Tan distraído en sus cavilaciones estaba que, cuando volvió a la realidad, el escritor descubrió que sus pies le habían conducido por Greek Street, que se hallaba fuera de su ruta, y sin poder evitarlo, se encontró ante el viejo teatro clausurado que se alzaba en el número 12. Pero no se dejen engañar por su mueca de asombro: aquello no tenía nada de casual, pues en la vida del escritor todo obedecía a un propósito, nada quedaba al azar o a la espontaneidad de los impulsos. Wells era consciente de que cruzaba por allí, por mucho que intentara culpar a sus inocentes pies, con la intención de tropezarse precisamente con aquel teatro, cuya fachada estudió con algo que solo podría calificarse como una rabia solemne. Y dado que, al contrario que ustedes, conozco a la perfección los motivos por los que se ha detenido aquí, así como los pensamientos que ahora mismo le embargan, puedo calcular sin temor a equivocarme que dicha contemplación le ocupará como mínimo diez minutos, tiempo de sobra para que pueda darles la bienvenida a esta historia. La educación, aparte de la sonrisa y el adulterio, es una de las pocas cosas que nos diferencian de los animales, y quisiera pensar que mi condición, pese a resultar especial, nada tiene que ver con la de las bestias. Considérense pues bienvenidos y dispónganse a escuchar una historia rebosante de emociones tanto para las damas más románticas, que podrán disfrutar con el idilio de la adorable y descreída señorita Harlow, a quien más adelante tendré el gusto de presentarles, como para los caballeros de espíritu más arrojado, que sin duda se estremecerán con las trepidantes y asombrosas aventuras que correrán nuestros personajes, entre los cuales figura el hombrecito con cara de pájaro que ahora contempla el teatro con gravedad. Obsérvenlo pues atentamente. Observen su extraordinaria delgadez, el bigotito rubio con el que intenta imponer una nota más adulta a su aniñado rostro, la boca de trazo delicado y sus ojos claros y vivaces, tras los cuales es imposible no percibir el aleteo de una inteligencia tan afilada como poco práctica. A pesar de su aspecto corriente y poco heroico, Wells será el principal protagonista de este relato, cuyo verdadero principio es difícil de precisar, pero que para él —y por supuesto para todos ustedes— comienza en esta tranquila mañana de 1898, una mañana inusualmente luminosa en la que, como pueden ver, nada hace sospechar al escritor que en apenas un par de horas va a realizar un descubrimiento tan increíble y prodigioso que cambiará para siempre su más íntima concepción del mundo.
Pero me dejaré de rodeos para revelarles al fin lo que seguramente llevan preguntándose desde hace varios minutos: ¿Por qué se ha detenido Wells ante ese viejo teatro? ¿Tal vez lamentaba el cierre del local en el que tantas noches había disfrutado de las mejores obras teatrales de su época? Nada de eso. Como irán descubriendo, Wells no era presa fácil para la melancolía. Se había detenido allí porque, un par de años atrás, el viejo teatro había albergado una empresa muy especial, Viajes Temporales Murray. ¿Significan esas sonrisitas que esbozan algunos de ustedes que dicho establecimiento les resulta familiar? Debo confesarles con cierto rubor que nada me complace más, pero he de ser considerado con el resto de mi público, y como aparte de las sonrisitas cómplices también veo muchos alzamientos de cejas, provocados sin duda por el curioso nombre de la empresa, explicaré a los recién llegados que aquel estrambótico local había abierto sus puertas dos años atrás con el fin de hacer realidad el que probablemente es el sueño más ambicioso del hombre: viajar en el tiempo. Un anhelo que el propio Wells, por cierto, había despertado en la sociedad con su primera novela,
La máquina del tiempo
. La oferta de lanzamiento de tan asombrosa empresa consistía en un viaje al futuro, en concreto al 20 de mayo del año 2000, el día en el que tendría lugar la batalla final por el destino del mundo, tal y como reflejaba el cartel que todavía podía verse en la fachada, y que mostraba al bravo capitán Shackleton enarbolando su espada contra su archienemigo Salomón, el Rey de los Autómatas. Aún quedaba más de un siglo para que se librara aquella memorable batalla, en la que el capitán lograría salvar a la raza humana de la extinción, aunque, gracias a Viajes Temporales Murray, ya había sido presenciada por casi toda Inglaterra. Pese al elevado precio del billete, la gente se había agolpado ante las puertas de la agencia, ansiosa por asistir, como si de una nueva ópera se tratara, a aquel combate que sus pobres existencias mortales no les permitirían ver. Todos menos Wells, el escritor cuya novela había desencadenado todo aquello, que siempre se había negado a viajar al futuro, a pesar de que había recibido innumerables invitaciones del mismísimo Gilliam Murray, el dueño de la empresa, al que los periódicos, con su característica mezcla de oportunismo y falta de imaginación, no habían tardado en apodar «el Dueño del Tiempo», y cuya intempestiva muerte, ocurrida en la cuarta dimensión, había conmocionado al mundo entero, quizá porque con él había muerto también el secreto de los viajes a través del tiempo. Wells debía de ser el único hombre sobre la faz de la Tierra que no había derramado una lágrima por aquel gordo jactancioso en cuya memoria incluso se había erigido una estatua en una plaza cercana. Allí se le podía ver sonriendo arrogante sobre un pedestal con forma de reloj, con una de sus manazas haciendo cosquillas al aire, como si conjurase algún hechizo, y la otra descansando sobre la cabeza de Eterno, su perro, al que Wells profesaba la misma aversión que a su dueño, no tanto por la maquinal fidelidad que el animal mostraba hacia él, como por el temor hacia los perros que anidaba en él desde que de niño, al cruzar por uno de los caminos de Bromley hacia su casa, uno enorme surgiera de entre los matorrales para morderle en una mano con una determinación tal que incluso creyó que seguía un plan establecido.
Por eso se había detenido allí, porque aquel teatro le recordaba las consecuencias que le había acarreado en el pasado su sinceridad respecto a la opinión que le merecía una novela. Y es que, antes de convertirse en el Dueño del Tiempo, Gilliam Murray era un joven que aspiraba a una metamorfosis algo más modesta: convertirse en escritor. Había sido en aquella época, tres años antes, cuando Wells lo había conocido. El futuro millonario le había solicitado su ayuda para publicar una infumable novela que había escrito, pero Wells se la había negado, diciéndole lo que opinaba de ella con una crudeza tal vez innecesaria, pero a la que no había podido sustraerse. Aquella descarnada sinceridad les convirtió inevitablemente en enemigos, como ya les conté en otra ocasión con todo lujo de detalles, y de todo aquello Wells extrajo una lección: en ciertas situaciones de la vida, era mejor mentir. ¿De qué había servido decirle la verdad a Murray? De nada. Si no lo hubiera hecho las cosas habrían sucedido de un modo muy diferente. ¿Y de qué iba a servirle decírsela a Serviss?, se preguntó ahora. Probablemente también de nada. Era mejor mentir, sin duda. Pero si bien Wells era capaz de mentir en muchos asuntos de la vida sin que le temblara la voz, por desgracia había algo en lo que no podía evitar ser sincero: si una novela no le gustaba, era incapaz de alabarla. El hombre se definía principalmente por sus gustos, y no soportaba la idea de hacerse pasar por alguien con un gusto tan detestable que le gustara
Edison conquista Marte
.
Tras consultar su reloj, el escritor descubrió que no podía malgastar más tiempo ante el teatro. Era casi la hora de su cita, así que echó un último vistazo al edificio y enfiló por Charing Cross Road, dejando atrás el Soho para ir hacia el Strand, en dirección a la taberna donde había quedado citado con Serviss. Se había propuesto hacer esperar al periodista para dejarle claro desde el primer momento el absoluto desprecio que sentía por lo que había hecho, pero si algo detestaba Wells más que mentir sobre sus gustos era llegar tarde a una cita, pues pensaba ingenuamente que si él acudía puntual a las suyas, por una suerte de equilibrio cósmico, tampoco le harían esperar a él, aunque de momento no había podido demostrar esta teoría: más de una vez había tenido que ejercer de hierático pasmarote en una esquina o de comensal desvalido en la mesa de algún concurrido restaurante. Así pues, Wells cruzó la bulliciosa avenida del Strand, donde parecía arremolinarse todo el ajetreo del universo, imponiendo a sus piernas un vigoroso caminar y enfiló hacia la callejuela de la taberna con un simpático trotecillo. Eso le permitió llegar al lugar de su cita con irreprochable puntualidad, si bien un tanto jadeante.
Dado que desconocía el aspecto de Serviss, el escritor no perdió el tiempo espiando el interior del lugar a través de sus ventanales, como solía ser su costumbre: de ese modo comprobaba si su cita había llegado y, en caso contrario, se escabullía por la calle más cercana para regresar paseando tranquilamente unos minutos después y evitar así tener que esperar dentro del bar, soportando las miradas compasivas de los otros comensales. No obstante, como aquel día su táctica no tenía sentido, Wells entró en la taberna aparentando una mundana resolución, se detuvo en el centro, bien visible para que el tal Serviss pudiera reconocerlo, y paseó una mirada ligeramente inquisitiva por el concurrido local, con la esperanza de que el estadounidense ya hubiese llegado y le librara de tener que vagabundear por la taberna mientras todos lo observaban. Por suerte, casi de inmediato un hombrecito de unos cincuenta años, flaco y estropeado por la vida, alzó el brazo derecho a modo de saludo al tiempo que una sonrisa desteñida le asomaba por debajo del frondoso bigote. Al comprender que debía de tratarse de Serviss, Wells reprimió una mueca de disgusto. Hubiera preferido que su contrincante tuviera un aspecto más amenazador y presuntuoso, que no pudiese despertar sus remordimientos, en vez de aquel aire desvalido, como de buitre mal alimentado. Para espantar la piedad que inevitablemente le provocaba su aspecto, antes de dirigirse al reservado en el que lo aguardaba tuvo que recordarse lo que aquel alfeñique había hecho. Al verlo acercarse, Serviss abrió los brazos de par en par y dejó que una sonrisa grotesca le desencajara el rostro, como un huérfano que desea ser adoptado.
—¡Qué honor y qué placer, señor Wells! —exclamó, desplegando ante él un catálogo de gestos devotos en el que solo faltó una reverencia—. No sabe cuánto me alegra conocerle. Siéntese, tenga la bondad. ¿Una pinta? Camarero, por favor, otra ronda, que esta conversación entre titanes de las letras hay que regarla como es debido. El mundo no podría perdonarse nunca que nuestras elevadas reflexiones tuvieran que detenerse a causa de una boca seca. —Tras aquel atropellado discurso, que hizo que el camarero, sin duda un tipo bregado en el lado físico y tangible de la vida, los mirase con la desdeñosa condescendencia que reservaba para aquellos que se ocupaban de algo tan etéreo como las artes, Serviss clavó sus diminutos ojos en Wells—. Y dime, George, ¿puedo llamarte George? ¿Qué se siente cuando cada una de tus novelas convulsiona a la sociedad? ¿Cuál es tu secreto? ¿Escribes con una pluma de otro planeta? Ja ja ja…
Wells no se molestó en reírle la ocurrencia. Se recostó en su silla y dejó que la aflautada risita se extinguiera en el aire, adoptando una expresión grave, más propia de un empleado de pompas fúnebres que de alguien que se dispone a disfrutar de un almuerzo con un amigo.
—Bueno, bueno… No es mi intención agobiarte, George —continuó Serviss, fingiéndose apurado por su envaramiento—, pero no puedo dejar de manifestarte mi admiración.
—Por mí puede ahorrarse sus elogios —dijo Wells, decidido a hacerse con las riendas de la conversación cuanto antes—. El hecho de que haya escrito la continuación de mi última novela habla por sí solo, señor Ser…
—Garrett, por favor, George.
—De acuerdo, Garrett —aceptó Wells, molesto. La familiaridad que le imponía Serviss era muy poco adecuada para un rapapolvo, y menos aún lo era el aire festivo con el que insistía en dotar a la conversación—. Te decía que…
—De todos modos, los halagos nunca están de más, ¿no te parece, George? —volvió a interrumpirle el americano—. Sobre todo si son merecidos, como es tu caso. Y te confesaré que mi admiración por ti no es cosa de un día. Se forjó hace… ¿cuánto? Un par de años, por lo menos, después de leer
La máquina del tiempo
, una obra que por ser tu primera novela resulta todavía más extraordinaria.
Wells asintió con apatía, aprovechando que Serviss hizo un alto en su verborrea de vendedor de crecepelo para propinarle un largo trago a su cerveza. Necesitaba encontrar cuanto antes un resquicio en su incesante palabrería para transmitirle lo que opinaba de su novela. Cuanto más tardara en hacerlo, más incómodo resultaría todo para ambos. Pero Serviss no parecía dispuesto a darle tregua.
—Y qué feliz casualidad que, justo tras la publicación de tu novela, se descubriese el modo de viajar en el tiempo —dijo, meciendo exageradamente la cabeza, como si todavía no se hubiese repuesto de la sorpresa—. Imagino que viajarías al año 2000 para ser testigo de la épica batalla por el destino de la humanidad, ¿no?
—No, nunca viajé al futuro —respondió Wells sin ninguna gana de extenderse en el tema.
—¿Ah, no? ¿Y eso por qué? —se sorprendió el otro.
Wells guardó silencio unos segundos, recordando cómo, durante el tiempo que Viajes Temporales Murray estuvo en funcionamiento, había tenido que arreglárselas para mostrar una especie de gélida reserva cada vez que alguien le hablaba de ella sonriendo fascinado. En dichas situaciones, que se sucedían con irritante frecuencia, Wells solía responder con un par de comentarios sarcásticos destinados a ridiculizar el entusiasmo de su contertulio, como si él se hallara por encima de la realidad, o por delante de ella, en cualquier caso ajeno a sus vaivenes, que era lo que, por otro lado, el vulgo esperaba de cualquier escritor, a los que les adjudicaba por defecto intereses más elevados y menos pedestres que los suyos. Otras veces, cuando no se sentía con ánimo para el sarcasmo, optaba por mostrarse ofendido ante el desorbitado coste del billete. Fue esa segunda opción la que decidió usar con Serviss, imaginando que la primera no iba a tragársela siendo también él escritor.
—Porque pienso que el futuro nos pertenece a todos, y nadie debería quedarse sin verlo por el hecho de no poder pagarse el billete.
Serviss se lo quedó mirando sin comprender, y luego se dio un manotazo brusco en la cara, como si se le hubiese pegado una telaraña.