto fuerte. Ahora, lo único que debía preocuparle era Alfred. Después de reflexionar, Haplo decidió que su compañero de viaje no sentiría la tentación de exhibir sus verdaderos poderes. Alfred había pasado años tratando de ocultar su magia. No se le ocurriría utilizarla ahora.
A la llegada a Puerto Seguro, encontraron a los duques en el muelle de obsidiana. Los dos nigromantes estaban admirando —o tal vez inspeccionando— la nave de Haplo.
Cuando el joven duque advirtió su proximidad, dio por terminado el examen de la embarcación y fue al encuentro de Haplo.
—¿Sabes, viajero? ¡Ya recuerdo dónde he visto antes runas como ésas! ¡El juego...! ¡Las fichas rúnicas!
El duque aguardó la respuesta de Haplo, pensando evidentemente que Haplo sabría de qué le estaba hablando.
Pero Haplo lo ignoraba.
—Querido —intervino la sagaz Jera—, este hombre no tiene idea de a qué te refieres. ¿Por qué no le...?
—¡Oh! ¿De veras? —Jonathan parecía absolutamente perplejo—. Creía que todo el mundo... Las fichas para el juego son huesos, ¿sabes? En ellos se graban runas como ésas de tu barco... ¡Por cierto, ahora que me fijo, también son iguales a las que llevas grabadas en las manos y los brazos! ¡Vaya, si eres un juego de fichas ambulante! —El joven duque soltó una carcajada.
—¡Qué cosas más horribles dices, Jonathan! Estás avergonzando al pobre hombre —lo reconvino su esposa, aunque miró a Haplo con una intensidad que desconcertó al patryn.
Haplo se rascó el revés de las manos y vio los ojos de la mujer concentrados en las runas tatuadas en su piel. Con frialdad, el patryn metió las manos en los bolsillos de sus pantalones de cuero y se obligó a exhibir una sonrisa bonachona.
—Avergonzado, no. Estoy interesado. No he oído hablar nunca de un juego como el que mencionas. Me gustaría ver una partida y aprender a jugarlo.
—¡Nada más fácil! Tengo fichas en casa. Cuando lleguemos a puerto, tal vez podríamos pasar por allí y...
—¡Querido! —lo interrumpió Jera, perpleja—. ¡Cuando lleguemos, nos dirigiremos a palacio! Con Su Alteza —añadió, dando un codazo a su esposo para recordarle que, llevado de su entusiasmo, había cometido la descortesía de no prestar atención al príncipe.
—Ruego perdón a Su Alteza. —Jonathan se sonrojó—. Es que no había visto nunca una nave parecida a ésta y...
—No, por favor, no te disculpes. —Edmund también contemplaba la nave y estudiaba a Haplo con renovado interés—. Muy notable. Realmente, muy notable.
—¡El dinasta quedará fascinado! —afirmó Jonathan—. Le encanta jugar; nunca deja de hacer una partida a última hora. Cuando te vea y tenga noticia de tu nave, no te dejará marchar —le aseguró a Haplo.
A éste, la idea no le resultó en absoluto estimulante. Alfred le dirigió una mirada alarmada. Pero el patryn encontró una aliada inesperada en la duquesa.
—Jonathan, no creo que debamos mencionar la existencia de la nave al dinasta. Al fin y al cabo, el asunto del príncipe Edmund es mucho más importante. Además... —los ojos verdes de Jera se volvieron hacia Haplo—, me gustaría escuchar el consejo de mi padre en este tema antes de comentarlo con nadie más.
Los jóvenes duques cruzaron sus miradas y el rostro de Jonathan se serenó al instante.
—Una sabia sugerencia, querida. Mi esposa es el cerebro de la familia —explicó a los demás.
—No, no, Jonathan —protestó Jera con un leve sonrojo—. Después de todo, has sido tú quien se ha fijado en la relación entre las runas del barco y nuestro juego de fichas.
—Simple sentido común —apuntó el duque, con una sonrisa y unas palmaditas en la mano de su esposa—. Hacemos un buen equipo. Yo suelo dejarme llevar por el impulso, por el instinto. Tiendo a actuar sin reflexionar. Jera me mantiene a raya. Ella, en cambio, nunca haría nada emocionante o fuera de lo normal de no tenerme a mí para hacerle la vida interesante.
Inclinándose hacia ella, el hombre le dio un sonoro beso en la mejilla.
—Jonathan, por favor! —A la duquesa se le encendió el rostro—. ¡Qué pensará de nosotros Su Alteza!
—Su Alteza piensa que rara vez ha visto a dos personas tan profundamente enamoradas —dijo Edmund con una sonrisa.
—No llevamos casados mucho tiempo, Alteza —añadió Jera, aún sonrojada, dirigiendo una mirada ardiente a su esposo mientras sus dedos se entrelazaban con los de él.
Haplo se sintió aliviado de que la conversación se hubiera desviado de él. Se arrodilló junto al perro y fingió que examinaba al animal.
—¡Sart...! ¡Alfred! —dijo a continuación—. ¿Quieres venir? Creo que al perro se le ha clavado una piedra en la pata. ¿Querrías sujetarlo mientras echo un vistazo?
—¿Yo? ¡Sujetar al..., al...! —Alfred pareció al borde del pánico.
—¡Calla y haz lo que digo! —Haplo le dirigió una mirada torva—. El perro no te hará nada. A menos que yo se lo ordene.
El patryn se agachó, levantó la pata delantera izquierda del animal y fingió examinarla. Alfred siguió sus órdenes y sus manos sujetaron al perro por el lomo con cautela y torpeza.
—¿Qué te parece todo esto? —cuchicheó Haplo en voz baja.
—No estoy seguro. Apenas alcanzo a ver —respondió Alfred, estudiando la pata del animal—. Si pudieras volverlo hacia la luz...
—¡No me refiero al perro! —casi gritó Haplo, exasperado. Reprimiendo su frustración, bajó la voz—. Me refiero a las runas. ¿Has oído hablar alguna vez de ese juego de azar al que se refieren?
—No, nunca. Tu pueblo no era un tema que se tratara a la ligera entre nosotros. La idea de unas fichas con los signos mágicos... —Alfred contempló las runas de la mano de Haplo, que despedían su brillo azul y rojo tras activarse su magia para contrarrestar el calor del cercano mar de magma. El sartán se estremeció—. ¡No, tal cosa sería imposible!
—¿Como si yo tratara de utilizar tus runas? —inquirió Haplo. El perro, satisfecho con la atención que recibía, permaneció sentado pacientemente, dejando que lo manosearan y hurgaran la pata.
—Sí, eso mismo. Te resultaría difícil tocarlas, igual que no las puedes pronunciar con facilidad. Pero tal vez se trata de una coincidencia —añadió Alfred con voz esperanzada—. Podrían ser garabatos sin sentido con apariencia de runas.
—No creo en las coincidencias, sartán —masculló Haplo—. ¡Muy bien, muchacho! ¿A qué venía tanto quejarte, si no tenías nada?
Festivamente, puso boca arriba al perro y le rascó la panza. El animal se restregó contra el suelo largo rato, rascándose el lomo con gran placer. Por fin, rodando sobre sí mismo, se puso a cuatro patas y se sacudió, reavivado.
—¿Llevarás tu nave a través del mar de Fuego o viajarás con nosotros? —preguntó la duquesa a Haplo.
El patryn se había estado haciendo la misma pregunta. Si en aquella ciudad se utilizaban realmente runas patryn, cabía la posibilidad, por remota que fuera, de que alguien pudiera abrirse paso en las defensas de la nave, cuidadosamente dispuestas. Amarrada donde ahora estaba, en la orilla opuesta a la ciudad, la nave estaría más lejos del alcance del patryn pero, por otra parte, serían menos quienes la verían, la contemplarían con asombro y, tal vez, probarían a enredar con ella.
—Viajaré con vosotros, señora —respondió Haplo—. Y dejaré mi embarcación aquí.
—Es lo mejor —asintió la mujer, cuyos pensamientos parecían haber seguido el mismo curso que los del patryn. Éste vio que la mirada de Jera se perdía en dirección a la ciudad cubierta de nubes que colgaba de un risco al fondo de la inmensa cavidad. La vio torcer el gesto en una mueca de preocupación. Era evidente que allí no todo marchaba bien, pero Haplo había visto pocos lugares donde existieran seres humanos no sometidos a luchas y disputas. Sin embargo, los lugares donde había estado eran regidos por humanos, elfos o enanos. La ciudad a la que pronto se dirigiría estaba gobernada por los sartán, famosos por su capacidad para vivir juntos en paz y armonía. «Interesante», se dijo. «Muy interesante.»
El grupito recorrió el embarcadero desierto hacia el barco del duque, un monstruo de hierro cuya forma, como la mayoría de naves que Haplo había visto en los mundos, imitaba la de un dragón. De tamaño muy superior a la nave elfa de Haplo, la nave negra de hierro tenía un aspecto temible con su mascarón de proa, enorme y espantoso, levantándose del mar de magma. En los ojos de la figura brillaban unos destellos encarnados, de su boca abierta de par en par surgía un fuego rojo y sus ollares de hierro lanzaban vaharadas de vapor.
El ejército de cadáveres avanzó delante de ellos, dejando caer en su avance pedazos de hueso, piezas de armadura y mechones de cabello. Uno de los cuerpos, reducido casi por completo al esqueleto, se desequilibró de pronto y sus piernas se desmoronaron bajo el peso. El soldado muerto quedó tendido en el embarcadero en un confuso montón de huesos, con el casco colgando de su cráneo en un ángulo desquiciado.
Los duques hicieron una pausa y conferenciaron apresuradamente, entre susurros, estudiando la conveniencia de intentar levantar de nuevo aquellos restos. Por último, decidieron no hacerlo pues el tiempo apremiaba. El ejército continuó adelante, avanzando con estrépito por el embarcadero de obsidiana hacia la nave. Haplo volvió la vista al esqueleto caído y creyó ver al fantasma del soldado caído cerniéndose sobre el cuerpo, llorando como una madre sobre su hijito fallecido.
¿Qué clamaba aquella voz inaudible? ¿Ser devuelta a aquella torpe ficción de existencia? Haplo sintió dentro de sí un nudo de repulsión y se apresuró a apartar el pensamiento de su mente. Escuchó un resuello y, al volverse hacia Alfred con irritación, vio correr unas lágrimas por las mejillas del sartán.
Haplo soltó una risa burlona, pero sus ojos se fijaron también en el lastimoso ejército. Un ejército sartán. Se sintió indeciblemente incómodo y perturbado, como si el mundo perfectamente establecido que durante tanto tiempo había imaginado se hubiera vuelto por completo del revés.
—¿Qué clase de poderes mágicos tiene esta nave? —preguntó Haplo tras recorrer a lo largo y a lo ancho la cubierta superior sin encontrar rastro alguno de emanaciones mágicas, de runas de cántico de los hechiceros sartán ni de dibujos rúnicos sartán en el casco o en el timón. Pese a ello, el dragón de hierro surcaba rápidamente el mar de magma expulsando nubes de humo por sus fauces.