—¡Ah, claro! Perdona mi falta de delicadeza, George: el billete era demasiado elevado para unos pobres escritores como nosotros… —malinterpretó—. Yo tampoco pude pagármelo, si te soy sincero. Aunque empecé a ahorrar para subirme al célebre
Cronotilus
, ¿sabes? Quería ver la guerra del futuro. Lo deseaba con toda el alma. Incluso pretendía llevar a cabo, una vez me encontrase en el año 2000, la travesura de escabullirme del grupo y estrecharle la mano al bravo capitán Shackleton, agradeciéndole que hubiese conseguido que todos nuestros sueños y anhelos no cayesen en saco roto. Pues, ¿acaso podríamos seguir con lo nuestro, inventando cosas y creando obras de arte sabiendo que en el año 2000 ya no quedaría ningún humano sobre la Tierra capaz de disfrutarlas, que no habría el menor rastro de todos nuestros logros, que por culpa de los malvados autómatas el hombre y todo lo que ha sido capaz de crear desaparecería como si nunca hubiese existido? —Tras soltar aquello, Serviss pareció desinflarse sobre la silla, y adoptó un tono melancólico—. Pero ya no tendremos la oportunidad de viajar al futuro ni tú ni yo, George. Una verdadera lástima, pues seguramente ahora tienes dinero más que suficiente para hacerlo. Supongo que debió de afligirte igual que a mí enterarte de que la empresa de viajes en el tiempo cerraba sus puertas debido a la muerte del señor Murray.
—Sí, fue una verdadera lástima —ironizó Wells.
—Según los periódicos fue devorado por uno de los dragones que habitan la cuarta dimensión —recordó Serviss con pesadumbre—, delante de varios de sus empleados, que nada pudieron hacer para impedirlo. Debió de ser terrible.
Sí, Murray se las ingenió para «morir» a lo grande, pensó Wells.
—¿Y ahora cómo se accederá a la cuarta dimensión? ¿Crees que quedará clausurada para siempre? —le preguntó Serviss.
—No lo sé —respondió Wells con absoluta falta de interés.
—Bueno, tal vez a nosotros nos corresponda ver otras cosas. Quizá nuestro destino sea viajar en el espacio, no en el tiempo —se consoló Serviss, apurando su pinta—. El firmamento es un lugar vasto e insondable. Y está lleno de sorpresas, ¿verdad, George?
—Tal vez… —concedió Wells, removiéndose nervioso en su silla, como si tuviese las posaderas escaldadas—. Pero me gustaría hablarle de su novela, señor Ser… Garrett.
Serviss se enderezó repentinamente y clavó una mirada alerta en Wells, como un sabueso que hubiera olfateado un rastro. Satisfecho de haber atraído al fin su atención, Wells se acabó su cerveza de un largo trago, con la intención de infundirse valor y alcanzar la serenidad que necesitaba para abordar el asunto, gesto que no le pasó desapercibido a Serviss.
—¡Por favor,
garçon
, otra ronda, que el mejor escritor del mundo está sediento! —gritó, reclamando la atención del camarero con un aspaviento exagerado. Luego volvió a contemplar a Wells lleno de expectación—. Y dime, amigo mío, ¿te gustó la novela?
Wells guardó silencio mientras el camarero dejaba sobre la mesa dos nuevas pintas, al tiempo que le dedicaba una mirada valorativa. Al saberse objeto de estudio, se enderezó mecánicamente sobre la silla y sacó pecho con disimulo, como si la grandeza de un escritor no solo tuviese que mostrarse en sus libros sino también en su apariencia física, esa mezcla azarosa de genes con la que venimos al mundo y cuya falta de autoridad apenas podemos modificar dejándonos bigote, barba y largas patillas, vistiendo ropas caras o engordando hasta alcanzar una intimidatoria rotundidad.
—Bueno… —dijo Wells cuando el camarero se retiró, reparando en que Serviss lo observaba ansioso.
—¿Sí? —preguntó este con la ilusión de un niño.
—Algunas cosas son… —Wells le sostuvo la mirada durante unos segundos antes de continuar, mientras un silencio, profundo como un abismo, se abría entre ellos— excelentes.
Serviss se dejó caer ruidosamente sobre la silla, presa de un repentino arrebato.
—Algunas. Cosas. Son. Excelentes —repitió, saboreando cada palabra en estado de trance—. ¿Como por ejemplo…?
Wells volvió a recurrir a la cerveza para ganar tiempo. ¿Qué demonios había de excelente en la novela de Serviss?
—Los trajes espaciales. O las pastillas de oxígeno —respondió, porque el
atrezzo
de la novela era lo único que podía rescatarse de ella—. Son muy… ingeniosos.
—¡Oh, gracias, George! Sabía que mi novela iba a parecerte excelente, lo sabía —canturreó Serviss rozando el éxtasis—. ¿Acaso podía ser de otro modo? Claro que no. Tú y yo somos almas gemelas, literariamente hablando, por supuesto. Aunque quién sabe en cuántos aspectos más… Oh, amigo mío, estamos creando algo desconocido hasta el momento, ¿te das cuenta? Nuestras novelas pronto se separarán de la corriente general de la literatura para buscar su propio camino. Tú y yo, George, estamos haciendo Historia. Seremos considerados los padres de un género nuevo. Junto con Verne, claro. No sería justo olvidarnos del gabacho. Los tres, los tres juntos estamos cambiando la literatura.
—Yo no tengo el menor interés en crear ningún género —lo cortó Wells, cada vez más irritado consigo mismo por no lograr conducir la conversación hacia donde él quería.
—Bueno, no creo que esté en nuestra mano decidir eso… —objetó Serviss con un gesto vago de cabeza, zanjando el tema como si no le interesara continuar por aquel derrotero—. Pero hablemos de tu última novela, George. Es tan sobrecogedora, con esas naves marcianas con forma de pez raya sobrevolando Londres… Aunque hay algo que me gustaría preguntarte: si después de que escribieras
La máquina del tiempo
se descubrió el modo de viajar en la corriente temporal, ¿no temes que ahora nos invadan los marcianos?
Wells le contempló impasible, intentando descubrir si hablaba en serio o se trataba de otra de sus estrafalarias ocurrencias, pero Serviss aguardaba su respuesta con gravedad.
—Que haya descrito una invasión marciana no significa necesariamente que crea en la existencia de vida en Marte, Garrett —le aclaró con displicencia—. Solo es una alegoría. Escogí Marte más bien como metáfora, porque lleva el nombre del dios de la Guerra, y por su color rojizo.
—Ah, la turbadora apariencia que le otorga el óxido de hierro presente en el basalto volcánico que cubre su superficie como un manto de sangre —explicó Serviss, alardeando de sus conocimientos.
—Lo único que pretendía era criticar la colonización europea de África —continuó Wells sin prestarle atención—, y avisar de los peligros de la investigación armamentística en un momento en el que Alemania se halla inmersa en un proceso de militarización que se me antoja, cuanto menos, intranquilizador. Pero sobre todo, Garrett, quería advertir al ser humano de que todo cuanto nos rodea, incluso la ciencia o la religión, puede resultar inútil frente a algo tan inconcebible como el ataque de una raza superior.
Obvió mencionar en su retahíla que, ya puestos, se había permitido saldar cuentas con su propio pasado, pues los primeros escenarios devastados por los marcianos, como Horsell o Addlestone, eran aquellos donde había transcurrido su no excesivamente feliz infancia.
—¡Y lo lograste con creces, George! ¡Vaya si lo lograste! —reconoció Serviss con melancólica admiración—. Precisamente por eso me vi obligado a escribir mi novela: debía ofrecerle al hombre la esperanza que tú le habías negado.
¿Y esa esperanza era Edison?, pensó Wells, divertido a su pesar, mientras se dejaba embargar por un tibio bienestar que no supo discernir si provenía de las jarras de cerveza que empezaban a atestar la mesa o de la encantadora manía de aquel hombrecillo de estar de acuerdo con todo lo que salía de su boca. Sea como fuere, no podía negar que empezaba a sentirse a gusto en una cita que había imaginado mucho más incómoda. No sabía cómo había sucedido, pero ya habían abordado el asunto de la novela de Serviss y no había ocurrido nada. Cómo iba a ocurrir, se dijo Wells, si lo único que había logrado balbucir ante él había sido la palabra «excelente», que nadie podía considerar un vocablo de significado negativo por haberse usado en sentido positivo desde el principio de los tiempos… En consecuencia, ahora Serviss creía que aquello era lo que Wells realmente pensaba de su novela, y este no se sentía con fuerzas para rebatir sus propias palabras. Hacía ya varios minutos que la conversación discurría por otros derroteros, ¿para qué volver a aquel asunto, para despacharse a gusto revelando a Serviss lo que opinaba, como tres años antes había hecho con Murray? Con Serviss no quería hacer eso, se dijo, para su sorpresa. Tal vez mereciese un correctivo por haberse atrevido a continuar su novela, pero no se veía experimentando ningún placer aplicándoselo. Recordó entonces que, durante la lectura de la obra, el delirante humor que la impregnaba, a todas luces involuntario, había logrado que una sonrisa fugaz le sacudiera varias veces los labios. Y aunque la había arrojado contra la pared en repetidas ocasiones, irritado ante aquella exhibición de torpeza y necedad, siempre había vuelto a cogerla para reanudar su lectura. Había algo en la forma de escribir de Serviss que le provocaba una extraña simpatía. Lo mismo le ocurría con sus delirantes cartas. Siempre acababa tirándolas a la chimenea, pero no podía evitar leerlas. Y según estaba comprobando, su autor, tan desvalido y equivocado en todo, le despertaba la misma ternura que sus escritos. Eso significaba que era perfectamente capaz de guardarse sus juicios para no causarle daño, se dijo con sorpresa; si con Murray no lo había hecho había sido únicamente por el desagrado que enseguida había despertado en él la prepotencia de aquel individuo. De repente, comprendió por qué lo había tratado tan despiadadamente: con la excusa de demoler su novela, lo que había tratado de demoler había sido su enorme ego. Serviss, en cambio, no era más que un pobre diablo, demasiado inseguro y apocado como para desarrollar ego alguno.
—¿No pensaste en ningún momento en darle un final distinto, en el que pudiéramos vencer a los marcianos? —La pregunta de Serviss sacó a Wells de su ensimismamiento.
—¿Cómo? —repuso escandalizado—. ¿Qué tendríamos en la Tierra capaz de vencer la tecnología marciana que yo describo? Serviss se encogió de hombros, sin saber qué decir.
—Bueno, de todos modos era mi deber ofrecer una alternativa, un rayito de esperanza… —murmuró al fin, contemplando a la clientela que atestaba el local, con una sonrisa mustia—. Tanto a mí, como a todos ellos, nos gustaría pensar que, si alguna vez somos invadidos desde las estrellas, tendremos alguna posibilidad de sobrevivir.
—Tal vez la haya —se ablandó Wells—. Pero mi desconfianza en el hombre es demasiado profunda, Garrett. Si existe un modo de vencer a los marcianos, no será gracias a nosotros, estoy convencido. Quizá esté donde menos lo esperamos. Además, ¿por qué te preocupa tanto? ¿Tan seguro estás de que seremos invadidos por nuestros vecinos de Marte? —bromeó.
—Por supuesto que sí, George —afirmó Serviss con gravedad—. Aunque supongo que sucederá después del año 2000. Antes debemos ocuparnos de los autómatas.
—¿Los autómatas? Ah, sí, claro… los autómatas.
—Pero estoy seguro de que tarde o temprano nos invadirán —insistió Serviss—. ¿Acaso tú no crees que los canales de Marte han sido construidos por una cultura inteligente, como asegura Lowell en su libro?
Wells había leído el libro
Marte
, de Percival Lowell, que defendía dicha tesis, e incluso se había servido de ella para sostener su novela, pero de ahí a creer en la existencia de vida en Marte iba un largo trecho.
—Imagino que los millones de millones de planetas que pueblan el universo no tienen únicamente una función decorativa —respondió Wells, a quien debatir sobre la existencia de vida en otros mundos le parecía un ejercicio estéril—. Lo más sensato es pensar que en cientos de ellos se habrán dado las condiciones necesarias para la vida. Pero si nos atenemos exclusivamente a Marte…
—Y ni siquiera es imprescindible que tengan oxígeno o agua —apuntó Serviss, exaltado—. En nuestro planeta tenemos seres, como las bacterias anaeróbicas, que no necesitan oxígeno. Eso doblaría el número de planetas aptos para la vida. Yo diría que en más de cien mil podría existir una civilización más desarrollada que la nuestra, George. Y estoy seguro de que las generaciones venideras hallarán una vida exuberante e insospechada en los planetas del firmamento, y terminarán reconociendo con resignación, aunque nosotros no podremos presenciarlo, que no son la única inteligencia ni, seguramente, la más antigua del cosmos.
—Estoy de acuerdo, Garrett —concedió Wells—, pero también estoy convencido de que esa «vida» nada tendrá que ver con nuestra idea de vida. Nos costaría comprenderla tanto como a un perro el funcionamiento de una locomotora. Puede ser que en su concepción de la existencia ni siquiera se encuentre el deseo de explorar el espacio, por ejemplo, por mucho que los terráqueos no dejemos de mirar el cielo preguntándonos si estamos solos o no en el universo, algo que ya se preguntaba hasta el mismísimo Galileo.
—Sí, aunque tuvo buen cuidado de no preguntárselo demasiado fuerte para no molestar a la Iglesia —bromeó Serviss.
Con la suavidad de una mariposa, una sonrisa se posó en los labios de Wells, que descubrió que el alcohol había destensado sus facciones lo suficiente para no espantarla con el rictus de animadversión que había esgrimido desde el comienzo de la charla. Aunque, para su sorpresa, tampoco deseaba hacerlo. Aquella sonrisa se la había arrancado Serviss limpiamente, y allí debía permanecer. Desbaratarla sería como suturarse las heridas durante un duelo con florete.
—Desde luego, lo que no podemos negar es el empeño del hombre por comunicarse con los presuntos seres del espacio —dijo Serviss, logrando que tras lo que a Wells se le antojó un gesto de ilusionismo, aparecieran sobre la mesa dos nuevas jarras de cerveza llenas hasta los bordes—. ¿Te acuerdas de aquel matemático alemán que intentó reflejar la luz del sol hacia los planetas con un artefacto inventado por él mismo llamado heliotropo? ¿Cómo se llamaba el tipo? ¿Grove?
—Grau. O Gauss —dudó Wells.
—Ah, sí, Gauss. Se llamaba Carl Gauss.
—También propuso que sobre la estepa rusa se plantara un gigantesco triángulo rectángulo de pinos para que los observadores de otros mundos comprendieran que en la Tierra existían seres capaces de entender el teorema de Pitágoras —recordó Wells.
—Sí, es cierto. —Serviss rió—. Sostenía que ninguna figura geométrica podría interpretarse como una construcción intencionada.